VIII

CLAC, clac...Los dos niños correteaban por el monte entrechocando sus espadas de madera como si estuvieran en medio de una batalla; parecían dos puntitos sobre el verde inmaculado de la hierba que rodeaba las murallas del castillo de Berlanga. Tenían que ir con cuidado, porque a poco que tropezaran, era fácil que alguno cayera rodando varios metros por la falda de la loma y de vez en cuando sobresalían rocas puntiagudas. Los niños lo sabían, pero no por eso dejaban de saltar y esquivar las estocadas del otro como si fueran cachorros nerviosos, sin dejar de reír y de soltar bravuconadas. Los dos tenían alrededor de once años: uno de ellos, el más alto, llevaba el pelo de color oro viejo bien cortado bajo las orejas, pero lo tenía alborotado y, a menudo, tenía que apartárselo de los alargados ojos marrones, mientras con la otra mano mantenía a raya a su oponente. Este era un poco más bajo en estatura, pero no menos ágil. Tenía los ojos azules y penetrantes; su cabello era tan negro como el ala de un cuervo y lo llevaba algo más largo y asilvestrado. El primero era el hijo pequeño de los señores de Tovar y se llamaba Tello. El segundo era Enrique, hijo de Leonor Guzmán.

Tello atacó con fuerza y Enrique se las arregló para bloquear la estocada, pero después no pudo recuperar la guardia a tiempo y tuvo que retroceder para esquivar el siguiente golpe. Dio de espaldas contra el muro de la torre del homenaje y Tello se echó a reír, aunque no lo atacó, sino que bajó el arma y esperó a que se recompusiera. Enrique también sonreía.

—¡Te venceré, villano! —bramó Tello.

—¡Eso habrá que verlo, conde! —replicó su amigo.

Volvieron a la carga. Enrique salió de donde estaba para no tener ninguna pared detrás y embistió contra Tello. De nuevo las espadas chocaron con un sonoro “clac” y el chasquido se repitió una y otra vez mientras los niños jugaban. Enrique consiguió subirse a una roca y Tello fue detrás, pero cuando las espadas se encontraron perdió la suya, se desequilibró y cayó de espaldas sobre la hierba. Como se encontraban en un desnivel, empezó a rodar hacia abajo y se detuvo un poco más allá. Enrique bajó de la roca, recogió la espada caída y corrió en su busca. Llegó a su lado justo cuando Tello se incorporaba y se frotaba la lastimada rabadilla.

—¿Te has roto algo? —preguntó Enrique, arrodillándose junto a él.

—No —respondió su amigo, chasqueando la lengua para quitarle importancia y poniéndose en pie—, pero mira esto...me va a caer una buena.

Ahora se señalaba un rasgón enorme en las calzas a la altura de la rodilla. Enrique examinó el roto un momento y frunció los labios mientras asentía. Entonces le pasó la espada.

—¿Seguimos?

—Ya has ganado —dijo Tello.

—No, así no vale.

—Claro que vale. Eras un campesino huyendo del conde, ¡no puedes bajar a ayudar al conde! Ya te habrías escapado.

—Ah...

El niño aceptó el razonamiento. Tras dejarse caer sobre la hierba, agarró una piedra y la lanzó con todas sus fuerzas ladera abajo. Tello lo imitó y estuvieron un rato charlando y tirando piedras. Eran amigos desde siempre, podría decirse que se conocían desde que habían nacido. La madre de Enrique había sido nodriza de Tello y durante varios años Leonor y su hijo habían vivido en las dependencias del castillo de Berlanga. Ahora vivían en la aldea que había en la falda de la colina, pero aún así seguían jugando juntos cuando les era posible.

De repente, oyeron a una doncella que llamaba a Tello desde el castillo. Enrique se volvió e iba a levantarse, pero su amigo lo agarró de la ropa y tiró de él hacia el suelo.

—¡Agáchate! ¡Vamos a escondernos!

Los dos se arrastraron y se agazaparon detrás de una roca en forma de plato que surgía de la tierra, hasta que la voz pasó de largo. Después, se incorporaron y se sentaron sobre la piedra.

