XLV
PEDRO inspiró profundamente y se dio la vuelta en la cama. Pese a los días de descanso que había podido tomarse en el castillo de Arévalo, llevaba tiempo sin dormir bien y nunca más de unas pocas horas. Se masajeó la sien con los ojos cerrados, respirando contra la almohada. Le pareció oír que abrían la puerta y entreabrió los ojos, atisbando la silueta de Marcela en el umbral. Relajó los músculos y se hizo a un lado del lecho para dejarle sitio. La cama se hundió bajo el peso de la muchacha, pero sus cuerpos apenas se rozaron. Convencida de que los dos eran amantes, Antonia hacía que su hija acudiera regularmente a la cama del rey. Como Pedro no quería buscarle más problemas de los que ya tenía, permitía que se quedara en su habitación hasta la madrugada. Aunque no solían cruzar palabra, el rey empezaba a acostumbrarse a su presencia y no le era desagradable. Sin embargo, no era capaz de conciliar el sueño hasta que se marchaba, ya que el menor de sus movimientos lo mantenía desvelado. A veces ella también permanecía despierta, pero en la mayoría de ocasiones se quedaba adormilada hasta que un sonido súbito o una pesadilla le hacía dar un salto. Entonces miraba al cielo para hacerse una idea de la hora que era, avergonzada de haberse quedado traspuesta, y se deslizaba fuera de la estancia sin hacer ruido.
Marcela se movió, despacio, como si no quisiera despertarlo. Probablemente lo creía dormido, ya que Pedro había vuelto a cerrar los ojos y su respiración era acompasada. Después se quedó inmóvil un rato y el rey creyó que la joven se había dormido, pero enseguida la sintió moverse y no con el desmayo del sueño, sino con la prudencia consciente de la vigilia. Algo la inquietaba, y su desasosiego se trasmitía a las mismas sábanas con el roce de la tela cada vez que trataba de moverse conteniendo la respiración, para no molestar a Pedro. Este no le dijo nada, pues seguramente la muchacha se sentiría mal si creía que lo había despertado. Volvieron a quedarse en silencio, hasta que ella se alzó un poco, apoyada sobre el codo y Pedro adivinó sus ojos clavados en la nuca.
Marcela le puso la mano en el hombro con suavidad y se inclinó sobre él para verle la cara. Su mano temblaba. Pedro se obligó a mantener los ojos cerrados y a respirar con normalidad, aunque el corazón empezaba a golpearle el pecho con fuerza. De nuevo se hizo el silencio; Pedro intuyó sus movimientos cortando el aire como si los viera claramente a la luz del día. De repente, el frío metálico de una hoja afilada le hirió la garganta. El rey se volteó con presteza, pero ella fue más rápida de lo que había esperado y antes de poder agarrarla de las muñecas ya le había rasgado la carne.
Marcela dio un grito al notar que Pedro se le echaba encima. Los dos rodaron al suelo, enzarzados en el forcejeo, y Pedro la inmovilizó sobre el empedrado.
—¡A mí la guardia! —llamó el rey.
Aterrada, Marcela chilló, intentó golpearlo y pataleó para librarse de él. Al otro lado de la puerta, oyó las voces alarmadas de sus hombres y los golpes que daban a la madera. Echó un vistazo fugaz a la puerta y descubrió con sorpresa que estaba atrancada: Marcela la había cerrado al entrar.
Al estar distraído, la joven le acertó con un golpe en el mentón; Pedro lo encajó con un gruñido y se retrajo un instante, suficiente para que ella liberara una mano. La hoja de una daga relució en ella al tratar de clavársela de nuevo, pero él no se dejó sorprender y la asió una vez más. Entonces le apretó con fuerza el brazo para que soltara el arma. Marcela agitó el brazo libre, presa de la histeria y volcó una mesita en donde había una jofaina de agua. La vasija se hijo añicos en el suelo. De una patada, Marcela alejó a Pedro de ella y se refugió en un rincón, al tiempo que la guardia echaba abajo la puerta.
