XXXIII
QUÉ hacéis aquí, conde?
—Deseo entrevistarme con vos, si me lo permitís.
Pedro se mantuvo distante. Había dormido pocas horas y estaba intranquilo, porque estaba a punto de reunirse en consejo con sus aliados y sus generales para enseñarles la declaración de guerra y preparar sus ejércitos. Y ahora una visita inesperada, Eduardo de Castro, estaba ante él.
—Si hubierais anunciado vuestra llegada, os habría recibido mejor.
—No tiene importancia, mi señor.
—Siento insistir, pero ¿a qué habéis venido?
El conde sonrió para sí, pues era natural que desconfiara de él. Los dos se observaron mutuamente: tenían una altura similar y rubio cabello ondulado, aunque los rasgos de Pedro eran más finos y evidenciaban su mayor juventud. Para muchos, ese hecho bastaba para menospreciarle. No obstante, hablaba con una seguridad envidiable y Eduardo respetaba eso.
—Habéis convocado a vuestros nobles al consejo de guerra. Me gustaría unirme a vosotros.
El monarca no disimuló su recelo.
—No contaba con eso.
—No entiendo por qué.
Pedro lo invitó a tomar asiento, pero Eduardo rehusó con una inclinación de cabeza, así que el rey también permaneció en pie.
—Me consta que no ignoráis que el barón de Mendoza es el precursor de este levantamiento y la casa de Lemos lleva tres generaciones unida a la de Mendoza.
—Comprendo, señor. Sólo que yo no soy mi padre.
El rey frunció el entrecejo imperceptiblemente. Debía admitir que sabía mucho menos de Eduardo de Castro que de Juan, del que Gabriel le había hablado a menudo durante su formación. Sin embargo, eso no hacía diferentes las cosas.
—Eso es cierto, pero al fin y al cabo vos y no vuestro padre tratasteis de vetarme en las Cortes de Valladolid.
—Tenéis razón —admitió el conde de Lemos—. Pero ahora he cambiado de opinión.
Pedro lo miró a los ojos con intensidad.
—¿Os enfrentaríais a Rodrigo? ¿Por qué?
Eduardo inspiró pensativo y echó un vistazo en derredor. Guardó silencio unos instantes, hasta que repuso con voz calma.
—Sabéis, era algo más joven que vos cuando pisé este castillo por primera vez —comentó a modo de respuesta.
El rey no supo qué contestar. Sin embargo, aún a sabiendas de que lo esperaban en la sala contigua, tomó asiento en el borde de la mesa con cara de curiosidad y lo invitó a continuar.
—No era más que un crío y me enamoré de una moza del servicio. Quería casarme con ella.
El conde fijó la vista en la ventana. Al recordar, su rostro se tocó de melancolía.
—Hablé con mi padre, pero no me hizo ningún caso. Me puse cabezota, discutimos. Decidió enviarme a Inglaterra; siempre supe que no era solo para aprender, sino para que la olvidara. No sé qué fue de ella.
—Lo siento.
—No me malinterpretéis. Yo no. No culpo a mi padre; creo que fue un gran hombre que actuó siempre como creyó más conveniente en cada situación. He sido testigo de cómo lo hizo durante años. Protegió los intereses de la familia y los míos. E hizo lo posible para que yo fuera como él.
—No entiendo lo que queréis decir —confesó Pedro.
—Que yo, como él, actuaré como crea más adecuado, mi señor. El barón de Mendoza no tiene nada que ver.
El rey inspiró y se levantó para pasear por la habitación. Eduardo observó sus movimientos con el ojo entrenado de un soldado: Pedro andaba con convicción, pisaba el suelo sin titubeos, pero al tiempo tenía una elegancia innegable: era parco en sus gestos, pero los que se permitía los describía con desenvoltura. Ignoraba si aquel equilibrio entre ardor y templanza le era innato o si había tenido que esforzarse por aprenderlo. Mientras trataba de descubrirlo, la voz del muchacho interrumpió sus pensamientos.
—Si el conde de Trastámara dice la verdad, él sería el primogénito de mi padre y el legítimo rey. ¿Creéis que lo justo es estar de mi lado?
