XXI
EL conde Luís espoleó el caballo para adelantar un carromato de balas algo lento que transitaba por la estrecha callejuela del barrio de la lana. Pedro lo imitó y su guardia estrechó filas para pasar por el hueco que dejaba el vehículo, en pos de su anfitrión. La joven Margaret, que cabalgaba libremente unos metros por delante de los dos, se refrenó para que se acortaran las distancias, pero siguió encabezando la marcha a lomos de su palafrén blanco. Pedro observó que conocía los derroteros de la urbe casi mejor que el propio conde y eso que este le había explicado que tenía por costumbre ir a visitar las fábricas una vez por semana. El taller que iban a visitar era el segundo más grande de Amberes y estaba situado a orillas del Scheldt, que discurría tras los edificios ante los que pasaban. La mayoría eran talleres de cardadores que daban a la calle por un lado y al río por el otro. En las entradas solía haber apilados uno o dos fardos de lana y, como hacía calor y las puertas estaban abiertas, podía verse a los cardadores en el interior, preparando afanosamente el hilo de lana que se llevaría a los tejedores. Los suelos estaban cubiertos de borra y el aire tenía la tonalidad blanquecina de la pelusa que flotaba, como si fuera polvo. Luís le recomendó al rey castellano que usara un pañuelo para evitar estornudar y así lo hizo. Algunos de sus soldados, que juzgaron exagerada la medida de precaución sintieron pronto los efectos.
—¿Estáis seguro de que a vuestro consejero no le importará no habernos acompañado? —se interesó el conde.
—Me temo que esto no le hubiera gustado nada, mi señor. Creedme si os digo que se encuentra como pez en el agua conversando con vuestros administradores.
Luís rió y dio por buena la palabra del rey.
—¿Cuántas personas trabajan aquí? —preguntó Pedro.
—¿En el barrio de la lana? Entre pisadores, cardadores, hiladores y tejedores...contando cargueros y comerciantes, deben de andar por las tres mil.
Torcieron la calle y fueron a parar a una avenida más ancha y transitada. Todos los que se cruzaban con ellos reconocían al conde y lo saludaban con una inclinación de cabeza. La noticia de la visita del monarca extranjero también andaba en boca de todos, así que lo saludaban también con reverencias y, una vez habían pasado de largo, se volvían para mirar bien al atractivo joven y sus exóticos soldados. Margaret se había alejado un poco y los esperaba frente a una gran construcción de cimientos de piedra y paredes de madera, con tres pisos de altura. Era un edificio sencillo, más bien basto, de líneas rectas y sin ornamentos: una construcción funcional, pero cuyas dimensiones bastaban para impresionar a cualquiera.
—Hemos llegado —anunció Margaret—. ¿Entramos?
Luís y Margaret de Mâle desmontaron y guiaron al rey Pedro al interior. Nada más entrar, el joven se quedó sin habla. Al contrario de lo que había esperado, la nave solo tenía una planta y las altas paredes y techos estaban reforzados con contrafuertes. En la parte alta había grandes ventanales, al estilo de las vidrieras de las iglesias. El conde Luís estaba especialmente orgulloso de ellas: decía que había que aprovechar la presencia de tantos albañiles y arquitectos en la ciudad, venidos por la construcción de la catedral.
Como resultado, el complejo era muy luminoso: un lugar enorme donde más de doscientas personas trabajaban en medio de un ruido ensordecedor. El cuerpo central estaba dividido en filas tejedores. Pedro esperaba encontrar alguna suerte de ingenio mecánico que se pareciera a una rueca, su único referente, pero lo que contempló fue un centenar de máquinas de madera formidables operadas por tejedoras y jóvenes aprendices que manipulaban los engranajes. Había sacos de lana hilada por doquier y gente que se encargaba de llevarla a los telares; el tejido final, flexible y sólido se amontonaba también y tenía sus propios encargados de transportarlo y almacenarlo. Aquel lugar tenía su propio ritmo: el de los golpes continuos de telar, el chirrido de los mecanismos y las voces de los trabajadores.
