XLIII
ISABEL caminaba a trompicones, guiada por sus captores. Nada más despertar le habían vendado los ojos y la habían amordazado. Después la llevaron fuera del campamento a empellones y ella, todavía con las manos atadas, no pudo resistirse. Mientras andaba a marchas forzadas, pensaba en todo y en nada. Los acontecimientos de la víspera se le aparecían confusos y le dolía la cabeza; solo sabía que la habían capturado, aunque ignoraba a dónde la conducían ahora y por qué la llevaban amordazada. Sabía que habían vuelto al bosque, porque notaba el sol en la cara tamizado por las copas de los árboles y oía el rumor de las hojas agitándose por el aire, impregnado de tomillo y retama. Cada vez que intentaba desviarse, los soldados se encargaban de devolverla a la senda de malas maneras y por mucho que tratara de articular preguntas bajo la mordaza, ellos no las respondían. De alguna manera, tuvo la impresión de que caminaba hacia su muerte: que la llevarían a algún lugar apartado y la ejecutarían.
Al caer la tarde se detuvieron y le quitaron la venda de los ojos. Deslumbrada, Isabel pestañeó y miró en derredor. Para su sorpresa, se hallaban en el claro donde las habían hallado el día anterior. Incluso sus fardos seguían allá, aunque su contenido estaba desperdigado, seguramente víctima de algún animal salvaje en busca de alimento. Uno de los soldados le cortó las ataduras de las manos e Isabel giró la cabeza hacia sus guías con prudencia. Ella misma se quitó la mordaza y tosió al librarse por fin de aquel maldito trapo apretado que le había quitado la sensibilidad de la cara.
—Aquí es donde te encontramos y aquí te dejamos. Has tenido suerte —le dijo uno de los soldados.
Ella no le entendió. ¿La liberaban sin más? ¿Por qué?
—Agradéceselo a tu real amiguita —contestó el otro, como si le hubiera leído la mente.
Dicho esto, le propinaron un empujón y la tiraron al suelo. Cuando logró levantarse estaba sola en el claro, completamente desconcertada.
—¿Dónde está? —les gritó— ¿Qué habéis hecho con ella?
Quiso correr en pos de ellos, pero era tarde: ya habían desaparecido de la vista.
—¡Volved! ¿Dónde está Julia? —chilló.
Pero lo único que contestó fueron los arrullos de las palomas que volaban de rama en rama de vuelta a sus nidos para pasar la noche. Isabel regresó al claro lentamente y contempló los restos de sus cosas como si se hallara en un sueño.
—Estoy sola...me he quedado sola.
Se le puso un nudo en la garganta, pero no lloró. No podía comportarse como una cría, debía pensar. Granada quedaba al sur, eso lo sabía seguro; no tenía idea de dónde estaban sus amigos y tampoco podía regresar a casa, pues sin Muhammad pronto no habría lugar donde regresar. ¿Qué era lo correcto? ¿Qué era lo necesario?
—Julia...José.
Levantó la cabeza hacia el cielo donde las primeras estrellas lucían ya sobre el azul del día y tomó aire. Tenía que seguir adelante, aunque no sabía bien cómo hacerlo. Quizá cuando oscureciera podría hallar aquella estrella que, según Gabriel, señalaba el norte, pensó. Se rodeó con los brazos y dejó de mirar el firmamento. Al bajar la cabeza sintió un leve mareo: llevaba todo un día sin comer nada y había pasado inconsciente varias horas. Tenía que dormir o al menos comer algo. Paseó por el claro, indecisa, hasta que se le ocurrió una idea. Saltó para arrancar una rama de un árbol y se adentró en la espesura; una vez entre los árboles la usó para azotar las matas. Una bandada de pájaros se dio a la fuga en las alturas y en algún punto lejano creyó oír el castañeteo de las perdices, pero necesitaba algo más cerca. Cogió la espada con las dos manos y siguió pegándole a los arbustos hasta quedar exhausta. De repente, una liebre salió zumbando de debajo de un arbusto de romero e Isabel sintió que el pulso se le aceleraba.
