XIII

MARÍA lo vio saludarla de lejos, sentado sobre el pretil del puente. Él dio un salto para bajar y llamó a su caballo con un silbido corto. El animal se le acercó dócilmente y piafó cuando la familiar yegua blanca de la recién llegada puso los cascos sobre la calzada. Pedro le sonrió y le tendió la mano para ayudarla a bajar; María se la aceptó e inclinó la cabeza a modo de cortesía.

Al rato, los dos caballos pastaban juntos los brotes nuevos mientras sus amos paseaban por los alrededores. La primavera había llegado casi sin que se dieran cuenta, lenta como el discurrir de las nubes en el cielo. María observó al joven que caminaba a pocos pasos de ella y que semana a semana se había convertido en su inseparable compañero de correrías, hasta el punto de que, pese a sí misma, no había día en que no saliera a cabalgar con la esperanza de encontrarlo o ser encontrada por él. Probablemente había sido la persona con la que más había hablado en toda su vida, quizá porque la escuchaba de una manera magnética y hechizadora. Recordó la tarde en que se había dado cuenta de ello y de que, sin percatarse, le estaba dejando conocerla más de lo que se conocía ella misma. En aquella ocasión había callado y un leve rubor había aflorado a sus mejillas. Él le había sonreído. Ella no.

—En verdad eres encantadora —murmuró él.

Aquel día se prometió no volver a verlo, pero Pedro no la dejó cumplirlo. Quizá tampoco hubiera sido capaz de hacerlo, con o sin su ayuda. Ahora, deambulando entre las jaras se le hacía raro pensar que hubo un tiempo en que el sol brillaba menos en el cielo y ellos no se conocían. A lo lejos se oía el rumor de las canciones que entonaban los campesinos mientras laboraban, una tonada profunda y perezosa, arrastrada a golpe de azadón.

—¿Por qué crees que cantan? —murmuró Pedro de pronto.

—¿Los campesinos?

—Sí.

La joven prestó atención al canto rítmico que marcaba el trabajo de la tierra.

—Creo que cantan para animarse los unos a otros. Y para que las horas sean más cortas.

Pedro se encogió ligeramente de hombros, dando a entender que probablemente tenía razón y siguieron paseando en silencio. Llegaron junto a una roca y se sentaron en ella.

—¿Crees que tienen algún sueño? —preguntó al rato.

—La vida no es fácil, mi señor —repuso María, tras una pausa— Vivir en paz es sueño suficiente en estos tiempos que corren.

Pedro sacudió la cabeza.

—Yo quiero más que eso. No voy a conformarme con que la vida pase por delante de mí sin poder cambiarla.

María frunció el ceño, intrigada. El entusiasmo de Pedro al hablar era contagioso y aquella mañana resplandecía como solo le ocurría al pensar en su reino.

—¿Qué es lo que quieres tú? —preguntó María— ¿Cuál es tu sueño?

Pedro se volvió hacia María.

—Quiero... quiero que todo sea diferente a como es ahora. Quiero que canten porque están alegres, quiero un reino sostenido por hombres libres. Creía que era el único que pensaba así, pero no es cierto... Quiero cambiar Castilla.

Se incorporó de un salto, se encaró con la serranía y abrió los brazos en cruz para coger aire.

—¡Quiero cambiar el mundo! —gritó.

El eco le respondió y él rió y miró a María, como si se preguntara si entendía lo que trataba de decir. Al fin y al cabo no eran más que ideas fugaces que sonaban en su interior. María se incorporó a su lado con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios

—Castilla será lo que tu quieras que sea —afirmó emocionada—. Castilla eres tú.

Pedro frunció el ceño y su expresión cambió imperceptiblemente. Le dio la espalda a María, súbitamente azorado, y se alejó un poco. Ella hizo ademán de seguirlo, pero se detuvo, insegura de qué hacer o, mejor dicho, de lo que había hecho.

—¿Estás...? ¿Te encuentras...? —preguntó.

Apoyado en la roca, él asintió y le sonrió avergonzado.

—Buf —resopló—. Ha sido la primera vez...no estaba preparado para que fuera así.

María era la viva imagen del desconcierto. Pedro le tendió la mano.

