LXII

ESTÁ hecho —murmuró el joven.

Alfonso miró al Halcón de plata con gravedad mientras este depositaba un objeto sobre la mesa y entonces fijó la atención en el pequeño anillo de oro y zafiro que había traído como prueba; lo habría reconocido hasta con los ojos cerrados, el anillo de Pedro, con su inicial, el anillo que durante tantos años llevó Isabel, primero como colgante y luego en el dedo. Sí, estaba hecho.

Deseaba quedarse solo, dispensar a su espía de inmediato, pero logró controlar el impulso repentino de hacerlo.

—¿Fue todo como se había previsto?

—Todo, mi señor.

—¿Bajas?

—Una.

—¿Cuánto tardarán?

—Les llevo media jornada de ventaja.

El valido asintió.

—De acuerdo.

El muchacho hizo una leve inclinación de cabeza que no llegó a descubrir el tatuaje que llevaba en la oreja. Sin duda este sólo quedaba a la vista cuando él lo deseaba, ya que sus movimientos eran tan elásticos y mesurados que parecía imposible que alguno de ellos escapara a su control. Y cuando Alfonso le hizo un gesto para indicarle que se retirara, obedeció en el acto, utilizando la misma entrada lateral por la que había entrado apenas un par de minutos antes, tras cabalgar sin descanso durante más de setenta y dos horas.

—Asumo que de aquí en adelante no me necesitaréis más —murmuró Guillermo de Roya, a su espalda.

—Me temo que no.

El espía suspiró.

—Espero que todo esto os haya servido de algo. Por lo menos a vos.

Alfonso no se volvió. No había reproche en la voz de Guillermo; el Halcón de plata era el primero en guardarse bien de juzgar lo que no le concernía.

—Adiós, Alfonso.

—Adiós, Guillermo.

Una vez solo, el valido cogió el anillo y se lo quedó mirando con apatía, volteándolo entre los dedos. Teniéndolo así, no podía evitar recordar episodios de su vida en los que se lo había visto puesto a alguno de los dos hermanos. Cómo había deseado apoderarse de él y de todo lo que significaba. Ahora Pedro estaba muerto, el ejército de Enrique tomaría el castillo e Isabel no tardaría en seguir la suerte del rey. Pasó el dedo por la superficie de la joya, sintiendo el tacto del oro y de la letra engarzada y cerró el puño con fuerza, con el anillo dentro.

—Voy a tener más de lo que tú tuviste en la vida. Voy a llegar más lejos de lo que soñaste nunca. Y tendré un nombre y un título: se me reconocerá a mí y a mi casa.

¿Acaso el viejo no lo entendía? Había ganado. Pero entonces, ¿Por qué seguía sintiendo la mirada acusadora de Gabriel clavada en él?

Alguien llamó a la puerta y Alfonso salió de su ensoñación. No iba a recibir a nadie; no iba a hablar con nadie. Ignoró la llamada y cuando esta se repitió vociferó que no se le molestara y no volvieron a llamar.

Su propia cólera le había sorprendido, ya que no solía levantar la voz y mucho menos gritar, pero el caso es que estaba furioso. Apretó los ojos tratando de hacer desaparecer a su padre, sin éxito, y entonces se levantó con rabia, se volvió y se encaró con la nada de la habitación.

No se estaba volviendo loco, sabía que Gabriel no estaba ahí, y si hubiera creído que lo estaba no le hubiera importado lo más mínimo. Gabriel había sido un fracasado, una persona mediocre que había pasado por el mundo desaprovechando su inteligencia y su talento, viviendo la vida de otro. Lo había querido, sí, pero que condenara lo que había hecho le traía sin cuidado, porque no esperaba que fuera capaz de entenderlo. Sin embargo odiaba no sentirse feliz cuando todo había salido a la perfección, no comprendía por qué su corazón no había saltado de alegría al ver el anillo.

Pedro estaba muerto e Isabel no tardaría en estarlo. Ojalá se pudrieran en el infierno. Ahora todo lo que tenía que hacer era esperar a que llegara Rodrigo y todo hubiera acabado.

Quizá la torturarían antes de matarla. O la encerrarían en una torre y esperarían a que se consumiera. Aunque si escapara ahora quizá tendría una oportunidad.

