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BERTRAND du Guesclin entró en la sala del consejo del alcázar de Talavera, justo después que Rodrigo y se sentó a su lado. Lo flanqueaban dos generales de sus Compañías, en pie tras él. Rodrigo, Enrique, Tello, Felipe de Villena, García de Padilla y Tomás de Zúñiga también estaban presentes y la mayoría no disimulaba el orgullo de caminar a sus anchas por la fortaleza. Talavera había caído, el bastión de su enemigo estaba ahora en su poder.
El primogénito de Alfonso XI ocupaba una silla en un extremo y parecía absorto en la daga que tenía desenvainada en la mano, con la que jugueteaba con gestos mecánicos. Las antorchas le arrancaban reflejos ígneos del pelo azabache y en sus ojos bailoteaban destellos caprichosos, como los de un mar turbulento que se agita bajo la calma. Rodrigo lo observó un instante, pero no hizo comentarios. Sus palabras se dirigieron a los demás.
—Señores, felicidades. Estamos sentados en el mismísimo salón del consejo de Pedro de Borgoña
Los demás rieron y dieron golpes en la mesa para celebrarlo.
—Ahora bien, hacernos con Guadalajara, Toledo, y la franja central de la meseta ha sido sencillo, pues aprovechamos el factor sorpresa. Ahora volvemos a estar en guerra.
El consejo esbozó gestos mudos de asentimiento.
—Aún así no podemos limitarnos a quedarnos aquí y proteger las zonas reconquistadas. Tenemos que aprovechar mientras nuestro enemigo sigue atrincherado en el norte, para avanzar hacia él y obtener refuerzos y provisiones.
—Tenemos que tomar Ávila —intervino Tomás de Zúñiga, señalando enérgicamente en un mapa—. Es un enclave estratégico. Desde allí será fácil cercar Salamanca y después lanzar un ataque contra Valladolid.
Du Guesclin se contuvo para no sonreír. Ávila estaba bajo el control de Simón de Pimentel, uno de los aliados más fuertes de Pedro y casualmente, enemistado con la familia de Zúñiga desde hacía generaciones.
Tello tomó la palabra.
—Mi padre se ha mantenido firme en Berlanga y controla la frontera navarra. Si el rey Carlos decide apoyar a Pedro, no se lo pondremos fácil.
Rodrigo asintió, reflexivo. Carlos de Navarra había jugado al gato y al ratón con los dos bandos en lo que llevaban de guerra y su siguiente paso era imprevisible.
—Si pudiéramos hacernos con Palencia y León, Pedro y su corte quedarían aislados —afirmó el conde de Villena.
—El conde de Lemos les es fiel —recordó Rodrigo, sin ninguna emoción en la voz— Y su ejército custodia León.
—¡El sur es la clave! —bramó García— El condestable Velasco...
—Desengañaos —lo atajó Rodrigo—. Lo que tenemos por delante va a ser una guerra larga. Hemos vuelto al punto de partida.
La carcajada inesperada de Enrique sorprendió a todos. Sin apartar la vista de la daga, repuso cínicamente.
—Entonces el final ya lo conocemos, ¿no? Podríamos volvernos todos a casa y acabar con esto de una maldita vez.
Se hizo un silencio incómodo que a Enrique le trajo completamente sin cuidado. Tello suspiró y agachó la cabeza; ni Du Guesclin ni Rodrigo reaccionaron de ningún modo en especial, aunque la expresión del francés se tocó fugazmente de preocupación y la del barón, de disgusto.
—Esta vez, haremos que tenga un final diferente —afirmó Rodrigo—. Si logramos que no puedan recibir apoyo del sur, a la larga, Portugal no enviará más refuerzos. Con la guerra perdida, Inglaterra se retirará.
—Os olvidáis de Granada —dijo Enrique.
—El trono de Muhammad V pende de un hilo. El general Ismail ha iniciado una revuelta y pretende destronarlo. Granada ya tiene sus propios problemas.