Eduardo curvó los labios en una tenue sonrisa.
—Majestad, no os equivoquéis con esta guerra. No se trata de justicia sino de política. He visto lo que estáis haciendo en Castilla y creo en ello. Os seguiré, no porque crea que sea lo más justo, sino porque considero que sois el mejor rey.
El rey desvió la vista un momento, asimilando aquellas palabras, y después volvió a posarla en el conde. Sus ojos de oro relampaguearon y ladeó un poco la cabeza.
—¿Qué me pedís a cambio, mi señor?
Eduardo sonrió de nuevo, de manera fugaz.
—Vuestra confianza. Eso sería suficiente.
Pedro soltó una carcajada suave.
—Eduardo, no puedo aseguraros que vayamos a ganar, pero vuestra ayuda nos será muy preciosa. Si estáis dispuesto a seguir adelante, venid conmigo y entrad a mi lado en la sala del consejo. Vamos a la guerra.
El conde de Lemos hincó una rodilla en el suelo.
—Os seguiré, mi señor. Hasta la muerte.
******
Bertrand du Guesclin abandonó el valle del río Carrión, donde se había establecido el campamento de los ejércitos de Enrique de Trastámara: unos 15.000 hombres, entre infantes, arqueros, lanceros y caballeros. Su propia compañía de mercenarios era parte importante del ejército y los nobles capitaneaban el resto de divisiones bajo su coordinación. Astudillo, la única fortaleza que se les oponía en el norte, pensó, caería antes de que Pedro pudiera llegar hasta ellos. Solo era cuestión de tiempo. Con decenas de estrategias en mente, regresó a Burgos a galope tendido. Al llegar, se aflojó la coraza y fue directamente en busca de Rodrigo. Para su sorpresa, lo encontró visiblemente contrariado.
—Que vous arrive-t-il? —le preguntó.
El barón se volvió sobresaltado, porque no lo había oído llegar. Se dejó caer en una butaca y se mesó la negra barba, antes de espetar.
—El conde de Lemos se ha puesto del lado de Pedro de Borgoña.
Bertrand tomó asiento frente a él, estudiando las palabras de su interlocutor con más serenidad que este.
—Creí que dijisteis que nos apoyaría.
—Eso creía —gruñó Rodrigo.
—Es un duro revés. Sin él hemos perdido el noroeste. Sin duda acudirá en ayuda de Valcarce. Avanzar contra él nos desgastaría antes de enfrentarnos al grueso de las tropas de Pedro.
—Todo el oeste es suyo. Diego de Zúñiga lo seguirá —añadió el barón—. Con Eduardo nos hemos ganado un gran enemigo, mi señor. Pedro lo ha nombrado general de sus ejércitos.
El francés levantó las cejas y se pasó la lengua por los labios, en un gesto característico que hacía cuando cavilaba.
—En ese caso, ¿querríais hablarme de él? Considerando que será mi homólogo en el bando contrario, desearía saber todo cuanto pudierais decirme. ¿Qué clase de hombre es?
Rodrigo soltó una carcajada amarga.
—Es un virtuoso del arco. Aparte ha pasado varios años en Inglaterra estudiando tácticas militares.
—Conozco bien las tácticas inglesas. Llevo años combatiéndolas con éxito.
—Pero no conocisteis a su padre. Creedme, Eduardo está más preparado de lo que creéis.
—Parece que le temáis.
—En absoluto. Pero admiro a todo gran rival y a este lo conozco desde que nació: es muy peligroso.
—¿Peligroso? —repitió Bertrand.
—Eduardo es brillante. Jamás le he oído decir una palabra más alta que otra, jamás desobedecer a su padre. Es frío, preciso. Observa, escucha y actúa; apunta y dispara. Se ha pasado la vida buscando respuestas. Si ahora cree haberlas encontrado en ese chico, en Pedro, el rey no encontrará un servidor más leal. No se detendrá ante nada.
—Comprendo.
El bretón suspiró.
—Tengo la impresión de que ya os esperabais esto, monsieur.
—Era una opción. Lleva muchos años dormido y cabía la posibilidad de que despertara un día u otro.