—¿No era Francisca? —preguntó Enrique con extrañeza, refiriéndose a una de las criadas más antiguas de la familia Tovar.

—Creo que sí.

—¿Y por qué nos escondemos?

Tello se encogió de hombros, pero su amigo notó que evitaba mirarlo a los ojos.

—¿No me vas a decir por qué nos escondemos?

—Por nada —se defendió Tello.

—No me lo creo.

—Nos escondemos porque me da la gana, ¿vale?

Tello parecía enfadado y Enrique no entendía la razón, aunque lo cierto es que empezaba a enfadarse también. Desde que su madre y él se habían marchado a la aldea Tello tenía días muy raros y no era la primera vez que parecía avergonzarse de que lo vieran con él.

—¿Qué pasa? —le recriminó— ¿No quieres que nos vean juntos y no sabes cómo decírmelo?

Su amigo enarcó las cejas.

—¿Y eso a qué viene?

—¡Ya sabes a lo que viene!

—¿Eso es lo que crees?

—Pues sí.

Tello le dio un empujón.

—No digas tonterías. Es mi madre la que no quiere que juguemos juntos.

Enrique estaba a punto de volverse y devolverle el empellón, pero se quedó quieto.

—¿Por qué?

—Y yo qué sé.

Pero de nuevo notó que le estaba ocultando algo.

—¡Claro que lo sabes! —estalló.

—¿Qué más da?

—¡Dímelo!

Tello quiso levantarse, pero Enrique lo retuvo apretándole el brazo con tanta fuerza que su amigo soltó un respingo.

—Me haces daño.

—Dímelo y te soltaré.

—¡Porque eres un bastardo! ¿Contento?

Enrique lo soltó y Tello se alejó de él un paso o dos, frotándose el brazo. Su amigo se había quedado quieto, estaba colorado y lo miraba con gravedad. Durante unos segundos pareció que iba a saltar sobre él y darle un puñetazo o quizá que se pondría a llorar. Sin embargo, al final pestañeó con perplejidad y habló algo inseguro.

—¿Un bastardo? ¿Qué significa eso?

Tello, aún molesto por su reacción anterior, se sentó a cierta distancia de Enrique y no lo miró a la cara al contestar.

—No lo sé, no se lo pregunté —respondió en tono sincero—. Creo que algo así como que no tienes padre.

Enrique miró al suelo y sintió una punzada de amargura. Era cierto, no tenía padre, él lo sabía mejor que nadie. Pero seguía sin entender por qué aquello era malo, para él era más un hecho que un insulto. El caso es que para la familia de Tello lo era y se sentía profundamente herido. Su amigo se percató y se apresuró a añadir.

—¡Pero a mí me da igual! Eso es lo que dicen mis padres, pero tú y yo somos amigos.

Enrique levantó la vista, no demasiado convencido. Tello chasqueó la lengua y se alejó de allí, pero no enfiló hacia la fortaleza, sino que recogió las espadas que habían dejado tiradas unos metros más arriba, volvió y le lanzó una a Enrique, que la cogió al vuelo.

—Vamos a jugar, ¿vale? —propuso el joven noble— Ahora yo seré...un marqués y tú un campesino que quiere robar mis gallinas...y aquello de allá será el corral así que...

—¿Por qué tengo que ser siempre un campesino? ¿No podemos ser nobles los dos?

Tello titubeó. La idea no acababa de cuadrarle.

—Pero...¿entonces por qué tendríamos que pelearnos?

Esta vez fue Enrique el que se encogió de hombros y como no se le ocurría una razón se puso a juguetear solo con la espada. Tello, deseoso de complacerlo, lo animó a levantarse.

—Si quieres yo hago de campesino y tu eres el noble, ¿vale? Tienes que impedirme que llegue hasta el corral y escape...

