XLII

JOSÉ rodó por el suelo enzarzado con su atacante en una lucha cuerpo a cuerpo, sin saber aún a quiénes o cuántos se enfrentaba. Además, la ventisca empezaba a volverse más violenta y agitaba las copas de los árboles, cubriendo todo sentido de la realidad con el rumor de ramas abatiéndose. Estalló el primer relámpago y la luz blanca congeló el momento. Entonces lo vio: era un hombre encapuchado, atlético y más corpulento que él, pero eso era todo lo que podía distinguir, ya que por culpa de la oscuridad y el viento solo alcanzaba a oír gritos entrecortados y a distinguir su silueta entrelazada y convulsa.

El encapuchado se desembarazó de José y su rostro salvaje quedó iluminado momentáneamente por un nuevo relámpago. Trataba de mantenerse fuera del alcance de su adversario y decirle algo, pero un trueno terrorífico ahogó su voz y José aprovechó para volver a lanzarse contra él. Aunque el recién llegado pudo contener gran parte de la fuerza del ataque, José lo volvió a tirar al suelo y se llevó la mano al cinto para sacar su daga. No obstante, el encapuchado adivinó sus intenciones y le propinó una patada. La daga voló por los aires y los dos hombres trataron de hacerse con ella. Lo consiguió el adversario de José, pero antes de que pudiera usarla, este le retorció el brazo y lo obligó a soltarla. De nuevo, cayeron al suelo. En ese momento José tuvo la impresión de que oía gritar a la infanta y la sangre le hirvió. Con toda la fuerza que tenía, se sacó de encima al encapuchado y corrió hacia el claro, pero de nuevo fue derribado e inmovilizado. Gritó de pura rabia, y se agitó como un poseso. Al estirar el brazo dio con la daga y segundos después la apostaba en la garganta de su agresor. Este, desde el suelo, solo pudo interponer la mano entre su cuello y la hoja.

—¡Halcón! —le gritó a José— ¡Halcón de plata!

José detuvo el ataque y los dos hombres se quedaron inmóviles, mirándose fijamente con la respiración desbocada. En ese momento empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, repiqueteando en las piedras y en las hojas de los árboles.

—Me pareció que eras tú, José Marsel —dijo el encapuchado, elevando la voz por encima de la lluvia.

El aludido frunció el ceño hasta que sus ojos se convirtieron en simples ranuras. Su atacante era el hombre del mesón, de eso estaba seguro, pero más allá de eso no lograba situarlo.

—¿Quién eres? ¿Por qué me has atacado? —le contestó, también gritando.

—¡Es tarde! ¡Había demasiados soldados! —explicó el misterioso hombre—Ahora no puedes hacer nada por ellas, tenía que detenerte.

José maldijo entre dientes y se levantó para correr hacia el claro. Él encapuchado se puso en medio y José lo amenazó con la daga. Los dos se quedaron quietos, impávidos bajo el aguacero.

—¡Aparta de mi camino!

—¡Es inútil! Si vas ahora te atraparán a ti también y ya no podrás salvarlas. Tienes que confiar en mí.

—¿Quién eres? —le insistió José.

—¿No me recuerdas? Toro, hace nueve años.

Los ojos del Ratón relucieron y, pese a que siguió sosteniendo firmemente la daga, el otro hombre supo que lo había reconocido. Se le acercó con decisión, hasta dejar que la punta de la daga le rozara el cuello.

—Me dijeron que lo habías dejado cuando se produjo la sucesión. Veo que estaban equivocados. Y ahora aparta tu arma, Halcón de plata, pues no somos enemigos.

—Tus informaciones eran correctas, Álvaro, como siempre. Ya no respondo ante esa frase ni ante ninguna otra. ¿Quién te envía?

—Sabes de sobras ante quién respondo.

—Eso me temo, ¿qué órdenes tienes?

La expresión de Álvaro se tornó desafiante.

—Debo escoltar a la infanta de Castilla hasta Granada sana y salva.

José sacudió la cabeza.

—No te creo. Sal de en medio o te quito yo.

—¿Es que no me escuchas? —protestó Álvaro— Es tarde, se las han llevado.

—¿A dónde?

—Su campamento está a unos pocos kilómetros, al este. Junto al río. Seguramente estarán allí.

