XXIV
LOS días anteriores a la sesión de Cortes transcurrieron con lentitud y llenos de tensión, como si una mano perezosa los arrastrara con desgana sobre una capa de hielo a punto de quebrarse. En el Alcázar el ambiente estaba algo enrarecido. Gabriel y Pedro, aunque pasaban largas horas juntos, apenas se hablaban más de lo imprescindible. El rey andaba de un lado a otro con los nervios a flor de piel y como consecuencia se había vuelto más inflexible que de costumbre. Pedro era una persona sensata y normalmente sabía escuchar, pero aquellos días se tomaba la más mínima observación como una crítica y toda crítica como un ataque directo al proyecto en el que estaba poniendo cuerpo y alma. Gabriel callaba, aunque cada vez que se cruzaba con Isabel solía lanzarle miradas ansiosas, a la espera de que interviniera de algún modo.
La víspera del día señalado, la princesa salió a cabalgar pasado el mediodía. Tras una larga discusión, logró que la dejaran hacerlo sin escolta, aunque Gabriel le rogó encarecidamente que no saliera si al menos Alfonso no iba con ella. Isabel accedió, porque no quería contrariarlo aún más. Los dos dieron un largo paseo por las colinas y bordearon el bosque. Isabel pensó en Enrique, ya que entre aquellos árboles de hojas tornasoladas su recuerdo surgía con una fuerza renovada. Recordó su propuesta con sentimientos encontrados. Si Alfonso no estuviera con ella, pensó, habría cedido al deseo imperioso de ir en su busca. Espió a su compañero de paseo por el rabillo del ojo. Alfonso cabalgaba con una perfecta expresión de indiferencia respecto a lo que sucedía a su alrededor, envidiable dadas las circunstancias.
—Siento que vuestro padre os haya obligado a acompañarme, Alfonso —comentó Isabel—. Debe de resultaros tedioso hacerme de niñera.
Alfonso miró a Isabel algo cogido a contrapié por que le dirigiera la palabra. Carraspeó.
—No es molestia —repuso cortés—. Más bien un honor.
Su voz había sonado algo ronca y desvió la vista tras la respuesta. Isabel frunció el ceño imperceptiblemente, observando a Alfonso con más intensidad de la que requería el decoro. Hasta ese momento no se le había ocurrido, pero en cierta manera estaba cabalgando junto a una de las personas que más debía de saber de la difícil situación en la que Pedro se hallaba. ¿Qué debía de estar pensando el hijo de Gabriel?
Cabalgaron por las lindes de los campos, en los que las espigas de trigo se mecían al viento. El verano estaba al caer y en poco adquirirían la tonalidad madura que vestiría el paisaje de oro. Se encontraron con dos campesinas, que accedieron tímidamente a conversar con la dama unos minutos. Alfonso permanecía algo alejado y oteaba los alrededores en silencio.
En un montículo cercano, un hombre con barba y cabellos caoba se agachó de golpe, para ocultarse de la vista del valido. Siguió con la mirada a los dos jinetes y, sigilosamente, tomó la posición que consideró más ventajosa. Entonces, cogió un arco y una flecha.
Cuando llevaba un rato hablando con las campesinas, Alfonso se acercó y le dijo a la infanta que se estaba haciendo tarde y que debían marcharse. Isabel no apreció la interrupción, pero las campesinas, intimidadas por el adusto hombre, ya estaban volviendo a sus tareas, así que optó por obedecer y los dos jinetes emprendieron el camino de vuelta.
De pronto, un silbido hendió el aire en dirección a la hermana del rey y en menos de un segundo, una flecha se clavó en el tronco de un árbol, a escasos centímetros de la joven. Janto se encabritó e Isabel tuvo que tragarse el grito de pánico que había estado a punto de proferir, para dominar su montura. Alfonso volvió grupas con presteza y miró hacia la colina más cercana, donde vio algo brillar justo antes de que se disparara otra flecha. Las campesinas chillaron, una de ellas había sido alcanzada. Alfonso reaccionó deprisa y maniobró con las riendas para evitar que le alcanzara un tercer proyectil. El caballo coceó y pateó la tierra entre relinchos nerviosos.