—Ven.

Ella no se movió, así que él se le acercó y le cogió la mano derecha entre las suyas. Entonces se la llevó al pecho y la colocó sobre su corazón. María seguía sin comprender, pero se estremeció al notar el latido de Pedro y fue a retirar la mano. El príncipe la retuvo.

—Ya verás —le dijo—. Sonríe.

—¿Qué?

—Sonríe.

La noble se negó a medias, pero Pedro se lo pedía con la misma pasión que había puesto minutos antes al gritarle al viento de poniente. La misma que la había hecho levantar y sonreírle la última vez. Volvió a hacerlo. Inmediatamente, sintió que el corazón del joven se aceleraba bajo las ropas y le retumbaba contra la palma. Su propio pulso se aceleró al mirarlo a los ojos y sintió que el cuerpo se le encendía y le cosquilleaba. Rió suavemente, embriagada por la sensación y Pedro apoyó la frente sobre la suya.

—No sigas...¿es que quieres matarme? —susurró contiendo el aliento.

María rió y rió, abandonándose en sus brazos mientras él la besaba en la boca y encontraba su lengua con labios ardientes.

******

A algunas horas del Alcázar real, oculta en el interior del bosque, humeaba la chimenea de una casita de piedra. No estaba lejos del camino real, aunque no era visible desde este y era difícil encontrarla si no se estaba buscando o se sabía por donde llegar hasta ella. A diferencia de la mayoría de casas de las aldeas cercanas, era bastante nueva y las paredes estaban en buen estado. No era demasiado grande, pero más espaciosa que muchas, aunque en ella solo vivían dos personas: Leonor Guzmán y su hijo Enrique.

Hacía poco tiempo, alrededor de cuatro años, que Leonor había conseguido reunir el dinero suficiente para comprar su libertad y la de su hijo. Enrique habría preferido quedarse en Berlanga, pero su madre no quería ni hablar de ello y se había empeñado en buscar fortuna en los alrededores de Talavera. El joven había accedido, acostumbrado a no recibir explicaciones por los arrebatos de su madre. Además, le era indiferente un lugar que otro. Con el tiempo, se había convertido en un joven introvertido y vivir medio aislado en un bosque le parecía tan aceptable como hacerlo en medio de la plaza mayor del pueblo.

Leonor lo informó de que aquella noche iban a recibir visita y le ordenó que atizara el fuego. Él obedeció y también preparó las hierbas de su madre antes de que ella se lo pidiera. Leonor sonrió y contempló a su apuesto hijo con una mirada indefinida.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Enrique

Leonor hizo un gesto vago que podía significar tanto que sí como que no, así que Enrique decidió quedarse, al menos hasta que llegara la cliente de la noche. Últimamente, su madre se comportaba de manera cada vez más extraña, entre otras cosas se lo quedaba mirando a menudo como acababa de hacerlo. También sus ataques de melancolía se habían hecho más frecuentes. Tras ellos, solía pasarse horas inquieta, lanzándole miradas fugaces como si tuviera algo en mente, pero se disgustaba muchísimo si Enrique trataba de sonsacarle algo. El muchacho dejó de insistirle, ya que detestaba verla alterada. Seguía adorándola, aunque a veces lo asustara.

Se sentó en una silla, viendo a su madre ir y venir por la cabaña. Parecía cansada y había envejecido visiblemente en los últimos años, aunque seguía siendo joven. Alargó la mano y cogió un pequeño libro de caballería, viejo y manoseado, que se caía a trozos. Era el único libro que había visto en su vida, un regalo de su amigo Tello, que se lo había robado a su padre hacía años. Se lo sabía de memoria, pero aún lo hojeaba a menudo. Pasó un rato enfrascado en las hojas amarillentas repletas de miniaturas; le habría gustado aprender a dibujar miniaturas.

De repente llamaron a la puerta. Leonor se volvió enseguida y, mientras su hijo dejaba el libro a un lado y se incorporaba, la mujer fue junto a la puerta y apoyo el oído en la hoja.

—¿Quién es?

—Esperanza.