Esperar pacientemente como si nada hubiera ocurrido; era lo único sensato.

******

El cielo aún estaba encapotado, tras casi dos días de lluvia ininterrumpida. Isabel suspiró y se apoyó en las almenas de piedra, todavía húmedas: desde el ajarafe de la torre norte se podía ver la tierra anegada y los senderos cubiertos de lodo por los que transitaban trabajosamente los campesinos del feudo y los soldados a caballo. El aire estaba impregnado de electricidad, puesto que aunque el aguacero había pasado, seguía soplando el mismo viento borrascoso que había bramado desde el cielo durante la tormenta. La princesa castellana había temido que la lluvia no cesara antes de abandonar la fortaleza y subir al barco que había de llevarla lejos del reino y le habría costado resignarse a partir sin observar de nuevo el imponente paisaje que ofrecía aquella torre. Era su rincón favorito del castillo, porque quedaba resguardada de la vista de los que trajinaban en la parte delantera de este.

Levantó la vista hacia las nubes grises que apenas dejaban pasar la tibia luz del sol. Pese al viento que hacía, la capa de nubes permanecía sombría sobre Castilla sin desgajarse ni desplazarse visiblemente. A lo lejos, los árboles se agitaban de un lado a otro por la ventisca. No tenía frío, ya que iba abrigada con su mejor capa de piel forrada de lana, pero sentía como el aire se estremecía a su alrededor; el prendedor que le había mantenido el peinado en su sitio había acabado por soltarse y su espesa cabellera negra ondeaba al viento. No le importó perderlo, ni tampoco el hecho de que el tiempo fuera a despedirla con un talante tan deprimente. En sus manos, había una carta que había llegado con la primera jornada de lluvias. Dirigida a ella, para su sorpresa: una carta que no se había atrevido a abrir hasta aquel momento, en que el equipaje estaba hecho y la partida era inminente.

«A su Alteza real, doña Isabel de Borgoña, infanta de Castilla

Querida Isabel:

Es mi deseo que os encontréis bien y gocéis de buena salud. Hasta Francia llegan noticias confusas sobre la guerra en mi querida Castilla. Cada día ruego a Dios que ni vos ni vuestro hermano sufráis daño alguno.

Como debéis saber he contraído matrimonio con el mariscal de Adehan. Si os escribo es para deciros que hace algunos meses di a luz a una niña y también para deciros que esa hija no es de mi esposo, sino de vuestro hermano. Su nombre es Constanza.

Os aseguro que no pretendo exigiros nada, ni para mí ni para mi hija, ni ahora ni nunca. Monsieur de Adehan creerá que la niña es suya y la criará como tal. Si así ha de ser, juro que me llevaré el secreto a la tumba. Sin embargo, demasiada sangre se ha vertido ya por un secreto semejante y por eso os lo confío a vos. Solo a vos. Haced con esta carta lo que creáis más conveniente, porque será la única carta que os escriba, la última que dirija a Castilla en lo que me quede de vida.

Que Dios esté con vos por siempre, mi señora.

María de Padilla, condesa de Adehan»

Allí de pie, frente a los elementos desatados que agitaban su tierra, pensaba en lo mucho que el destino había jugado con ellos todo aquel tiempo. Pedro y María, el bebé de ambos; su padre, su madre y Leonor; Gabriel y Rodrigo, Eduardo y Mulhad; Enrique y ella. Respirar el aliento de Castilla los habían unido para siempre y los condenaba a regresar una y otra vez para que el destino les diera caza. Por muy lejos que estuvieran; aunque quisieran luchar. El precio de la felicidad habían sido sus almas.

«Y yo he sido tan feliz»

Le limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dobló la misiva y la guardó cuando vio que alguien abría la puerta de la torre, algo violentada porque interrumpieran sus pensamientos. Ver aparecer a Alfonso aún la incomodó más y compartieron una mirada tensa, pero nada más entrar el valido giró la cabeza bruscamente y levantó la mano para protegerse del vendaval. Aquel simple gesto tan humano ablandó un poco a la princesa; pronto se habría marchado y probablemente no volvería a ver al hijo de Gabriel.