—¡Corred! —le gritó a Isabel— Al bosque.
Le dio una furiosa palmada al caballo de la princesa para que saliera al galope y se las arregló para seguirlo en la espesura. Isabel y él se adentraron en el bosque a toda velocidad, con el sonido de los cascos y los graznidos asustados de lo pájaros como compañía.
Azuzando a su montura, Alfonso logró ponerse a la altura del animal desbocado de Isabel y agarró sus riendas para dominarlo. El animal piafó y sacudió la testuz, pero se refrenó y acabo deteniéndose. Desmontaron en el medio de una nada arbolada, cuya calma ruidosa parecía ocultar todo tipo de peligros tras cada rama. Alfonso aún llevaba ambos caballos de las riendas, tenía el rostro perlado de sudor y la respiración agitada. Isabel temblaba de pies a cabeza. Cuando el susto remitió y se dio cuenta de lo que había pasado sintió que la dominaba la ira.
—¡Qué ha sido eso! —gritó, casi sin aliento.
Alfonso hizo un gesto para que guardara silencio, sin dejar de espiar a su alrededor. Isabel frunció los labios: de la ira, pasó al pánico.
—¿Hay más? —balbuceó.
—No lo sé —respondió Alfonso lacónico.
Condujo a Isabel entre los árboles con cautela, tratando de no hacer mucho ruido. Avanzaron despacio durante un rato, hasta llegar frente al tronco seco de un árbol partido por un rayo. Allí se detuvieron; Alfonso ató los caballos y por primera vez en un buen rato inspiró profundamente.
—Alfonso...
La voz de Isabel a su lado hizo que el corazón de le acelerara. Isabel lo miraba con expresión descompuesta; señaló insegura su hombro. Alfonso frunció el entrecejo y volvió el cuello; tenía una flecha clavada en la espalda, a la altura del hombro izquierdo. Expulsó el aire que había contenido, pero aparte de eso apenas pestañeó. No notaba la punta, así que probablemente no había llegado a traspasar la cota de malla que llevaba bajo la sobrevesta de cuero. Agarró la delgada varilla de madera del proyectil con la mano derecha y la arrancó de un tirón seco con un gruñido. En la punta había sangre. Al parecer sí había traspasado la protección, pero por suerte no era una herida profunda.
—Os han herido...—titubeó Isabel.
Alfonso quebró la flecha con una sola mano y la tiró al suelo con cierta irritación. Después sacó un puñal del cinto y lo volteó en la mano para asir la empuñadura con firmeza. Paseó arriba y abajo, por delante del tronco muerto, sin querer mirar a Isabel a la cara. Esta se agachó y recogió los restos de la flecha. El tacto de la madera astillada sobre los dedos era áspero; la punta, afilada. Recordó a la campesina que había caído fulminada y notó un escalofrío.
—¿Qué es lo que quieren?
Alfonso detuvo su deambular y habló con voz neutra.
—Puede que solo quieran asustaros. O asustarlo a él.
Isabel apretó los puños. La sangre le hervía.
—Cobardes.
El hijo del valido se volvió hacia Isabel con una media sonrisa. No obstante, enseguida volvió a concentrarse en el bosque. Algo había llamado su atención.
—No os mováis.
—¿Qué pasa?
Dio un paso hacia Alfonso, pero este la retuvo y la inmovilizó contra el tronco.
—He dicho que no os mováis —bisbiseó.
Isabel tragó saliva. Alfonso la apretaba demasiado.
—Me hacéis daño —protestó Isabel.
Alfonso apretó los dientes y la soltó a regañadientes. Retrocedió y se encaminó al bosque.
—¿A dónde vais?
Él respondió sin volverse.
—No tardaré. Guardad silencio.
Isabel se quedó quieta junto a la hendidura del tronco, sin otra opción que obedecer. Miró al cielo, que empezada a adoptar la tonalidad rojiza de la caída de la tarde. En ese instante se dio cuenta de que si no regresaba antes del anochecer, no podría ver a Pedro antes de que partiera a Valladolid.
