XXXVI

EL ulular del búho sonó tan cerca que por un instante Bertrand du Guesclin desvió la atención de la cerviz de su caballo para buscar al pájaro entre los árboles. Fue un acto reflejo, enseguida volvió a mirar al frente. A su lado, el capitán aragonés Ferrán de Denia escrutaba la oscuridad con la misma atención, al tiempo que jugueteaba con las riendas de su caballo. Estaban solos; tanto los hombres de Ferrán como los mercenarios de Du Guesclin esperaban al otro lado de la colina a que sus superiores establecieran contacto con las tropas vaticanas. Minutos después se movió la maleza y se vio ondear una luz. Ferrán destapó la lámpara que había estado cubriendo con una gruesa tela negra y respondió a las señales. Al poco apareció un jinete y el capitán de Denia le salió al encuentro.

Los dos hombres mantuvieron una breve charla en catalán que Bertrand no trató de escuchar. Después, Ferrán se volvió hacia el bretón y le hizo un gesto para que se acercara, mientras el otro hacía lo mismo y llamaba la atención de un cuarto jinete. El nuevo caballero se unió al grupo con una pose muy altiva y observando de reojo al capitán de las Compañías Blancas para disimular su curiosidad. Debía de tener alrededor de treinta años, era de facciones finas y tenía el cabello oscuro y lacio y los ojos negrísimos.

—Mi señor Bertrand, os presento al capitán Roger de Montcada, vizconde de Rocaberti, y al capitán Guido de Bolonia, comandante del tercer ejército de infantería de su santidad Inocencio IV —dijo Ferrán—. Señores, monsieur Bertrand du Guesclin, líder de las Compañías Blancas de Carlos V.

Guido inclinó la cabeza y ofreció su mano al bretón para que besara el anillo cardenalicio que lo identificaba como legado papal. Acabadas las presentaciones, tomó la palabra y se dirigió a Bertrand en perfecto francés.

—He oído hablar mucho de vos, mi señor —echó un vistazo fugaz a su escudo—. Es un honor conoceros.

—El honor es mío, capitán. Os doy la bienvenida en nombre del rey Enrique.

Tras el intercambio de saludos, el capitán Guido siguió hablando en castellano para que los demás pudieran entenderlo. En sus labios, las palabras tenían cierta musicalidad del norte de Italia.

—Como Su Santidad prometió, estoy aquí para ayudar al rey legítimo de Castilla, don Enrique de Trastámara. Desde este instante, mis hombres y yo nos ponemos a vuestra disposición.

—Si vuestros hombres están listos, nos pondremos en camino mañana por la mañana.

—Lo están, mi señor. Podéis comprobarlo vos mismo.

Guido hizo que su caballo diera media vuelta y se internó en el bosque, seguido de Bertrand y de los dos aragoneses. Al cabo de poco rato, la espesura empezó a clarear y se encontraron ante un barranco que desembocaba en un valle fluvial. Abajo, a orillas del río, la oscuridad estaba salpicada por centenares de hogueras que brillaban como luciérnagas y se extendían hasta la falda de la montaña opuesta.

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Alberto era la viva imagen de la concentración inclinado sobre su carta. Por mucho que la mirara y remirara no estaba del todo satisfecho. Le parecía que no expresaba todo lo que quería decir, pero no era bueno con la pluma. De hecho, le había costado Dios y ayuda escribir unas pocas líneas con lo poco que sabía escribir y lo lento que iba. Y cada vez que la releía aún perdía más tiempo descifrando su propio galimatías. Pero nada de eso le importaba, ni tampoco los comentarios guasones de su compañero Marcos, que llevaba un buen rato sentado a su lado remendándose un roto en la camisa y espiando por encima de su hombro, como si ver algo escrito de verdad le pareciera lo más peculiar del mundo.

—Pues qué quieres que te diga —comentaba—. No sé qué tiene de romántico hacer garabatos que no se entienden y que ni siquiera son bonitos. ¿Esa chica tuya no se quedará igual?

—No, ella sabe leer. Y también escribir. Y lo hace más rápido y mejor que yo —afirmó Alberto con una nota de orgullo.

Marcos frunció los labios e hizo una pedorreta.

—Bueno, ya me dirás de qué le puede servir. Mi mujer no se anda con tantas monsergas. Cuando vuelva le plantaré un beso que la dejaré sin aire. Eso tendrías que hacer tú.

Alberto se echó a reír.

—Eso también lo haré, hombre. Pero con las cartas sabrá que he pensado en ella todo el tiempo.

—Bah, si ni siquiera se las puedes enviar.

—Es igual, las escribo para mí. Cuando regresemos se las daré a ella.

—Haces bien —dijo una voz.