Tres soldados entraron con las espadas desenvainadas. La muchacha los miró con ojos desencajados y gimió despavorida. Como aún tenía la mano crispada firmemente sobre la daga, los guardias avanzaron sobre ella con gesto adusto. Pedro se volvió hacia ellos y después hacia el aterrorizado rostro de la chica acorralada. Hincó la rodilla en el suelo para incorporarse y alzó la mano para retener a sus hombres.
—¡Esperad!
Ellos parecieron no haberle oído. Marcela apretó la empuñadura de la daga, sacudida por violentos temblores. Por un instante sus ojos se encontraron con los de Pedro.
—¡No! —gritó este.
Se abalanzó sobre ella, justo cuando la joven dirigía el puñal contra su pecho y se lo clavaba en el corazón. Sus ojos quedaron en blanco y su cuerpecillo se estremeció antes de caer inerte hacia delante. Pedro trató de llegar a tiempo de sostenerla, pero sus guardias lo retuvieron.
—No, Majestad.
Reconoció la voz de Men Rodríguez a su lado, pero se sacudió de encima la mano que lo retenía y se abrió paso hasta el cuerpo de Marcela.
—¡Traición! —exclamó el capitán Men— ¡Marcos, avisa a la guardia!
El aludido se irguió de inmediato y corrió hacia la puerta.
—Quieto —ordenó Pedro.
Los tres se volvieron hacia el rey, que seguía junto al cadáver. Men Rodríguez vio en ese instante que el joven tenía el cuello ensangrentado y añadió.
—Haz llamar también al médico —titubeó, al recordar que el médico que acompañaba el ejército se había quedado en el campamento—. Envíale el caballo más veloz y que venga enseguida.
—¡No! —replicó Pedro.
En su voz no había temblor; su rostro era duro como la piedra. Men supo que no hablaba a través de la conmoción.
—Majestad —se ofreció, en espera de órdenes.
Pedro inspiró lentamente. Soltó la mano de Marcela y apretó los puños.
—No deis la alarma. Sed discretos: que todos permanezcan en sus puestos y que nadie abandone el castillo —los miró directamente—. Ella no lo ha hecho sola.
El capitán asintió. Se daba cuenta de que, en su nerviosismo, de había dejado llevar por la precipitación.
—Avisaré al conde de Lemos —murmuró.
El rey asintió y les hizo un gesto con la cabeza para que salieran. Men se llevó la mano al pecho como saludo al rey y ordenó a Marcos que guardara la puerta de la estancia, antes de salir con el otro guardia.
Eduardo de Castro apareció en cuestión de minutos y Marcos le franqueó el paso sin dilación. Entró en la habitación en silencio y estudió la escena durante unos segundos. Marcela seguía en el mismo sitio, aunque había caído al suelo de lado y en el empedrado empezaba a acumularse un charco de sangre. Localizó a Pedro sentado en la cama, con el mentón apoyado sobre el dorso de la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con calma.
—Intentó apuñalarme mientras dormía.
—¿Estáis bien?
—Sí.
Eduardo se agachó junto al cadáver y pasó los dedos por la empuñadura de la daga que aún llevaba clavada. Miró a Pedro desde su posición y dijo a modo de aseveración:
—Habéis sellado el castillo.
—Esto no fue idea suya.
—Podría serlo, por venganza.
—Estaba demasiado asustada. Y no era de mí —afirmó el rey.
El conde se levantó y se cruzó de brazos.
—Iré por Antonia.
—Bien.
—El príncipe Eduardo sugiere que esperéis en sus aposentos —añadió—. Yo también creo que es lo mejor.
Pedro levantó la vista, pero el conde se adelantó a sus objeciones.
—Estaréis más seguro.
El rey suspiró y cedió a sus deseos, de modo que abandonó el dormitorio tras su aliado. El soldado Marcos cerró la puerta a su espalda, después de echar un último vistazo al cuerpo desangrado de Marcela que yacía sobre el empedrado, y Eduardo le ordenó que se quedara montando guardia como si el rey siguiera dentro y que, por supuesto, se asegurase de que nadie entraba. Después, Pedro y él se separaron.
El rey fue conducido a la estancia del príncipe, fuertemente custodiada por soldados ingleses de rostro grave y sobrio. Eduardo de Gales lo esperaba dentro, completamente vestido, paseando de un lado a otro de la habitación con expresión desazonada. Nada más verlo entrar, se le acercó a grandes zancadas y rodeó a Pedro en un estrecho abrazo.