Al hablar se volvió y señaló en la dirección del río. Al mirar a José de nuevo se dio cuenta de que había retirado la daga de su cuello y relajó los hombros.

—Lárgate de aquí —le dijo José

El Ratón se guardó el arma en el cinto y echó a andar hacia el lugar indicado.

—Te ayudaré a sacarlas de allí —le dijo Álvaro.

—No —respondió José—. Lo haré yo solo.

—¿Por qué?

—Porque no confío en ti. Ni en tu señor.

******

José se desvió hacia el este y rodeó el bosque hasta llegar al río. Allí se detuvo y oteó la orilla opuesta, al abrigo de la oscuridad, ya que las nubes aún tapaban la luna. El aire olía todavía a lluvia: había sido una primavera pasada por agua. Pero eso no le importó, incluso deseó que volviera a llover, porque la lluvia sería buena para borrar su rastro. Siguió bordeando el río hacia el este, procurando quedar fuera de la vista de cualquier posible mirón. Caminaba deprisa, a zancadas rápidas y ligeras, sin hacer ruido. Al poco le pareció divisar un resplandor a un kilómetro o dos y aminoró el paso. Sí, eran hogueras. También oyó ladridos de perro. Entonces, ni corto ni perezoso, se metió en el río hasta más de medio cuerpo y remontó la corriente con ayuda de las ramas y raíces que jalonaban la orilla.

Casi sumergido por completo, especialmente en el último tramo, logró acercarse casi hasta el mismísimo campamento sin ser visto y sin que los perros lo detectaran. Estudió y memorizó lo que veía: la mayoría de las tiendas montadas eran de colores desvaídos y estaban muy maltratadas por la intemperie, pero la principal, alrededor de las cual se levantaban las demás, exhibía claramente los colores del condestable Velasco, oro y veros. Calculó unos treinta hombres armados que dormitaban o hacían guardia por los alrededores y casi el mismo número de sabuesos, que iban de un lado para otro siguiendo a sus amos. Cuando estuvo satisfecho, especialmente al ver que uno de los perros caminaba en su dirección, se soltó de sus asideros y dejó que la corriente lo arrastrara río abajo.

A pocas horas para el amanecer, en el campamento se hizo el último cambio de guardia. Desde el interior de la tienda, Julia vislumbró la sombra de los soldados en movimiento a través de la lona y bajó la vista, a la espera que uno de ellos asomara la cabeza como habían estado haciendo en cada relevo. En efecto, no pasó mucho tiempo antes de que uno de los soldados apartara la lona un instante para satisfacer su curiosidad y contemplar a las dos prisioneras, con una mezcla de apetito y aprensión. Después volvió a cerrar el pequeño habitáculo de tela y se aplicó en su ronda de vigilancia. Julia se removió dolorida y trató por enésima vez de aflojar las ligaduras que la inmovilizaban, pero fue inútil. A su lado, Isabel yacía en el suelo maniatada y aún no había recuperado el conocimiento. Impotente, la doncella susurró su nombre sin obtener respuesta y tuvo que resignarse a esperar. Al final, el cansancio la venció y cabeceó incómoda, sobre el hombro de su amiga.

El alba llegó inexorable y la tienda se llenó de luz poco a poco; primero no fue más que un velo blanquinoso que arañaba la lona y el suelo, después el sol se abrió paso entre las nubes y despejó los restos de bruma que emitía la tierra húmeda. El campamento se llenó de sonidos, ladridos, relinchos y cada vez más voces. Los perros correteaban y olisqueaban por los alrededores, en espera de comida y el aire se tocó del aroma de la avena caliente y de los hombres en movimiento. Durante un buen rato, nadie se interesó por las dos muchachas, dejadas a su suerte en el interior de la tienda. A media mañana, el capitán de la noche anterior entró en la estancia. Julia abrió los ojos enseguida y se incorporó como buenamente pudo, resistiendo el dolor de las muñecas ligadas y las piernas adormecidas. Miró a Isabel, que seguía con los ojos cerrados, aunque al menos había recuperado algo de color.

—Por favor —balbució al soldado, señalando a la princesa—. Traed algo de agua...

El capitán se arrodilló junto a Isabel y la zarandeó.