Los soldados levantaron la cabeza de sus quehaceres. El rey Pedro se había detenido junto a ellos de camino a su tienda y ellos se armaron un lío tremendo a la hora de levantarse y cuadrarse lo antes posible.

—¡Majestad!

—Mi señor...

Pedro les sonrió. Siempre que iba de un lado a otro del campamento, lo acompañaban dos o más de sus capitanes. Aquella vez iba con el conde de Lemos y el señor de Pimentel.

—¿Cómo se llama la dama?

—Julia, Majestad —respondió Alberto.

El rey ladeó la cabeza y frunció el ceño, con un atisbo de reconocimiento.

—Claro...sois Alberto, ¿verdad? Participasteis en mi torneo.

Simón de Pimentel se adelantó para mirarlo mejor.

—¡Es cierto, chico! —exclamó—. Tú y yo tenemos una cuenta pendiente...No recordaba que fueras tan joven.

Alberto farfulló algo incomprensible y su timidez hizo que Simón estallara en carcajadas. Pedro rió suavemente, aunque le lanzó una mirada de reproche al noble, por avergonzar a Alberto. Después se volvió hacia este con simpatía.

—Tenéis mucha suerte, Alberto. Julia es una mujer extraordinaria.

El soldado asintió, más relajado. Pedro se fijó un momento en la carta que Alberto llevaba en la mano y dijo:

—Si lo deseáis, cuando hayáis terminado vuestra carta venid a mi tienda. Haré que la lleven a Talavera con el resto de comunicados.

Alberto miró a su rey con los ojos desorbitados, conteniendo el entusiasmo a duras penas.

—¿Habláis en serio?

—Por supuesto.

—¡Gracias! ¡Gracias, Majestad!

Pedro le quitó importancia e hizo una inclinación de cabeza para despedirse de los dos soldados. Después, el rey y sus acompañantes se alejaron, dejando a Alberto boquiabierto pero más feliz que unas castañuelas. Mientras caminaban, Eduardo de Castro miró a Pedro sin decir nada: el rey se mostraba amable con sus hombres, pero en cuanto finalizaba la conversación recuperaba la expresión circunspecta de antes de cruzarse con ellos.

En la tienda esperaban el príncipe de Gales, el señor de Valcarce, Men Rodríguez y el capitán Silva, todos con caras de preocupación. Al fondo había dos personas: un escudero joven de piel cetrina bajo una finísima barba oscura y un hombrecillo con el pelo blanco y nariz aguileña. Este parecía demasiado frágil como para aguardar a Pedro en pie, incluso para levantarse cuando este hizo su aparición, así que permaneció sentado cómodamente en una silla cuando el rey se le acercó.

—Yom Eber Atias, según creo —lo saludó el rey.

—Encantado de veros, Majestad. Disculpad que no me levante.

—No importa.

El judío sorbió un poco de agua de un odre que le pasó el escudero y tosió.

—Este tiempo no es nada bueno para los huesos —comentó.

Pedro tomó asiento y con una mirada hizo que el resto lo imitara, ya que la mayoría permanecía en pie y apiñados lo más lejos posible del judío. Atias no se dio por enterado. Al sentarse lo hicieron a una distancia prudencial; solo Eduardo de Castro y Eduardo de Gales tomaron asiento más cerca de Pedro.

—Si no me equivoco —dijo Atias—, me habéis hecho llamar para requerir mis servicios.

—Así es, mi señor. Gracias a vuestro ejército, Valladolid no ha caído en manos de la Orden de Santiago.

—Ejército es una palabra tan desafortunada —replicó el judío—. Prefiero pensar en ellos como buenas gentes que se defienden de los ataques —miró al conde de Lemos con los ojos convertidos en rendijas—. Vaya, vos por aquí. ¿No es vuestro señor tío el que dirige la Orden de Santiago?

—¿Vuestro ejército —cortó Pedro—, o cómo queráis llamarlo, estaría dispuesto a unirse a nosotros?

Atias apartó la vista de Eduardo y la posó en Pedro, complaciente.

—Mi ejército es vuestro ejército, ya lo sabéis. Para proteger la ciudad me basta con una pequeña guarnición, el resto son vuestros.

—Bien.

—Pero recordad, que tanto ellos como yo somos hombres libres, Majestad.

Simón de Pimentel soltó un bufido y notó que Valcarce lo retenía del brazo. Pedro no pestañeó.

—¿Cuánto?

—Veinte mil florines.

—Sabéis que ahora no dispongo de esa cantidad.

—El almirante Bocanegra ha caído. No me cabe duda de que sus arcas sufragarán nuestro trato.

