XXXIV

EL día anterior a la marcha del rey amaneció despejado, ya que el viento del otoño llevaba soplando toda la noche y había arrastrado a todas las nubes consigo. El cielo presentaba un azul pálido y el sol era de color blanco y calentaba poco. Pese a todo, el aire estaba limpio y se respiraba un ambiente agradable. En el Alcázar reinaba la calma, una suerte de tensa espera, ya que apenas quedaba nada por hacer antes de que el rey se marchara. Los grupos de soldados que entraban y salían del patio lo hacían en silencio, sin el alboroto y las ordenes cruzadas de los días precedentes. Ahora ya todo el mundo sabía lo que tenía que hacer y adónde tenía que ir. La princesa paseaba entre toda aquella quietud, contemplando el paso de los vigías y los movimientos rápidos y precisos de los mozos que enjaezaban a los caballos de guerra y les ajustaban las cinchas. Al llegar al patio principal, tuvo tiempo de ver como un carruaje salía rápidamente por encima del puente levadizo y se perdía de vista al bajar por la loma hacia las aldeas del sur. Frunció el ceño, era Juana la que se marchaba.

Volvió a entrar en el castillo y fue en busca del monarca, sin saber muy bien qué otra cosa hacer. Pedro estaba en una sala amplia, practicando el manejo de la espada con uno de sus capitanes, mientras a su alrededor, otros tantos soldados hacían ejercicios y de vez en cuando animaban a su rey. Isabel se quedó en un rincón, sin llamar la atención, para ver el combate de Pedro. Era bastante hábil, ligero y contundente a la vez; siempre le había gustado verlo luchar y en aquella ocasión en concreto, la estampa le quedó grabada y la llenó de serenidad.

Cuando finalizó la sesión de entrenamiento, la princesa se retiró discretamente, para esperar a que los demás salieran. Solo quedaron Pedro y el capitán, que se marchó una vez devueltas las espadas a sus colgaderos. Isabel se aproximó.

—Hola, preciosa.

—Hola.

—¿Qué te ha parecido? ¿Me das el visto bueno?

—Majestad, que Dios se apiade de vuestros adversarios en el campo de batalla.

Acto seguido, Isabel tomó una espada de manos de su hermano y la esgrimió con cierta gracia. Pedro rió y aceptó el desafío, de modo que en pocos segundos los dos jóvenes se estaban batiendo en un duelo juguetón. La infanta lo hacía bien, pero no estaba acostumbrada al peso de la hoja, así que tras unos minutos empezó a flaquear. En un gesto brusco, hizo caer otras tantas espadas de sus soportes y estas se estrellaron contra el suelo con estrépito.

—¡Por el amor de Dios, Isabel! ¿Es que no te basta con una espada?

—Lo siento...

—¿Te has hecho daño?

—No, yo...

Se detuvo al ver la expresión socarrona del rey y, recomponiendo un gesto digno, se alisó la falda.

—Esta espada es demasiado pesada —protestó.

—Demasiado pesada, ¿eh?

—Exacto.

—Ven.

La cogió de la mano y la llevó al extremo opuesto de la estancia, donde había un arcón enorme. Se agachó, lo abrió y rebuscó unos instantes, hasta sacar un fardo alargado.

—¿Qué es?

—Espera.

Deshizo un par de nudos y apartó una gruesa tela. Debajo aún había otro envoltorio, de tela más fina. Al quitarlo, descubrió una finísima hoja de acero curvada, con la empuñadura de oro y cordura negra, labrada con inscripciones musulmanas y piedras preciosas. Entre ellas destacaba un brillante rubí y, al lado, un diamante tabla negro como el carbón. Isabel la miró fascinada.

—Es una maravilla...¿es un sable musulmán?

—Sí, una cimitarra.

Se la dio a Isabel, que la sostuvo como un tesoro: además de hermosa era extraordinariamente ligera.

—El rey de Granada, Muhammad V la envió por mi coronación. Nuestro padre y el suyo firmaron la paz en Gibraltar.

—¿Qué significan las inscripciones?

—Me dijeron que significaba algo así como “La que ilumina el camino”.

—Es magnífica.

—Quiero que te la quedes.

Isabel no se lo esperaba y levantó la vista: Pedro la miraba con los ojos brillantes. Se dio cuenta de que en todos aquellos días, ninguno de los dos había hecho alusión a su inminente separación.

—Gracias.

Él sonrió y desvió los ojos hacia algún punto indeterminado de la pared.

—Hace tiempo que no salimos a dar un paseo a caballo tú y yo —comentó.

—Es cierto, más de un año.

—¿Te apetece?

—¿Ahora?

—Sí, si quieres.

Ella asintió.

—Por supuesto, mi señor, pero solo si yo llevo las riendas.

Cabalgaron durante horas e Isabel condujo a Janto a una velocidad vertiginosa, espoleándolo más y más. Quería llegar lo más lejos posible; quería llegar hasta el fin del mundo. Pedro le rodeaba la cintura con los brazos, embriagado por su vitalidad, divisando tan solo un instante cada rincón de los campos y prados por los que pasaban. Se detuvieron a orillas del río y desmontaron acalorados. Pedro se inclinó para refrescarse y después se tendieron sobre la hierba. Isabel se concentró en oír la respiración de Pedro, porque la tranquilizaba.