—¡No le hagáis eso! —protestó Julia.

El capitán chasqueó la lengua e hizo caso omiso de Julia. Isabel emitió un leve quejido.

—¡Dejadla en paz!

Él se levantó y se cruzó de brazos con negligencia.

—Se despertará en un rato, no es tan grave —afirmó—. Y si no, la despertaré yo.

Se rascó el mentón y miró a las dos muchachas.

—El condestable Velasco desea hablar con la infanta Isabel. Tengo que llevarla ante él.

—¿Por qué? —inquirió Julia— ¿Para qué nos quiere aquí?

—Sois sus prisioneras, así que las preguntas las hará él.

La doncella inspiró profundamente y observó a Isabel en el suelo.

—Yo soy Isabel de Borgoña —aseguró Julia—. Iré con vos. Pero os ruego que ayudéis a mi doncella. Anoche fue muy valiente tratando de defenderme.

El capitán entornó los ojos, pero Julia se encaró con él con tanto aplomo que el soldado tuvo que creerla. Agarró a Julia del brazo y la izó como si no pesara nada. Al ponerse en pie, las piernas le hormiguearon y estuvo a punto de caer, pero el capitán la sostuvo y la hizo caminar delante suyo, para salir de la tienda. Los dos recorrieron el campamento, observados atentamente por los demás soldados. Se dirigían a la gran tienda central, cuya entrada estaba ribeteada de oro, plata y azur. Los guardias les abrieron paso y el capitán empujó a la joven al interior sin más ceremonia. Julia se las arregló para mantener el equilibrio y se volvió contra el capitán con las mejillas encendidas.

—¡Cuidado con lo que hacéis, mi señor! Soy la princesa de Castilla —le espetó.

El capitán frunció el ceño y vaciló.

—Eso parece, había oído hablar de vuestro carácter —repuso una voz.

Julia levantó la vista hacia el hombre que había en el otro extremo de la tienda, un caballero barbado y panzudo de piel seca y agrietada como la tierra en tiempo de sequía. Sentado en una cómoda butaca, con los pies sobre un escabel, acariciaba distraídamente la cabeza de un enorme mastín de ojos anaranjados. El perro no le prestó demasiada atención a Julia, pero le gruñó al soldado que la había conducido hasta ahí.

—Soy el condestable Velasco —anunció el caballero—. Os ruego que disculpéis a Hilario, es algo rudo. Tampoco se lleva bien con Rodo y eso que Rodo se lleva bien con todo el mundo.

Le dio una palmadita al perro y este dejó de gruñir.

—Retírate, Hilario —continuó.

El capitán obedeció, feliz de alejarse de aquel odioso perro, pero en cierta manera Julia lo echó en falta al verse sola ante el condestable Velasco. Entre los dos se hizo el silencio y la doncella se esforzó en imaginar qué haría Isabel en su situación. Al fin y al cabo, si alguien la conocía lo suficiente como para lograr seguir adelante con el engaño era ella.

—¿Podéis quitarme esto? —le dijo, mostrándole las manos atadas— No es necesario.

Velasco la miró de arriba abajo con cierto aire de prepotencia.

—Sois mi prisionera. Y una prisionera más que valiosa, he de decir. No me gustaría perderos por el camino.

—¿A dónde nos lleváis? ¿Qué vais a hacer con nosotras?

Velasco se levantó y rumió la respuesta. El mastín, al ver que su amo se movía y dejaba de acariciarlo bostezó, mostrando sus enormes y afilados dientes amarillentos, y salió de la tienda meneando la cola, en busca de algo que mordisquear.

—Aún no lo he decidido —confesó Velasco, acercándose a ella—. De momento regresaremos a mi castillo; como comprenderéis estamos en guerra y ya me habéis entretenido bastante dando vueltas por el monte.

Julia apartó la cara al notar el aliento del condestable en la piel.

—Y respecto a qué hacer con vosotras, admito que la compañía de toda una infanta real como vos me haría verdaderamente honrado...

La doncella se apartó de él bruscamente, pero notó que él la atraía hacia sí con vehemencia y después le quitaba las ligaduras. Perpleja, se colocó en un rincón de la tienda y se frotó las rozaduras, sin perder de vista a Velasco.