—Primo, me alegro mucho de que estéis bien.
Pedro esbozó una leve sonrisa y apretó el hombro de su aliado antes de romper el abrazo. Cara a cara, Eduardo lo miró a los ojos un instante, sin querer disimular la preocupación.
—No ha sido nada —le aseguró Pedro.
Aún así se sometió al silencioso examen de su pariente unos segundos, sabedor de que su atención nacía de una simpatía sincera. Si algo había aprendido de él en aquellos meses era que Eduardo, aun siendo como era uno de los guerreros más temidos de todo el continente, tenía la habilidad de ponerse y quitarse el atuendo militar como por ensalmo y, cuando no era ese papel el que se le requería, era un caballero atento y verdaderamente afable. Al parecer, aquel asunto lo había trastornado de verdad.
—Permitid que os traiga algo de ropa —ofreció Eduardo, palmeando el antebrazo de su pariente. Y añadió, señalando la herida del cuello con un gesto de barbilla—. También hay que curaros eso.
Mientras Pedro se ponía las ropas prestadas en lugar de su camisa manchada de sangre, Eduardo salió un momento a hablar con sus hombres. Regresó acompañado de su segundo al mando, el capitán John Chandos, un caballero alto, con el pelo corto y rubio y facciones rectas. Inclinó la cabeza ante Pedro.
—Sire.
Pedro correspondió al saludo. Había oído la voz en contadas ocasiones, ya que el caballero no hablaba su idioma y solía dirigirse a Eduardo de Gales con discreción cuando creía necesario decir algo en presencia de los castellanos.
—El capitán Chandos os curará la herida, si se lo permitís. Descuidad, es de confianza, y además un excelente físico —le dijo Eduardo al rey.
Pedro negó con la cabeza y repitió que no era más que un arañazo, aunque al hacerlo la misma herida a la que le quitaba importancia se le resintió. Sentado sobre la cama de Eduardo, apretó los párpados para ahogar una mueca de dolor. El príncipe movió la cabeza en su dirección y John acudió frente al rey, se sentó en una esquina del lecho y aguardó a que se repusiera para pedirle permiso con la mirada antes de examinarlo. Pedro se dejó aplacar por los serenos ojos azules del extranjero y permitió que sus hábiles manos palparan la herida. Le habló a Eduardo en inglés.
—Tendrá que poneros un par o tres de puntos —tradujo el príncipe.
Pedro esbozó un gesto indefinido, entre asentimiento y encogimiento de hombros, y su expresión ausente arrancó un escalofrío a su primo. Apenas cambió mientras John le lavaba la herida y la desinfectaba, salvo para acusar molestia de tanto en tanto. Impotente, Eduardo retomó su paseo nervioso por la estancia, mientras rezongaba lleno de indignación.
—¿Quién puede haber sido...? Ninguna persona honorable haría tal cosa. In your sleep!
Eduardo de Gales parecía muy afectado, casi más que el propio rey. Pedro captó una sonrisa fugaz de John Chandos. Este conocía al príncipe desde hacía años y sabía bien que si algo era incapaz de comprender era la traición y el deshonor, incluso en tiempos de guerra. Él, en cambio, siempre había sido más pragmático. Al darse cuenta de que el rey castellano lo miraba, el capitán suspiró y le habló con fuerte acento.
—Esto os va a doler.
Mientras lo decía le mostró la aguja con la que se disponía a suturar. El rey tomó aire y lo instó a continuar: había recibido heridas mucho peores y podría resistir unos simples puntos. Aún así, John se esforzó por ir todo lo rápido que pudo, pues la localización de la herida la hacía especialmente incómoda y durante el rato que duró la cura, Pedro tuvo dificultades para respirar con normalidad. Eduardo hizo lo posible por dominar su enfado, sirvió vino para los tres y les tendió sendas copas a sus compañeros.
El conde de Lemos llegó al cabo de un rato y entró en los aposentos sin ser anunciado. Los tres hombres que había en el interior se levantaron enseguida y Pedro avanzó hacia él con expresión inquisitiva.
