LVII

SOIS vos? —preguntó el noble quedamente.

Isabel abrió la puerta de la casucha de madera y se quedó bajo el marco. Asintió. Entonces Tello se acercó a ella y se arrodilló.

—Gracias —murmuró.

La princesa le puso las manos sobre los hombros. Después lo abrazó con fuerza, arrodillados ambos sobre el suelo de tierra de la cabaña sin luz.

—Estoy lista.

Los dos se deslizaron fuera del cobertizo e Isabel llamó a su caballo en voz baja. Este acudió y ella lo llevó de las riendas mientras caminaron con la espalda pegada a las sombras. Tello había dejado su caballo atado en el bosque de robles de las afueras y condujo a Isabel sin vacilar.

—Iremos al sur pasando por mis tierras y después por Madrid hacia Talavera. Allá os reuniréis con Enrique en el bosque—explicó Tello—. Me dijo que sabríais dónde.

Isabel cerró los ojos y sacudió la cabeza afirmativamente. Al hallar el caballo de Tello, los dos montaron.

—Yo iré al Alcázar y cubriré su salida —prosiguió el noble—. Os acompañaré hasta el río. Después será decisión vuestra. Es mejor que no sepa dónde vais.

—¿Pero, cuando nos hayamos ido, qué haréis vos? —preguntó ella— Tendréis problemas por esto.

Tello se encogió de hombros quitándole importancia.

—Ya me las arreglaré.

En su voz no había ni un asomo de indecisión. La princesa sonrió un instante.

—Él...Enrique me hablaba mucho de vos —le dijo Isabel—. Os echaba de menos. Creo que puedo entender por qué.

El noble bajó los ojos con timidez, halagado por sus palabras. Con solo un rato de estar en su compañía, también él podía entender por qué Enrique no había aprendido a vivir sin ella.

—Debemos irnos.

Isabel volvió la cabeza hacia Butrón, a sus torres y almenas, sus muros y ventanas. Evocó las luces del interior, los muebles de las habitaciones. A Julia; a Pedro.

—¿Estáis segura de esto?

—Ajá —confirmó.

Agarraron las riendas y espolearon a los caballos para internarse entre los robles. A su espalda, la silueta del castillo fue desapareciendo tras las ramas de los árboles hasta que ya no pudieron verla.

—¿Qué pasa? —exclamó la infanta.

Tello se había detenido de pronto y su caballo relinchaba nervioso y pateaba el suelo.

—¿Os vio salir alguien?

—No...no lo sé. Creo que no.

El joven estaba pálido y escudriñaba entre los troncos de los árboles en tensión. Isabel no era capaz de percibir lo que había inquietado al noble guerrero, pero las alarmas de sus cinco sentidos empezaron a zumbar enloquecidas. De repente, el bosque se llenó de luz: decenas de antorchas los rodeaban, una veintena de soldados reales armados hasta los dientes. Tello tragó saliva y se puso los guantes torpemente para disimular el sudor frío que empezaba a humedecerle las manos. Calculó sus probabilidades y compuso un gesto de desafío, pero trató de dominar la frustración que se revelaba en su interior.

—Seáis quién seáis —gritó una voz—, ¡no tenéis escapatoria! Liberad a la infanta real y entregaos u os daremos muerte.

El joven maldijo en silencio. Junto a él, Isabel se veía verdaderamente asustada. Tello alargó la mano y cogió las riendas de ella; los dos compartieron un instante de entendimiento mutuo y él contó mentalmente hasta tres. Entonces azuzó a su caballo con un grito y se lanzó al galope arrastrando el caballo de Isabel consigo. Sorprendidos, los soldados reales no pudieron detener la embestida y Tello e Isabel se abrieron paso fuera del cerco. No obstante, fueron perseguidos de inmediato por decenas de luces y el ruido de los cascos de caballo llenó el bosque en todas direcciones. Tello hizo serpentear a los caballos esquivando la maleza y cambió bruscamente de dirección varias veces para eludir el cerco que la guardia trataba de reconstruir a voces. Isabel gritó, aferrada del cuello de su caballo, mientras este saltaba un tronco caído y después se dio cuenta de que cojeaba de una pata.

—¡Tello! —gritó—Tello, ¡dejadme!

—No me iré sin vos.

—A mí no me harán nada —rebatió—. Pero vos debéis escapar.

—¡No! Le prometí que os llevaría con él.