—Pero por desgracia se os puede dar mejor uso —continuó, genuinamente disgustado— Como os he dicho sois una prisionera muy valiosa.

—¿Me queréis como rehén? El rey...mi hermano no aceptará chantajes —afirmó ella.

—Quizá, pero seguramente pague un buen rescate por vos. O si no, os entregaré al rey Enrique y él me recompensará debidamente. Después, que haga de vos lo que le venga en gana.

Julia apretó los puños con fuerza para no dejarse llevar por el miedo y lo logró, a medias.

—Mi doncella —comenzó con voz trémula—. Ella no os sirve para nada. Liberadla.

Velasco arqueó las cejas y en la frente le aparecieron aún más grietas de las que surcaban ya aquel horrible rostro estando en calma.

—No seáis aguafiestas, mis hombres han sido lo suficientemente corteses como para no dañaros. Pero tienen necesidades.

—¡No! Ella no os sirve, ¡yo soy a quién queréis! Ya me tenéis. Iré con vos, haré lo que me ordenéis. Pero ella no tiene la culpa, solo me acompañaba. Liberadla.

—No tengo por qué hacer eso.

—Por favor —suplicó Julia—. Hacedlo y os seguiré —tragó saliva—, hacedlo y os haré el hombre más honrado de Castilla.

******

El convoy del condestable Velasco se puso en marcha al medio día, recogieron el campamento con diligencia y se echaron a los caminos, de regreso a la fortaleza de El Milagro, al norte de Ciudad Real. La hilera sinuosa de caballos, perros y soldados avanzó cansina bajo un sol rutilante. Al frente marchaban un pequeño grupo de exploradores y otro escuadrón de jinetes guardaba la retaguardia y los carros con las provisiones y aparejos de la expedición; en el corazón de la columna iba el carruaje de Velasco, en el que el condestable viajaba con la princesa Isabel, escoltado por un jinete a cada lado. El resto de hombres iban a pie, distribuidos con mayor o menor uniformidad a lo largo del convoy, y llevaban a los sabuesos atados, ya que los animales se inquietaban al rato de ir montados en carros y preferirían husmear los alrededores de tanto en tanto.

José siguió al escuadrón de Velasco a cierta distancia, sin abandonar la protección que le ofrecía la vegetación a orillas del Jabalón. La expresión del Ratón de Talavera, habitualmente apacible y risueña, se había vuelto severa; sus movimientos eran precisos y austeros; su actitud, total concentración. Con la mano sobre la daga, corrió sin acusar la mordedura del sol, ni el peso del cansancio. En cualquier momento, sabía que el convoy tendría que parar para ir al río por agua y entonces actuaría.

En la cola del convoy, el joven soldado estaba desconcertado: estaba convencido de haber llenado las tinajas de agua antes de desmantelar el campamento y sin embargo, al ir a llenar su odre las encontraba vacías. Un compañero se percató de su cara descompuesta y se le acercó; el soldado dio un salto en su montura y se puso colorado hasta las cejas.

—¿Qué te pasa? ¿A qué viene esa cara?

El soldado masculló algo incomprensible y su compañero arrugó el entrecejo.

—¿Qué? Haz el favor de hablar claro...

—Las...las tinajas —repitió el soldado tras una pausa—. Están vacías.

—¿Cómo? ¿Pero no las llenaste antes de salir?

—¡Sí! —contestó el soldado enseguida— Sí lo hice...creo.

—¿Qué es eso de que crees? —ladró el otro.

Apartó al soldado de las tinajas para examinarlas él mismo con cara de enfado. El más joven rogó que se lo tragara la tierra.

—Quizá se han roto con el traqueteo... —aventuró.

—¿Todas? —exclamó desdeñoso el mayor.

El soldado agachó la cabeza y el otro chasqueó la lengua.

—Informaré al capitán.

—¡No...!

—Tenemos que parar para llenarlas. No sé tú, pero no voy a pasarme dos días sin beber.

Y se alejó al galope hacia el carruaje, dejando al pobre soldado con una cara que le llegaba al suelo, solo de imaginar la reprimenda que le esperaba. A los pocos minutos se ordenó el alto y el segundo soldado regresó junto al más joven. Lo acompañaban tres más.

—Vamos —le dijo—, llevaremos el carro al río y llenaremos las tinajas. Entre todos iremos más rápido.