Fadrique Silva y los demás se miraron entre ellos. Solo hacía dos días que habían recibido la noticia de la victoria de Albornoz y sus hombres. ¿Cómo podía aquel hombre saberlo? No, Yom Eber Atias no les gustaba nada.

—Si eso es cierto —repuso Pedro—, tendréis ese dinero.

—Muy bien, Majestad —aceptó el judío con una sonrisa angelical—. Tendréis a vuestros hombres en unos días. Trasladad a vuestros heridos más graves a la ciudad, nos haremos cargo de ellos.

Se levantó, apoyado en un bastón con una mano y tras saludar a todos los presentes con deferencia —especialmente a Eduardo de Castro—, apoyó la otra en el hombre de su solícito sirviente. Entonces se volvió hacia Pedro, como si acabara de recordar algo.

—Ah, David —musitó—. El mensaje.

El escudero palpó el interior de su túnica y, al hacerlo, los pliegues de la ropa evidenciaron que iba muy bien armado. Fadrique Silva dio un paso adelante, pero Valcarce lo contuvo a tiempo, cuando David sacó un pergamino arrugado y se lo entregó a Pedro.

—Quizá ya lo sepáis —le dijo Atias—, pero Madrid ha caído en manos del señor García de Padilla.

El rey palideció y leyó la nota mientras los demás intercambiaban gestos de preocupación.

—¿Qué es eso? ¿De dónde lo habéis sacado? —inquirió Simón.

—El emisario que os enviaron con la información fue herido y llegó a Valladolid medio muerto. Falleció hace dos noches.

Atias salió cojeando de la tienda junto con su escudero y guardián y Pedro ordenó a Men Rodríguez que lo acompañara. Después arrugó el pergamino y lo tiró al fuego.

—Si Madrid ha caído, Toledo estará a punto de hacerlo —afirmó—. Tengo que sacar a la corte de Talavera.

—Mi señor —protestó Cristóbal—, no podéis abandonar Talavera. Sería como claudicar.

El rey lo fulminó con la mirada y el noble enmudeció. Eduardo de Castro se acercó a Pedro, con intención de contenerlo, pero el joven mantuvo la frialdad, aunque el conde habría jurado que, por un momento, había estado a punto de perder los estribos.

—Podrán llegar hasta Portugal por terreno seguro antes de que cerquen la ciudad —continuó Pedro—. Enviaré noticia a don Diego de Zúñiga para que cubra su retirada.

Fadrique Silva se mostró de acuerdo. En cambio Eduardo de Castro torció el gesto ligeramente. Su amigo, el príncipe de Gales lo notó, pero a Pedro se le pasó por alto.

—Señor de Pimentel, vuestras tierras empiezan a verse amenazadas —prosiguió con voz hueca.

—Ávila no caerá.

—Aún así, quiero que marchéis delante y nos abráis camino.

—Como ordenéis.

También Simón salió de la tienda. Y como pronto vieron que Pedro daba aquella reunión por finalizada, Cristóbal de Valcarce y Fadrique Silva lo imitaron. Eduardo de Gales carraspeó con suavidad.

—¿Estáis seguro de que llevar a la infanta a Portugal es lo mejor? —preguntó—. Quizá estaría más segura en el norte, en Vizcaya o en Castro Urdiales, en donde la flota de mi padre controle el puerto y pueda asegurar el señorío.

El rey sopesó la opción unos segundos.

—A mí tampoco me gusta la idea de sacarla de Castilla, pero en estos momentos el viaje hacia Vizcaya sería demasiado peligroso —concluyó, algo inseguro.

El inglés cruzó una mirada con su tocayo, preguntándole tácitamente si deseaba que insistiera. Eduardo rechazó el ofrecimiento del mismo modo, así que el príncipe se despidió también del rey a abandonó el pabellón. El conde de Lemos se quedó a solas con Pedro. Ya debía de ser tarde, pues fuera los ruidos del campamento se habían ido apagando. Últimamente los soldados estaban cada vez más cansados y abandonaban pronto las hogueras donde se reunían para comer o conversar. Pedro volvió a sentarse y al ver que Eduardo permanecía en la habitación, lo invitó a hacer lo mismo.

—No me fío de Diego de Zúñiga —admitió el conde sin ambages,

Pedro miró a su general con aire de impotencia y Eduardo casi oyó el suspiró que no llegó a abandonar sus labios, pues su sentido atravesó la distancia que los separaba con extrema claridad, expresando un definido «¿Vos también?».

—No tengo más remedio que confiar en él, conde —replicó, algo molesto—. Del mismo modo que confié en vos.

El conde de Lemos inspiró, desarmado. Observó que su señor disimulaba una mueca de dolor al acomodarse, ya que aún se resentía de la herida del antebrazo.