El caballo se le encabritó cuando un jinete le salió al paso y Tello soltó la montura de Isabel para desenvainar su acero. El soldado hizo lo propio y los dos entrechocaron las espadas. Mientras, el resto de jinetes los alcanzaba y rodeaba al noble rebelde.

—¡No! —ordenó Isabel— ¡No le hagáis daño!

Tello se defendió como un león e hirió a varios de ellos, pero también él recibió un tajo en el hombro y al final dejó caer la espada. Entonces acuchillaron al caballo y a Tello lo tiraron al suelo.

—¡Basta! —chilló Isabel.

Unos brazos fuertes la agarraron por detrás y oyó una voz junto al oído.

—Guardad silencio —le ordenó en tono perentorio.

—¡Soltadme! ¡Soltadlo!

Su captor gruñó y le tapó la boca con la mano. Después la alzó a peso y la sentó frente a él en su caballo. Isabel trató de volverse para mirarlo a la cara, pero solo alcanzó a verle la solapa de la casaca, en la que había un pequeño halcón bordado.

—Apresadlo —les ordenó el hombre a los demás—. El rey querrá verlo.

Isabel sollozó, incapaz de desasirse. El soldado no la dejó hablar, dio media vuelta y se alejó con ella de vuelta al castillo. Solo cuando Tello vio que se la llevaban dejó de luchar, aturdido por el dolor de las heridas y la sangre que manaba de ellas. Los soldados lo ataron y lo hicieron levantarse a punta de espada. Magullado, fue obligado a montar en uno de los caballos y se dirigieron con él hacia el castillo. Cuando llegaron ante el foso y las imponentes torres que guardaban la entrada, el puente levadizo estaba bajado, pero el rastrillo de hierro macizo seguía cerrado. Al rato, por el otro lado del rastrillo, se acercó un hombre alto, con la barba elegantemente recortada y ataviado con ropas oscuras. Fue ese hombre, de ojos perspicaces, el que ordenó que levantaran el rastrillo y durante unos segundos largos y tensos, mientras los vetustos hierros se alzaban chirriando, le sostuvo la mirada al noble sin pestañear. Tras ellos, la reja volvió a caer con un chasquido.

—Soy Tello de Tovar, hijo de Manuel de Tovar, señor de Berlanga —resolló—. Exijo la deferencia que se me debe.

Los soldados que lo flanqueaban fruncieron el ceño y, preparados para atravesarlo con su espada, miraron a Alfonso de Albuquerque. Este permanecía impasible aunque sus ojos habían relucido con desdén durante un instante. No tenía ninguna intención especial de alargar aquel momento, pero durante varios segundos, el hijo de Gabriel no dijo nada, a sabiendas de que su silencio y la actitud hostil de los guardias minaban la seguridad del insolente noble sin esfuerzo. Y así era. Una vez satisfecho, Alfonso esbozó una leve sonrisa de aceptación

—Yo soy Alfonso de Albuquerque, valido del rey Pedro de Borgoña. Y vos estáis arrestado.

La calma del valido era casi insultante; el noble se mordió la lengua. Los soldados agarraron a Tello y lo arrastraron al interior de la fortaleza. Pronto, sus gritos resonaron por el corredor y se fueron haciendo más desesperados. Alfonso los siguió algo rezagado y los alcanzó en las húmedas escaleras que descendían a los calabozos. Allí, los gritos de Tello resonaban y se multiplicaban en decenas de ecos guturales. Aún se resistía y se desgañitaba, hasta tal punto que tuvieron que acudir más soldados para controlarlo. Los sostuvieron contra la pared y luego lo encadenaron.

—¡Soltadme!

Se retorció y los miró furibundo, en especial a Alfonso.

—¿Qué ibas a hacer con Isabel? —lo interrogó este.

—¡Maldito seas, tú y tu rey! ¡Soltadme! ¡Soltadme he dicho!

—¿A dónde la llevabas?