El barón se incorporó y estudió un mapa extendido sobre la mesa, más calmado a pesar de la decepción.
—Aún a falta de los hombres del conde de Lemos, seguimos siendo superiores en número. Puede que Pedro haya contactado con su madre en Inglaterra. ¿Sabéis si está previsto el movimiento de tropas inglesas en su auxilio?
—Inglaterra no perdería oportunidad de matar franceses —replicó Bertrand en tono cáustico—. Pero mi señor Carlos también ha tomado cartas en el asunto: el Mariscal de Adehan se dirige a la frontera con sus huestes y tratará de impedirles el paso.
—Así pues está claro que no podrán con nosotros. Pronto llegarán las tropas aragonesas y en unos meses el Papa pondrá en pie de guerra a sus caballeros eclesiásticos. Los aplastaremos.
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Sobre la mesa había extendidos dos mapas amarillentos, pero Gonzalo de Padilla apartó la jarra de vino para desplegar un tercero, apenas legible tras años de uso, que mostraba la zona con más detalle. Señaló la fortaleza de Montalbán con el dedo y después describió un círculo a su alrededor, pasando por Talavera y Toledo.
—Talavera será inexpugnable mientras Toledo se mantenga firme, porque evitará que quede aislado. Madrid también le hace de barrera y desde el norte es inaccesible.
García hizo un gruñido de asentimiento y pegó la nariz al mapa. Gonzalo continuó.
—Montalbán es la clave para hostigarlas. Habrá que atacar pronto y doblegarlos antes de que se rearmen. Un asedio prolongado no nos favorecerá. Dejaría desprotegidos nuestros propios muros.
Mientras hablaba echó un vistazo circular por las paredes de la habitación, en el segundo nivel del edificio principal del castillo. García no estuvo de acuerdo.
—Esta fortaleza podría resistir un centenar de ataques aun defendida por mujeres y niños —sus ojos se desviaron más al sur—. Velasco nos cubre desde El Milagro y será imposible que traten de cercarnos desde el norte.
Gonzalo se mordió la lengua. Las baladronadas de García lo sacaban de quicio, sobre todo si ponían en peligro sus tierras: Montalbán le pertenecía y sabía mejor que nadie lo que podía y no podía aguantar. Eso no quería decir que fuera a permitir que García se tomara su defensa a la ligera.
—Aunque no cayera, si Montalbán quedara aislado, las posiciones del este podrían verse debilitadas. Lo primordial es asegurar el corredor de suministro desde el sur.
—Ya lo sé —replicó García—. No tienes que explicarme a mí cómo se hace una guerra.
Estampó el dedo con fuerza sobre Belmonte, más al este: su propia plaza fuerte tras el repartimiento al que habían llegado años atrás.
—El corredor está asegurado —afirmó, en referencia al papel de su fortaleza—. Belmonte es tan resistente como Montalbán, incluso más.
Gonzalo resopló y por un momento acarició la posibilidad de golpear a García. Montalbán y Belmonte, Belmonte y Montalbán...poco importaba, ambas posiciones tendrían que haber sido suyas. Los ojos de García emitían un brillo peligroso, ya que sin duda el mismo pensamiento recorría su mente. La paz entre ellos había sido la manera de evitar la destrucción de su herencia, pero no el fin de sus esperanzas de quedarse solos en posesión de esta.
—Confío en ti, pues —cedió Gonzalo al fin, con un encomiable esfuerzo de autodominio.
—No te preocupes, yo me ocuparé de todo.
García de Padilla se golpeó en el pecho muy serio y después palmeó con rudeza el hombro de su hermanastro. «Cómo desearías que no volviera, ¿verdad?», pensó Gonzalo, mientras servía dos copas de vino y le pasaba una a García. Los dos brindaron sonoramente y apuraron la bebida de un trago.
—¡Sirve otra! —exclamó García— No quiera Dios que nos despidamos de mal humor.