Leonor asintió y abrió la puerta. Enrique titubeó, pero aprovechando que no se habían dado cuenta de su presencia, observó a las dos jóvenes que permanecían en el umbral, visiblemente inquietas. Trató de adivinar cual de ellas era la que venía a pedir los servicios de su madre. A simple vista no diferían mucho en edad, catorce o quince años, e iban vestidas de manera semejante, con vestidos sencillos pero limpios. No tenían aspecto de campesinas, pero tampoco de nobles. Quizá fueran hijas de algún mercader o artesano de la ciudad. Podían ser cualquier cosa, en los escasos años que llevaba viviendo allí había comprobado que acudían mujeres de todas partes y de todas clases. Las ciudades de Toledo y Ávila quedaban a pocos días de camino y había muchas aldeas alrededor del alcázar de Talavera.

Desde pequeño se había acostumbrado a estudiar a la gente, era como un juego, y ahora lo hacía casi sin darse cuenta. La más adelantada de las muchachas era rubia, de ojos castaños y rasgos armoniosos. Escrutó su rostro tenso e inspiró; Enrique había visto muchas mujeres a lo largo de su vida, mujeres de todo tipo, jóvenes y viejas, feas y bonitas, y tenía que admitir que aquella era, sin duda, una de las más hermosas que habían pisado su casa. La otra joven estaba un paso por detrás de la primera y la tenía agarrada de la mano en un gesto crispado de puro terror. Tenía una cabellera espesa y brillante de color azabache y aunque no le veía bien la cara, podía notar que estaba muy pálida. Las dos estaban nerviosas y asustadas, pero la morena hacía grandes esfuerzos para no echarse a llorar.

Así pues era ella.

La estudió con más atención: se había apartado el pelo de la cara y ahora podía verle los ojos. Los tenía azules, muy azules; nunca había conocido a nadie que tuviera unos ojos tan azules como los suyos. Trataba de mantener la calma, pero miraba a su alrededor como si se estuviera adentrando en la boca del lobo. Su boca era preciosa, incluso cuando el labio inferior le temblaba.

No quería estar allí, pero al fin y al cabo nadie quería. Era bellísima.

Enrique cambió de postura; ellas notaron que algo se movía y se volvieron enseguida. En cuanto lo vio, la joven morena se aferró de su compañera y retrocedió angustiada. Él se quedó inmóvil. Leonor se hizo cargo de la situación en pocos segundos.

—Sal de aquí —le ordenó a su hijo con sequedad.

El chico miró a su madre un instante y después bajó la vista y obedeció sin rechistar. Las dos muchachas se apartaron para dejarlo pasar: la morena estaba apoyada en la espalda de la rubia y ocultaba el rostro de él.

Cerró la puerta al salir y se alejó de la casucha. De repente estaba de un humor extraño. No había querido asustarla, no tendría que haberse quedado, había sido un estúpido. A algunas mujeres les traía sin cuidado que estuviera o no en la casa, otras se sentían incómodas si lo veían por allí, era natural. Pero sabía lo que significaba el tono tajante de Leonor y la expresión de pavor de la joven: había sido forzada.

Como estaba anocheciendo, pronto el bosque se sumiría en la oscuridad y la luz que salía por las ventanas de la casa sería lo único visible. El joven no se alejó mucho, deambuló un rato, se apoyó en un árbol y arrancó una mala hierba con la que juguetear. Normalmente era rápido, se dijo, mirando hacia la casa. Trató de imaginarse lo que estaría pasando: probablemente Leonor había hecho pasar a la chica a la habitación interior. Supuso que su amiga la acompañaría, porque su madre la dejaría entrar para que su paciente estuviera más tranquila. Ojalá estuviera tranquila, deseaba que lo estuviera. Y que no le doliera, y que no llorara... Sacudió la cabeza y tiró la hierba, porque la estaba destrozando. Intentó dejar de pensar en la joven. Al fin y al cabo no era la primera que pasaba por aquella habitación, así que no debía dejar que lo afectara.