******

Al caer la tarde, Enrique volvió a casa. La casucha que compartía con Leonor no era de las más grandes de la aldea, pero tampoco era de las más pequeñas, y en cualquier caso a ellos dos les bastaba. Pese a haber vivido parte de su corta vida en el castillo de Berlanga, a Enrique ni se le había pasado por la cabeza quejarse por el cambio. En su momento Tello había pedido a sus padres que lo dejaran quedar, pero él mismo había rehusado, porque no quería vivir separado de su madre.

Al llegar al camino de tierra que salía de la aldea y se perdía en el valle, torció a la izquierda. Al ser de las últimas que había sido construida, su casa se encontraba en la afueras. Al menos, se dijo, así no estaba tan apiñada con las viviendas cercanas como el resto. Remontó una pequeña pendiente de un salto y se encontró frente a la puerta de su hogar, una construcción de un solo piso, de piedra sin remozar y con el techo de madera y paja. Al lado de la puerta había un espeso enebro. Más allá tan solo había unas cinco casas más antes del río, que formaba una especie de límite natural para la aldea.

Enrique entró en casa y al principio no vio nada, porque dentro estaba bastante oscuro. Le pareció que su madre estaba en un rincón, detrás del hogar, y guardaba algo apresuradamente. Enseguida, sus ojos se acostumbraron a la diferencia de luz y comprobó que Leonor estaba efectivamente donde había creído, pero tenía los brazos en jarras y lo miraba con severidad.

—¿Se puede saber dónde has estado? —lo riñó.

Enrique cerró la puerta tras de sí y musitó un “por ahí” desafiante. Leonor soltó un gruñido.

—“Por ahí” —repitió la mujer— ¿Pero tú qué te has creído? ¿Que el padre Fernando no tiene otra cosa que hacer que esperarte?

Enrique, que había empezado a encender las teas que colgaban de las paredes, se quedó inmóvil al entender de qué estaba hablando Leonor. Se había olvidado por completo del padre Fernando y de que aquella tarde iba a venir para seguir con las clases de lectura y escritura. Farfulló una disculpa, pero Leonor parecía demasiado enfadada como para conformarse con eso, se le acercó con paso decidido y se inclinó sobre él con los brazos cruzados. Su madre seguía siendo una mujer muy delgada y angulosa y cuando estaba encolerizada daba verdadero miedo, porque los ojos se le encendían desde dentro y parecía capaz de cualquier cosa. El niño la adoraba, pero había aprendido a mantenerse a distancia cuando se sumía en uno de sus periodos de humor agrio, cosa que le ocurría de vez en cuando desde que tenía uso de razón. El problema era que, en aquella ocasión, él también había tenido un mal día.

—El padre Fernando viene a enseñarte para hacerte un favor, mocoso desagradecido.

—¡Pues que no venga! ¡Ya te lo he dicho muchas veces! ¡No quiero leer para nada!

Leonor abrió los ojos, asombrada por la reacción de su hijo, pero a los pocos segundos su rostro se contrajo en una expresión aún más airada que la anterior.

—He dicho que aprenderás a leer y a escribir y lo harás.

—¡No quiero!

La mujer frunció el ceño y por un momento pareció que iba a abofetearlo, pero se dio cuenta de que Enrique, enfurruñado, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Tello aprende a leer y seguro que no se queja tanto —afirmó Leonor, como si estuviera aburrida de aquella discusión.

Y en lugar de pegarle le arrebató la vela con la que prendía las teas y empezó a hacerlo ella, dándole la espalda. Enrique se sorbió las lágrimas y se sentó en un rincón.

—Pero yo no soy como él —atacó.

—¿Qué quieres decir?

—Que yo soy un bastardo.

Al estar de espaldas, Enrique no pudo ver la reacción de Leonor, que por unos segundos se quedó inmóvil, con la vela en la mano. Entonces, muy lentamente se volvió, con parte del rostro iluminado por la llamita que llevaba en la mano, y el resto en sombras. Él bajó la cabeza.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Leonor con voz tensa.

Enrique permaneció silencioso un momento.

—Es lo que soy, ¿no? —dijo como toda respuesta.

—¿Qué crees que es un bastardo?