Echó a correr tras la liebre, blandiendo la rama contra el sotobosque para guiarla hacia el claro y poder acorralarla, pero el animal tenía otros planes y se desvió de un salto en el último momento. La princesa gruñó decepcionada y la persiguió entre los árboles, esquivando las ramas bajas y saltando sobre las matas. De nuevo, un cambio súbito de ritmo la desequilibró y por un momento, perdió a la liebre de vista. Después distinguió sus ojillos brillantes y oscuros entre las hojas de un arbusto de bayas rojas y se acuclilló junto a este sin hacer ruido. La liebre se había quedado inmóvil e Isabel notó que su determinación vacilaba. Alargó la mano para tocarla y se estremeció al hundir los dedos en su pelaje sedoso y notar la respiración acelerada y el corazón desbocado de la criatura. Al retirarla se arañó con las espinas del arbusto y varias bayas rodaron por la tierra. La liebre aprovechó para abandonar su escondrijo a todo correr y desapareció entre la maleza.
Isabel cerró los ojos con abatimiento, justo cuando notaba una ráfaga de aire frío y la recién estrenada noche tronaba y se deshacía en lluvia sobre su cabeza. Se incorporó y miró en derredor con indecisión. Al cabo de un rato echó a andar a través de la cortina de agua, con los brazos alrededor del cuerpo para conservar algo de calor.
Así anduvo casi dos horas, más por fuerza de voluntad que por verdadera fortaleza. La tormenta amainó, tras dejarla calada hasta los huesos. Justo cuando creía que el cansancio le ganaría la partida y empezaba a pensar en tenderse sin más en la tierra húmeda, dio con una destartalada cabaña con el techo de paja semihundido. Tras comprobar que no había nadie en los alrededores se deslizó al interior. Uno de los extremos quedaba resguardado del viento y no estaba demasiado húmedo; para su sorpresa, halló leña seca apilada en un rincón y también algo de fruta almacenada. Exhausta, encendió fuego y comió sin querer darle más vueltas. Después se hizo un ovillo junto a la hoguera y se quedó dormida.
La despertó el sol en la cara cuando la hoguera no eran más que rescoldos. Se frotó brazos y piernas para desentumecerse y después se levantó, sintiendo por primera vez el peso del silencio sobre los hombros. A la preocupación por Julia se sumó la terrible añoranza de su presencia, pues día tras días había sido la primera cara que veía al levantarse desde hacía años. Comió algo para distraer la mente, ya que la emoción amenazaba con desbordarse. Tenía que concentrarse en sobrevivir y llegar a la corte de Muhammad lo antes posible. Por suerte tenía la ropa seca, se dijo. Arrancó un trozo del faldón y lo usó para liar la comida que quedaba en un pequeño fardo.
Al salir del refugio el corazón estuvo a punto de parársele y ahogó un respingo. A pocos metros de la entrada pastaba tranquilamente su caballo, que nada más verla alzó la cerviz y relinchó suavemente a modo de saludo.
—Janto...—exclamó.
El animal se le acercó con un trote alegre e Isabel le echó los brazos al cuello aspirando el familiar aroma con fruición. Después apoyó la frente en la suya y le acarició tras las orejas con afecto. En verdad, nunca se había alegrado tanto de verlo.
******
Julia y José pasaron los dos días siguientes a la huida ocultos en el monte, pues los hombres de Velasco habían emprendido una batida encarnizada de la zona tras la desaparición de la princesa de Castilla. A la tarde del tercer día, tras una jornada entera sin que los soldados dieran señales de vida, se aventuraron a salir y fueron en busca de Isabel. Julia le contó que Velasco le había prometido que dejaría a la supuesta doncella de vuelta en el claro en donde las había encontrado, así que José guió a su amiga hasta allá. Julia se percató de que, desde que la había rescatado, José casi nunca soltaba su mano.
Al llegar, el Ratón de Talavera recorrió los destrozos con ojo crítico. Al parecer los hombres del condestable también habían estado allí en las últimas horas y después habían seguido hacia el este. Volverían, pensó José. A su vez, creyó encontrar el rastro de Isabel, aunque era muy difícil de seguir porque la lluvia lo había borrado casi por completo. Llamó a Julia para que no se separara de él al seguirlo y juntos siguieron las marcas zigzagueantes que la princesa había dejado al perseguir a la liebre.
