XLVIII
EN la madrugada de una calurosa noche de verano, el rey Pedro guió a sus hombres por el valle y atravesaron un riachuelo. En el extremo opuesto, a apenas un kilómetro de distancia, ondeaban los pendones de Enrique de Trastámara y ardían las antorchas de sus ejércitos mientras tomaban posiciones para la batalla justo delante del río Najerilla. Pedro hizo un cálculo mental de los efectivos con los que contaba el conde, en base a las antorchas que vislumbraba. Inspiró profundamente.
El conde de Lemos, Eduardo de Gales y el príncipe Mulhad estaban junto al monarca, tan circunspectos como él al contemplar al enemigo. El inglés comentó algo en voz baja y Eduardo de Castro asintió. Mulhad estudiaba el terreno con un catalejo, peinando cada ápice del valle que separaba los dos ríos.
—Tienen el cauce a su espalda y la corriente es fuerte —le dijo a Pedro—. Si son derrotados serán más lentos al retroceder y huir.
El rey insinuó una sonrisa tensa.
—No tienen intención de ser derrotados.
Mulhad torció el gesto en una mueca de circunstancias.
—Pero tampoco se lo vamos a entregar en bandeja —apuntó el musulmán.
Los dos se miraron un instante y Mulhad se despidió de él llevándose la mano al corazón, después a los labios y finalmente a la frente. Después hizo una leve reverencia con la mano extendida hacia Pedro.
—Que Alá os guarde —les dijo.
Inmediatamente, espoleó su caballo. Los belfos del semental se dilataron ante la inminencia de la batalla y relinchó, levantándose sobre sus poderosos cuartos traseros. El resto de animales piafaron y patearon el suelo enardecidos, a la espera de que sus jinetes aflojaran las riendas que los contenían para permitirles lanzarse al ataque. Mulhad les gritó una orden a los suyos. La caballería y la infantería granadina respondieron como un solo hombre y siguieron prontas a su señor hacia la primera línea. Eduardo de Castro también se separó del centro, hacia la retaguardia donde aguardaba el grueso de los arqueros ingleses, que él había de capitanear. A ambos lados se abrían alas de combate, encabezadas por el señor de Valcarce y el portugués Fadrique Silva respectivamente. El rey de Castilla y el príncipe de Gales permanecieron en segunda línea, con la guardia real y la infantería de Pedro y la del conde de Lemos, más la de su aliado inglés.
Al otro lado, los hombres de Enrique empezaban a tomar sus puestos, siguiendo las órdenes secas y precisas de sus capitanes. La primera línea estaría compuesta por la caballería y la infantería de las Compañías Blancas de Du Guesclin, los routiers más aguerridos del mundo conocido. A sus espaldas, en la retaguardia estaban los lanceros de Gonzalo de Padilla. El capitán Guido y César Manrique dirigieron a sus hombres a una de las alas, para confrontar a las tropas portuguesas de Pedro, mientras que los aragoneses y los hombres de Tello tomaron posiciones en el extremo opuesto, frente a las tropas de Valcarce. Enrique, en segunda línea junto a Rodrigo y el señor de Manrique, vio marchar a su amigo en silencio. El barón de Mendoza no se le acercó demasiado en un rato, ya que cabalgaba de un extremo a otro dando instrucciones. Durante las horas que precedieron al alba, el conde apenas abrió la boca, excepto para contestar a Bertrand du Guesclin, que se quedó a su lado hasta las primeras luces del amanecer.
—Vaya —murmuró el bretón, oteando el horizonte.
—¿Qué ocurre?
—Caballería musulmana. Y también infantería.
Enrique observó la formación de Mulhad a unos ochocientos o novecientos metros.
—¿Os habéis enfrentado a tropas musulmanas antes?
—No —repuso el bretón.
Fuera como fuera seguían siendo superiores en número. Bertrand estudiaba los alrededores con profesionalidad y de vez en cuando intercambiaba unas palabras con Hugues de Caverley. Los dos miraban hacia el río, como si estuvieran de acuerdo en algo y no les gustara nada.
