LXIII

LOS aldeanos corrían de un lado para otro presas del pánico y sin atender a las pocas órdenes que les daban los guardias de la fortaleza cuyas voces, aunque poderosas, también estaban tomadas por la precipitación. Cuando de entre la nube de polvo del horizonte se definieron las siluetas de los soldados enemigos, la histeria fue total. El capitán de la guarnición del castillo, un hombre valeroso, mandó cerrar las puertas del castillo y dispuso como pudo las defensas protegiendo las murallas. Por desgracia, la dotación del castillo en esos momentos era escasa, ya que el grueso del ejército acampaba a un par de días y la élite de la guardia real había partido con su soberano hacia Montiel. Él lo sabía, así como el resto de sus hombres, que asistían en tensión a cómo centenares de guerreros enemigos entraban en la pequeña aldea a los pies de la colina y le prendían fuego. Se oyeron algunos gritos, aún quedaba gente que no había podido huir, pero pronto quedaron ahogados por el fragor del fuego.

Desde el adarve de la muralla delantera, el capitán asistió al espectáculo con el corazón en un puño. Ordenó a los demás que se mantuvieran firmes y se prepararan para rechazar el ataque. Las murallas eran fuertes, les dijo con convicción, y aunque sus enemigos fueran más numerosos no les sería fácil tomar el castillo. El oficial inglés que lideraba a la guarnición del Príncipe Negro en Vizcaya se le acercó y trató de comunicarse con él a voces. Aunque solo dominaba los rudimentos del idioma, fue suficiente para entenderse.

—¡Ellos son más de quinientos! ¡Tirarán el portón abajo!

—Los diezmaremos antes de que puedan lograrlo.

—Nuestros arqueros pueden hacer bajas, pero no detenerlos.

—¡Resistiremos! Los ejércitos de Pedro habrán visto arder las almenaras, tenemos que resistir hasta que lleguen.

—¿Qué ejércitos, capitán? El bastardo llega desde el sur. ¡Los ejércitos estaban al sur!

El soldado castellano miró a su interlocutor con los ojos desencajados, negándose a comprender. El inglés se expresó sin rodeos.

—Si el bastardo ha llegado hasta aquí es porque ha vencido al ejército del rey Pedro o lo ha hecho capitular.

—¡No! ¡Estoy convencido de que no se ha rendido!

No había ninguna razón en el mundo por la cual abandonarían el combate mientras su rey los guiara, no mientras este siguiera con vida. No obstante, al ver ondear el estandarte de Trastámara a la cabeza de la formación que se aproximaba no pudo evitar santiguarse. El oficial inglés contempló a su vez al ejército enemigo con gravedad.

—¿Dónde está la hermana del rey? —preguntó—. Mis órdenes son protegerla.

—La están buscando —respondió abatido el castellano—. La están buscando.

******

—¡Isabel! ¡Isabel!

Julia abrió de golpe las puertas del aposento de la infanta, pero tampoco estaba allí; sólo encontró a un par de doncellas al borde del llanto que se abrazaron aterrorizadas al verla entrar. Ella no les prestó atención, dio media vuelta y desanduvo el pasillo llamando a su señora. Al doblar la esquina se topó con Alberto y con tres miembros más de la guardia personal de la princesa.

—¿Dónde está, Julia?

—No lo sé...No...

La muchacha estaba muy asustada y los dos se abrazaron. Alberto se dirigió a sus compañeros.

—Buscadla en el segundo piso, nosotros la buscaremos en el tercero.

Los otros estuvieron de acuerdo y se separaron; el soldado cogió a Julia de la mano y echaron a correr escaleras arriba.

—Piensa, cariño, ¿dónde puede estar?

—La he buscado por todas partes...¿Qué está pasando, Alberto?

El castillo estaba revuelto y aquí y allá veían hombres armados y sirvientes correteando. Llegaron a una de las salas de audiencias de Pedro, abrieron las puertas de par en par y entraron. La súbita corriente hizo balancear los tapices más livianos, pero aparte de eso la estancia estaba completamente vacía. Se oyeron trompetas de guerra y Julia apretó la mano de su esposo.

—Maldita sea —murmuró Alberto entre dientes.