Pasearon un rato por las instalaciones, tratando de no interrumpir a los trabajadores. Tanto Margaret como Luís les profesaban mucho respeto, aunque solo fuera porque se declaraban honestamente incapaces de operar los telares con tanta rapidez o porque fuera su trabajo el que los estaba convirtiendo en una de las familias más ricas del continente. Conversaron con los capataces y Pedro pudo ver de cerca una de las máquinas: una alta estructura de madera rectangular, en la que el hilo discurría en sentido vertical, bien tirante gracias a las piedras que llevaba en el extremo inferior a modo de pesos, y se iba entrelazando con pasadas horizontales. El encargado le ofreció a Margaret que probara un rato y Pedro adivinó que era algo que la jovencita gustaba de hacer en las visitas. Encantada, Margaret tomó asiento y tejió unos pocos centímetros de tela, que después regaló al rey castellano como recuerdo, divertida por la expresión de asombro del joven.
Cuando al cabo de una hora, los nobles abandonaron el lugar, Pedro se quedó algo pensativo un trecho.
—Gracias por esta visita conde —musitó al fin—. Os aseguro que no se parece a nada que haya visto antes.
—Sois muy amable, mi señor.
—No lo digo por educación. Me habéis dejado estupefacto. Me temo que no llegará el día en que pueda verse algo ni la mitad de operativo en mi reino.
El conde frunció el ceño, sacando a relucir las arrugas que le surcaban la frente, y miró a su amigo con gravedad.
—El vuestro es un vasto dominio, Majestad, de grandes riquezas.
—Desaprovechadas.
—Es más fácil controlar un condado como Flandes que un reino como Castilla. Y aún así no creáis que no conlleva quebraderos de cabeza.
—No quería decir eso.
—Ya lo sé —lo tranquilizó Luís—. Pero si hay algo que puedo deciros es que un reino con más de un señor no puede funcionar. Ni en este mundo ni en ninguno.
Pedro asintió y suspiró. Al levantar la vista se dio cuenta de que Margaret se había detenido y hablaba con una anciana. Segundos después obtenía una pera y se volvía hacia su padre con una mirada radiante, pidiendo tácitamente el permiso para comerla. Mientras el conde cedía, Pedro no podía evitar sonreír y mirar a la alegre muchacha con sincero aprecio. Al conde no se le pasó por alto.
—Es una joven hermosa, ¿verdad? —comentó con una nota de orgullo— Y más juiciosa de lo que parece. A veces me sorprende hasta a mí.
—Es una criatura excepcional —corroboró Pedro—. ¿Puedo preguntaros qué edad tiene?
—Acaba de cumplir quince años.
El rey arqueó las cejas.
—¿Tan joven...? Parece mayor. ¿Y habéis pensado en algún matrimonio?
—Ya ha estado casada, mi señor. Mi hija es viuda.
El rey no supo qué decir, se limitó a observar a Luís.
—¿Os costó mucho consentir en separaros de ella? —preguntó al poco.
—Fue la decisión más difícil que he tomado en la vida. Y me aterra el momento en que tenga que volver a tomarla.
Pedro volvió a permanecer en silencio un rato, hasta que preguntó.
—¿Os han pedido su mano?
—Varios caballeros. ¿Acaso vos...?
El rey sonrió.
—Creo que no hay mujer en el mundo que pudiera hacer más feliz a un hombre, mi buen amigo, pero...
—Pero ya tenéis a alguien en mente, ¿no es cierto?
—Es complicado.
—Siempre lo es. Sobre todo cuando hay que elegir entre los dictados del corazón y los del deber.
Pedro asintió débilmente.
—¿Veis? —dijo Luís— No todo es diferente entre nuestros países, por muy distantes que parezcan.
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Era un luminoso día de primavera. Los jardines floridos de Talavera hervían de actividad, ya que estaban en marcha los últimos preparativos de la fiesta de cumpleaños de la infanta Isabel. Julia estaba con ella en la habitación, arreglándole el tocado y ayudándola a colocarse el pesado vestido frente al espejo. La propia princesa había escogido las telas y el color: su preferido, el azul. El corpiño, de terciopelo, estaba bordado con motivos florales en plata, era entallado y tenía las mangas abullonadas de color blanco. El faldón constaba de dos partes sobrepuestas: la interior era gris oscuro y también estaba bordada con hilo de plata y la exterior era del mismo terciopelo azul del corpiño y terminaba en una cola que arrastraba por el suelo.