—La esposa del condestable estaba en sus habitaciones. Al principio sus sirvientes trataron de impedirnos el paso y tuvimos que reducirlos —informó—. La dama se puso histérica al saber de su hija. Insistió que no sabía nada del atentado. Pero miente, tenía el equipaje hecho, lista para escapar.
Pedro resopló burlón, aunque el gesto estuvo a punto de hacerle toser y bebió vino despacio para evitar que se le abriera de nuevo la herida.
—¿Creéis que actuaron solas? —preguntó el príncipe de Gales.
—No —admitió el noble—. Pero es una mujer dura.
—¿Podéis hacer que hable? —intervino el rey, con voz rasposa.
Aquellas primeras palabras tras la sutura debieron de darle una buena punzada, pero su rostro no lo exteriorizó. Eduardo de Castro y él se miraron fijamente.
—Sí —repuso con tranquilidad—. Si es lo que queréis que haga.
Tras unos segundos de incertidumbre, Pedro asintió con lentitud. El príncipe de Gales bajó la mirada; Eduardo esbozó un ademán de conformidad y fue a abandonar la habitación, pero notó que Pedro se disponía a acompañarlo y se detuvo.
—No tenéis que verlo —le dijo.
Los ojos del rey relampaguearon.
—Soy lo bastante mayor como para decidirlo, conde.
El noble se acarició la barbilla un instante, con expresión críptica. Pedro no estaba enfadado con él de manera específica, pero lo acabaría estando si se le oponía ahora. Además, tenía razón. Y estaba en su derecho.
—Vamos.
Pedro asintió y se volvió un momento hacia el príncipe inglés, que asistía a la conversación con las mandíbulas tensas. El rey suavizó la voz.
—Gracias por la ropa, primo.
Salió en pos del conde de Lemos, dejando a Eduardo de Gales y a John Chandos a solas.
—She is a woman —lamentó el príncipe.
John se encogió de hombros. Se levantó y recogió los paños ensangrentados, la jofaina, el hilo y la aguja, para dejarlos a un lado.
—And a traitor —apuntó.
Como el conde de Lemos había asegurado, Antonia fue difícil de doblegar. Hicieron falta horas de tortura hasta que un nombre brotó de sus labios. Cuando Eduardo y Pedro regresaron de las cámaras subterráneas, el cielo del este ya clareaba.
—¿Dónde está?
—Marchó al campamento.
—Prendedlo.
******
Diego de Zúñiga apenas logró pegar ojo aquella noche. Inquieto en su pabellón, escrutaba el cielo estrellado cada pocos minutos, para hacerse una idea exacta del paso del tiempo. Su mente era un no parar, cada uno de los pasos del plan desfilaba ante sus ojos una y otra vez. Si todo había ido como estaba previsto, Marcela estaría en la habitación del rey; pronto, Pedro habría muerto y su querida Antonia escaparía con su hija lejos de Arévalo. En cualquier momento, la noticia correría por el campamento y sembraría el caos. Pero nadie sospecharía de él: Antonia y Marcela habrían actuado para vengar al condestable caído. ¿Por qué iba alguien a dudar de ello cuando la misma huida las inculparía? Seguramente ni siquiera serían perseguidas, pues con el rey Pedro caído la guerra habría acabado y más les valdría a sus aliados escapar para salvar sus propias vidas o arrastrarse ante Enrique para que este los perdonara. Y él sería un héroe, con Antonia a su lado.
Sin embargo las horas pasaban y el mundo tras la lona de la tienda seguía en calma. Diego se tumbó sobre el lecho con las manos en la nuca y maldijo entre dientes, cada vez más nervioso. Tenía que admitir que había tenido sus dudas, pero Antonia le había asegurado que lo tenía todo bajo control: que Marcela gozaba del favor del rey, que la joven no fallaría. No había tenido otra salida, se repitió: Pedro no le perdonaría que su hermana sufriera ningún daño y acabado el conflicto caería en desgracia o algo peor. Pero Marcela... Marcela no parecía haber heredado nada de su decidida y orgullosa madre. Sintió que las manos le temblaban: si algo había fallado sería su fin. Tenía que huir de allí lo antes posible, se dijo. No obstante, reticente a aceptar ese destino, decidió esperar un poco más. No era momento de precipitarse.