Gonzalo sirvió más vino, debatiéndose entre las ganas que tenía de emborracharse y la certeza de que si lo hacía, García y él acabarían sacando las espadas. Además, tenía previsto partir en pocas horas y tenía que mantenerse sereno, así que decidió que lo mejor era contenerse. Llevaba esa firme intención en mente —y la tercera copa en la mano— cuando oyó que alguien batallaba con la puerta para entrar en la habitación. No estaba cerrada, pero la recia madera de roble se había deformado un poco con los años y se atascaba.
—María, por favor. ¡Ahora no es el momento! —oyó al otro lado. Era su mujer.
—Quizá no haya otro momento, madre. ¡Tengo que hacerlo!
La puerta cedió de golpe y su hija María entró en la habitación impetuosamente; su mujer iba detrás, bastante apurada. A Gonzalo le sorprendió tanto aquella intrusión que olvidó enfadarse por los modales de las dos mujeres. García soltó una carcajada.
—¡Cuñada, sobrina! —las saludó estentóreamente— ¡Qué alegría poder saludaros!
María titubeó un instante, pero enseguida se recompuso y le hizo una leve reverencia. Su madre, que se había quedado en un rincón, musitó un saludo y también una disculpa.
—¿Se puede saber qué sucede? ¿María, qué pasa? —inquirió Gonzalo, ya recobrado.
María miró de reojo a García y pareció incómoda por su presencia. Pero venía muy decidida y se dirigió a Gonzalo con la voz bien templada.
—Padre, tengo que hablaros.
—Vaya, veo que tu hija sigue siendo tan directa como siempre —comentó García.
Gonzalo inspiró profundamente con los labios apretados. Su expresión se endureció.
—Ahora estoy hablando con tu tío. No es el momento.
—Disculpadme, mi señor. Es importante. Debo hablar con vos a solas.
El noble enarcó las cejas y la sangre le ardió en las venas al adivinar la expresión burlona de su hermanastro.
—¿No me has oído? Ahora no es el momento.
—Además —intervino García—. Seguro que no hay nada que no puedas contar en familia...
María posó sus ojos grises en García y él se calló, aunque para evitar sentirse violento soltó una risilla y se concentró de nuevo en la jarra de vino. Nunca habían sentido el menor aprecio el uno por el otro: desde que María era pequeña sabía que su tío estaba enfrentado a su padre y ella tenía más que claro su bando. Ahora bien, una cosa no quitaba la otra y al mirar de nuevo a su padre había una determinación inequívoca en su rostro: o hablaba con él a solas o lo hacía ahí mismo, delante de quien fuera.
—Por amor de Dios, escuchadla —terció la madre—. ¡Solo os pide un momento, por piedad!
Gonzalo se volvió hacia ella. No salía de su asombro, pues su mujer se veía verdaderamente afectada pese a ser una de esas personas que dejarían que le cortaran un brazo antes de protagonizar una salida de tono. Intrigado, no hizo caso de las muestras de superioridad de García —él las habría mandado azotar por menos de eso—, carraspeó y dijo.
—Si me disculpáis, volveré enseguida.
García bufó y se llevó la copa a los labios, pero al parecer solo quedaban unas pocas gotas. Enseguida, la esposa de Gonzalo acudió a rellenar su copa.
—Yo me encargaré de atenderos, mi señor —musitó—. Si no os disgusta mi compañía.
García se encogió de hombros y acercó la copa para que la dama la llenase.
—Haced, haced. Gonzalo —agitó la mano—. Os espero aquí.
Gonzalo ya había agarrado a María del brazo y la arrastraba al pasillo. Aunque le apretaba bastante, ella ni siquiera pestañeó y se dejó conducir a una pequeña salita al otro lado del corredor. Gonzalo la empujó dentro y cerró la puerta tras él. Entonces se volvió hacia su hija, que permanecía en pie en el centro de la estancia, frotándose el brazo con la otra mano.
—¿Quién diablos... —bramó
—Lo siento.
—...te crees que eres para entrar así y...?
—Lo siento, mi señor. Creedme.
Gonzalo guardó silencio. Definitivamente no sabía qué hacer con aquella niña ni de donde había sacado aquella condenada seguridad en sí misma. Chasqueó la lengua disgustado, aunque en parte la admiraba. Al menos ella había hecho callar a García sin mover un solo músculo.