Ahora el niño se removió inquieto y Leonor sacudió la cabeza imperceptiblemente. Su expresión se suavizó y se acercó a Enrique, mientras este contestaba.

—Pues que no tengo padre.

Leonor soltó una carcajada y Enrique la miró, ofendido.

—No seas estúpido. Claro que tienes padre, ¿de dónde te crees que has salido si no?

¿Y él cómo iba a saberlo?, pensó. Sin embargo, no podía negar que la idea de que en realidad sí que tenía padre lo reconfortaba.

—Entonces, ¿quién es? —quiso saber, esperanzado.

Pero Leonor volvió la cara.

—No tengo por qué decírtelo.

—¡Dime quién es! ¡Yo quiero saberlo!

—Pero no necesitas saberlo. Y punto —concluyó ella.

—¿Es el padre Fernando?

Leonor miró a su hijo con la boca entreabierta y de repente se echó a reír. Sin dejar de reír, se levantó y se dispuso a finalizar el encendido de las teas.

—Eso es ridículo. Aunque sí, bueno. Supongo que es lo que todos piensan, ¿no? —comentó con sorna— Por mí pueden pensar lo que les venga en gana.

Enrique le dio la espalda, entre enfadado y avergonzado. Había pronunciado el nombre del sacerdote casi sin pensar. Fernando le era simpático, al margen de que ahora lo obligara a aprender a leer, venía a menudo por casa y de vez en cuando había creído notar cierta complicidad entre su madre y él. Se dio cuenta de que, de un modo vago, siempre había dado por hecho que él podría ser su padre. Y ahora que descubría que no lo era, se sentía bastante desilusionado.

—Entonces, ¿soy un bastardo o no?

—Sí, lo eres.

—Pero, si tengo padre...

—Ser hijo bastardo no significa no tener padre, sino que tus padres no están casados. Y yo no estoy casada.

—Ah —se apenó el niño.

Leonor suspiró y se volvió. Tras mirarlo detenidamente un rato, se le acercó y lo cogió de los hombros.

—Escúchame bien, Enrique —le dijo—. Ahora todavía no lo entiendes, pero no debe importarte lo que la gente diga de ti. Algún día tendrán que tragarse sus palabras.

Y Leonor le acarició el pelo azabache con ternura. Al poco se separó y le dio un golpecito en el hombro antes de enderezarse.

—Ah, y la semana que viene no se te ocurra llegar tan tarde —lo advirtió—, el padre Fernando llegará a la hora de siempre para darte clase.

El niño asintió con resignación, ya se le habían pasado las ganas de discutir, y observó a su madre ir y venir por la casa mientras preparaba una cena frugal a base de pan y berzas. Comieron rápido, antes de que anocheciera del todo, y cuando terminaron fueron a acostarse enseguida a la cama baja que compartían al fondo de la cabaña, para reservar las velas. Pero Enrique no podía dormir, ya que había demasiadas cosas que le rondaban por la cabeza. Al cabo del rato, cuando su madre se durmió, opinó que había llegado el momento de resolver al menos una de ellas, así que se levantó con sigilo y se dirigió al rincón donde había descubierto a Leonor al entrar. Tenía mucha curiosidad por saber qué tenía escondido por allí, porque estaba convencido de que la había visto trajinar con algo y que después había disimulado.

En silencio, buscó en la oscuridad. No veía nada salvo la pequeña alacena donde su madre guardaba hierbas. La abrió y se encontró con unos cinco tarros y algunos saquitos. Tras comprobar que Leonor no se había movido, abrió al azar algunos de los saquitos y comprobó, como era de esperar, que estaban llenos de hierbas secas y molidas, algunas muy aromáticas, otras menos, algunas en rama, otras con flores. No las conocía todas, a decir verdad no conocía ni la mitad, y no se entretuvo demasiado examinándolas. Abrió también un par de tarros, con idéntico resultado, así que se desanimó. Quizá antes la imaginación le había jugado una mala pasada. Cogió otro tarro, más por inercia que por verdadero interés, lo abrió y de nuevo lo encontró lleno de algo que parecían semillas, alargadas y encorvadas como diminutos cornezuelos. Iba a dejarlo en su estante, cuando se dio cuenta de que el tarro pesaba demasiado.