La muchacha se aproximó a la ventana de la habitación y se asomó. Inmediatamente se cubrió la boca con las manos y dio un vacilante paso atrás. Él la sostuvo y la estrechó entre sus brazos.

—La aldea está en llamas...¿Qué está pasando? ¿Cuántos son?

—No lo sé, cariño. Demasiados.

—Pero, ¿cómo?

Alberto tragó saliva y respondió con voz trémula.

—Dicen que el rey Pedro ha muerto...

Julia sollozó y negó con la cabeza.

—Enrique el bastardo lo ha asesinado. Dicen que ha mostrado su cabeza al ejército y estos se han rendido. Dicen que blande su espada, manchada de sangre real...

Julia se dio la vuelta y se abrazó a Alberto, que hacia grandes esfuerzos para contener su propio dolor. Cuando la joven levantó la cabeza y la apoyó en el hombro del soldado ahogó una exclamación.

—Mi señora...

Alberto se volvió en seguida y Julia se soltó de él y avanzó un paso hacia la puerta. Apoyada en el marco estaba Isabel, pálida como una aparición, con el pelo suelto y alborotado. Los miraba de manera ausente, se diría que ni siquiera los veía, pero probablemente los había oído. En un primer momento Julia no supo qué decirle y fue Alberto el que tomó la iniciativa.

—Alteza, nos están atacando. Tenemos que sacaros de aquí —la urgió.

Isabel posó la vista en él un instante, pero no contestó. El soldado creyó que no lo había comprendido y estaba demasiado nervioso para fijarse en su expresión ida.

—Mi señora —insistió, avanzando hacia ella con decisión—. El rey ha sido asesinado y no tardarán en tomar el castillo...

Julia lo retuvo cogiéndolo de la mano y negó con la cabeza: Isabel ya sabía lo que había pasado, aunque cuándo y cómo se había enterado escapaba a su conocimiento. La fiel doncella se acercó lentamente a su señora y trató de sonar firme.

—Alteza tenéis que ocultaros, es muy peligroso que os encuentren aquí.

Ninguna reacción.

—Por favor —rogó Julia, llegando hasta ella—. Por favor, señora, miradme.

Isabel lo hizo, incluso alzó la mano y le acarició suavemente la mejilla. Julia le tomó la mano e insistió.

—Os lo suplico, salvaos.

—No voy a esconderme —respondió ella.

—Mi señora —protestó Alberto—. Tenéis que hacerlo.

—Isabel, por Dios...

La princesa se limitó a tomar aire de manera mecánica. Sin poder contener la impaciencia, Alberto avanzó hacia ella para obligarla a moverse y llevársela a un lugar seguro aunque fuera contra su voluntad, pero Julia se interpuso. Él se sintió traicionado por ello, pero agachó la cabeza con los dientes apretados. Isabel había caminado hacia la ventana y contemplaba el avance de Enrique y los suyos: apenas quedaba nada de la aldea y las primeras flechas incendiarias había caído en el patio del castillo. Los soldados enemigos contactarían en unos minutos con las murallas y bajo estas se desataría un forcejeo largo y sangriento.

—¿Enrique de Trastámara va con ellos?

Alberto sintió un escalofrío cuando se dirigió a él: su voz sonaba como si llegara de las profundidades y su espíritu hubiera abandonado su cuerpo.

—Eso creo, Alteza.

Isabel cerró los ojos y después se volvió hacia Julia.

—Ocultaos o huid si podéis.

—No, mi señora, no sin vos.

El soldado miró a las dos mujeres y notó que se le saltaban las lágrimas; su esposa lo miró con cariño y sus manos se enlazaron. Mientras, sin añadir nada más, la princesa salió por la puerta y echó a andar por el pasillo.

—Debería haber ido con él —murmuró Alberto, desconsolado—. Justo antes de marcharse lo encontré en el patio de armas y le pedí ir con él. Y no me dejó...no me dejó.

Julia sonrió tristemente, lo besó, y lo abrazó con fuerza.

—Te quiero.

—Yo también.

En silencio, Julia y Alberto caminaron en pos de Isabel hacia la confusión del patio del castillo. Allá por donde pasaban, los que la veían se apartaban e hincaban la rodilla. Algunos sirvientes incluso estiraban la mano para tocarla y balbuceaban su nombre rogándole que los salvara.