—¿Verdad que es precioso?
Isabel miraba una y otra vez el anillo de sabina, se lo ponía, se lo sacaba y jugueteaba con él. Julia le dedicó una sonrisa en el espejo.
—¿Vais a contarle la verdad?
—No sé cómo hacerlo.
La doncella suspiró y miró a su amiga con cariño. Isabel examinaba el anillo con amargura.
—Al final será inevitable, mi señora.
—Ya.
Isabel se miró en el espejo abatida. Finamente perfilados, sus ojos claros destacaban con el pelo negro, recogido en una larga trenza y salpicado con perlas. Se quitó el anillo y lo acarició.
—Haga lo que haga terminará odiándome.
La doncella no supo qué decir pero le dio a Isabel un breve abrazo desde detrás. En ese momento la reina María apareció por la puerta, deseosa de comprobar el aspecto que presentaba su hija.
—¿Ya estás lista?
Julia dio por finalizada su tarea y dio un paso atrás, con una reverencia, mientras Isabel se volvía hacia su madre. En cuanto la vio, una sonrisa de complacencia asomó a sus finos labios de María, pero al parecer de Isabel era la reina quien estaba verdaderamente espléndida. Por mucho tiempo que pasara se sentía incapaz de sostenerle la mirada a aquella mujer.
—Sí, mi señora.
—Tus invitados esperan. Recuerda que es un día importante.
Isabel asintió, a sabiendas de a qué se refería María. Además de los cortesanos habituales, habían acudido varias delegaciones extranjeras, incluso algunos príncipes en persona. María tenía la firme intención que concertar pronto un matrimonio y no toleraría que el comportamiento de su hija no fuera ejemplar.
—Ahora mismo salgo.
María salió de la habitación y esperó junto a la puerta, dando instrucciones apresuradas a las damas de honor de su hija. Mientras tanto, esta se había vuelto hacia Julia y le entregaba el anillo de Enrique para que lo guardara.
—¿No es irónico? —suspiró forzando una sonrisa trémula— Enrique es el único que sabe que no podré darle hijos. Y aún así quiere casarse conmigo. En cambio es el único con quién no podré casarme nunca.
—Y además es el único al que queréis.
Isabel sonrió débilmente y esbozó un gesto de asentimiento, pero enseguida resopló, como para darse ánimos, y se puso recta.
—Deséame suerte.
—Suerte, Alteza.
Salió de la habitación y se detuvo frente a María, que la esperaba impaciente para conducirla al gran salón. Un grupo de soldados se cuadró al verla salir y se dispusieron a acompañarla en formación. Las dos mujeres empezaron a andar juntas, rodeadas de hombres armados con el escudo rojiverde del rey.
De pronto sonó una fanfarria que obligó a Isabel a salir de sus reflexiones. Primero fue una trompeta, después otra y después de unieron más. No eran las trompetas de la sala de los festejos, sino las de las almenas, que tocaban una melodía de bienvenida. Isabel supo lo que significaba al instante: el rey había vuelto. Lo había extrañado tanto que quiso echar a correr por el pasillo. Sin embargo, la reina madre la llamó al orden.
—Hazme el favor de comportarte como una dama.
Isabel se detuvo en seco y, por primera vez en su vida, la orden de su madre despertó algo terriblemente hiriente en su interior. Tentada de desobedecerla, se volvió hacia ella, respirando muy despacio. María se percató de la tensión que emanaba y, sorprendentemente, cedió un poco.
—Ves a recibirle si lo deseas. Pero ves andando —pidió en voz baja.