Sin dudarlo dos veces, y con el corazón latiéndole con fuerza, hundió la mano entre las semillas y palpó. Pronto encontró algo sólido y plano, como un disco. Algo que estaba frío. Lo sacó y se acercó a la ventana para verlo mejor: era una moneda de plata. Abrió y cerró los ojos para asegurarse de que no estaba soñando, la volteó entre los dedos, y volvió por el tarro. Bajo los cornezuelos había más monedas, seis o siete, quizá un par más. No es que fuera una fortuna, pero era más dinero junto del que había visto en su vida y no tenía ni la menor idea de que su madre lo tuviera. Y tampoco de dónde lo sacaba.

—¿Qué haces?

Enrique dio un salto y se levantó con aire culpable. Leonor estaba delante de él, la veía claramente recortada por la luz que entraba por la ventana. El niño trató de esconder el tarro, pero su madre lo agarró de la mano y le obligó a abrirla. Todavía llevaba una de las monedas dentro.

—Enrique, haz el favor de decirme qué estabas haciendo —ordenó la mujer.

—Lo...lo encontré... —balbuceó el niño.

—¿Lo encontraste? Y qué, ¿estabas robando?

—No....¡no! —negó él con vehemencia— Madre, ¿cómo iba a...?

—Deja eso donde estaba y vuelve a la cama inmediatamente.

—¿Para qué tienes ese dinero? —preguntó confuso —¿Cómo es que tienes...?

—Ese dinero es tuyo, ¿entiendes? Es para ti.

—¿Para mí?

—Un día tendré el suficiente para comprar tu libertad. No te pasarás toda la vida como siervo de Berlanga —zanjó ella, con los ojos brillantes.

—¿De dónde lo sacas, madre? Es mucho dinero —preguntó, como si temiera la respuesta.

—He dicho que te vayas a la cama.

Leonor trabajaba el campo, como el resto de siervos, y de vez en cuando realizaba alguna tarea en el castillo, pero no cobraba por ello, al menos no con dinero. Enrique lo sabía. Soltó la moneda en el tarro, estaba temblando. Había demasiadas preguntas que bullían en su cabeza, demasiadas emociones las de aquel día: primero descubrir que los padres de Tello no querían que se acercara a su hijo, luego que era un bastardo, que en algún lugar tenía un padre pero que Leonor no pensaba decirle quién. Y ahora que su madre guardaba dinero escondido en un tarro y que tampoco pensaba decirle cómo lo ganaba.

—Madre...—dijo con un hilo de voz— ¿eres...eres una...?

Leonor lo miró fijamente.

—¿Una qué? —le espetó.

—¿Una puta?

La bofetada lo fulminó, llegó tan rápido que ni siquiera la vio venir y sintió un dolor intenso y abrasador en la cara. Se llevó la mano a la mejilla mientras le saltaban las lágrimas y gimió. Leonor respiraba de manera entrecortada y lo miraba con los ojos desorbitados. De repente pareció volver en sí y cayó de rodillas frente a su hijo, que no trató de retroceder pese a estar asustado. Sin previo aviso, lo agarró y lo atrajo hacia ella, para estrecharlo con fuerza entre sus brazos y el niño se apretó contra su pecho sin dejar de sollozar.

Al día siguiente, Leonor salió temprano sin despertarlo y no volvió hasta pasado el mediodía. Enrique no era capaz de mirarla a la cara y su madre no trató de forzarlo a hacerlo. La situación se prolongó varios días, durante los cuales el niño se esforzó por estar en casa el menor tiempo posible. Un tarde, Tello lo encontró subido en la rama de un árbol, con aire taciturno, cerca de la muralla norte, y se extrañó de que estuviera en las cercanías del castillo y no hubiera ido a buscarlo para pasar el rato.

—Hola, ¿puedo subir?