—¿Qué queréis?

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Ella no tenía una respuesta que darle y tampoco obligación de proporcionarle alguna. Se volvió y acarició las almenas distraídamente con la mirada puesta en la lejanía, mientras Alfonso apretaba los dientes.

—Alteza. He venido a deciros que debéis partir inmediatamente. El barco os espera.

Isabel esbozó una sonrisa burlona.

—Me marcho mañana, Alfonso. ¿Tanto deseáis perderme de vista?

Alfonso estuvo a punto de sonreír, de dar media vuelta y dejar a la joven a su suerte. No tenía ninguna razón para actuar de otro modo. Salvo que Isabel seguía dándole la espalda, allá, junto al borde del abismo. Tragó saliva, el viento le secaba los labios y la garganta le dolía al tragar como si se le clavaran agujas.

Se acercó a ella paso a paso, sin que la infanta diera muestra de reconocer su presencia, y el valido rió para sí con una mezcla de amargura y enajenación. Si ahora la empujara, pensó, nadie lo sabría nunca y en cualquier caso no tendría la menor relevancia: el reinado de su casa había finalizado y los que podían protegerla habían desaparecido. Seguramente ella gritaría y él la sostendría del brazo sólo el tiempo suficiente para que se diera cuenta de lo que estaba a punto de ocurrirle y para que lo mirara a los ojos y le suplicara. Al imaginarse su frágil cintura entre las manos el vello de la nuca se le erizó y notó un cosquilleo de excitación.

Isabel lo percibió tras ella y al advertir que la cogía del brazo se volvió de repente: ambos estaban cara a cara extraordinariamente cerca. La princesa dio un paso atrás y su espalda sintió la piedra que la separaba del vacío.

—¿Qué hacéis?

Alfonso no respondió de inmediato. La agarraba del brazo con mano férrea y le hacía daño; su expresión era extraña e Isabel se asustó, aunque trató de no exteriorizarlo.

—Soltadme, Alfonso. Ahora mismo.

Pasaron algunos segundos y entonces el valido obedeció, muy despacio. Resolló con voz ronca.

—Me temo que debo insistir en que os marchéis de inmediato. Ahora el corredor hasta el puerto es seguro, pero pronto dejará de serlo.

Una vez libre, Isabel se desplazó hacia un lado y se alejó del hombre y de las almenas, hacia la puerta, pero no abandonó el ajarafe.

—¿De qué estáis hablando? —replicó— ¿Por qué habría de dejar de ser seguro?

—¿Es que no podéis limitaros a hacer lo que os digo por una vez?

Ella lo miró confusa al tiempo que una nueva ráfaga de viento le alborotaba el pelo. Se lo apartó de la cara con torpeza; Alfonso permaneció impasible, como si el viento ya no le molestara.

—La zona está protegida —gritó la muchacha para imponerse a los elementos—. Y estamos en tregua. Las órdenes del rey fueron que partiera mañana y partiré mañana. ¿Osáis contravenir la voluntad del rey?

Alfonso rió y sacudió la cabeza. Tenía las mejillas arreboladas y la mirada encendida.

—Dios no quiera que yo contravenga los deseos de su Majestad, ni de vuestra Alteza —se doblegó con afectación—. Por mí podéis hacer lo que os venga en gana.

Dicho esto se dirigió a la puerta e Isabel se apartó de su camino, sin poder disimular el nerviosismo. Alfonso le regaló una risita sardónica, complacido por el súbito temor que le inspiraba. De nuevo experimentó una sensación de placer perversa y se regodeó en ella en silencio, convencido de que toda la alegría que no le había proporcionado el éxito de su plan se la proporcionaría ahora el final de Isabel. Observó su figura esbelta, sus curvas y sus límpidos ojos en los que asomaba una mezcla de desconcierto, enfado y miedo, pero la princesa no soportó el examen y desvió la mirada. En ese momento se puso rígida y emitió un grito ahogado. Alfonso dio un paso hacia ella y siguió la línea de su mirada: la atalaya sur, situada a pocos kilómetros del castillo, había encendido fuego y una espesa columna de humo era arrastrada por el viento.