—Maldita sea... —se dijo.
Gabriel tenía razón, los nobles no se habían quedado de brazos cruzados. En verdad habían logrado asustarla, pero no quería permitir que intimidaran a su hermano. Sin embargo, el rollo de pergamino que le había dado el valido seguía en su poder. Si no volvía ahora no podría dárselo a Pedro antes de que se marchara.
—¡Alfonso! —llamó.
Un jilguero salió disparado de una rama. Como respuesta, solo su canto y el batir de las ramas al viento.
******
Gabriel había pasado las dos últimas horas muy nervioso. Encerrado en su despacho, aguardaba el regreso de la princesa y su hijo con un nudo de inquietud en el estómago. Tanto más cuando sus hombres le habían informado del asesinato de una campesina en los lindes septentrionales del bosque. Las órdenes salieron de sus labios casi maquinalmente y por el momento había logrado acallar el hecho. Todos estaban listos para partir: la guardia esperaba en el patio, los consejeros aguardaban cerca de sus caballos embozados en gruesas capas para protegerse del frío del viaje nocturno. Si daba la alarma ahora, sería un caos.
—¿Aún no han vuelto?
Guillermo de Roya, convocado ante Gabriel, sacudió la cabeza.
—Ve a buscarlos.
El corpulento espía asintió y se deslizó fuera del despacho. A los pocos minutos Gabriel abandonaba también la estancia. Una súbita punzada en el pecho lo hizo detenerse, apoyado contra un muro, pero logró reponerse tras unos segundos de respiración pausada. Se obligó a tranquilizarse, no era el momento de que los muchos años que llevaba sobre los hombros le jugaran en contra, sino a favor. Tenía que pensar.
Isabel estaba con Alfonso —gracias al cielo, había logrado convencerla de que no fuera sola— y su hijo podía protegerla, si no eran más de uno o dos sicarios los enviados. Eso era lo más lógico. Si no, seguro que podría ocultarse hasta que Guillermo diera con ellos. Trató pues de apartar esa parte del problema de su mente, igual que había hecho con la de la campesina, igual que había hecho con tantas otras partes de problemas que su mente analítica había considerado irrelevantes a lo largo del tiempo. Y al darse cuenta de lo que hacía se dio miedo a sí mismo.
—Es mi hijo...y mi preciosa niña. ¿Qué clase de monstruo soy? —pensó.
El brazo derecho le hormigueó y intuyó que se quedaba sin aire. Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos amargos. Realmente estaba más viejo de lo que quería creer, si ya no lograba mantener bajo control las emociones que no venían al caso. Ya tendría tiempo de lamentarse en la otra vida. Además, se dijo, si les hubiera pasado algo o los tuvieran retenidos ya lo sabría: quienquiera que lo hubiera hecho pretendía hacer cambiar de opinión al rey, así que no habría tardado tanto en jactarse de poseer aquel as en la manga.
¿Por qué sonaba tanto a autoengaño? Pero no, no...Era lo más lógico. Sí, su mente solo le estaba jugando una mala pasada.
La siguiente cuestión es si debía transmitirle sus temores a Pedro. ¿Qué haría él? Anular las Cortes de inmediato, sin duda, al menos hasta encontrar a su hermana. O quizá no, si podía convencerlo de que estaba todo bajo control. Podía llegar a imaginar esa situación, pero no lo imaginaba después imponiéndose a Rodrigo de Mendoza mientras tuviera la mínima sospecha de que él, o uno de sus aliados, retenía a Isabel. Y por otro lado, ¿acaso era eso tan malhadado? ¿No era la excusa que había estado esperando para refrenar al potro inquieto en que Pedro se había convertido?
«Eres un monstruo, despiadado como los demás»
Descartó aquella posibilidad, porque la eventualidad del otro escenario que era capaz de vislumbrar era demasiado pesante. Puede que Pedro se doblegara ante la Mesta para recuperar a su hermana, pero lo siguiente que haría sería enviarla allá donde no pudieran alcanzarla. Y a continuación, desataría el infierno en la tierra en nombre de la venganza. Sabía de qué era capaz: aún no quedaba tan lejos la noche en que se hizo rey.