A la salida del sol, la visión de los dos ejércitos el uno frente al otro se tornó clara y todavía más espeluznante. Reinaba un silencio sepulcral: las órdenes recorrían las dos columnas de lado a lado, pero en la inmensidad del valle no eran más que susurros que se llevaba el viento. Rodrigo de Mendoza ocupó su puesto justo al lado de Enrique y se colocó el yelmo. Enseguida, los guerreros que llevaban armadura lo imitaron y se levantó un rumor de viseras bajándose o junturas rechinando. Bertrand du Guesclin se golpeó la coraza, un golpe seco, como saludo hacia Enrique, y llevó a su caballo hacia la vanguardia. Sin detenerse allí, avanzó en solitario hacia el centro del valle, con dos routiers siguiéndolo. Del bando opuesto salió un jinete, con armadura negra y el blasón de Plantagenet y Aquitania en el escudo: Eduardo de Gales. Los dos se reunieron a medio camino y dialogaron en francés.
—Alteza, cuánto tiempo —lo saludó el bretón.
—No tanto, Bertrand —repuso Eduardo.
—Desde Poitiers, si no me equivoco. No tuve oportunidad de felicitaros por vuestra victoria. Por desgracia no creo que podáis repetirla aquí.
—¿Os parece?
—Contemplad el ejército del rey Enrique, príncipe.
—Ya lo he visto.
—Os conmino a emprender retirada. Convenced de ello a vuestro aliado y huid ahora que podéis. Así salvaréis la vida.
Eduardo no varió su expresión.
—El rey Pedro no va a retirarse, así que más os valdría convencer vos a vuestro señor para que salga de Castilla y renuncie a su insensata reclamación del trono.
—¿Esa es vuestra última palabra?
—Lo es, ¿cuál es la vuestra?
Bertrand sonrió levemente.
—Si tengo la oportunidad, la guerra entre nuestros países finalizará definitivamente —lo advirtió.
Y tras una breve inclinación de cabeza, emprendió el camino de regreso a su formación y se puso a la cabeza de las Compañías Blancas. Con su capitán de vuelta, la primera línea de mercenarios se puso en marcha. Mientras tanto, Eduardo de Gales atravesaba la línea de Mulhad y tomaba posición junto a Pedro. Justo en el instante que el noble inglés llegaba a la segunda línea, sonaba otro cuerno y la infantería musulmana se movía en bloque, al encuentro de los routiers. Al principio despacio y después a todo correr, las dos columnas avanzaron la una contra la otra, con las espadas y armas en alto, entre gritos de guerra. En el momento del choque, fue como si retumbara la tierra. La infantería musulmana levantó las lanzas y se agachó; la caballería mercenaria trató de esquivar las afiladas puntas y abrió brecha a costa de varios hombres. La caballería de Mulhad avanzó para envolverlos; Bertrand mantuvo la formación.
Bertrand y Mulhad, franceses y granadinos, se enzarzaron en un combate sangriento e igualado. Durante los primeros minutos, la franja de lucha no varió, equilibrada entre ambos bandos sin decantarse a un lado o al otro. Bertrand, sorprendido por la endiablada velocidad y fiereza de sus rivales, bramaba órdenes y más órdenes, pero por una vez, sus disciplinados mercenarios estaban desconcertados por la acometida enemiga y más que atacar se defendían. Mulhad, a lomos de un imponente berberisco blanco, con los ojos llameantes bajo el turbante, segaba toda alma que se ponía al alcance de su cimitarra con un solo gesto. El águila de dos cabezas no era menos letal y a su paso dejaba un reguero de cadáveres y heridos que se retorcían de dolor hasta que alguien los remataba o se desangraban. Sin embargo, no lograba poner orden entre sus routiers; tenía que hacerlos reaccionar. De un mandoblazo segó la cabeza de un jinete moro demasiado lento con la adarga y la sostuvo en alto.
—Remuez-vous! ¡No son más que hombres!
Su caballo se irguió sobre las patas traseras y relinchó por encima de las cabezas de los demás. Mulhad vio ese gesto de poderío a lo lejos y su semblante, contraído por la emoción de la lucha, se torció con una sonrisa provocadora y rugió a sus hombres que destrozaran la formación francesa.
A punto estuvieron de lograrlo, pero Bertrand reagrupó a sus hombres y los guió en la recomposición de la formación en arco que había de contener a sus enemigos. Aunque habían caído más de los que habría imaginado, aún conservaban superioridad numérica. Después de reaccionar, la infantería francesa empezó a causar estragos en la filas rivales, cuyos hombres de a pie eran tan mortales como el resto, por mucho que la caballería y el propio Mulhad parecieran salidos del mismísimo infierno. En ese momento, empezaron a llover flechas. A derecha e izquierda, las alas del ejército de Enrique avanzaban para envolver a sus enemigos y sus dotaciones de arqueros y ballesteros ya tenían a tiro a la primera línea del príncipe moro.