Con el corazón disparado, la muchacha se abalanzó hacia el lado opuesto de la torre y se asomó peligrosamente hasta que la atalaya norte quedó a la vista, justo en el momento en que los vigías prendían la madera resinosa y estallaba una llamarada roja. Buscó el resto de puestos de vigilancia, que fueron respondiendo: pronto media docena de atalayas alertaban del avance de tropas enemigas mientras las campanas repicaban para que los aldeanos se refugiaran en el castillo. Al aspirar una bocanada de aire, este le trajo el sabor del humo y contrajo el estómago como reflejo, tosiendo para librarse de él. Desde ese instante sólo fue capaz de respirar de manera entrecortada, estremeciéndose cuando el viento le traía el sonido amortiguado de los gritos de alarma que se extendían por doquier.

—No es posible —murmuró—. No pueden estar atacándonos ahora.

Apretó los labios y se encaró con Alfonso, que no se había movido, y oteaba el valle sin registrar ninguna emoción. Ella sacudió la cabeza ligeramente.

—¿Cómo es posible? —le gritó— ¿Por qué?

El valido no levantó la voz, pero esta cubrió igualmente la distancia que los separaba y sonó cortante como el hielo.

—Las tropas de Enrique de Trastámara van a tomar el castillo. La guerra ha terminado.

—¡No puede ser! ¿Dónde está el rey?

Él bajó un momento la cabeza y ella sintió que el suelo temblaba.

—¿Dónde está Pedro? —chilló.

Alfonso la miró y tomó aire.

—Pedro está muerto.

—¡Mentís!

—Cayó en una trampa, la negociación...

—¡Mentís!

—... era una trampa. Y ahora Enrique va a tomar posesión del castillo.

—¡No! ¡No! —repitió ella con obstinación.

Se abalanzó sobre Alfonso y lo empujó furiosamente contra la pared. Aquello lo cogió por sorpresa y estuvo a punto de caer al suelo, pero recuperó la vertical al impactar con el cuerpo cilíndrico de la torre y en un arrebato la abofeteó. El viento se tornó más violento y aulló por encima de sus cabezas al tiempo que Isabel retrocedía. Estaba demasiado trastornada para haber notado el golpe.

—Es mentira...es mentira.

Ahora Alfonso también temblaba: la mano le ardía tras haberla golpeado y de repente sus ojos se habían llenado de lágrimas. Se las enjugó, furioso consigo mismo de una manera inconexa y se echó a reír, presa de una extraña embriaguez, más sensual que cualquiera que le hubiera producido el alcohol. Sintió un escalofrío. El desarrollo de los acontecimientos había perdido toda relevancia: ya no le importaba lo que pudiera pasar ni cómo.

—No es mentira.

—¿Cómo lo sabéis? —lo retó ella.

No le importaba la nota histérica de su voz ni la cólera que inflamaba su rostro. Con gesto pausado se llevó la mano al cinto y sacó el anillo de Pedro, dejando que ella lo viera, dilatando deliberadamente aquel momento para observar implacable como la expresión de la joven se congelaba y como el ritmo errático que animaba su pecho arriba y abajo se interrumpía. Entonces se lo tiró a los pies.

Isabel lo vio caer, rodar y repiquetear sobre la piedra antes de quedarse inmóvil a pocos centímetros de ella. Hasta entonces había mantenido los brazos levantados para protegerse del vendaval, pero ahora cayeron inertes a los costados y el pelo le vino a la cara de golpe, se le metió en la boca, le cubrió los ojos. Eso no le impidió que siguiera viendo el anillo, nada lograría borrarlo de su mente, que empezó a recrearse con la trayectoria que había descrito desde la mano de Alfonso hasta el suelo. Su cerebro se bloqueó: lo vio caer una y otra vez, incapaz de salir del círculo vicioso de imágenes, que se sucedían cada vez más deprisa, casi en forma de destellos. El resto de sus sentidos habían quedado suspendidos.