Al poco de despuntar el sol en el horizonte ya no pudo contenerse. Saltó de la cama y se preparó para partir sin ayuda alguna. Estuvo listo enseguida, pero aún así esperó un tiempo prudencial antes de abandonar la tienda. Empezó a pasear arriba y abajo y finalmente, incapaz de distraerse de cualquier otro modo, se acercó a la entrada, apoyó la oreja contra la lona y escuchó. Después la abrió con cuidado y escudriñó en la fría neblina que parecía emanar de la tierra durante las primeras horas de la mañana. El campamento estaba desierto y apenas se oía un murmullo indefinido de voces y ronquidos en el interior de las tiendas o cerca de los rescoldos de las hogueras. Las antorchas clavadas en el suelo mediante estacas para alumbrar el enclave brillaban con poca intensidad al estar casi agotadas. Se estremeció al salir del pabellón y fue muy consciente del ruido que hacían sus pasos sobre la tierra reseca, en contraste con el silencio reinante. Inspiró y echó a andar.
Tardó varios minutos en cruzarse con algún alma, un paje joven y paliducho que le lanzó una mirada fugaz al pasar, pero no le prestó mayor atención. La presencia de soldados armados completando su guardia lo intranquilizó algo más, pero ninguno de ellos le dirigió la palabra así que se limitó a agachar la cabeza y caminar con decisión hacia el árbol al que había ligado su montura. Se disponía a montar cuando vio a Fadrique Silva y a Cristóbal Valcarce que se le acercaban. Tras ellos iba Men Rodríguez y cuatro miembros de la guardia real, Nández, Marcos, Alberto y Francisco.
—Señor de Zúñiga, os buscábamos —le dijo Fadrique con frialdad.
—Ya me habéis encontrado. Por desgracia me cogéis a punto de marcharme.
—Me temo que eso no va a ser posible ahora. El rey desea veros.
—¿El rey? —Diego hizo lo posible para que la voz no le temblara— ¿Qué desea de mí ahora? Nos despedimos ayer.
—Eso deberéis preguntárselo vos, mi señor —opinó el señor de Valcarce— Os ruego que nos acompañéis.
Los soldados dieron un paso al frente y Diego retrocedió.
—Sin ánimo de desairar a su Majestad, si no parto de inmediato no llegaré a mis tierras hasta mañana—objetó con voz tensa—. Él mismo me encomendó la misión de...
—Insisto.
Diego tragó saliva. Sin apartar la mirada un momento de Cristóbal y Fadrique, acarició la posibilidad de negarse. No obstante, observó que Men y los suyos tenían la mano sobre la empuñadura de sus armas y estaba seguro de lo apresarían por la fuerza de ser necesario.
—De acuerdo —aceptó con un gruñido desfallecido.
La guardia real lo rodeó y lo obligó a avanzar en pos de los dos caballeros prestos a utilizar las espadas. Y Diego avanzó, con la vista fija en la espalda del portugués, los dientes y los puños apretados para evitar lanzar un grito de rabia.
—Debería hacerlo colgar —murmuró el rey Pedro.
Eduardo de Castro contempló la ciudad desde el ventanuco de la sala, situada en la parte alta de la torre. La ciudad renacía con la luz del día, se llenaba de nuevos sonidos y voces, gritos, pullas y rutinas informes. Los soldados, que aún ocupaban las calles, patrullaban sin descanso y eran rehuidos por los ciudadanos. Desde algún punto se oyeron las campanas de la iglesia, que tocaban el cambio de hora.
Se volvió hacia Pedro, sentado en una butaca de la habitación, con los hombros hundidos por la fatiga acumulada en una de las noches más largas de su vida. Un poco antes había querido hacerle desayunar algo, pero el rey no había podido tragar sólidos sin que el vendaje de la garganta se le tintara de rojo y había tenido que conformarse con que bebiera algo de leche y miel. Miró también a su amigo Eduardo de Gales, que había tomado asiento en otra de las butacas y apoyaba la barbilla sobre las palmas unidas en reflexión.