O puede que la descartara porque no era tan despiadado después de todo. ¿Qué sabía él? Solo era un anciano cansado. Llega un momento en que el único deseo de un hombre es ponerse en manos del destino y dejar que el mundo transcurra por delante de sus ojos sin la necesidad de luchar por amoldarlo a los propios deseos. Quizá le había llegado ese momento. A Pedro no.
Antes de darse cuenta se había plantado en los aposentos de la infanta y registraba sus cosas con meticulosidad en busca del pergamino. Al no hallarlo se desesperó. ¿Lo llevaría encima? Si había caído en poder de sus enemigos sería un duro golpe para el proyecto de Pedro. Aunque también le daría más tiempo. No dudaba, sin embargo, que su rey encontraría el modo de llevar su sueño a cabo por otra vía. Incluso por las armas, si el resto se agotaban. Al menos así habría sido legítimo...
Vio algo rojo y el corazón le dio un vuelco. Su mano sarmentosa palpó el cajón para tantearlo. Por desgracia no era lo que buscaba, sino un anillo de bayas rojas. Frunció el ceño con cierta curiosidad y examinó la joya artesana tratando de recordar si se la había visto puesta a Isabel en alguna ocasión. Su mente retrocedió involuntariamente a los tiempos en que su pequeña era niña de verdad, cuando su cabecita color azabache se inclinaba sobre un grabado, o sus enormes ojos se clavaban en él expectantes, al hablarle de leyendas demasiado hermosas como para no estar prohibidas.
Sí, le habría gustado que fuera legítimo, pero poco importaba eso a efectos presentes. Y preocuparse por el juicio de la historia no es sino de quién contempla la muerte y la ve cercana.
—¿Puedo ayudaros?
La voz de Julia a su espalda lo sobresaltó. Aunque no había acusación en su tono, el valido se sintió embarazosamente desenmascarado por la nota de extrañeza de la muchacha al encontrárselo en la habitación de Isabel con expresión soñadora. De espaldas a la cómoda, dejó el anillo dónde lo había encontrado sin que Julia lo viera y negó con la cabeza.
—Me preguntaba si la infanta había regresado. Estamos a punto de partir.
Julia negó con la cabeza.
—Todavía no, mi señor.
Gabriel asintió resignado y se dirigió a la puerta, aunque no pudo evitar observar que la doncella parecía poco preocupada.
—¿Tienes idea de dónde puede haber ido?
Julia sacudió la cabeza de nuevo, en ademán negativo, y mantuvo la vista baja. Gabriel suspiró, en cierto modo era tranquilizador tener la impresión de que la dama de Isabel estuviera encubriendo alguna travesura de su princesa. Al menos, eso querría decir que estaba bien. Atravesó el umbral y desanduvo el pasillo con las manos a la espalda.
Al pasar por delante del despacho de Pedro abrieron la puerta desde el interior y López de Ayala abandonó la estancia sin percatarse de la presencia de Gabriel. El valido tampoco quiso llamar su atención y se limitó a echar un vistazo a la habitación al pasar. La mayoría, sino todos, se habían resignado ya a la testarudez de su rey, aunque Ayala había pasado con él toda la tarde y expreceptor y alumno habían discutido durante horas. Era la conversación más larga que el joven había aceptado tener con alguien contrario a su postura desde hacía semanas y, aunque había sido infructuosa, viendo el semblante del joven rey, el anciano tuvo la impresión de que por primera vez en todo ese tiempo Pedro había deseado darle la razón a alguien que no fuera él mismo.
Siguió su camino hasta el patio, para reunirse con el resto del consejo. En seguida, un paje le puso una capa sobre los hombros y lo ayudó a subir al caballo. Echó una mirada circular: Valerio se frotaba las manos con expresión huraña, Lucas y Pascual conversaban en voz baja en una esquina y Miguel se veía impaciente por emprender la marcha. López de Ayala parecía deprimido, pero al ver a Gabriel lo miró con las mandíbulas tirantes y negó con la cabeza imperceptiblemente.