Cuando apareció en el patio, el capitán de la guardia se hizo paso entre el caos para llegar hasta ella. Entretanto, desde las murallas decenas de soldados habían preparado tinas de aceite hirviendo y los arqueros ingleses repelían a los atacantes a tiro con una lluvia de flechas y piedras.

—Alteza —gritó—, ¡refugiaos en la torre! Los contendremos hasta poder abrir un corredor y entonces podréis huir.

—No, capitán. Voy a rendir este castillo.

El soldado la miró incrédulo.

—¡No! No tenéis que hacer eso, aguantaremos...

—Mirad a vuestro alrededor.

No era necesario que lo hiciera, era perfectamente consciente de su situación, pero aún así apretó los labios y se resistió a claudicar. Los soldados que habían oído la conversación aguardaron expectantes, entre ellos el oficial inglés que lucía una expresión de desánimo en sus ojillos claros.

—¿A quién servís, capitán?

—A vos, Alteza.

—Entonces os ordeno que abráis las puertas. No quiero que muera nadie más.

******

El silencio sepulcral que reinaba en el patio parecía aún más asfixiante tras la ruidosa irrupción de los soldados de Enrique minutos antes. Desde el instante en que de había declarado la rendición y las puertas se habían abierto, jinetes y hombres a pie habían inundado el castillo, barriendo sus recovecos como un torrente de agua. Todos los soldados de la casa de Borgoña fueron despojados de sus armas y la mayoría las depusieron sin oponer resistencia. Ahora permanecían maniatados en un extremo, rodeados por jinetes. Los criados y el personal del castillo también estaban sometidos a una estrecha vigilancia en el extremo opuesto, junto con los aldeanos que no habían huido. Al resto, no se los persiguió, según órdenes de Bertrand du Guesclin, que también se encargó de mantener una férrea disciplina entre sus hombres, abofeteando e increpando con voz seca a los que encontraba saqueando las habitaciones o acorralando a alguna muchacha. Al rendirse, el castillo se hallaba sometido a las leyes de la clemencia.

Enrique de Trastámara entró a caballo, rodeado de sus nobles y echó un vistazo circular, posándose en algunas de las caras de los prisioneros sin mayor emoción. A su derecha, Rodrigo de Mendoza ordenaba a sus hombres que aseguraran la fortaleza, que ocuparan las torres y vigilaran el perímetro exterior. Alrededor de un centenar de hombres del resto del ejército se congregaron en el patio entorno a Enrique, Rodrigo, Villena y Padilla, que los capitaneaban.

Isabel fue encontrada al poco rato en su aposento, con una de sus doncellas y un soldado de la guardia real. Julia le había cepillado el pelo y la había ayudado a ponerse su mejor vestido de terciopelo azul. A lo largo de todo el proceso, la princesa no había abierto la boca y seguía con la mirada perdida en la inmensidad. Cuando oyeron que alguien aporreaba la puerta, Julia se sobresaltó.

—Abre la puerta, Alberto —ordenó Isabel en un susurro.

Alberto fue desarmado y maniatado en el acto, al igual que la doncella. Respecto a Isabel, una cierta superstición reverencial les hizo titubear hasta que llegó el propio Bertrand du Guesclin e hizo que seis de sus hombres la rodearan por completo. Julia forcejeó y los imprecó, hasta que un soldado la apuntó con la espada. Alberto lo amenazó y también a él le mostraron el filo de acero. Isabel se volvió hacia ellos y después hacia Bertrand.

—No les hagáis daño, por favor.

En francés, Bertrand ordenó a sus hombres que se tranquilizaran. Isabel trató de acercarse a su amiga, pero los mercenarios que la guardaban le cerraron el paso, hasta que su capitán ordenó que la dejaran hacer. Las dos muchachas se fundieron en un abrazo.

—No lo hagáis, Isabel, dejad que me quede con vos —sollozó Julia—. No me separéis de vos...