El más joven asintió, agradecido de que, por alguna razón, aún no le hubiera caído ningún castigo. Desmontó de su caballo y subió al pescante del carro donde llevaban las tinajas, para guiarlo hasta el curso del Jabalón. Los otros cuatro lo siguieron mientras el resto el convoy aprovechaba para desperezarse y estirar las piernas. El río discurría a menos de un kilómetro del camino, así que no tardaron mucho en llegar. Allá desmontaron y empezaron a descargar las tinajas por parejas, mientras el joven permanecía en el pescante. El mayor lo increpó ácidamente.

—¡Que te crees tú eso! Tú aquí a cargar, que para algo ha sido culpa tuya. Nando, vigila el carro.

El aludido obedeció y substituyó al joven en el pescante, mientras este bajaba y acarreaba las tinajas sin decir esta boca es mía. Las enormes vasijas pesaban bastante ya estando vacías y además eran terriblemente incómodas de transportar, aún peor cuando estuvieran llenas. Las dos parejas de soldados buscaron un recodo en la corriente desde donde llenarlas fuera algo más sencillo y para ello descendieron unas cuantas decenas de metros río abajo, hasta dar con un punto en donde la orilla era de roca en lugar de blanda tierra porosa. Llenaron una cada pareja y después otra.

—¡Eh! ¡Nando, acércate! —gritó el mayor, pues no estaba dispuesto a regresar hasta el carro cargando con las tinajas llenas.

Desde el carro, Nando levantó la mano dando a entender que los había oído. En ese momento, otro soldado renegaba en voz baja.

—¿Qué ocurre?

—Esta está rota —informó.

El más joven acabó con la suya y la colocó junto a las que ya estaban llenas. Al echarles un vistazo se quedó boquiabierto y llamó a sus compañeros: las tinajas estaban medio vacías y bajo ellas un enorme charco se extendía de vuelta al río.

—Al final va a resultar que sí estaban rotas —comentó uno.

El mayor no daba crédito a sus ojos.

—¿Todas...?

Los soldados se miraron entre sí sin saber qué hacer. A lo lejos, el carro permanecía inmóvil.

—¿Pero qué diablos está haciendo Nando? ¡Nando! —gritó el mayor.

Pero ni les respondió ni lo vieron por ningún lado, tan solo estaba el carro, con el pescante vacío.

******

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Velasco enfadado— ¿Es que uno no puede estar tranquilo ni un segundo?

El capitán Hilario contestó desde el exterior del carruaje. Se le veía nervioso y había mucho alboroto fuera.

—Señor, uno de los carros se ha prendido fuego. Una lámpara ha debido de...

—¿Cómo? —exclamó el condestable— ¡Pues apagadlo!

—No tenemos agua.

—¿Aún no han vuelto aquellos inútiles? Santo Cristo...

Velasco gruñó y echó una mirada a la joven que había arrebujada en el carruaje. Después abrió la portezuela, descendió y empezó a dar órdenes.

—¡Soltad a los caballos, hatajo de patanes! Y aislad el carro, no vaya a ser que el fuego salte a los demás. ¡Traed mantas! ¡Las telas de las tiendas! ¡Hay que apagarlo!

Se volvió y señaló a dos soldados al azar.

—Tú, coge un caballo y ve a ver que demonios hacen los del río. Si no están aquí en menos de dos minutos os colgaré a todos. Y tú...

El soldado mantuvo la mirada pegada al suelo.

—Quédate junto al carruaje. Si a la princesa se le mueve un solo pelo de sitio te desuello.

El soldado asintió y se quedó junto al carro. El condestable se alejó con el capitán y siguió repartiendo órdenes. Poco a poco, todo el convoy corría de un lado a otro para cumplirlas y apagar el fuego. El soldado del carro esperó a que nadie se fijara en él y entonces se coló en el carruaje de un salto. La cabina era pequeña, pero lujosa, con dos pares de asientos tapizados los unos frente a los otros. En uno de ellos, la princesa de Castilla estaba echada envuelta en una capa.

—Alteza...

Ella no contestó y, sin dudarlo, el soldado la agarró y le dio la vuelta. Ella fue a gritar pero él le tapó la boca. La capa le resbaló de los hombros y entonces sus ojos se encontraron.