Con un grito, la segunda línea se puso en movimiento y el príncipe de Gales y el rey Pedro se lanzaron al ataque con sus infantes. A su espalda, Eduardo de Castro ordenó a los millares de arqueros ingleses que tensaran sus armas.
—¡Acabad con las alas! —aulló.
Aunque estaban muy lejos, los longbows ingleses tenían mucho más alcance que los arcos europeos y empezaron a diezmar a las guarniciones de Tello y Guido. Los arqueros aragoneses y los ballesteros vaticanos intentaron contraatacar a la ofensiva del conde de Lemos, pero al no poder alcanzarlos, siguieron atacando al centro. Pedro y Eduardo ya no podían avanzar, sino más bien retroceder para salir del zona de exclusión que las flechas imponían con mano de hierro. Entonces Valcarce y Fadrique, a los extremos del ejército petrista, se lanzaron contra Tello, Ferrán y Roger, y contra Guido de Bolonia y el señor de Manrique respectivamente.
Desde su posición, Rodrigo observaba el transcurso de la batalla con las mandíbulas apretadas: aquello se estaba complicando más de lo debido. Enrique, furioso y alterado, no era capaz de quedarse quieto, así que ordenó avanzar a la segunda línea y Rodrigo, Manrique y él se lanzaron a la batalla para reforzar la posición de las Compañías Blancas, pero a una orden de Eduardo de Castro, los arqueros mantuvieron a raya su avance, para que el grueso de las dos fuerzas no llegara a hacer contacto. A la izquierda del conde de Trastámara, el ejército de Tello había quedado diezmado por las flechas, Roger de Montcada había caído y Ferrán estaba herido. Las tropas aragonesas restantes se agruparon en torno al capitán Ferrán para hacer frente a los hombres de Cristóbal de Valcarce, azuzados por el olor de la sangre y el miedo en los rostros de sus enemigos. Ahora eran superiores en número, y aún conservaban intacto a su líder. Tello y Ferrán no pudieron contenerlos y vieron cómo sus hombres eran masacrados y disgregados.
—¡Ordena retirada! —le gritó Ferrán al joven noble de Tovar.
Tello no quería ni oír hablar de eso. Tampoco podía creer lo que estaba ocurriendo. Encendido de rabia, repartía mandobles a lado y lado de su montura, sin dejar de cabalgar como un poseso. Cuando una flecha se le clavó en el brazo derecho, simplemente se cambió la espada de mano para continuar.
—¡Tello! —insistió Ferrán— ¡Ordena retirada!
—¡No!
—¡No somos ni un centenar! ¡Ordena...!
Tello se volvió hacia Ferrán, a tiempo de ver como una flecha le atravesaba la coraza y el capitán caía muerto del caballo. Contuvo la rabia y la impotencia, al mirar a su alrededor y ver los rostros desencajados de los soldados aragoneses y la escasa infantería que le quedaba a él.
—Maldición —masculló.
Se llevó el cuerno a los labios y sopló retirada. Los supervivientes del ala izquierda salieron en estampida. Enrique oyó el cuerno y temió por Tello, pero Rodrigo no le dio tiempo a pensar.
—¡En guardia! —gritaba.
El ala capitaneada por Valcarce, ya sin rival, se desvió hacia el centro y aisló a los hombres de Bertrand, que se enfrentaban con denuedo a musulmanes, castellanos e ingleses. Al mismo tiempo, Eduardo de Castro concentró todas sus fuerzas en diezmar el ala derecha, de Manrique y Guido, que había ganado terreno a las tropas de Fadrique Silva. Rodrigo juró en voz baja y llamó a avanzar a su tercera línea, la de Gonzalo de Padilla. Los lanceros apretaron sus armas, pero para su sorpresa, Gonzalo permaneció inmóvil sobre la silla de su caballo.
—Mi señor...—dudaron los soldados de su guardia.
Gonzalo no despegó los labios, muy serio. Una vez más, sonaron las llamadas de auxilio desde la liza. Los lanceros se pusieron en tensión, mirando a su señor en espera de órdenes.
—Señor...
—Mi señor, ¿es que no vamos a ayudarles?
Gonzalo cerró los ojos.
—No, no lo haremos. Manteneos atrás. Todos quietos.