—Vamos, ya me tienes aquí. ¿Qué era eso tan importante que no podía esperar? —la azuzó.
—Tengo que pediros algo.
—¿El qué?
—Que no os pongáis en contra del rey Pedro. Os lo suplico, recapacitad. El conde Enrique no...
—¿De qué estás hablando?—la cortó Gonzalo.
María miró al suelo y respiró profundamente; después juntó las palmas de las manos como si orara y se las llevó a los labios en ademán reflexivo. Había tenido aquella conversación más de mil veces en su cabeza y ni siquiera en sus fantasías más optimistas había logrado que su padre la escuchara. Si aquella vez no lo lograba no habría más oportunidades y si no se tranquilizaba no lo lograría.
—Ni siquiera conocéis a ese conde Enrique. ¿Por qué creéis que él será mejor que Pedro?
—¡Calla! ¡Calla, mujer!
Gonzalo miró a la puerta, como si a través de la madera pudiera ver si había alguien escuchando al otro lado. Entonces dio un paso hacia María y esta contuvo el impulso de retroceder. Parecía que su padre iba a gritarle, pero habló en un susurró.
—Lo que yo haga o deje de hacer no es asunto tuyo —rugió entre dientes—. El rey Pedro es nuestro enemigo: pretende robarnos, ¡arruinarnos! ¿No lo entiendes? El conde...eh, el maldito rey Enrique está de nuestro lado. Los señores debemos permanecer unidos.
—Todos seguís al barón de Mendoza y al conde de Lemos como si su palabra fuera ley —atacó María—. ¡Y que yo sepa no les debemos nada ni a uno ni a otro!
El noble de Padilla abrió unos ojos como platos y se le dilataron las aletas de la nariz. Sus mejillas echaban fuego.
—Insolente, ¿qué sabrás tú de todo eso? Ese vestido que llevas, el condenado caballo que tanto te gusta montar...¿Sabes lo poco que podría durar todo eso si el rey Pedro nos derrota?
—Nunca os he pedido nada de eso. Nunca os he pedido nada, padre. Solo esto, os lo suplico —gritó María.
Se abalanzó sobre Gonzalo y se aferró de su cintura con tanto ímpetu que el noble estuvo a punto de perder el equilibrio. Iba a apartarla sin mayores miramientos, pero al colocar sus enormes manos sobre los finos hombros de su hija se dio cuenta de que estos se sacudían por el llanto. Perplejo, Gonzalo renegó y apartó las manos sin saber qué hacer con ellas y con la muchacha que sollozaba a sus pies. Se sintió tentando de poner la mano sobre la cabeza de su hija y acariciar la fuente de tirabuzones cobrizos que se sacudían espasmódicamente con los hipidos. Era algo que no hacía desde hacía años.
—Hacedlo por mí —pidió con un hilo de voz.
Gonzalo notó que el corazón se le aceleraba de repente y la sangre le subió a la cabeza.
—Dios mío —masculló.
Agarró a su hija del cuello y la obligó a incorporarse frente a él.
—No puede ser...Entonces, los rumores eran ciertos.
María le devolvió una mirada llena de lágrimas, pero sin atisbo de arrepentimiento.
—¡Desvergonzada! ¿Qué has hecho? —rugió Gonzalo.
Le giró la cara de un bofetón y María ahogó un gemido. Sin darle tiempo a alejarse, Gonzalo la cogió de la barbilla con firmeza y la obligó a encararse con él.
—¿Quién más sabe esto? ¿Tu madre? Sí...claro que lo sabe. Por eso estaba empecinada en que habláramos.
—Padre...
—¡Calla! —ordenó fuera de sí. Levantó la mano para golpearla de nuevo, pero se contuvo—. Calla... ¿Sabes lo que podría pasar si alguien se entera de esto? ¿Lo que nos pasaría si tu tío, Rodrigo o Enrique supieran que soy el padre de una traidora?
María se llevó la mano a la mejilla, enrojecida por el golpe, y no pudo evitar una mueca de dolor.
—Sí lo sé. Claro que lo sé.