Ya era noche cerrada, estaba pasando mucho rato. La verdad es que había perdido la noción del tiempo que llevaba allí sentado. Paseó un rato para estirar las piernas, pero tenía la mente puesta en la casa. Acabó rondando por delante de la puerta, taciturno, sin dejar de pensar en lo que estaría ocurriendo dentro. De repente la puerta se abrió y él dio un bote. Su madre estaba en el umbral, despeinada, sudorosa y con la ropa manchada de sangre. Enrique se quedó paralizado y en un primer momento tuvo que repetirse que la sangre no era de Leonor. La voz potente y perentoria de esta lo devolvió a la realidad.

—¡Corre! ¡Trae sábanas, mantas, lo que sea!

—¿Qué...? ¿De dónde?

—¡De donde sea! ¡Ve y trae lo que encuentres!

Enrique echó a correr hacia el cobertizo anexo, donde creía recordar que guardaban algunas piezas de tela que habían comprado el invierno pasado. En el habitáculo no había más luz que la de la luna, que entraba por la puerta, y además se levantó una nube de polvo en cuanto empezó a revolver los montones de trastos y enseres. El joven tosió, pero no dejó de rebuscar de manera frenética. Finalmente encontró una pila de trozos de tela cortados de manera irregular y de varias medidas. Ni siquiera sabía de dónde habían salido, pero los agarró todos y volvió a la casa.

Entró corriendo. La puerta de la habitación interior estaba cerrada, pero encontró a la muchacha rubia fuera, esperándolo para coger los trapos. Cuando lo vio atravesar la puerta levantó la vista y compartieron una mirada trágica. Estaba pálida y nerviosa y tenía sangre en la mejilla; seguramente se la habría manchado al tratar de enjugarse el sudor. Enrique no acertó a decir nada, se limitó a tenderle el fardo.

—Gracias —dijo ella con un hilo de voz.

Volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta, de manera que el chico no pudo ver nada de lo que ocurría dentro. Se quedó allí un momento, sin saber qué hacer: no pretendía entrar en la habitación, pero tampoco tenía intención de volver a salir de la casa. Dentro se oía la voz tensa de su madre, pero no se entendían las palabras. Ninguna de las dos muchachas emitía ruido alguno y eso le arrancó un escalofrío. Finalmente optó por tomar asiento en una silla de madera, a pocos metros de la puerta, y esperar allí, con el corazón en vilo, hasta que todo hubiera terminado.

Pasaron los minutos, largos como si fueran horas. El joven se arrellanó en la silla y apoyó la cabeza en la pared, pendiente de la habitación, pero no ocurría nada. Al rato cerró los ojos y enseguida se instaló en su mente el rostro de la joven morena, en aquel instante en que había espiado su rostro antes de que ella lo viera y su expresión se contrajera por la aprensión. Desde algún lugar de su consciencia una voz le dijo que no debía pensar en ella: está muerta, se dijo, se va a morir. A veces pasaba, no sería la primera. Tenía que dejar de pensar en ella. No obstante, adormilado como estaba, no podía controlar la mayoría de sus pensamientos.

Se despabiló de golpe cuando se abrió la puerta y salió Leonor, con el vestido, las manos y la cara manchados de sangre, pálida y con los ojos encendidos tras los mechones que le caían sobre la frente. Su hijo se levantó de inmediato, con tanto ímpetu que casi tira la silla.

—Madre...

Ella no le respondió, parecía desolada, y caminaba con paso vacilante. Enrique se apresuró a dejarle la silla. Entonces se volvió hacia la habitación, cuya puerta estaba entreabierta: sobre la cama yacía el cuerpo de la joven morena, apenas distinguible entre sábanas y mantas. Tenía los ojos cerrados y estaba blanca como el mármol. Su compañera, recostada junto a ella con media espalda contra el cabezal, la abrazaba y sollozaba en silencio.

Enrique sintió un nudo en el estómago y apartó la vista, para posarla en el semblante cerúleo de su madre. Parecía muy afectada y él le cogió la mano y se arrodilló a su lado.

—Madre —insistió—. ¿Se ha muerto? Se ha muerto, ¿verdad?

Leonor inspiró profundamente, miró al joven y le acarició la mejilla.

—No, no se ha muerto.

Enrique dejó escapar un suspiro de alivio, cerró los ojos y apoyó la frente sobre el regazo de su madre durante un instante. Cuando volvió a levantar la cabeza, ella tenía la mirada fija en el suelo y rastro de lágrimas en las mejillas.