Hallaron la cabaña en la que Isabel se había refugiado al cabo de unas horas y como el anochecer estaba cercano decidieron dormir allí también ellos. Como en las noches anteriores desde su rescate, Julia se acostó abrazada a José y se durmió al rato; él apenas pegó ojo, mientras acunaba a la doncella entre sus fuertes brazos. Era en esos momentos en que la tenía solo para él y descansaba confiada contra su pecho, cuando le costaba más disimular lo que sentía por ella. Cuánto más cuando, aún afectada por su cautiverio, se apretaba a él con total entrega, en busca de calor y protección. Perdido en sus pensamientos, le acarició el pelo con afecto y tomó aire lo más calladamente que pudo. Ella se movió un poco y él aprovechó para cambiar de postura y recolocarse a su lado. Después la besó con suavidad en la frente. Al separarse, un par de segundos demasiado tarde, vio que Julia lo miraba a los ojos.
—José... —musitó con voz soñolienta.
—Estoy aquí. Duérmete —dijo él, con el corazón a cien.
Julia suspiró y entornó los ojos, sin apartar la vista de José. Este quiso girar la cabeza para evitar que ella le leyera los pensamientos, pero seguramente era tarde. Contuvo la respiración al notar que acercaba los labios a los suyos y lo besaba; él le devolvió el beso sin poder evitarlo y la estrechó con fuerza.
—Gracias por salvarme —susurró Julia.
El temblor de su voz lo devolvió a la realidad y creyó que el corazón le iba a estallar al descubrir lágrimas en sus ojos. Tan despreciable se sintió al verlas que ni siquiera los sedosos labios entreabiertos de la joven lograron que volviera a ceder a su deseo.
—De nada, princesa.
La besó en la mejilla y después se volvió de espaldas a ella. Durante un buen rato, la doncella no dijo nada; sin embargo, José podía notar que volvía a temblar como cuando la había encontrado en el carro, así que tras unos instantes de titubeo, se volvió de nuevo y le rodeó la cintura, dejando que volviera a acomodarse en el hueco de su hombro.
A la mañana siguiente, Julia despertó sola y se incorporó de golpe llamando a su compañero.
—Estoy aquí —contestó él desde el exterior.
La doncella se levantó en un santiamén y salió de la cabaña. José estaba acuclillado en el suelo observando atentamente unas huellas.
—¿Qué pasa?
—Me parece que tu señora encontró a su caballo.
Julia se agachó junto a él para mirar las huellas.
—¿Entonces podremos encontrarla? —preguntó llena de optimismo.
José se irguió y paseó un momento por la zona, ya que el día anterior habían llegado demasiado tarde y no había tenido tiempo de examinarla a la luz del día.
—Nos debe llevar un par de días de ventaja —contestó.
—Pero el rastro, ¿es claro? ¿Podemos seguirlo?
José carraspeó.
—Sí. Por esa razón, tenemos que borrarlo —murmuró.
La doncella movió los labios para protestar, pero retuvo la lengua al comprender lo que quería decir. Los hombres de Velasco podían llegar hasta allá igual que habían hecho ellos y después seguir los pasos de Isabel con la misma facilidad.
—Pero entonces, ¿no iremos a buscarla? —lamentó— José, no podemos dejarla sola...
El Ratón se había quedado mirando el tronco de un árbol con el ceño fruncido. Alzó los dedos y acarició unas muescas en la corteza. Cuatro cortes: una pequeña muesca vertical, de la que partían otras dos oblicuas hacia abajo, y una horizontal más larga al través.
—No está sola —gruñó.
—¿Qué quieres decir?
José golpeó el tronco con el puño, pero más como gesto de concentración que de enfado.
—La encontraremos —prometió.