Enrique dejó que subiera y estuvieron hablando un rato, aunque no le contó la discusión, ni que había encontrado dinero en un tarro, ni nada por el estilo. En cambio, sí que le contó que su madre le había explicado lo que era un bastardo, y que no tenía nada que ver con que no tuviera padre. Tello aceptó aquel esclarecimiento con total naturalidad, pero cuando intentó hacer elucubraciones sobre quién podría ser el padre del chico, este no quiso seguir la conversación, salvo para desmentir categóricamente que fuera Fernando, el sacerdote.

—Mi madre se ha empeñado en que aprenda a leer —se quejó, para cambiar de tema.

—Ya sé —se sumó Tello—, es un aburrimiento.

—Además, ¿para qué sirve leer? ¿Leer el qué? No he visto un libro en mi vida.

—¡Yo he visto uno! —exclamó su amigo— Mi padre tiene uno y salen espadas y escudos y caballos...Si quieres se lo cogeré algún día, no lo mira mucho, y te lo traeré. Es más divertido aprender a leer leyendo algo.

Enrique sonrió. Tello siempre lograba que se sintiera mejor y que sus problemas parecieran menos graves, pero le daba miedo pensar en lo que podría hacer si se enteraba de lo que creía haber descubierto de su madre. Odiaba guardarle secretos, pero la posibilidad de que decidiera dejar de ser su amigo le parecía mucho peor.

Aquella tarde, cuando regresó a casa encontró a Leonor y al padre Fernando sentados a la mesa y hablando en tono confidencial. Dudó si debía entrar o no, pero los mayores lo habían visto e interrumpieron la conversación como si no ocurriera nada. El sacerdote se levantó y saludó jovialmente al niño con una palmada en el hombro que estuvo a punto de descoyuntarlo. Fernando era un hombre muy grande.

—¿Qué tal, Enrique? ¿Has practicado las letras que te dije?

—Mmm...sí, sí señor.

—Bien, bien. En fin, yo ya me iba. Hasta luego, Leonor.

La mujer lo despidió con un movimiento de cabeza y el padre Fernando salió de la casa. Enrique se quedó en la puerta, observando como el hombre se alejaba pendiente abajo —y estaba a punto de rodar—, para desaparecer entre los tejados que brillaban con los últimos rayos de sol.

Una vez más, Enrique y Leonor cenaron en silencio, pero al niño le pareció que aquella noche su madre lo miraba con especial intensidad. Cuando acabaron, Leonor retiró los cuencos, pero en lugar de empezar a apagar las velas, se colocó un chal sobre los hombros.

—¿Vas a salir? —preguntó Enrique, casi sin darse cuenta de que era la primera frase que le dirigía a su madre en días.

Leonor asintió y Enrique agachó la cabeza. Le habría gustado que dijera que no; no sabía que podía ir a hacer su madre a aquellas horas, o mejor dicho, no se lo quería preguntar. La mujer seguía mirándolo de aquella manera indefinida que la caracterizaba cuando estaba pensando en algo. Tello le había dicho una vez que en eso los dos se parecían.

—Y tú vas a venir conmigo —dijo al fin.

El niño levantó los ojos de golpe, sin comprender, pero al parecer había oído correctamente.

—Ves a la alacena y coge los saquitos del primer estante —ordenó—. Y ponte algo, después hará más frío.

Enrique se apresuró a obedecer y salió en pos de su madre en cuanto esta acabó de apagar las velas. Ya era de noche, pero el cielo se había encapotado de golpe y era como si se hubiera apagado por completo: ni una sola estrella, ni un solo rayo de luna. No obstante, los dos encontraron fácilmente el camino, estaban muy acostumbrados y se guiaban con seguridad mediante las lucecitas que brillaban todavía en algunas de las casas de la aldea. En algún lugar ladró un perro, y como era la costumbre, el ladrido fue contagioso y pronto había unos cuatro o cinco canes aullándole a una luna que ni siquiera podían ver. El niño creyó ver a uno de los animales torcer una esquina, pero al cabo de un momento ya se había escabullido al fondo de la calle.