—Entonces, ¿qué pasa? —le preguntó— ¿Qué te pasa, madre?

—Es tan joven —balbuceó—. Pero no he podido hacer otra cosa...se habría desangrado. Y ahora nunca...nunca podrá...

—Le has salvado la vida. No hables así —la interrumpió—. No digas eso.

La mujer se dejó abrazar e incluso esbozó una media sonrisa afectuosa, pero aquello no iba a ser suficiente para consolarla. Nada lo era cuando ocurría algo así. Enrique la besó en la mejilla y durante un rato le acarició el cabello, largo y lacio, del color de la madera de castaño.

—Perdón. Debemos irnos.

El muchacho se sobresaltó y se volvió hacia la puerta. La joven rubia era quién había hablado, estaba en pie frente a ellos y sostenía a su compañera con el brazo izquierdo. Esta se apoyaba a su vez en el marco de la puerta y mantenía la cabeza baja. Se había cambiado de vestido; su madre siempre recomendaba que si tenían más de un vestido los trajeran ambos porque el primero podía acabar manchado. Parecía que fuera a caerse de un momento a otro, pero estaba consciente. Tenía un aguante asombroso.

La primera soltó con suavidad a su amiga, asegurándose de que se sostenía en pie, se acercó a Leonor y le tendió un saquito.

—Esa niña no debería moverse. Sería mejor que se quedara aquí a pasar la noche —afirmó la mujer sin mirar las monedas.

—Eso no es posible —respondió la chica.

Como Leonor no hizo ademán de coger el dinero, la joven lo dejó sobre una repisa junto a la silla, retrocedió, y rodeó la cintura de su amiga con el brazo.

—Acompáñalas hasta su caballo, Enrique —ordenó Leonor.

Su hijo obedeció y se acercó a las jóvenes algo titubeante, ya que la primera lo observaba con cierto recelo y temía que la segunda se asustara de él. Sin embargo, esta se limitó a mirarlo un instante y sus ojos lo atravesaron como una lanza. Sin pensarlo dos veces, la levantó en brazos. No pesaba nada, se estremeció por lo frágil que la sentía contra su pecho, con los ojos entrecerrados, aún más pálida bajo la luz de la luna. Su piel estaba fría, su respiración caliente, y le notaba el pulso palpitando en las finas venas azuladas: cada débil latido del corazón de ella, lo recorría como una sacudida a través de la sangre. Suspiró y la apretó contra él inconscientemente, susurrándole palabras tranquilizadoras, mientras seguía a su compañera hacia el lugar donde habían amarrado su montura.

—No tengas miedo...nadie va a hacerte daño. Si estuviera en mi mano nadie volvería a hacerte daño nunca.

La joven lo miró, o eso le pareció. Su mirada estaba turbia, pero su intensidad era sobrecogedora.

—Tranquila —musitó con suavidad, acariciándole el rostro.

Un hermoso caballo blanco estaba atado a un árbol, a corta distancia en el interior del bosque. Relinchó al verlos llegar y Enrique salió de su ensueño. Su guía estaba montando, con un gesto ágil, y una vez arriba se volvió hacia él con los brazos extendidos.

—Dádmela.

Enrique miró a la muchacha que llevaba en brazos. Tenía otra vez los ojos cerrados, pero habría dado cualquier cosa por que los tuviera abiertos.

—Dejad que os acompañe. Es peligroso...

—No os preocupéis.

Quería replicar. Quería quedarse con ella. Sentía que su carne y la de ella se habían unido en el poco rato que la había abrazado y ahora le arrancaban un trozo de sí mismo al llevársela. Cabizbajo, se obligó a desprenderse del ligero cuerpo de la muchacha y ayudó a su compañera a acomodarla delante de ella.

—Gracias.

La joven rubia la envolvió con una capa que llevaba en una de las alforjas y su amiga se recostó en ella. La primera la besó suavemente en el pelo y le susurró algo; ella asintió. Entonces, se volvió un momento hacia Enrique, con los ojos completamente abiertos. Enrique se estremeció de pies a cabeza. Con una orden seca, la chica que llevaba las riendas espoleó al caballo y este se echó al trote enseguida, mientras el joven daba un paso atrás y las veía adentrarse en la oscuridad del bosque.