Tello no se amilanó y le escupió a la cara. Alfonso retrocedió y giró la cabeza, pero enseguida se volvió y le propinó dos puñetazos secos. Iba a pegarle por tercera vez, cuando se oyeron pasos por la boca de los calabozos. Al principio creyó que eran más guardias, pero la expresión de Tello le hizo volverse. Pedro estaba en el nacimiento de las escaleras y observaba al noble sin despegar los labios. Esta vez sí, Tello experimentó la extraña sensación de achicarse ante él y bajó la vista en un acto reflejo. Enseguida volvió a levantarla y reunió fuerzas para sostenérsela al joven apuesto y de expresión grave que permanecía con los brazos cruzados a pocos metros de él. Era joven, más joven que Tello, y aún así su sola presencia lo dominaba. Solo recordaba haber estado cara a cada con Pedro una vez, hacía ya varios años, una vez en que había acudido con su padre a Talavera. En aquel tiempo Alfonso XI reinaba y Pedro era un chiquillo de unos doce o trece años. Reconocía en el hombre que observaba ahora el niño de entonces: los mismos rasgos, si bien en un rostro adulto, regular y definido; el mismo cabello dorado cayendo despreocupadamente sobre los hombros como si fuera un halo bruñido. Y los ojos, grandes y brillantes, que se habían tornado penetrantes y serios. Tello sintió que la sangre se le helaba en las venas. Hasta ese momento solo había pensado en Enrique y en Isabel, pero no había previsto la reacción de aquel que apodaban ‘el Cruel’. Ahora, el mero brillo acerado de los ojos de su enemigo lo había fulminado. No podía mover ni un músculo, como si el aire de la habitación se hubiese solidificado y lo apresara. Y cuando Pedro habló, su voz grave rasgó aquella prisión como una flecha que atraviesa la carne.

—Fuera de aquí —ordenó.

Los soldados titubearon.

—Majestad —murmuró Alfonso.

Un gesto de impaciencia por parte de Pedro acalló las incipientes protestas.

—Dejadme con él.

Y si el tono de su voz hubiera dejado alguna duda, su expresión severa las disipó todas. Los soldados y Alfonso retrocedieron, sin dejar de mirar a Tello con toda la intención, pero sin tener ninguna en absoluto de desafiar a su rey. El amigo de Enrique quedó apoyado en la pared, boqueando. Cuando empezó a tranquilizarse, el sobresalto empezó a ser substituido por la ira. Si hubiera tenido su espada le habría gustado rebanar el semblante bravucón de Alfonso de Albuquerque; no sería al primero que atravesaba con la espada. Apretó los dientes, la sangre le hervía. Miró a Pedro; sí, si pudiera lo atravesaría a él también en ese mismo instante, y acabaría con todo. Como si hubiera leído sus pensamientos, Pedro apartó la mirada amonestadora de sus hombres y la posó en Tello, que se la sostuvo con impertinencia.

—¿Sabéis que el castigo por intentar secuestrar a la hermana del rey es la muerte?

Tello tragó saliva y retomó su aplomo.

—No la estaba secuestrando.

Pedro frunció el ceño y avanzó hacia él. Desenvainó la espada en un gesto certero y la apostó en la garganta de Tello.

—No quiero oír ni una palabra más —lo advirtió, con la voz temblando de ira.

—Ella venía conmigo por propia voluntad.

—¡Basta! —ordenó Pedro tajante.

Tello expulsó el aire de los pulmones muy lentamente, levantó la vista con valentía y la posó en semblante glacial de Pedro.

—Sabéis que digo la verdad —afirmó.

—Pero los muertos no hablan.

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Isabel aporreó la puerta de su habitación hasta quedarse sin fuerzas y perdió la voz de tanto gritar que la dejaran salir, pero ni le respondieron ni acudieron a abrir la pesada hoja de madera y hierro. Durante un rato creyó oír gritos en el corredor: Tello estaba pidiendo ayuda al ser conducido al calabozo. Y ella gritó que lo dejaran en paz, aún a sabiendas de que nadie la escuchaba.

No fue hasta el día siguiente, bien entrada la mañana, cuando la puerta se abrió con un chasquido. Isabel, que se había quedado dormida apoyada en la pared, despertó sobresaltada y levantó el rostro con un atisbo de esperanza, especialmente al ver a Pedro entrar en la habitación. El rey cerró la puerta tras de sí; no había pegado ojo y se le notaba en la cara. Isabel tardó unos segundos en poder hablar y cuando lo hizo, las palabras le salieron entrecortadas.

—Pedro, detén...detén esto. No puedes hacerlo.

—¿Que detenga el qué?

—No le hagas daño al enviado de Enrique. No ha hecho nada...

El rey ladeó la cabeza ligeramente y se cruzó de brazos.