******
Isabel viajó sola a lomos de Janto durante los días siguientes, siempre alerta. Algunas noches las pasaba al raso, otras en refugios improvisados, ya que en un terreno cada vez más montañoso, no resultaba muy difícil hallar grutas. Gracias al hábil olfato de su caballo, no solía faltarle el agua. Sin embargo, cuando se le agotaban los víveres se veía obligada a acudir a alguna venta en donde canjear comida por joyas. En aquellas ocasiones, solía pedir que la dejaran hacer noche en el pajar y dormía bajo techo, aunque la experiencia le había enseñado a dormir con un ojo abierto para evitar que le robara: más de una vez había creído oír ruidos extraños tras la puerta y solo el cansancio había impedido que volviera a partir en plena noche.
Aquel día notó más revuelo de lo acostumbrado y empezó a ensillar a Janto al despuntar la mañana. Al abandonar el pajar se dio cuenta de que también los dueños de la hospedería empaquetaban apresuradamente. A lo lejos, tras una cadena de colinas, se veía una columna de humo.
—Las huestes de Albornoz están atacando la ciudad —informó un hombre a su lado—. Este pronto dejará de ser un buen lugar para estar.
Isabel se sobresaltó, pues se diría que el hombre había salido de la nada. Contempló después el humo que levantaba una batalla que no llegaba a ver. Saber que el aliado de Pedro estaba cerca era reconfortante, pero eso en aquel momento no le iba a servir de nada. No podía ir con ellos y darse a conocer sin más. Con Janto de las riendas, hizo ademán de marcharse pero titubeó y se volvió hacia el hombre que le había hablado.
—Granada, ¿sabéis cómo llegar?
Él carraspeó.
—Desde aquí, la vía más segura es seguir hacia el este y después al sur siguiendo el Jándula.
Isabel negó imperceptiblemente con la cabeza: aquella ruta la acercaba demasiado a Albornoz.
—¿Hay algún camino más corto?
—Si queréis llamarlo camino, al oeste hay un paso que atraviesa la sierra. Pero no lo recomendaría a una dama como vos.
La princesa fulminó al desconocido con la mirada.
—Gracias por el consejo —dijo con frialdad.
Montó a caballo y se inclinó para tomar las riendas. En ese momento, el desconocido la agarró del brazo.
—Señora, hablo en serio. Deberíais dejar que os acompañara.
Isabel se soltó de un tirón. Janto pateó el suelo y relinchó ante la sacudida que le había dado su ama. Esta lo hizo girar grupas y se dirigió al desconocido por encima del hombro.
—¿Qué creéis que estáis haciendo? —bufó— No me toquéis.
Dicho esto espoleó a su montura y salió al galope en dirección oeste.
Viajó toda la mañana, deseosa de alejarse cuanto antes de la venta, la batalla y el desconocido y no paró hasta pasado el mediodía, cuando dejó de ver el humo a su espalda. Tras dar algo de reposo a Janto, continuó su camino y se desvió un poco hacia el suroeste. Hacia la tarde, el terreno empezó a hacerse más duro y accidentado. Tras un aparatoso traspiés, que a punto estuvo de echarla al suelo, el caballo empezó a cojear de una pata y tuvo que desmontar. Entristecida, buscó un lugar dónde pasar la noche llevando su montura al paso, con la cabeza cariñosamente apoyada sobre su crin.
Al día siguiente, Janto estaba aún peor: era incapaz de apoyar la pata en el suelo y, al palparla, la infanta la notó hinchada. Asustada por los relinchos doloridos de la bestia, temió que se la hubiera roto y no se atrevió a apretar demasiado. Con gran esfuerzo, logró que se pusiera en pie y tiró de él para que pudiera seguirla, aunque fuera andando con tres patas. Janto protestó lastimeramente, pero Isabel no se dio por vencida. No podía dejarlo allá.
—Por favor —murmuró entre dientes.
Caminó de espaldas tirando de las riendas con todas sus fuerzas, pero el caballo sacudió la cerviz y se resistió a moverse.
—Janto, vamos...
Dio otro paso atrás y después uno más. De súbito la tierra cedió bajo sus pies y las riendas se le escaparon entre los dedos. Gritó y estiró los brazos en busca de algún asidero, pero sus pies se agitaron en el vacío y se vio colgando del borde de una grieta en la piedra.
—Os tengo.