Isabel notó la sacudida de Janto y por un momento sus sentidos se aguzaron. Tendida sobre Julia, vio con claridad las copas plateadas de los árboles, sintió el aire fresco y oyó los sonidos del bosque. Movió los labios y trató de decir algo, pero enseguida volvió a hundirse en el amodorramiento. No sentía dolor, pero tenía mucho sueño y no podía pensar con claridad; se estremeció, hacía frío, temblaba. Su doncella le hablaba, eran palabras tranquilizadoras, lo era su voz mientras la sostenía con firmeza. Apenas la entendía, pero se aferró al hilo de su voz. Aparte de eso sólo tenía la vaga noción de estar cabalgando.

—Falta poco, señora...Ya falta poco.

—Parecían estrellas.

—¿Qué?

—Estrellas, parecían estrellas...

Gimió y sufrió un espasmo. Julia aminoró la marcha y la acomodó sobre la silla.

—Aguantad, solo un poco más —la animó—. Por favor, no os durmáis.

Janto voló a través de los campos bañados por la luz de la luna, por senderos apartados. Al cabo de algo más de una hora, el Alcázar aparecía en el horizonte. La doncella detuvo el caballo, observó a su alrededor, y lo dirigió hacia el oeste sin salir de la protección que ofrecía el bosque. Cuando se hubo acercado lo suficiente suspiró y se cubrió la cabeza con un manto oscuro e hizo lo mismo con su señora.

—¿Estáis lista?

Isabel asintió débilmente, se enderezó y sostuvo las riendas. Julia desmontó y, con los ojos pegados al suelo, guió al animal hacia una de las entradas laterales del castillo. Un hombre armado les salió al encuentro con paso decidido; en ese momento la princesa levantó la vista y él soldado se detuvo en seco.

—Señora, empezaba a preocuparme.

—No teníais porqué —respondió esta, con solo un leve temblor en la voz—. Julia...

La doncella se adelantó un paso y depositó un saquito de monedas en manos del soldado.

—Confío en vuestra discreción.

—Por supuesto, Alteza.

El soldado se hizo a un lado para dejar pasar a las jóvenes. Una vez dentro, Julia condujo a Janto hasta las desiertas caballerizas: allí ayudó a su amiga a desmontar.

—Estoy bien —murmuró la princesa.

Pero Julia no la soltó. Juntas, caminaron hacia la fortaleza y recorrieron furtivamente el camino que las separaba de la habitación de la infanta, evitando a los guardias. Faltaba poco para llegar a su destino cuando oyeron pasos a su espalda.

—¿Qué hacéis aquí a estas horas?

Las jóvenes se volvieron sobresaltadas. Pedro estaba ante ellas, vestía ropa de montar, como si acabara de llegar de alguna parte, y lejos de cualquier suspicacia, su rostro no reflejaba más que sorpresa. Los dos hermanos se miraron unos instantes y, poco a poco, Pedro cambió de expresión.

—Isabel, ¿qué...?

La muchacha se estremeció y las piernas le fallaron; asustada, Julia trató de sostenerla, pero no pudo evitar que se desplomara.

—¡Isabel! —gritó Pedro.

El príncipe corrió hacia Isabel y la incorporó, pero esta se había desmayado.

—¿Qué te pasa? Dime algo... ¿qué te pasa? —balbuceó, con la cara de ella entre sus manos— Tranquila, voy a buscar a un médico...

—¡No! —intervino Julia.

Pedro frunció el ceño, sin comprender.

—¿Por qué no?

La doncella se limitó a negar con la cabeza.

—Julia, ¿qué ha pasado? —exclamó Pedro perdiendo los nervios.

Alguien se acercaba; los guardias tenían que haber oído los gritos.

—Os lo contaré, os lo contaré señor, pero no llaméis a nadie. Sólo ayudadme a llevarla a su habitación.

—¿Qué le ha pasado?

—Os lo ruego —insistió la doncella—. Nadie debe saberlo... por favor, Alteza. Por favor.

Pedro apretó los dientes y cogió a su hermana en brazos.

—Vamos.