—¡José...!

—¿Julia?

La doncella gimió y se trató de colocarse la capa de nuevo. José se había quedado de piedra mirando su rostro manchado de lágrimas y su cabello alborotado. Confuso, fue a ayudarla a cubrirse de nuevo, pero ella se apartó del contacto como si le quemara. José le mordió el labio, resistiendo muy a duras penas la necesidad de abrazarla.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Julia transtornada— ¿Por qué llevas estas ropas?

—Ahora no importa, tenemos que irnos.

—No...

Julia acabó de arreglarse las ropas como pudo y, aunque la piel le ardía, no dejaba de tiritar. Su amigo tragó saliva para eliminar el nudo que se le había puesto en la garganta.

—Por supuesto que sí. Y ahora mismo.

La cogió del brazo, pero Julia volvió a rechazarlo.

—¿No lo entiendes...? —protestó— ¡Creen que soy ella!

José movió los labios, sin estar seguro de a dónde quería ir a parar. Julia lo tomó de las manos y habló con voz trémula.

—Mientras me tengan a mí...no la buscarán.

El rostro de su compañero se descompuso en una mueca de horror. Se llevó la mano a la boca y resopló. Aunque notaba el escozor de las lágrimas acumuladas, apretó los párpados con fuerza para no liberarlas. Alzó la mano y acarició la mejilla de Julia. Esta le regaló una sonrisa débil, mientras tomaba su mano entre las suyas, al creer que lo había convencido. No obstante, cuando José volvió a abrir los ojos su mirada empañada era dura y su tono firme.

—No. No vas a hacer eso. Por encima de mi cadáver.

La arrastró fuera del carruaje a la fuerza, tapándole la boca con la mano, y se agazapó con ella fuera del camino. Con gesto protector, José hizo que la joven se mantuviera agachada y se aseguró de que todos seguían ocupados con el fuego. A izquierda y derecha estaba despejado, así que tomó aire y agarró a Julia de la barbilla para que le prestara atención.

—Ahora te quitaré la mano de la boca. Si gritas, nos matarán. Por favor, entiéndeme, no puedo dejarte aquí. Sencillamente no puedo.

Lentamente, le destapó la boca y Julia tomó aire, sin dejar de mirar a José. Había tanto amor en su voz y en sus ojos que no pudo más que asentir. Aliviado, él la tomó de la mano para echar a correr hacia los árboles.

—Espera —dijo Julia de repente.

Se soltó de José y regresó al carruaje. Entre las cosas del condestable, rebuscó hasta dar con la cimitarra de Isabel. La envolvió en un paño de cualquier manera y volvió con ella al exterior. José seguía en el mismo sitio, pero se había quedado rígido y miraba al frente como si hubiera visto un fantasma. Julia fue a preguntarle qué pasaba cuando un gruñido gutural le arrancó un respingo. El enorme mastín de Velasco estaba justo allí, enseñando los dientes, con las orejas gachas y los músculos en tensión para saltarles encima. Los dos se quedaron inmóviles, con el temor pintado en la cara. Después, José llevó la mano lentamente al cinto y el perro gruñó aún más fuerte y amenazador.

—No —lo detuvo Julia—. Quieto.

Extendió las manos hacia el perro despacio.

—Rodo...—lo llamó—Rodo, ven aquí.

El perro enderezó las orejas al oír su nombre, pero no cambió de posición.

—Vamos, Rodo —insistió la doncella—. Buen perro, buen perro.

Le mostró la mano para que la oliera sin hacer caso de las advertencias de José. El mastín abrió la boca como si fuera a ladrar o a morderla, pero finalmente olfateó a Julia y relajó un poco los músculos al reconocer en su piel el olor de su amo. Al poco estaba moviendo la cola y le lamía las manos. José asistió a la escena sin habla, pero poco a poco su semblante se llenó de tristeza.

—Mi princesa...mi preciosa princesa —le dijo a Julia.

El mastín emitió un gañido amistoso y se dio por satisfecho, así que se alejó trotando hacia los demás animales. Julia no miró a José.

—Ahora ya podemos irnos —afirmó.

José asintió y tomó a Julia de la mano.

—Julia, ¿dónde está Isabel?