Isabel miró hacia arriba y se encontró de cara con un hombre de ojos oscuros y expresión feroz que la agarraba de la muñeca. Reconoció al hombre de la venta y, espantada, pataleó contra la pared de roca y estiró para liberarse. El hombre gritó por el esfuerzo y resbaló hacia abajo.
—¡Estaos quieta! ¡O nos caeremos los dos!
La princesa sabía que tenía razón, pero ya la había capturado demasiada gente en los últimos días y su instinto pudo más que su razón. El hombre resbaló algo más y tuvo que soltarla de una mano para buscar algún lugar donde sujetarse él y poder aguantar el peso de ambos, pero desde esa postura era incapaz de remontarla.
—Alteza, por favor —le gritó— Agarraos a algo, ¡tratad de subir!
Había tanta urgencia en su voz que Isabel lo miró a los ojos por primera vez y se dio cuenta de que no intentaba capturarla, sino salvarla. Movió los pies en busca de un punto de apoyo, sin éxito, y estiró la mano a ver si podía alcanzar el borde. Lo rozaba con los dedos, pero no podía agarrarse. Agotada, le pasó por la cabeza la idea de rendirse, pero la desechó. Gritó y estiró el brazo todo lo que pudo con sus últimas fuerzas. Sus dedos se cerraron sobre algo y sintió que la izaban: Janto se había acercado al borde y ella había asido su ronzal. Con el caballo como punto de apoyo, el hombre logró cogerla también de la otra mano y la sacó del agujero. Tras devolverla a la superficie, los dos se quedaron tumbados en el suelo jadeando por el esfuerzo. El caballo dio un par de pasos torpes sobre las patas sanas y, finalmente, se dejó caer al suelo.
—Janto...
Se arrastró hasta él temblando de pies a cabeza. Mientras, el desconocido se incorporó y observó al animal con una mueca.
—Ha sido un buen caballo —dijo con resignación.
—¡Cállate! —gritó ella, perdiendo los estribos— ¿Quién eres? ¿Por qué me has seguido?
—Soy un amigo.
—No te creo.
—Tenemos que dejarlo aquí, alteza. Lo más piadoso sería...
—¡No voy a ir a ningún sitio contigo!
—¿Queréis volver a ver a vuestros compañeros?
La joven ahogó un sollozo, abrazada del cuello del animal.
—Ellos...tienen a Julia —balbuceó.
—Estoy seguro de que está bien. Si venís conmigo, os llevaré con ellos.
Isabel guardó silencio, sin soltar al animal.
—Alteza, si quisiera haceros daño... —empezó él.
—No puedo dejarlo aquí —le cortó ella, con un hilo de voz—. Ha estado conmigo muchos años. Sé que...sé que si las tornas se cambiaran él se quedaría conmigo hasta el final.
Janto hociqueó las lágrimas de su ama y resopló con suavidad. Ella sonrió a través del llanto y lo besó en la frente.
—Alteza...
—Ya lo sé.
Se levantó y asistió con el corazón encogido a los intentos del animal por levantarse y seguirla. Al no conseguirlo y ver que ella se alejaba, Janto relinchó. Isabel sintió que las piernas le flaqueaban.
—No puedo hacerlo...—confesó.
—Lo haré yo.
Ella ocultó el rostro entre las manos para retener el llanto. Tras largos segundos de angustia, asintió lentamente. Se volvió, aún con los ojos anegados, y se apoyó en el tronco de un árbol. Janto relinchó de nuevo y ella percibió que el hombre se movía. Cerró los ojos, pero la oscuridad no servía para dejar de oír los relinchos. Uno de ellos fue más agudo que los anteriores; oyó a Janto resoplar, después un quejido débil y el sonido de su hermoso cuerpo blanco agitándose contra la tierra. Después, nada más.
—Ya está.
Abrió los ojos: el hombre estaba a su lado. Silenciosa, lo siguió, sin querer mirar atrás.
—¿Confiáis en mí? —preguntó él.
—No lo sé —dijo ella—. Si me llevas con Julia y José te lo agradeceré. Y si me matas... poco importa ya.
El hombre gruñó para sí.