La princesa le sostuvo la mirada un segundo más antes de obedecer. El cortejo del rey había penetrado en los jardines, causando gran agitación, en especial por lo inesperado de su llegada. El personal del Alcázar se apresuró a descender al patio y todos se pusieron de puntillas para ver llegar a Pedro, escoltado a ambos lados por los oficiales que lo habían acompañado. Isabel llegó a la entrada justo cuando el cortejo rompía la formación. Pedro estaba desmontando y se acercó a ella nada más verla. La princesa le hizo una reverencia y él le tomó la mano y se la besó.
—Felicidades, hermana —dijo en voz alta.
—Mi señor me honra con su presencia.
El monarca ofreció el brazo a Isabel y esta lo aceptó con un gesto señorial para entrar juntos al castillo.
—Estás preciosa —le dijo en un susurro.
—Gracias. ¿Y Flandes? ¿Cómo es?
El rey rió en silencio.
—Ya te lo contaré.
Todos los asistentes al banquete guardaron silencio cuando Pedro e Isabel entraron en la sala y como la mayoría no esperaba ver al rey, se levantó un murmullo de interés. La reina madre estaba en la cabecera de la mesa y se inclinó ante su hijo, de manera que los presentes la imitaron. Entonces, el rey y la princesa avanzaron hacia María y tomaron asiento para que diera comienzo la celebración.
Alrededor de Isabel pronto se congregaron varios caballeros de aspecto elegante a la mayoría de los cuales no conocía. Durante toda la comida Isabel se sintió observada hasta por las piedras de las paredes, pero se guardó bien de dar muestras de incomodidad ya que notaba en particular los ojos de María clavados en la nuca y se sentía vagamente culpable por su reacción anterior. Pedro se mantenía un poco distante, haciendo las veces de anfitrión perfecto, siempre con una sonrisa en los labios, cantando sus alabanzas y agasajando a sus pretendientes. Todo un rey. Como no le quedaba otro remedio, Isabel se dedicó a sonreír a su vez y a conversar livianamente con el sobrino del rey de Aragón, que se sentaba a su lado: un hombre de treinta o treinta y cinco años, mofletudo y de mirada pomposa, con tanto oro encima que de haberse cruzado con una urraca esta habría muerto de la emoción.
Cuando la interminable comida tocó a su fin dio comienzo el baile, y el aragonés se apresuró a sacarla a bailar. La infanta tuvo que aceptar, aunque se sentía algo enferma tras haberlo visto comer durante la mayor parte de la tarde y cuando la cogía de la mano no podía evitar imaginarse esas mismas manos asiendo una grasienta pierna de cordero. Bailó con el noble sin escuchar apenas la música, ejecutando los movimientos por inercia. Su madre parecía satisfecha y Pedro charlaba amistosamente con otro de los caballeros, de cabello negro y rasgos toscos, que según creía recordar era Carlos de Evreux, infante de Navarra. También tuvo que bailar con él y con decenas más, tantos que al final había olvidado sus caras.
—¿Por qué no interpretas algo para nosotros? —le propuso Pedro señalando un arpa, cuando la música empezó a decaer.
Isabel trató de argüir que estaba cansada, pero los invitados la animaron a sentarse a las cuerdas y la arrastraron junto al instrumento. Tocó unas cuantas piezas para disfrute de todos y los asistentes se deshicieron en lisonjas, incluso cuando alguna nota desentonaba. Al final de la tarde logró excusarse un instante aprovechando que todos estaban entretenidos con la actuación de una troupe de bufones y salió a la terraza a respirar.
—Se os ve algo abrumada, my lady.
Isabel buscó quién le hablaba y se encontró de frente con Eduardo de Gales. Gabriel se lo había presentado hacia unas cuantas horas.
—No es eso —aseguró Isabel—. Es una fiesta muy agradable.
El príncipe le sonrió cortés, sin creer ni una palabra de lo que decía.
—Es comprensible —continuó—. A nadie le gusta ser presentada como un mono de feria.
Isabel sonrió y aquella fue la primera sonrisa sincera que le arrancaban en toda la tarde. Era un hombre joven, pelirrojo, de ojos verdes y chispeantes. Su tono de voz era natural, no como el de la mayoría de los orgullosos señores que solo se esforzaban por demostrar su suficiencia.