Gonzalo la soltó con desprecio y paseó por la habitación para tratar de sosegarse, pues no quería que García lo viera tan alterado.
—Pero tened en cuenta otra cosa, mi señor.
Gonzalo se volvió, sorprendido de que tuviera los arrestos de seguir contradiciéndolo después de aquello, pero la solemnidad de la muchacha impidió que la cólera lo dominara. María supo que la escucharía, se enjugó las lágrimas y apretó los puños para reunir valor.
—Que si os ponéis de lado de Pedro y él vence, seréis el padre de una reina.
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Castilla estaba en guerra. De norte a sur, los señores feudales reforzaron las guarniciones de sus fortalezas para prepararse de posibles asedios y las ciudades amuralladas quedaban cerradas a cal y canto al caer la noche y eran vigiladas estrechamente durante el día. Los nobles llamaron a las armas a sus vasallos y tomaron partido por uno de los dos bandos.
Con la adhesión del conde de Lemos, el noroeste se convirtió en el bastión principal de las fuerzas petristas y las tierras de Valcarce supusieron la frontera al avance de Rodrigo y los suyos. El conde de Villena, cuyas propiedades lindaban con las de Valcarce, atacó Astudillo y lo sometió a cerco. El castillo estaba preparado para aguantar la situación durante un tiempo prolongado, pero cuando Felipe de Villena supo que tropas leonesas y salmantinas de Eduardo de Castro y de Simón de Pimentel acudían en ayuda de la fortaleza, se retiró y optó por asegurarse de que no pasarían de allí. El propio Simón de Pimentel, en una posición muy fuerte en las inmediaciones de Ávila, tomó la cercana ciudad de Arévalo por la fuerza, ya que se había puesto del lado del bastardo.
Por su parte, el condestable Albornoz mantenía una violenta lucha con el almirante Bocanegra, separadas sus propiedades por pocos kilómetros. Era allí donde se dirimía el control absoluto del sur: de vencer Albornoz, podría unir sus fuerzas a las de Diego de Zúñiga y tratar de tomar las tierras más meridionales del condestable Velasco, liberar Ciudad Real y empujarlo hacia el norte. Si ocurría a revés, y caía Albornoz, Zúñiga no tardaría en caer también y Enrique de Trastámara controlaría tres cuartas partes del reino. Sus posiciones en el este eran muy sólidas: los hermanos de Padilla se habían puesto de parte del primogénito de Alfonso y amenazaban Madrid y Toledo. Más al norte estaba Torija y Berlanga, los feudos principales de Mendoza y Tovar, prácticamente impenetrables, y también César Manrique, en la frontera con Aragón.
A una orden de los obispos, los Maestres de las Órdenes de caballería pusieron a sus hombres del lado de Enrique, aseguraron los monasterios principales que los financiaban y tomaron varias de las ciudades que apoyaban a Pedro, masacrando a las comunidades judías y mercantiles que lo financiaban a él. Cuando trataron de hacer lo mismo con Valladolid, se dieron de narices con un inesperado ejército de mercenarios profesionales pagado del bolsillo de Yom Eber Atias. Que fuera un judío el que los derrotaba aún encendió más a los devotos guerreros, pero hicieran lo que hicieran, Valladolid les resultaba del todo inexpugnable. La orden de Calatrava, la única en apoyar a Pedro, se ofreció para colaborar con los hombres de Atias, pero este les aseguró que no iba a ser necesario y que, además, a su Dios le desagradaría profundamente ver luchar a caballeros eclesiásticos contra caballeros eclesiásticos. Así pues, los caballeros de la cruz flordelisada acudieron al sur, en auxilio de Albornoz. Pelayo de Ildea ardía en deseos de luchar al lado del caballero Zahid.
Mientras tanto, el cuerpo central del ejército de Enrique seguía acampado cerca de Burgos y había engrosado sus filas con el apoyo de la Corona de Aragón. El ejército de Pedro se congregó al este de León y recibió tropas desde Portugal, enviadas por el abuelo del monarca castellano. La guerra cara a cara entre los dos pretendientes al trono se libraría en el norte.