—Deberíais valorar más vuestra propia vida, pues hay mucha gente dispuesta a entregar la suya por vos.
Anduvieron toda la noche, sin cruzar más palabras que esas. A media mañana llegaron a la falda arbolada de la montaña y se internaron en el bosque, por el que transitaron varias horas más, hasta llegar a un calvero con una enorme roca hundida en la tierra, desprendida de la sierra en tiempos inmemoriales.
—Descansad un rato —ofreció.
Isabel obedeció sin rechistar y se sentó junto a la roca con los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza apoyada en una de las caras más planas de la piedra. Fue entonces cuando se fijó en el símbolo grabado en la misma, compuesto de cuatro muescas blanquinosas sobre la superficie.
Un ruido surgió del bosque. La princesa dio un salto, pero Álvaro no se inmutó. Enseguida, Isabel pensó en una trampa y tragó saliva cuando alguien apareció entre los árboles.
—José...José —repitió ella casi sin resuello.
El Ratón sonrió y extendió las manos, para coger las de la princesa.
—¿Estáis bien, Alteza?
—¿Y Julia? —exclamó.
—Calmaos.
—Tenemos que ir por ella.
—Julia está bien. Está aquí, mi señora.
José le sonrió para que se tranquilizara y le señaló a la doncella, a solo unos pasos. Esta avanzó hacia Isabel, que aún creía que iba a desaparecer en cualquier momento. Tuvo que tocarla para saber que era real y cuando lo hizo, la abrazó con fuerza. José y Álvaro se miraron fijamente: una vez más sin aliento y desde el suelo.
—¿Os han seguido? —preguntó Álvaro.
José guardó silencio unos segundos. Finalmente esbozó una negativa con la cabeza y dijo:
—Les he dejado un rastro falso. Con suerte los despistará un tiempo.
—Entonces debemos darnos prisa.
Álvaro se levantó y se dirigió a Isabel y Julia, pero estas aún no se habían recobrado de la emoción del reencuentro.
—Alteza, debemos partir.
La princesa miró al desconocido y después a José.
—¿Quién es? —le preguntó al Ratón.
Este volvió a tomarse unos segundos, dudando si responder o no.
—Se llama Álvaro de Luenga. Es un Halcón de plata: un espía del primer valido real —contestó.
—¿De Alfonso? —exclamó Julia.
José asintió, pero Álvaro, impaciente, se encaró con la infanta.
—Alteza, si no queréis que los hombres de Velasco os encuentren tendréis que confiar en mí y hacerlo ya. Tenemos que irnos ahora.
En su intento por transmitir apremio, el espía agarró a Isabel del brazo y esta se permitió fijarse en él por primera vez. Era alto y bien parecido, de cabellos largos y oscuros, barba corta y penetrantes ojos marrones. Su expresión no era feroz, como había creído al principio, sino más bien imperiosa. Pese a todo, Isabel estaba en guardia y retiró bruscamente el brazo. Haciendo caso omiso de él, miró a José; Álvaro también lo hizo, hasta que el Ratón esbozó un gesto de asentimiento.
—Confiaremos en ti —aceptó—. Pero si nos traicionas, te arrepentirás.
Álvaro inclinó la cabeza un momento.
—Es mejor que no sigamos hacia el oeste. Atravesaremos por el desfiladero que hay al sur —dispuso.
—Tardaremos más —objetó Julia.
—Pero si intentan seguirnos creerán que nos dirigimos al paso, no que atravesaremos las montañas y eso nos dará unas horas de ventaja.
Los demás asintieron levemente. Julia se volvió hacia la princesa, que seguía sin soltar las manos de su amiga, y le sonrió un instante.
—Os he traído una cosa.
Sacó la cimitarra sarracena y la puso en manos de Isabel con timidez.
—Es vuestra —musitó—. No podía dejar que se la quedara ese hombre.
Isabel soltó una carcajada y la abrazó una vez más. José esbozó una sonrisa y se rascó la nuca con informalidad, para disimular que también a él, encontrar a la infanta sana y salva le había puesto la carne de gallina.
—Seguidme —ordenó Álvaro.