Sin nadie que retuviera la acometida de Valcarce, Guido y los suyos no tuvieron más remedio que replegarse hacia Enrique y los suyos, hostigados por los portugueses.
—Se acabó el juego. Ahora solo es cuestión de luchar —se dijo el conde de Lemos.
Dejó su longbow a un lado, se hizo con una ballesta y desenvainó la espada con la otra mano. Entonces azuzó a su caballo hacia el centro de la liza, para reunirse con Pedro. El rey luchaba con frenesí, descargando la espada con toda su furia contra routiers montados o a pie. Hacía rato que se había separado del príncipe de Gales; a decir verdad, su propia guardia personal tenía dificultades para mantenerse a su lado. Alberto era de los que lo seguían, con el rostro salpicado a medias entre su propia sangre y la de los enemigos. Pedro estaba completamente desbocado, esquivando las estocadas por instinto y arremetiendo con más fuerzas de las que le quedaban. Eduardo de Castro logró ponerse a su lado y los dos cruzaron una significativa mirada. Después, se lanzaron a toda velocidad hacia delante y atravesaron la línea de las Compañías Blancas. Al contactar con el grupo de Rodrigo, el primero en salirles al encuentro fue el noble señor de Manrique, que cargó contra Pedro con la espada en alto. El joven recibió la estocada en pleno yelmo, pero no fue lo suficientemente enérgica como para hacerlo caer. Hizo dar media vuelta al caballo y se enfrentó contra Manrique, que parecía envalentonado por haber llegado a tocar al rey. Pedro no se dejó sorprender por segunda vez y lanzó un grito mientras hundía su acero en el cuello de su enemigo.
Con las líneas deshechas, el ejército de Enrique empezó a desmoronarse. Consciente de la situación, Bertrand ordenó a sus hombres que se replegaran. La prioridad absoluta era romper el cerco y reunirse con su señor. Pero sus enemigos no se lo iban a poner fácil. Nada más darse la vuelta, y tras haber dado cuenta de un osado caballero musulmán que se había puesto en medio, Bertrand fue interceptado por el príncipe de Gales en persona, en su caballo negro y con el orgulloso león adornando el yelmo azabache. El bretón rugió y se lanzó contra Eduardo, que lo esquivó por muy poco y contraatacó con arrojo. En el choque, Bertrand derribó al noble del caballo, pero al voltearse para atacarlo una segunda vez, lo perdió de vista. Segundos después alguien le asestaba una herida en el muslo izquierdo y él también perdía el equilibrio sobre la montura. Desde el suelo, vio al Príncipe Negro con la espada ensangrentada y adivinó su expresión de desafío bajo el yelmo, así que se puso en pie y aceptó el reto.
Enrique agarró las riendas e hizo erguirse a su caballo para evitar el ataque de un lancero portugués. Al caer, el animal pateó el asta de la lanza y la partió en dos; el conde de Trastámara aprovechó para atravesar a su agresor con la espada. Empezaba a verse rodeado de enemigos por todos lados, había muchos más que aliados a la vista, pero el joven se esforzó para no dejarse vencer por la desesperación. Hacía rato que había dejado de sentir dolor por las heridas y podría decirse que había dejado de oír los gritos y el acero que hacían temblar el suelo. El sol estaba bien alto en el cielo, hacía un calor asfixiante y casi no podía respirar debajo de la pesada armadura. Por un momento acarició la idea de quitársela; fue un pensamiento extraño y tentador, tanto que tuvo que sacudir la cabeza para que se desvaneciera. No estaba dispuesto a morir tan pronto.
Su caballo cojeaba, habría sido herido y no se había dado cuenta hasta ese momento. Antes de que se desplomara con él encima, desmontó de un salto y se puso en guardia para rechazar el ataque de un soldado enloquecido que se abalanzaba sobre él con un hacha en la mano. Logro bloquear el ataque interponiendo la espada, pero el hacha cayó sobre él con tanto ímpetu que le tembló todo el cuerpo. Retrocedió y la espada se le cayó al suelo, porque tenía el brazo insensible, así que el soldado reanudó su ataque aún más fiero que antes. Enrique tomó aire y se tiró al suelo, rodando sobre sí mismo para esquivarlo. Desde abajo logró desequilibrar al guerrero del hacha y arrancó una espada mellada de uno de los cadáveres —no sabía bien si amigo o enemigo— para clavársela por la espalda.