No llegaron a penetrar en el centro de la aldea, sino que más bien la rodearon. Se estaban dirigiendo a la parroquia del padre Fernando, a orillas del río. Aquello aún desconcertó más al hijo de Leonor, pero no dijo nada. Cuando llegaron, la mujer miró en derredor y solo después de asegurarse de que no había nadie cerca, llamó a la puerta de la sacristía.

—Soy yo —dijo en voz queda.

Las puertas se abrieron y la luz del interior los envolvió. Allí estaba el sacerdote, con su ancha nariz más ancha que nunca y con una mueca de sorpresa en cuanto sus ojillos claros se posaron en Enrique.

—¿Ya ha llegado? —preguntó Leonor.

El sacerdote asintió, le guiñó un ojo al niño y los hizo pasar. Enrique había estado en la sacristía varias veces, no en vano conocía a Fernando desde niño, pero aquella noche se le antojaba tan extraña que observó los crucifijos, el armarito y la mesa cubierta de santos como si fuera la primera vez. Entonces vio que no eran los únicos que había en la habitación. Había dos mujeres, sentadas en sillas de madera, una mayor que la otra, ambas con aspecto de campesinas. Debían de ser madre e hija. La mayor rodeaba los hombros de la más joven con el brazo, y parecía muy tensa. La menor, quizá de catorce o quince años, miraba a su alrededor terriblemente asustada y ahogó un grito en cuanto los vio aparecer por la puerta. Enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a balancearse adelante y atrás. Leonor se le acercó con decisión y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Buenas noches, cariño. No te preocupes por nada, será muy rápido.

La chica se esforzó por sonreír, en cambio, la otra mujer le demostraba a Leonor una antipatía manifiesta. Esta no le hizo el menor caso, se volvió hacia Enrique y le dijo:

—Dame las hierbas —Enrique se las tendió de inmediato—. Espérame aquí, ¿de acuerdo? El padre Fernando te hará compañía.

El niño asintió sin emitir sonido alguno. Entonces su madre volvió a dirigirse a la joven de la silla.

—Ven conmigo, ¿quieres?

La aludida miró a la otra mujer como si dudara, pero se levantó dócilmente y siguió a Leonor. La madre de la chica se levantó de un salto.

—¿Puedo entrar? —preguntó. Tenía una desagradable voz nasal.

Leonor las miró a ambas a los ojos, primero a la joven, después a la mayor y de nuevo a la joven.

—No es necesario, querida. Será mejor que esperes fuera.

Pareció que su interlocutora tenía algo que objetar, pero se lo tragó y volvió a sentarse con un bufido. Sin prestarle demasiada atención, Leonor hizo pasar a la joven a una habitacioncita contigua, el cuarto de Fernando, en donde había una pequeña cama, y cerró la puerta tras de sí.

Con un suspiro, Fernando puso la mano en el hombro de un Enrique atónito y con la otra le acercó una silla.

—No tardará mucho —le dijo, algo más apagado que de costumbre.

—¿Qué va a hacer? ¿Qué le pasa a esa chica?

La mujer de la silla gruñó. Al parecer acababa de darse cuenta de la presencia del niño y no le hacía ninguna gracia verlo allí. Enrique se la quedó mirando, inseguro respecto a si tenía que mostrarse avergonzado o disculparse por algo, pero Fernando recuperó su atención.

—No le hagas caso —le susurró—. No tiene nada que ver contigo.

—¿Qué va a hacer mi madre? —preguntó el niño en voz baja.

—Tu madre va a ayudar a esa chica...

—¡Brujería! Eso es lo que va a hacer —exclamó la mujer, retorciéndose un mechón de pelo— Y aquí...en este lugar, Dios bendito... Una bruja...Una bruja. ¡Eso es lo que es!

Fernando la miró compungido, pero volvió a indicar a Enrique que no le hiciera caso. Sin embargo, el niño estaba aún más alarmado que antes, así que el sacerdote inspiró profundamente y le dijo:

—Verás, Enrique. Esa chica se ha quedado embarazada, está esperando un hijo, ¿entiendes? Iba a casarse el mes próximo, pero su prometido murió hace una semana...