—Ha atentado contra la hermana del rey. Ha intentado secuestrarte.

La princesa negó con la cabeza, atribulada.

—No merece ser castigado, Pedro —suplicó—. Él no iba a atentar contra mí.

Se levantó y tomó a su hermano del brazo, pero este se apartó y se fue a la otra punta de la habitación.

—Entonces dime qué iba a hacer contigo sacándote del castillo en plena noche.

—No...no lo entiendes.

Pedro inspiró.

—Tienes razón. No lo entiendo.

La princesa ocultó el rostro entre las manos y cayó de rodillas. Pedro no se le acercó. La miraba como si no la conociera en absoluto.

—¿Cómo has podido hacerme esto? Precisamente tú —murmuró.

Transtornada, Isabel levantó la vista.

—¿Lo sabes?

—Ibas a marcharte así, sin más —preguntó incrédulo—. ¿Por él?

La joven se levantó, negando con la cabeza.

—Por todos... —balbuceó con voz rota.

—¡No es cierto!

Pedro agarró una vasija y la tiró al suelo; esta se hizo añicos a los pies de Isabel y ella ahogó un grito, pero no se movió.

—Él y yo...él y yo nos conocimos hace años, antes de que todo esto empezara.

—No.

—Nos queríamos...Dios, lo quería con toda mi alma...

—No.

Tenía que saberlo, aunque no encontrara las palabras para explicárselo. Levantó sus arrasados ojos azules y los posó en su hermano con aplomo. Y entonces el corazón se le encogió y toda su vida pareció detenerse.

Una lágrima recorría la mejilla del rey. Pedro lloraba.

Isabel jamás lo había visto llorar.

—No...—gimió— Yo no sabía quién era él, ni él mismo lo sabía. Traté de disuadirlo cuando te declaró la guerra...le supliqué que renunciara. Yo...

—¿Por eso insististe tanto en reunirte con él? ¿Porque querías verlo? —la interrumpió.

Isabel pestañeó, cogida a contrapié. Por mucho que no hubiera sido así, la princesa no pudo responder, ya que el recuerdo de la noche en que había descubierto la identidad de Enrique de Trastámara era demasiado poderoso. Para Pedro, no fue precisa otra confirmación.

—Pedro...

El rey sacudió la cabeza y retrocedió con paso vacilante hasta encontrar la pared. Entonces se limpió los ojos con el dorso de la mano e inspiró profundamente varias veces.

—Crees que lo hice yo, ¿verdad? Siempre has creído que maté a su madre.

—Eso no es cierto.

—Y todavía le quieres. Por eso te ibas.

Los labios de la princesa temblaron. Trató de aproximarse a él, pero Pedro se apartó. Aquello acabó con lo que quedaba de la infanta, que se derrumbó de nuevo a los pies del rey.

—Mi señor, por favor...

Pedro trató de decir algo pero la voz se le quebró y cambio de idea. Dio un paso hacia la puerta, pero Isabel se levantó de golpe y se agarró a él.

—Pedro, al menos libera a Tello—imploró—. Él no es culpable, no le hagas daño.

El rey soltó una carcajada amarga y le cogió la cara entre las manos.

—¿Es que no lo entiendes? A estas alturas toda Castilla sabrá lo que ha pasado. ¡O lo ejecuto por secuestro, o te cuelgo a ti por traición!

Isabel jadeó, porque Pedro la estaba apretando demasiado. Él la soltó y haciendo un esfuerzo sobrehumano se dirigió a la puerta.

—No...—suplicó ella, reteniéndolo.

—Aléjate de mí, Isabel.

—¡No!

El rey cerró los ojos con fuerza y trató de desasirse, la agarró de los brazos y la empujó. Al retroceder por el empellón, Isabel tropezó y cayó contra una silla. La caída no la lastimó, pero miró a su hermano desolada desde el empedrado. Él le devolvió la mirada, sobrecogido por su propia fuerza. Dio un paso atrás, después otro y al fin se dirigió a la entrada.

—Dentro de unas semanas partirás a Inglaterra —le dijo Pedro antes de salir—. El príncipe de Gales ha pedido tu mano y he decidido aceptar.

Abandonó la estancia dando un portazo. Y de repente, desde algún punto de las entrañas del castillo, desde un sombrío y húmedo calabozo inferior, se oyó un grito de dolor desgarrador que hendió el aire y anegó toda la fortaleza.