Se incorporó con dificultad. Los oídos le zumbaban y casi no podía moverse. A pesar de todo lanzó la espada mellada, recogió la suya y también el hacha con la que había sido atacado. Las levantó como si nada: aunque creía que aún tenía el brazo insensible, no había mucha diferencia con el resto de su cuerpo. Atacó a dos soldados más y logró zafarse de un tercero. Al levantar la vista, el corazón le palpitó: a unos diez o quince metros de su posición, ondeaba el pendón de Pedro de Borgoña, amenazador bajo el yelmo y luchando como un perro rabioso. La sangre le empezó a hervir en las venas y la visión del fuego inflamó su coraje una vez más. Pedro estaba luchando mano a mano con Rodrigo, pero lo último que quería permitir Enrique era que el señor de Mendoza diera cuenta de su hermanastro. Pedro era suyo, el cruel asesino sucumbiría bajo su espada.
Se dirigió hacia ellos, sin hacer caso de los ataques que le llovían desde los flancos y que por algún tipo de milagro o no llegaban a tocarle o eran bloqueados por sus hombres para protegerlo. Pedro había derribado al barón Rodrigo, pero este se defendía con tesón y la ventaja del hijo de María de Portugal por ir montado no parecía ser decisiva en aquel combate. El estruendo de la batalla los apartó a ambos de su vista durante un instante y tuvo que defenderse de un miembro de la guardia real de Pedro, a quién derrotó lanzándole el hacha en plena frente. Volvió a buscar el pendón de Borgoña como si la vida le fuera en ello. Y entonces oyó un silbido a su espalda, nítido e inconfundible pese al fragor de la lucha. Se volvió para ver a su atacante y en ese instante una flecha se le clavó en el pecho.
Enrique boqueó por aire, pero no llegó a notarlo en los pulmones. El zumbido de los oídos se hizo más grave, doloroso, y empañó el resto de sus percepciones, su sentido del equilibrio y de la consciencia. Frente a él había un hombre a caballo, cada vez más borroso a medida que se le nublaba la vista, con una ballesta apuntando en su dirección y unos ojos verdes brillantes como esmeraldas pulidas que lo taladraban desde debajo del casco. Enrique cayó de espaldas con la boca abierta como si tratara de formar alguna palabra, pero fue incapaz de articular ningún sonido salvo el de la búsqueda de oxígeno. Estaba teniendo convulsiones. Al tratar de moverse no le respondió ningún músculo, había dejado de ver y de oír nada salvo el chillido del fuego, el mismo que poblaba sus pesadillas. Más allá todo se había vuelto negro.
Sonaron cuernos de batalla en los dos bandos; Rodrigo había visto caer a su señor y había abandonado la lucha con Pedro de inmediato. En el ejército trastamarista se desató la confusión más absoluta. Algunos emprendían la retirada por su cuenta y riesgo en cualquier dirección, mientras el barón de Mendoza daba instrucciones a voces.
—¡El rey ha caído! ¡Salvad al rey!
A varios centenares de metros, Bertrand oyó los cuernos y contuvo la respiración. Eduardo, extenuado y herido como su oponente sonrió triunfante ante su significado y se lanzó contra el bretón para rematar la faena. Sin embargo, este se las arregló para esquivarlo y se alejó del príncipe como si no fuera a proseguir la lucha.
—¡Cobarde! —le gritó Eduardo— ¡No hemos acabado!
Bertrand le regaló una mirada furibunda, pero al mismo tiempo hacía sonar el cuerno de las Compañías Blancas tocando a retirada. Su prioridad era sacar a Enrique de allá con vida, no enfrentarse a Eduardo, al menos no en aquella ocasión.
—Volveremos a encontrarnos, príncipe. Bien lo sabéis.
Los routiers se agruparon en torno a su capitán para alejarlo del príncipe de Gales, pero este no quería renunciar al combate y se lanzó tras él. Hasta cinco mercenarios cayeron bajo su espada y pronto volvió a tener a Bertrand a una hoja de distancia. Sin embargo, fue Hugues quien se interpuso en su camino y frenó su avance acometiendo como un jabalí.
Con el Príncipe Negro interceptado, los mercenarios supervivientes combinaron sus fuerzas y se abrieron paso hacia la retaguardia. Para cuando Eduardo redujo a Caverley, Bertrand había llegado junto al rey caído. Un escudero alavés cedió su caballo al bretón y fue este mismo el que recogió a Enrique del suelo donde yacía inerte, protegido por los restos de su infantería. Con el muchacho sobre la grupa de su caballo y rodeado de todo soldado aliado con vida, Bertrand, Rodrigo y los demás huyeron a galope tendido en dirección al río.