Enrique no se dignó a mirar al Rodrigo, cuya voz calmada y ojillos sagaces lo irritaban. Sin embargo, la autoridad del noble sobre su ánimo aún era demasiado pesada como para enfrentarse a él, así que el conde de Trastámara calló y volvió a concentrarse en la daga, cuyo filo deslizaba por la palma de la mano una y otra vez.
—Aún así, decidme, barón. ¿Cuánto tiempo significa “a la larga”? —inquirió Felipe de Villena con afectación.
Rodrigo se volvió hacia el conde.
—Hay otra solución —apuntó—. Una sola vida a cambio de miles. Bastaría con llegar hasta el rey impostor y acabar con él.
—En seis meses de enfrentamiento no logramos darle muerte —replicó Villena—. Ahora no tiene por qué ser diferente.
No obstante, el comentario había llamado la atención de los demás integrantes del consejo, no por la idea en sí misma, sino porque Rodrigo de Mendoza jamás la habría sacado a colación si no la creyera posible. Algo debía de haber cambiado. Solo Du Guesclin permaneció impertérrito, como si aquella conversación no le viniera de nuevo.
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—Ya os lo dije antes, Bertrand, y os lo repito ahora. No le tenderé una trampa a Pedro —aseguró Enrique, enfrentándose a Du Guesclin.
El bretón se condujo con paciencia y llevó a Enrique a una pequeña sala donde hablar con tranquilidad, pero el muchacho seguía alterado y arisco, y no se avenía del todo a seguirlo. Una vez a solas en la estancia, el Águila de dos Cabezas tomó aire, sirvió vino fuerte a Enrique y se sentó a esperar que se calmara. Cuando al fin el joven aflojó los músculos y tomó asiento frente al corpulento capitán de las Compañías Blancas, este le miró a los ojos y esbozó una sonrisa amistosa, pero Enrique no se la devolvió. Sin embargo, su actitud era defensiva y no hostil como lo había sido minutos antes con los demás nobles del consejo.
—Majestad —empezó el bretón—. Es una opción que debéis considerar.
Enrique sacudió la cabeza enérgicamente.
—No quiero hacerlo de ese modo.
—¿Y cómo queréis hacerlo?
—Estamos en guerra porque yo se la declaré. Lo venceré en el campo de batalla.
—Eso es muy noble, monsieur, pero ¿a costa de qué? ¿Cuántos soldados más han de perder la vida?
Du Guesclin se humedeció los labios y lo miró con empatía.
—Si vais a ser rey tendréis que saber cuándo tomar decisiones. Podemos ganar la guerra dentro de unos meses o podemos acabarla ahora. Una vida a cambio de cientos, incluso miles entre los dos bandos.
Enrique resopló y dejó la copa a un lado para apoyar la cabeza en la mano y ocultar el rostro del capitán francés. Du Guesclin bajó la vista educadamente, aunque al cabo de pocos segundos sintió los ojos de Enrique clavados en él con intensidad.
—¿Eso queréis que haga, Bertrand? —musitó— ¿Qué haga venir a mi enemigo con mentiras y lo mate a traición? ¿Esa clase de rey queréis que sea?
El capitán suspiró; se diría que aquellas palabras lo habían afectado de verdad. Antes que nada, era un guerrero y tenía a bien despreciar las tretas sibilinas fuera del campo de batalla. Solo que a veces eran precisas.
—Él no mostró tantos escrúpulos al acabar con vuestra madre, Majestad.
Enrique abrió los ojos desmesuradamente y una luz feroz los animó desde dentro. Se levantó de golpe, volcando la silla que había ocupado, agarró a Bertrand del cuello y lo empotró contra el respaldo de su butaca. El bretón contuvo el aire en los pulmones y cogió a Enrique de la muñeca en un acto reflejo, pero no trató de retirarle la mano de su cuello ni perdió un ápice de serenidad.
—No me habléis a mí de muerte, mi señor —lo advirtió Enrique con dureza—. He visto tanta como vos en esta guerra. La he visto en mi espada aún caliente tras degollar a mis adversarios. Y todo, todo lo he hecho por la memoria de mi madre.