La princesa la estrechó con fuerza y la besó, susurrándole unas palabras al oído. Después la tomó de los hombros y la miró a los ojos con dulzura mientras asentía para aplacarla. Al cabo de unos segundos se apartó de ella y dejó que los soldados volvieran a rodearla; miró a Bertrand formulando una petición silenciosa y este respondió a ella mandando que la sacaran de la habitación. No hubo necesidad de obligarla a avanzar, ya que Isabel caminó a buen paso, con la cabeza alta y el semblante sereno. Ahora todos los pasillos estaban ocupados por routiers y soldados castellanos, que continuaban registrando cada recoveco del castillo a conciencia. A ella la condujeron a la sala del consejo, donde Rodrigo y los demás habían acorralado a Pascual, Valerio, Miguel y el resto de validos con unos cuantos soldados. Al llegar Isabel se hizo el silencio; los guardias la hicieron detener a punta de espada y todos los presentes se volvieron hacia ella, sin que ella se interesara por ninguno, salvo Enrique.

Algo imperceptible cambió en el aire cuando se vieron. Los ojos de Isabel, vacíos y apagados, se animaron con una luz extraña, ni fría ni cálida, ni clara ni oscura. Y la compostura escalofriante que había mantenido hasta el momento se resquebró en parte. El conde de Trastámara estaba sentado en la butaca que presidía la mesa, con Rodrigo a un lado y Felipe y García al otro. Cerró los ojos al verla aparecer, herido por un dolor súbito en el pecho. No obstante los abrió enseguida, incapaz de no contemplarla, y ante la sorprendida mirada de Rodrigo, se levantó. El resto de nobles que permanecían sentados se apresuraron a imitarlo.

—Mi señora Isabel, celebro que hayáis tomado la sabia decisión de abrir las puertas —intervino Rodrigo. Mirando en derredor, añadió—. Ahora esta fortaleza pertenece a don Enrique, legítimo rey de Castilla. Postraos ante él.

Los validos se arrodillaron y aquellos que no lo hicieron fueron obligados a hacerlo: el aire se llenó de ira contenida y los nobles conquistadores endurecieron el cerco, mientras el barón de Mendoza sonreía ligeramente. Isabel seguía de pie, pero Bertrand no ordenaría a sus mercenarios que la doblegaran si Enrique no lo requería. Y de momento Enrique no había pronunciado palabra ni esbozado gesto alguno. Dado que la actitud de la princesa constituía un desafío, Rodrigo se dirigió a ella directamente.

—Arrodillaos, señora. Mostrad respeto y someteos ante el rey.

Ella cerró los ojos y tomó aire. Enrique no pudo seguir mirándola: ¿era sangre lo que veía en su pecho? El corazón se le aceleró: no, no lo era. Pero él sí iba cubierto de sangre. Se estaba volviendo loco. Si algo le quedaba de cordura era el recuerdo de la mujer que había ante él y acababa de asestarle una puñalada de muerte a ambos, cordura y recuerdo. Sí, estaba loco y quería gritar.

Rodrigo hizo una señal a Bertrand, pero este desvió la mirada. Furioso con él y con la estupefacción en la que había caído Enrique, avanzó él mismo hacia la princesa a buen paso. Pascual gritó, Miguel se debatió, pero no pudieron evitar que el barón la agarrara del cuello y la obligara a hincarse de rodillas.

—¡Necesitáis aprender algo de humildad, “Alteza”!

Isabel ahogó un respingo al postrarse en el suelo, pero no opuso resistencia. Enrique hizo un ademán fallido de acercarse, pero apretó los puños para contenerse y en su lugar ordenó con voz ronca.

—Rodrigo, basta.

El barón soltó a la joven y dio un paso atrás con suficiencia. Isabel no se levantó, pero alzó la cabeza en cuanto el noble dejó de retenerla..

—Libera a mi corte —murmuró.

Enrique se estremeció al oír su voz, tan hueca y diferente de la que había dado sentido a sus sueños durante años.

—Me temo que eso no es posible —respondió Rodrigo.

Sin embargo, Isabel no lo miraba a él. No hablaba con él, aunque fuera a sus preguntas a las que respondiera.

—Libera a mi corte —repitió—. Un barco espera en el puerto listo para partir a tierras inglesas. Déjalos marchar en él.

Rodrigo y sus aliados se miraron un instante. Por supuesto sabían de la existencia de aquel barco y también que algunos de los soldados desarmados eran ingleses. Sin duda liberarlos sería una muestra de buena voluntad para la corona de Inglaterra. Aún así, el señor de Mendoza no estaba dispuesto a mostrar compasión.