—Debéis perdonarme. Hoy no ha sido uno de mis mejores días —se justificó Isabel.
Eduardo respondió con un toque de asombro.
—Bromeáis, habéis estado magnífica. Tocáis muy bien el arpa.
—Me equivoqué varias veces.
—Apenas se notó.
Isabel le agradeció sus palabras y se sintió algo mejor en la sencilla compañía del príncipe extranjero. Después se le ocurrió que estaba siendo bastante descortés con él, siendo una de las pocas personas de la celebración que no había hecho nada para merecerlo.
—Disculpad. Habéis venido de lejos y no debe de apeteceros perder el tiempo en un balcón. ¿Deseáis bailar?
Eduardo soltó una risita apurada.
—Me encantaría. Pero si os parece, esperaré a que la vuestra no sea una oferta dicha por compromiso.
Isabel enrojeció, pero Eduardo se apresuró a quitarle hierro al asunto.
—No os enfadéis, no pretendía ofenderos —le aseguró—. Todos estamos sujetos a nuestras obligaciones y es cierto que he venido para veros. Pero también para verle a él.
Isabel supo que se refería a Pedro; Inglaterra y Portugal eran aliados y el padre de Eduardo tenía muy buenas relaciones con el abuelo de Isabel y también con su madre. Era cuestión de tiempo que intentara tenderle la mano a Castilla. En cierto modo, fue como si le quitaran un peso de encima, pues su mal humor no habría arruinado del todo el viaje del Príncipe Negro.
Dentro, los bufones habían terminado y los pajes de cada invitado empezaban a sacar los regalos que habían traído para la homenajeada.
—Deberíamos entrar —apuntó Eduardo de Gales, al fijarse en la agitación.
La joven no pudo impedir que el fastidio se le notara en la cara pero tuvo que acceder a volver al interior. No obstante, antes de entrar hubo algo que le llamó la atención. No se había dado cuenta de que al otro lado de la balconada había una mujer acodada. Estaba a varios metros de distancia y le daba la espalda, pero Isabel la reconoció enseguida. Se disculpó con Eduardo y le pidió que pasara delante. Obviamente decepcionado, este obedeció tras besarle la mano.
Isabel se acercó lentamente a la mujer, que seguía sin percatarse de su presencia. También buscó con la mirada a Pedro y lo localizó dentro, muy atareado dando las gracias a la troupe que acababa de actuar.
—María de Padilla, ¿no es cierto?
María se dio la vuelta sobresaltada al oír a alguien cuando se creía sola. El encontrarse de cara con Isabel aún la desconcertó más.
—Alteza —se inclinó.
Isabel correspondió con un movimiento de cabeza. Hacía meses que no veía a la hija de Gonzalo de Padilla, desde la coronación. No había cambiado nada, ni en su belleza ni en la inocente humildad con que se empeñaba en ignorar el efecto que causaba en la gente que tenía alrededor.
—Creo que no nos hemos saludado ahí dentro —apuntó. Entornó los ojos observando a María. Podía vislumbrar la tristeza bajo su perfecta templanza—. ¿Sabe el rey que estáis aquí?
María echó un vistazo al salón y habló con firmeza.
—La sala es grande y hay mucha gente.
—Eso no es excusa.
María se volvió hacia Isabel, no sin cierta sorpresa. La princesa había suavizado el tono y eso la extrañó, pues las últimas veces que habían coincidido la actitud de la princesa había sido distante.
—Tengo algo vuestro, ¿sabéis?
La noble de Padilla enarcó las cejas, sin entender. Isabel levantó la mano y le enseñó el anillo de oro de Pedro. Después se señaló el cuello y dibujó un arco con el dedo.
—Ah —exclamó María, al recordar la cadena de oro—. Es cierto, casi no me acordaba.
—Aún la conservo. Si la queréis os la devolveré.
María sacudió la cabeza.
—No os molestéis. Ya es más vuestra que mía.
Isabel inspiró. La belleza y la seguridad de María de Padilla eran retadoras, pero por alguna razón, su expresión la apenaba profundamente.
—¿Por qué no volvéis dentro conmigo? —propuso.