Sin dejar de mirarlo, Du Guesclin esperó un segundo y después obligó al muchacho a retroceder, haciéndole apartar la mano primero e incorporándose enseguida frente a él. Todavía sostenía la muñeca del conde de Trastámara y en pie tenía mucha mayor presencia. No obstante, su intención no era amedrentarlo. En el fondo admiraba el fulgor salvaje que había nacido en su interior; podría comprender que tratara de conservar aquel resquicio de honor y, a diferencia de Rodrigo, le habría gustado respetarlo en la medida de lo posible.
—Al menos pensadlo, Majestad.
Le soltó la muñeca y Enrique se la frotó con la otra mano. De pronto parecía agotado.
—Voy a matar a Pedro. Pero lo haré a mi manera. No soy como él. Podéis decírselo al barón de Mendoza.
Dicho esto, salió de la habitación y Bertrand se quedó a solas con su copa de vino. Se acercó a la ventana, sumido en negros pensamientos, hasta que una voz a su espalda lo arrancó de sus cavilaciones.
—Adivino por vuestra expresión que su Majestad mantiene su negativa.
Se volvió para encontrarse con Rodrigo.
—Así es.
—No entiendo por qué insiste en alargar esta situación.
—Quiere darle a su enemigo una muerte honorable y, de momento, no se le va a poder persuadir de lo contrario.
Rodrigo se encogió de hombros y también se acercó a la ventana.
—Lo principal es que Pedro desaparezca. En eso estaréis de acuerdo, ¿no es así?
Bertrand bufó. No creía haber evidenciado que estuviera en desacuerdo con nada más.
******
Enrique llevaba casi una hora en aquel rincón, sin moverse y con la mirada perdida en algún punto de sus propios e impenetrables fantasmas. Apenas estaba vestido, pero eso no le importaba mucho más que el hecho de que Joséphine estuviera en la habitación, aún sentada sobre el lecho que acababan de compartir. No se había movido desde que el noble se sumiera en su mutismo; aguardaba, con la esperanza de que al final se volvería hacia ella y le dirigiría la palabra. Esperó y esperó con los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza sobre ellas de manera que pudiera verlo.
Había pasado más de una hora. La francesa tragó saliva y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—Mi señor...¿os encontráis bien?
Enrique no respondió ni se movió. Joséphine se deslizó fuera de la cama y se le acercó un poco.
—Majestad —insistió—, decidme qué os aflige.
Se agachó junto a él atenta a cualquier cambio, por sutil que fuera, en la expresión de su rostro. Al no apreciar ninguna, trató de llamar su atención poniéndole la mano en el hombro, pero justo en el instante en que iba a tocarlo, Enrique hizo un gesto brusco y le aprisionó el brazo.
—¿Qué haces? —le preguntó con frialdad.
—Ma... Majestad.
Asustada, la doncella tomó la cara de él con la mano libre, pero Enrique volvió a retirarse y le cogió ambas muñecas con fuerza.
—No me toques.
Y con un empellón la apartó de él. Joséphine cayó de espaldas contra la cama y se quedó allí, con la barbilla temblando.
—Señor —imploró—, soy yo.
—Márchate.
—Enrique...
—¡Márchate!
La doncella se levantó y retrocedió. Enrique estaba fuera de sí, había agarrado una espada y la dirigía hacia Joséphine amenazadoramente. Cuando ella titubeó, Enrique le lanzó una mirada furibunda.
—¡Que te vayas! —bramó.
Y ella se escabulló de la habitación temblando como una hoja. Nada más cerrar la puerta a su espalda, oyó un gran estrépito dentro —muebles, ropas y candelabros estrellándose contra el suelo y las paredes— y echó a correr. Al poco, se detuvo y se quedó apoyada contra la pared de piedra de un corredor, donde sollozó con desconsuelo. En ese momento Tello pasó por allí y la vio. Preocupado, corrió junto a ella.
—Joséphine, ¿qué te pasa?
Ella se sobresaltó y se encogió sobre sí misma al oír que alguien le hablaba. Entonces levantó la cabeza y lo reconoció.
—Monsieur Tello...—balbuceó.
La joven se le abrazó.
—No sé qué debo hacer —hipaba—. Je ne peux pas continuer...pas plus...