Pedro se les unió a los pocos minutos. Los que no habían montado todavía lo hicieron entonces. Mientras tanto, el rey se acercó a Gabriel a lomos de su caballo, con el semblante sombrío.
—Quizá deberíamos esperar un poco —murmuró el joven, casi para sí.
—Si queremos llegar por la mañana tenemos que salir ya.
Pedro desvió la mirada y asintió débilmente.
—¿Habéis decidido dejar de castigarme con vuestro silencio, mi señor?
—No era esa mi intención —repuso el valido.
—Pero seguís pensando que me equivoco.
—Así es.
—Por una vez Ayala y vos estáis de acuerdo —comentó.
Gabriel se sintió algo culpable. Los argumentos de Ayala eran racionales y prudentes, pero también obtusos, por lo que el niño que había educado no podía ceder ante ellos, pero él tampoco le había ofrecido nada mejor. Recordó con amargura los reproches de López antes de la coronación. Ahora se los creía. No era Pedro el que había fallado, sino él: había criado a un idealista y había fracasado a la hora de ponerle límites. O al menos al darle razones para que el mismo se los impusiera.
Pedro suspiró y retorció las riendas, oteando el horizonte. Se resistía a marcharse sin despedirse de ella. Gabriel atisbó en los ojos del rey la sombra del miedo.
—Estoy seguro de que está bien, Majestad. Se habrán entretenido —se oyó decir.
El joven asintió de nuevo y dedicó una sonrisa tibia a Gabriel. Por un instante, el anciano entrevió un rayo de esperanza: que Pedro renunciara a imponer su reforma por decisión propia, por la sencilla razón de que nadar contra corriente fuera demasiado agotador. Sus informes decían que todos le habían vuelto la espalda y la única persona que aún no lo había hecho no estaba allí para apoyarlo. Si renunciaba y al regresar encontraba a una impuntual Isabel sana y salva, todo habría salido a pedir de boca. Pero, ¿para quién? Sonrió, pues muchos debían creer que su mayor deseo era dar aquel golpe de efecto, antes de que la vida se le esfumara del todo.
Quizá estaban en lo cierto.
El capitán de la guardia se le acercó a Pedro para preguntarle si estaba todo listo. El rey tuvo que asentir y emprendieron la marcha.
Hacía rato que Alfonso había desaparecido y ya había caído la noche. Janto se había alejado un poco y dormitaba al otro lado del tronco seco. El caballo de Alfonso estaba más cerca, a un par de metros, con los ollares dilatados venteando el aire y los brillantes ojos oscuros muy vivos escudriñando la noche tras las largas pestañas. Nerviosa, la infanta descansó los ojos en él unos segundos, examinando las elegantes formas del hermoso animal zaino, de patas esbeltas, y cabeza alargada recogida en un sedoso cuello de crin castaña. Del mismo color que el cabello de Alfonso, pensó Isabel, sorprendida de desear con tanta intensidad que el hijo del valido regresara junto a ella.
En silencio, se acercó al animal y le apoyó la cabeza contra el lomo, acariciando su gruesa piel. Este resopló y dio un par de pasos, pero Isabel lo detuvo con delicadeza. Sus poderosos músculos no le eran tan familiares como los de su propia montura, pero era reconfortante acurrucarse a su lado y aspirar el aroma mezclado de la bestia y el jinete, que aún impregnaba los arreos.
El animal alzó las orejas y se puso en tensión. Isabel se irguió de golpe y azuzó el oído. Algo había alertado al caballo, quizá su amo que regresaba. Por si acaso, la princesa retrocedió hasta dar con la espalda en el tronco partido. Lentamente se agachó y recogió la punta de flecha con la que habían herido a Alfonso. La empuñó a modo de estilete.
—¿Alfonso?
Oyó pasos, ramas moviéndose. El ruido venía de la derecha y ella se volvió de un salto. Un hombre barbado estaba ante ella y la apuntaba con un cuchillo.
—No te muevas —la amenazó—. Esta vez no pienso fallar.
Isabel se quedó paralizada y dejó caer el improvisado estilete.
—¿Quién...?—empezó a decir.