La mujer de la silla emitió un sollozo y se cubrió la cara con las manos mientras farfullaba palabras incomprensibles, aunque nada halagüeñas a juzgar por el sonido.

—Tu madre va a ayudarle a dejar de estar embarazada. A perder el niño, digamos.

—¿Por qué?

—¿Y cómo quieres que le demos de comer? —saltó la mujer, como si la hubieran acusado de algo— ¡No tenemos ni para nosotros!

Enrique la miró, muy impresionado. Deseó levantarse y tratar de consolarla, pero Fernando negó con la cabeza.

—¿Mi madre sabe hacer eso?

—Así es.

—¡Es una bruja! ¡Es una bruja! —sollozó la mujer— Y vos, padre, sois...

—Yo puedo ser lo que vos queráis, señora —la atajó él—. Pero las brujas no existen.

Ella se apaciguó un poco, pero siguió sollozando de vez en cuando, cabizbaja en su asiento. Al final, el padre Fernando se sentó a su lado y le cogió la mano.

Enrique apenas movió un músculo durante el tiempo que pasó en la sacristía. Al cabo de un par de horas se abrió la puerta del cuartucho y su madre salió sosteniendo a la joven por la cintura. Estaba bastante pálida y sudorosa, pero se sostenía en pie. Enseguida, la mujer mayor se abalanzó sobre ella y la cubrió de caricias y besos. Fernando y Leonor intercambiaron una mirada y ella asintió, aunque parecía abatida. Tenía sangre en el vestido y Enrique se quedó embobado con las manchas de las mangas. Solo reaccionó cuando su madre extendió el brazo y vio cómo la mujer mayor depositaba una moneda de plata en su mano. Después, abandonó la sacristía, sosteniendo con fuerza a su hija del brazo y rechazando que el sacerdote las acompañara hasta la puerta.

Fernando, Leonor y Enrique se quedaron solos y ninguno de los tres parecía del mejor humor posible. Al niño le dolía ver a su madre en aquel estado, así que se le acercó como si quisiera hacerse más presente y ella le colocó la mano distraídamente sobre el cabello.

—Marchaos a casa —les dijo Fernando—. Yo recogeré.

—¿Estás seguro?

—Sí. El niño tiene que estar cansado.

Enrique pasó por alto que hablaran de él como si no estuviera en la habitación. A decir verdad, estaba exhausto. Fernando le dio un golpecito de despedida y Leonor lo guió a la salida sin apartar la mano de su cabeza. Fuera, el cielo se había despejado un poco y lucía vacilante alguna que otra estrella. Enrique caminó en silencio junto a Leonor. Cuando estaban a medio trayecto, Leonor le habló.

—Bueno, ¿una bruja te parece mejor que una puta?

El niño sintió como si lo golpearan y deseó hundirse en la tierra.

—Lo siento —musitó.

—No quiero que lo sientas. Solo quiero que sepas que haría cualquiera de las dos cosas para sacarte de aquí. Y te aseguro que no me avergonzaría de ello.

—¡Yo no me avergüenzo de ti! De verdad.

Leonor meneó la cabeza, pero acarició el cabello de su hijo mientras caminaban. Enrique iba cabizbajo, pero de vez en cuando lanzaba miradas furtivas a su madre y siempre parecía a punto de decir algo más, aunque al final se arrepentía.

—¿Qué? —acabó preguntando la mujer.

—¿Por qué...por qué me tuviste a mí? ¿Por qué no me perdiste?

Ella tragó saliva y tomó aire.

—Yo tuve suerte. Pero no todo el mundo la tiene en estos tiempos.

—Entonces, yo también tuve suerte.

—Supongo que sí.

Habían llegado frente a la pendiente y Leonor se hizo a un lado para que Enrique subiera primero, pero él se quedó quieto, mirándola de hito en hito.

—Te quiero, madre —murmuró.