—Me temo que son nuestros prisioneros.

—Yo soy tu prisionera —replicó, con los ojos fijos en el hijo de Leonor.

—Dejadlos marchar.

Los nobles se volvieron hacia Enrique, que había dado la orden sin previo aviso, y Rodrigo carraspeó.

—Pero, Majestad...—terció en tono tirante.

—He dicho que los liberéis.

El noble tomó una profunda bocanada de aire y se tragó el deseo de maniatar también al muchacho. Fue el conde de Villena el que se dirigió a sus hombres:

—Soltadlos —confirmó con un gruñido—. A los soldados no les devolváis las armas, pero escoltadlos hasta el barco. Una vez allí son libres de partir en él o de quedarse por su cuenta y riesgo.

Los consejeros se dejaron conducir hacia la puerta, sin dejar de mirar atrás y desaparecieron en el corredor con los soldados castellanos y algunos de los routiers.

—Es el fin, Alteza —afirmó Rodrigo—. Sabéis que a vos no podemos dejaros marchar.

Isabel asintió. Parecía haber agotado todas sus fuerzas.

—Dejadnos solos —ordenó Enrique.

García y Villena hicieron ademán de obedecer, pero el señor de Mendoza fingió que no lo había oído. El joven insistió y ya no pudo ningunearlo.

—Majestad —objetó, poniéndole la mano sobre la espalda?, tenemos cosas que hacer...

—Solo será un momento, barón.

No había duda en su voz, ni un solo atisbo de debilidad en su rostro. Era su creación —Enrique de Trastámara— y no Enrique Guzmán quién le daba la orden.

—Vous avez ecouté le roi —advirtió Bertrand.

Rodrigo se pasó la lengua por los labios y se sintió tentado de desafiar al corpulento bretón de cabello plateado. Finalmente, chasqueó la lengua como si no pretendiera darle más vueltas al asunto y abandonó la sala. Isabel y Enrique se quedaron a solas, inmóviles a pocos metros el uno del otro.

—Mátame —musitó ella.

Enrique negó con la cabeza. A ella no.

—¿No has venido a eso? Acaba lo que has comenzado y mátame.

Enrique sacudió la cabeza de nuevo y avanzó hacia Isabel. Ella se quedó quieta. Tan solo un paso más; al fin la tenía entre sus brazos...Notó su aroma, reconoció su tacto y hundió el rostro en su espeso cabello.

—Si quieres morir, adelante —le susurró al oído—. Pero antes tendrás que matarme a mí.

Buscó a tientas su daga y cuando la encontró se la puso en la mano a la princesa, la apretó y la dirigió contra su propio pechó.

—Mátame, mi amor. O dime que lo haga y me la clavaré yo.

Isabel inspiró profundamente, sus ojos apenas tenían luz, pero la poca que les quedaba estaba dirigida a Enrique.

—Ahora eres el rey de Castilla. Esa decisión ya no te pertenece.

Enrique soltó una carcajada; la daga le resbaló de la mano y cayó al suelo. Acunó el pequeño cuerpo de Isabel, cuya piel estaba tan fría como la primera vez que la cogió en brazos. Desde entonces había pasado demasiado tiempo; habían pasado demasiadas cosas. El joven tragó saliva y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

—Castilla está muerta. Yo la he matado.

Isabel le rodeó el cuello con los brazos y se le abrazó. Él la levantó en vilo, tan abrumado por la sensación de tenerla cerca que de su garganta brotó un gemido de placer.

—No —aseguró ella con voz ronca—. Castilla es inmortal.

Isabel se había sacado un anillo del dedo, un anillo de oro con el que acarició el rostro de su amado lentamente, hasta llegar a la boca. Enrique la entreabrió y dejó que la joven lo introdujera dentro. Después ella le pasó la mano por los labios para sellarlos y su voz sonó en un susurro.

—Vive —le ordenó.

Él cerró los ojos para concentrarse en la caricia de su aroma y se tragó la joya, al tiempo que Isabel se arrodillaba frente a él y sus finas manos tanteaban el suelo, hasta dar con la fría hoja de la daga.