—Juana se ha ido —musitó la princesa, más una afirmación que una pregunta.

Pedro suspiró.

—Le dije que sería mejor que volviera a Sevilla, donde su padre puede protegerla.

—Podría haberse quedado en la corte y esperarte.

—Estará mejor con su padre —insistió él, tajante.

Isabel sabía que no estaba enojado con ella, sino con aquella conversación y adivinó que no mucho antes había tenido que mantenerla con la dama en cuestión. Conociendo a Juana, era poco probable que se hubieran separado en buenos términos. Guardó silencio, mientras su hermano forzaba una sonrisa.

—Ya ves, nunca cambiaré. Me gusta cortejar a las doncellas.

Ella fingió no darse cuenta del ligero temblor de su voz. Se incorporó y se quedó sentada con las rodillas flexionadas a la altura del pecho, jugueteando con un guijarro.

—Pedro, ¿sabías de la existencia del conde de Trastámara?

El rey se volvió hacia ella y se puso la mano a modo de visera para protegerse del sol. Negó con la cabeza. Isabel apretó los labios y apoyó la cabeza en las rodillas para disimular la emoción.

—¿Cómo es él? —le preguntó Pedro.

—¿Quién?

—Enrique de Trastámara. Tú lo has visto en persona.

La princesa sintió un escalofrío, como cada vez que oía su nombre.

—No es de ninguna manera —repuso, mirando hacia el lado contrario.

—¿Estás bien?

Se incorporó y la tocó en el hombro para que se girase.

—¿Por qué lloras?

Isabel soltó una carcajada amarga.

—¿A ti qué te parece?

Pedro miró al suelo, pero siguió con la mano en su hombro.

—Lo siento —le dijo él.

—¿Por qué?

—Por todo. Todo esto es culpa mía. Todo el mundo me lo advirtió y yo no quise escucharles.

—No digas eso.

—Es la verdad. Gabriel sabía que esto iba a ocurrir; supongo que hasta yo lo sabía. Y aún así seguí adelante.

—Entonces también es culpa mía. Pude detenerte y no lo hice.

Isabel se enjugó las lágrimas, suspiró y se levantó para lavarse la cara en el río. Cuando se volvió, Pedro también estaba en pie.

—Será mejor que nos vayamos —le dijo el joven.

Ella estuvo de acuerdo, pero al acercarse al pura sangre que tan bien conocía titubeó.

—¿Podrías llevarlo tú esta vez?

El rey, que le estaba tendiendo las riendas en aquel momento, se sorprendió mucho de aquella petición.

—Claro —accedió.

Montó sobre Janto de un brinco y le tendió la mano para ayudarla a montar detrás. Una vez listos, hizo que el animal se echara al trote. Isabel le rodeó la cintura con los brazos y le apoyó la cabeza en la espalda. Mientras, Pedro aminoraba la marcha para que el paso del animal fuera suave y el tiempo pasara más lento.

A la mañana siguiente, Eduardo de Castro formó a los hombres en torno a Pedro y al llegar Isabel, los soldados les rindieron homenaje enarbolando las lanzas. Incluso el callado conde de Lemos se unió a las salvas, levantando su espada. Tras la princesa, se agrupó la corte para despedir al monarca. Alfonso estaba a su derecha, un par de pasos más atrás, con los demás miembros del consejo. Julia, a su izquierda, tratando con todas sus fuerzas de que Alberto no partiera viéndola llorar. En un momento dado todos guardaron silencio. Pedro se les acercó y sonrió a su hermana. Estaba nervioso, Isabel podía notarlo, pero no titubeó ni tembló al tomarle la mano. La infanta flexionó las rodillas para hacer una reverencia y a su espalda, toda la corte se arrodilló.

—Que Dios esté con vos, querida hermana, y os proteja en mi ausencia.

—Que Dios esté con vos, mi señor y rey. Que os acompañe en la batalla y os traiga de vuelta victorioso.

Isabel se incorporó, se quitó el anillo con la P que llevaba puesto en el dedo y lo deslizó entre las manos de Pedro.

—Llévatelo —le dijo en voz baja—. Te traerá suerte.

El rey le apretó las manos entre las suyas. Una vez la soltó, los soldados lanzaron gritos de guerra, sonaron fanfarrias de despedida y los presentes aclamaron al monarca mientras montaba en su caballo. A los pocos segundos se lanzó al galope y la guardia real lo siguió; Eduardo compartió una mirada rápida con la infanta y después cabalgó en pos de su señor. Isabel los siguió con la vista, hasta que ya no pudo distinguirlos.

Algo más lejos, desde la cima de una loma, María de Padilla contempló también el paso del cortejo de Pedro por el valle y murmuró unas palabras de despedida antes de volver grupas, cuando el último de los jinetes hubo desaparecido en el horizonte.