María negó de nuevo.
—No, gracias. Empieza a hacerse tarde. Lo mejor es que me vaya.
Estuvo a punto de agregar algo, pero se lo pensó dos veces. En lugar de eso se inclinó una postrera vez.
—Deseo que tengáis un feliz cumpleaños —le dijo a la infanta.
Isabel asintió.
—Espero que nos veamos pronto.
De vuelta en el interior, un enjambre de aduladores rodeó a Isabel que, tras sonreír a diestro y siniestro, logró tomar asiento entre su madre y su hermano. Regalo a regalo, descubrió que pocas veces se había sentido tan deprimida.
—¿Qué tal? —le preguntó Pedro por lo bajo.
Isabel no le contestó, con la sensación de que su hermano era otra persona. La reina María se inclinó para hablarle, de aquella manera que solo ella era capaz de hacer, sin que un solo pelo de su cabello se moviera o apareciera el menor pliegue en su atuendo.
—Dentro de un rato te mostraremos algunos grabados.
La joven suspiró acalorada. Las paredes de aquella sala se le estaban cayendo encima. Miró a su hermano en busca de apoyo.
—Ya se los enseñareis mañana, madre. Debe de estar cansada —sugirió él.
—Cuanto antes mejor, Pedro —replicó María.
—No va a ir de una noche.
—Si ha de ser con uno de los presentes, podríamos comunicárselo antes de que partiera.
—Podrían quedarse unos cuantos días. Tenemos sitio de sobras...
—Tenéis razón —saltó Isabel, molesta por oírlos discutir sobre ella como si no estuviera allí—. Estoy cansada. Con vuestro permiso, me retiraré a mis aposentos.
Dicho esto, la princesa se levantó y tras rogar ceremonialmente que prosiguiera la fiesta, se retiró sin más y se encerró en su habitación.
Algo más tarde, oyó que alguien entraba sigilosamente en el cuarto. Reconoció la silueta de su hermano, pero se volvió en el lecho hacia el lado opuesto. El rey se sentó en la cama y suspiró.
—Aún sé cuando estás despierta —afirmó—. Y también sé cuándo estás enfadada.
—No estoy enfadada.
—¿Y despierta tampoco?
La joven chasqueó la lengua y se incorporó.
—¿Qué quieres?
—Saber lo que te pasa.
—No me pasa nada.
Pedro no la creyó, se quedó mirándola en silencio y ella frunció el ceño. El joven le concedió algunos segundos, pero como quiera que ella seguía con los ojos fijos en el suelo, volvió a tomar la palabra.
—Ya sé que no te gusta tener que casarte con alguien a quien no conoces.
—No parecía eso durante el banquete, a nuestra madre y a ti os ha faltado tiempo para exhibirme.
El rey se sorprendió de oírla decir eso y trató de replicar.
—Eso no es...
—Al fin y al cabo es de la única manera que puedo serte de utilidad.
—Isabel, yo no pretendía darte esa impresión. Nunca te obligaría a hacer nada en contra de tu voluntad.
La muchacha miró a Pedro, que estaba muy serio a su lado, y luego apartó la vista con los ojos empañados.
—No me obligarías —repitió con un hilo de voz—. Eso es lo que dices ahora, ¿crees que no lo sé? Pero mírate, eres el rey de Castilla, y pronto tus prioridades habrán cambiado.
El rey negó con la cabeza, pero Isabel tenía aún cosas que decir..
—Tu María estaba en la celebración, ¿sabes? Me parece que no la has visto —atacó.
Pedro ladeó la cabeza, cogido por sorpresa. Por un instante, se le vio tan dolido que su hermana casi se arrepintió de haberlo dicho.
—Había mucha gente —farfulló él— ¿Por qué no se acercó a saludarme?
—Quizá ya no sea lo bastante buena para ti —opinó Isabel, hiriente.
Pedro fue a abrir la boca, pero Isabel no quiso atender a razones. Solo podía pensar en Enrique y no le quedaba ánimo para preocuparse por el daño que le había hecho a su hermano.
—Quiero que te vayas. Déjame sola. Márchate y déjame sola.