—¡Victoria! —aullaron los aliados de Pedro— ¡El bastardo ha muerto!
Los caballeros de Mulhad, con este a la cabeza, en compañía del escuadrón de jinetes ingleses liderados por Chandos se lanzaron en persecución de los hombres de Enrique, que se precipitaban al río para atravesarlo y eran arrastrados por la corriente. Bertrand, Rodrigo y sus guardias de élite se dirigieron al pequeño puente que había a poco más de un kilómetro y lograron vadearlo, pero hostigados por los veloces jinetes granadinos muchos se despeñaron por los barrancos que rodeaban el valle al huir.
Durante varios minutos, siguieron cayendo soldados de ambos bandos, aunque el ejército combinado de Pedro y sus aliados avanzaba imparable entre los jirones espantadizos del ejército enemigo y lo arrasaba todo a su paso. Al parecer, no pretendían capturar prisioneros. Para cuando empezó a calmarse el furor de la batalla, ya era por la tarde, el valle entero estaba sembrado de cuerpos sanguinolentos y los soldados vencedores estaban tan ebrios y agotados por el triunfo que muchos se dejaban caer entre los muertos con la boca abierta y casi la misma mirada extraviada que se les había quedado a ellos.
Pedro se quitó el casco y lo tiró al suelo. Estaba pálido, tenía el cabello pegado a la nuca y la frente ensangrentada. La cabeza le dolía tanto desde su lance con Manrique que había dejado de pensar hacía rato. Se tambaleó en el caballo y en el último momento fue Eduardo de Castro quién lo sujetó. El joven rechazó su ayuda y miró a su alrededor: el brillo salvaje de sus ojos se había extinguido. Los dos cabalgaron juntos un rato, observando el resultado de la batalla, los caídos, los mutilados, los enemigos y los aliados. Había algunos hombres vomitando o dando tumbos, a punto de caer en cualquier instante. También había grupos de soldados petristas que batían el valle centímetro a centímetro, acabando con todo lo que se movía. Pedro observó los ajusticiamientos como si quisiera detenerlos, pero no dijo nada. Lo que quedaba de la guardia real, con Men Rodríguez al frente, se reunió en torno a su soberano.
—Se acabó —le dijo Eduardo.
Pedro no le contestó. El príncipe de Gales cabalgó en su dirección y al llegar junto a ellos también se quitó el yelmo y su cabello pelirrojo refulgió con el sol. Le dio una palmada amistosa al conde de Lemos y después se dirigió a ambos.
—Gran batalla, señores.
Fadrique llamó al orden a sus hombres y se acercó cojeando al grupo, cansado pero satisfecho. Solo una nota de pesar empañaba su voz al dirigirse a Pedro.
—El señor de Valcarce ha caído, Majestad.
Pedro asintió y siguió trotando un rato entre el desolador panorama, hasta llegar al río. En ese momento, la caballería musulmana e inglesa regresaba de la persecución. Mulhad iba el primero, manchado de sangre, barro y sudor, con algunas heridas superficiales, pero también con su expresión serena de vuelta en el rostro.
—El barón de Mendoza y Bertrand du Guesclin han huido con el cuerpo de Enrique de Trastámara y unos 500 hombres. No pudimos seguirlos —informó.
—¿Enrique está vivo? —preguntó Eduardo de Castro.
—Lo ignoro, pero si lo está no creo que dure mucho.
—Si atraviesan la frontera los habremos perdido —intervino Chandos, hablándole en inglés a su príncipe.
—No importa —afirmó Pedro, comprendiendo sus palabras.
El rey los miró a todos y les pidió que reunieran a los supervivientes para contabilizar las bajas y también para organizarse y poder atender a los heridos. Debían avanzar hacia Burgos de inmediato y liberar la ciudad. Cuando los nobles se alejaron para cumplir la tarea encomendada, solo el conde de Lemos permaneció cerca de su rey mientras el muchacho cabalgaba sin rumbo fijo entre los lindes del valle. Se detuvo sin previo aviso y Eduardo se puso a su altura. Ante ellos estaba el cuerpo sin vida del noble Gonzalo de Padilla, pisoteado en el suelo.
—Por Dios...—suspiró Pedro.