—Es un caballero, de sangre noble y antigua —respondió el príncipe inglés—. No podéis ejecutarlo.
—Es un traidor que ha conspirado contra vuestra vida —refutó el conde—. La nobleza de su sangre ya no le otorga el beneficio de la duda.
—Ha cometido una atrocidad y por ella ha sido prendido, pero al menos merece un juicio.
—Si los hombres se enteran de que no recibe un castigo ejemplar, los contrarios a Pedro se envalentonarán.
Pedro escuchó a sus dos aliados, tan distintos entre ellos y a la vez tan unidos como si hubieran nacido de la misma madre. Se pasó la mano por el pelo y se levantó; paseó hasta la pared y apoyó un puño en ella, golpeándola distraídamente mientras pensaba. En príncipe de Gales apuntó la posibilidad de entregarlo a Enrique de Trastámara, a cambio de un rescate. El conde de Lemos no discrepó, aunque como quiera que no estaba seguro de que, para empezar, hubiera habido dinero de Trastámara tras el intento de asesinato dudaba que ahora el bastardo quisiera hacerse cargo. Si pagaba para rescatar a Zúñiga admitiría que él lo había enviado y, si no Enrique al menos sí Rodrigo, sabía que relacionar su nombre con prácticas de tan baja ralea no era la mejor manera de ganarse un reino dividido.
—Su hijo, ¿qué edad tiene? —intervino Pedro.
—Debe de andar por los veinticinco, Majestad —contestó Eduardo de Castro.
—¿Creéis que estaba implicado? —preguntó el inglés.
Pedro sacudió la cabeza negativamente.
—No tengo por qué. Pero con su padre aquí, él controla el oeste de la meseta. Y necesitamos el oeste.
Eduardo de Gales frunció el ceño ligeramente, comprendiendo la situación geográfica y estratégica que, en esos momentos, retenía la mano del rey.
—Tomad a Diego como prisionero —ofreció el inglés a modo de solución—. Servirá de garante de la lealtad de su hijo.
Eduardo de Castro asintió, conforme. De momento salvaría la situación; acabado el conflicto, era más que probable que aquella discusión se repitiera. Quizá entonces Pedro, con la cabeza más fría, sí siguiera el consejo político del príncipe y accediera a dejar con vida al noble. En contra de su propio parecer, el conde decidió que si se daban esas circunstancias, él no se opondría.
—De acuerdo. Haré que lo encarcelen en Medina, donde será mi prisionero hasta nueva orden —accedió Pedro—. Respecto a Antonia...
Los otros dos guardaron silencio.
—Permanecerá encerrada en Arévalo —prosiguió el rey—, despojada de su dignidad, hasta el fin de sus días. O de los míos.
Miró a sus compañeros, por si tenían algo que objetar. Ninguno abrió la boca.
—Los soldados que estaban en contubernio con ellos serán ahorcados en la plaza pública —concluyó Pedro desapasionadamente—. Servirá de ejemplo para los hombres “que me son contrarios”.
De nuevo, ninguna objeción. Pedro se llevó la mano al vendaje y carraspeó suavemente, pues su voz enronquecía al hablar un rato seguido.
—Primo, preparad a vuestros hombres —le pidió al inglés. Después, se dirigió al conde de Lemos—. Que mi ejército esté listo. Mañana levantaremos el campamento y marcharemos al norte: ya hemos pasado demasiado tiempo entre estos muros.
Eduardo de Gales asintió levemente como despedida. El conde de Lemos, a su lado, le puso la mano en el hombro con camaradería antes de que saliera en busca de Chandos. Después, él mismo se dispuso a cumplir las órdenes recibidas.
—Conde...—lo retuvo Pedro.
—Mi señor.
—¿Quién creéis que lo planeó? ¿Ella o él?
Eduardo frunció el entrecejo y torció los labios.
—Confieso que no lo sé.
Pedro suspiró y se quedó callado un momento. Eduardo aguardó paciente a que volviera a hablar.
—Dejad que Antonia vele a su hija antes de encerrarla. Y aseguradle que Marcela será debidamente enterrada.
El conde le hizo una reverencia.
—Así se hará, Majestad.