El valido la observó allá, paralizada, y poco a poco la locura que lo había dominado se evaporó y le dejó una resaca amarga. La falta de reacción de Isabel se le antojó terrorífica y el viento le hizo tiritar. Dio un paso atrás, huyendo del pánico en el que se había convertido todo el placer que lo embargaba segundos antes y sin comprender por qué su propia mente se volvía contra él. En un esfuerzo supremo, logró apartar la mirada de ella. Ahora ya estaba hecho y él lo había hecho.

—Tú lo has querido —la maldijo en silencio—. Hubiera bastado con que me escucharas...

Pero no pudo ahondar en esos pensamientos, porque al hacerlo la sensación de pánico y de culpabilidad amenazaba con dominarlo. Se obligó a tranquilizarse y con paso vacilante dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—¿Por qué lo tienes tú?

Alfonso se volvió sobresaltado; Isabel seguía en el mismo lugar, con los brazos caídos y el pelo sobre la cara, pero el valido supo que los relucientes ojos azules de la princesa estaban ahora puestos en él.

—¿Por qué lo tienes tú? —preguntó de nuevo, en el mismo tono monocorde.

El aludido miró el anillo, después a ella, y no contestó, aunque tampoco hizo ningún esfuerzo para que su expresión no lo hiciera por él. Durante unos momentos los dos guardaron silencio, hasta que el valido lo rompió de improviso.

—Siempre me has odiado —murmuró, casi para sí.

Isabel expiró muy lentamente y su respiración se hizo más acompasada y profunda, pero por lo demás no hizo el menor movimiento. Alfonso se le acercó, le apartó el pelo de la cara, y le levantó la barbilla con la mano para que lo mirara a los ojos.

—Yo también te odio.

La besó en la boca y ella se estremeció y trató de desasirse, pero él la agarró con fuerza y la apretó contra su cuerpo. Isabel le mordió el labio y él gritó y la empujó hacia atrás. Notó el sabor metálico de la sangre y trató de limpiársela con la manga, pero en ese momento la princesa se abalanzó sobre él con una fuerza inusitada y lo lanzó contra la silueta dentada de las almenas. Pese al intenso dolor que sintió en la cabeza intentó contener a la joven y la agarró de las muñecas. Con la otra mano trató de cogerla del cuello, pero falló, y los ojos de la princesa lo fulminaron más certeramente que una flecha.

Dio un paso atrás y ella se soltó con un bufido y le hizo perder el equilibrio. Alfonso giró sobre sí mismo y se dio cuenta de lo cerca que estaba del borde, pero había perdido pie y ya no podía frenar el impulso. Intentó aferrarse a algo, pero solo asió el aire y por un instante fue terriblemente consciente de que iba a caer. Le pareció que Isabel lo agarraba, aunque quizá fue solo una impresión. Y luego la ingravidez y el sonido del viento en los oídos se superpusieron a cualquier otra sensación, incluso el miedo. Alfonso se precipitó desde la torre e Isabel quedó asomada viéndolo caer hasta que se estrelló en los peñascos de la cara norte de la fortaleza.

La campana seguía sonando y las atalayas ardían, pero ella estaba demasiado conmocionada para reaccionar. En el horizonte se divisaba una polvareda y el viento transportaba el rumor lejano del ejército que se aproximaba, pero tampoco podía articular sus emociones en torno a eso. En el castillo se oían voces de alarma y de guerra. A pesar de todo tan solo las percibía como algo impreciso que acechaba en forma de pensamientos fragmentarios. Entonces vio el anillo, exactamente donde Alfonso lo había tirado y por un momento volvió a sumirse en el torbellino de imágenes que la había aprisionado con anterioridad. Sin embargo el círculo ya no era perfecto y empezó a desintegrarse como si alguien tirara de un hilo. Miró a su alrededor con expresión extraviada, buscando quién sabe qué, pero la evidencia del anillo era inexorable. Las piernas le fallaron y se desplomó de rodillas frente a la joya; de su pecho brotó un quejido lastimero, que se repitió una y otra vez. Finalmente lo cogió.

Una sacudida eléctrica la recorrió de pies a cabeza con solo tocarlo y el mundo se desplomó. De lo más profundo de su corazón nació un grito estremecedor que hizo temblar a las piedras. Gritó y gritó, con los ojos arrasados, y el viento huracanado se llevó sus gritos y los amplificó con su propio llanto.