El noble comprobó que nadie los estaba espiando y trató de consolarla como buenamente pudo hasta que el llanto remitió un poco y pudo hablarle.
—¿Dónde está? ¿En sus habitaciones?
Ella asintió.
—Está como loco. Por favor, haced algo.
Tello suspiró. Él tampoco sabía qué hacer; aunque era una de las pocas personas cuya presencia Enrique seguía tolerando, su amigo se había cerrado a él como a los demás.
—Lo intentaré —le dijo—. Ahora tranquilízate.
—Estoy bien.
—¿Seguro?
Asintió de nuevo, limpiándose la cara con la manga; Tello le apretó la mano un momento y después enfiló en dirección a los aposentos de Enrique. Al aproximarse oyó él también los ecos de los golpes y apretó el paso. Para cuando llegó ante la puerta iba corriendo y dos guardias estaban a punto de entrar, alertados por el ruido.
—¡Fuera de aquí! —bramó Tello.
Los guardias dudaron.
—Pero, mi señor...
—He dicho fuera. Que nadie entre en esta habitación. Es una orden.
Ellos obedecieron. Tello esperó unos segundos a que desaparecieran por el pasillo y se dio cuenta de que el corazón estaba a punto de salirle por la boca. Se obligó a tranquilizarse y tomó aire, llevó la mano al pomo, empujó y entró en la habitación.
Al principio no lo vio, impresionado por la confusión de muebles, armas y ropas que había en el suelo. Cerró la puerta tras de sí y dio algunos pasos inseguros mirando a su alrededor con un nudo en la garganta.
—Por amor de Dios —murmuró.
Entonces lo vio, en un rincón junto a la cama, sentado en el suelo entre sábanas, como si se hubiera dejado caer agarrado de ellas; la cara apoyada en las rodillas, las manos crispadas sobre la cabeza. Tello sintió una punzada de dolor en el pecho y se quedó paralizado delante de Enrique, pero este lo había oído y levantó los ojos hacia él. Su mirada estaba apagada, desprovista de toda la ira que a buen seguro lo había dominado minutos antes al arremeter contra la habitación. Además, tenía sangre en la sien.
Si la imagen de la habitación lo había conmocionado, la visión de la sangre lo hizo reaccionar de golpe. En un par de zancadas, Tello cubrió la distancia que los separaba, se acuclilló frente a él y le hizo volver la cabeza sin titubeos, olvidando por un instante quiénes eran y dónde estaban.
—¿Con qué te has hecho esto?
Enrique se estremeció cuando le examinó la herida y apartó la cara. Tello buscó a su alrededor algo con qué limpiársela mientras hablaba.
—Deja que lo vea.
Enrique negó con la cabeza
—Enrique, por favor...
Este volvió a negarse y cogió la mano de su compañero para retirarla, pero Tello apretó los labios y no le hizo caso. Se levantó por un paño de la cómoda y sin pensarlo dos veces lo sumergió en una jarra de agua que por algún milagro había quedado intacta cerca de la ventana. Regresó junto a Enrique y se sentó en el suelo con él; con una mano le aguantó la cara y con la otra le aplicó el paño húmedo en el nacimiento del pelo, de donde manaba la sangre, haciendo caso omiso del ceño de resistencia de Enrique, hasta que este dejó de combatirlo.
La cura se realizó en silencio, llena la habitación de una extraña calma: los ruidos del castillo llegaban apagados a través de la puerta y desde las alturas apenas se oía el rumor del exterior. Durante largos minutos, aquella paz fue su compañera y tiñó de irrealidad el destrozo de la habitación del conde de Trastámara y la desesperación de la que hablaba su rostro.
—No puedo más —murmuró Enrique.
—Ya lo sé —respondió Tello en un susurro.
—Lo siento —dijo Enrique, con voz trémula.
Tello sacudió la cabeza y apretó con fuerza el hombro de su amigo. Este imitó el gesto y los dos se miraron a los ojos.
—Ayúdame —suplicó Enrique.
Tello tragó saliva y esbozó una sonrisa. Al fin, había logrado que la herida dejara de sangrar.
—Dime qué quieres que haga.