El arquero movió el cuchillo, pero en ese instante Alfonso se abalanzó sobre él como un lobo y se lo arrebató. Isabel dio un grito y trastabilló al intentar retroceder. Cayó de espaldas y se abrazó a las blancas patas de Janto. Alfonso inmovilizó al sicario con la rodilla y lo agarró del cuello con la mano izquierda.
—¿Quién te envía? —lo interrogó.
El otro hombre no dijo nada. Alfonso maniobró con la mano derecha y su contrincante gimió. Entonces Isabel se dio cuenta de que el hijo de Gabriel le había clavado el puñal por debajo de las costillas y retorcía la hoja en el interior del desdichado.
—¿Quién te envía? —repitió lentamente.
Como seguía sin contestarle, hundió aún más la daga. El arquero aulló de dolor. Isabel se puso en pie lentamente con la tez pálida como la de un fantasma. El hijo de Gabriel detectó el movimiento y levantó la vista. La princesa lo miraba con una mezcla de sorpresa y aprensión y él sintió una oleada de excitación.
—Alteza, subid a vuestro caballo y regresad.
Isabel sacudió la cabeza con incredulidad. Si el susto no le hubiera impedido sentirse aún más traicionada, los ojos se le habrían llenado de lágrimas.
—¿Dónde estabais? —preguntó con voz trémula— Me habéis...¿me habéis utilizado de cebo?
El tono levemente acusador de la muchacha lo hirió más de lo que había esperado. Apretó los dientes: la había salvado, ¿no? ¿A qué venía ahora aquella expresión dolida? Alfonso frunció el ceño y sacó el puñal del cuerpo de su enemigo con un gruñido. Antes de levantarse, agarró el arco y las flechas que aún llevaba colgados el desdichado y las arrojó lejos, para que ni siquiera por casualidad pudiera alcanzarlas. Después avanzó hacia Isabel con decisión y la cogió de los hombros.
—Montad en el caballo, ahora.
Ella retrocedió con una sacudida y lo apartó, pero él avanzó de nuevo con una expresión entre airada y ardiente tan familiar que dejó helada a Isabel. Antes de que pudiera impedirlo, Alfonso la rodeó con los brazos y la besó en los labios.
Isabel contuvo la respiración, aterrada como pocas veces: como aquellas veces en que la indefensión la había anulado y abandonado al dolor y a la desesperación. Su mente se nubló y todo a su alrededor de convirtió en un torbellino de lazos férreos que la apresaban y la acariciaban con exigente dureza. En el último momento su pecho vibró con una certeza repentina: que esta vez ella estaba por encima.
—¡Aparta!
Lo empujó con violencia y cuando él volvía a avanzar le dio una sonora bofetada.
—¿Cómo te atreves, valido? ¡No oses tocarnos sin nuestro permiso!
Alfonso dio un paso atrás, cubriéndose el rostro magullado y sus ojos brillaron fríos como el acero, ante el timbre de autoridad de Isabel. Se quedaron un momento mirándose fijamente, el uno frente al otro, hasta que oyeron voces y sonido de cascos a lo lejos.
—Mis disculpas, Alteza —murmuró Alfonso, pronunciando muy lentamente la última palabra.
Las voces se acercaban, estaban buscándolos y gritaban el nombre de la princesa. Isabel no pudo evitar que el alivio se le notara en la cara. Alfonso no trató de aproximársele de nuevo.
—Marchaos.
Isabel echó un vistazo al hombre del suelo y después volvió a posar los ojos sobre Alfonso.
—Ya no corréis peligro —insistió él.
—No me iré sin vos.
—Yo tengo cosas que hacer —repuso Alfonso con frialdad.
La infanta apretó los labios y bajó la vista.
—Alfonso, nadie debe saber lo que ha pasado hoy, ¿entendido?
Inspiró y montó a lomos de Janto.
—Será lo mejor —añadió Isabel, mirándolo fijamente— Para todos.
El aludido hizo una inclinación de cabeza, entre asentimiento y reverencia. Isabel, aún indecisa, se demoró contemplando al herido. Finalmente, hizo que su caballo trotara hacia el origen de las voces.