—¿Os duele?

—Un poco —admitió Pedro. Sonrió, como para quitarle hierro a su comentario anterior—. ¿Os apetece una copa, mi buen amigo?

Eduardo negó con la cabeza y aguardó en silencio mientras Pedro se servía y apuraba la copa de un trago.

—Escribiré a Talavera esta misma noche —aseguró Pedro—. Hay que ponerlos a salvo, no me importa si en Portugal o en Vizcaya.

Eduardo asintió. Si Pedro esperaba que lo contradijera o tratara de quitarle la idea de la cabeza, estaba equivocado.

—Si me lo permitís, yo mismo escribiré a Diego —propuso.

El rey soltó una carcajada.

—No seáis muy duro con él, es un noble caballero y nos es necesario.

Volvió a servirse vino y esta vez, el conde aceptó beber con él, aunque más que beber, Pedro hacía girar su copa con la mirada fija en el néctar rojizo que contenía y que destellaba con la luz de las lámparas. Eduardo se fijó también y una imagen fugaz pasó por su mente: la imagen de la sangre. Incluso le pareció volver a oír el fragor de las espadas. Vació la copa de un trago, para hacer que desapareciera. Entonces observó al joven rey, con las marcas de la coraza de batalla y las manos encallecidas de sostener el acero.

—Deberíais descansar, mi señor.

—Vos también, conde. Mañana será un día duro.

—Hoy también lo ha sido. No forcéis el brazo.

—Descuidad. Buenas noches.

—Buenas noches.

Cuando Eduardo salió, el rey aún sostenía la copa entre los dedos y Eduardo sintió un escalofrío al contemplarlo. Empezaba a temer que la guerra acabara con él, y no precisamente dándole muerte.

˜™

Tras el saqueo de Madrid, en la población de Toledo y las aldeas de los alrededores cundió en pánico y los que pudieron buscaron refugio en las ciudadelas. Todas las guarniciones de Talavera estaban en guardia, el Alcázar se había reabastecido y rearmado, la guardia real recorría los caminos día y noche. En contra de la opinión del consejo real, Isabel no permitió que se cerraran las murallas, al menos mientras no hubiera enemigos avanzando hacia ellos. Había mucha gente que acudía buscando seguridad entre los muros de la fortaleza y no tenía intención de dejarlos fuera.

Aquella mañana, cuando Alfonso acudió a buscarla y le pidió que lo acompañara para hablar con él, Isabel creyó que el valido intentaría convencerla de nuevo, así que fue dispuesta a no dar su brazo a torcer. Estaba más delgada y dormía poco por las noches, pero no había perdido ni un ápice de carácter. Entró en el despacho e hizo sentar con impaciencia al valido, que permanecía decorosamente en pie hasta que ella tomara asiento.

—¿De qué queríais hablarme? Espero que no insistáis en el asunto de las murallas.

—No es eso.

Isabel se preocupó; llevaba demasiados días temiendo que en cualquier momento llegara una mala noticia.

—¿Hay noticias?

—Sí, mi señora.

Le enseñó un correo con el sello real.

—Las tropas de vuestro hermano y las de Enrique de Trastámara han luchado durante meses en el valle del Carrión. Allá el ejército inglés que esperábamos se reunió con ellos. Ahora el conde de Trastámara ha retrocedido hasta Nájera y el rey Pedro está rearmándose cerca de Valladolid.

Isabel dejó escapar un suspiro. Los dos estaban vivos.

—¿Ha habido muchas bajas?

—Cientos.

Isabel tomó asiento, consternada.

—¿Os encontráis bien, mi señora?

—Sí —replicó fríamente—. Continuad.

—Al parecer un ejército papal ha entrado en Castilla desde Aragón. Pronto se unirán al grueso de los hombres del conde de Trastámara.

—Necesitamos más hombres.

—Pero no los tenemos, Alteza.

—¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

El valido se acarició la barbilla, mirando fijamente a su interlocutora.

—Vuestro hermano desea que nos traslademos a Portugal de inmediato.

—¿Qué?

—Leedlo vos misma.

Le pasó la carta y la joven casi se la arrebató de las manos. ¿Abandonar Talavera a los traidores? ¿Dejar sin protección a toda aquella gente? Estaba decidida a negarse, pero en cuanto se puso a leer, la carta le tembló en las manos al reconocer la letra de Pedro. Tragó saliva y empezó a leer. En conjunto, el mensaje era el que Alfonso le había trasmitido: el rey ordenaba que la corte se trasladara al este, a las tierras controladas por el señor de Zúñiga, y de allí a la corte de su abuelo. Pero el contenido de la misiva era lo de menos. Había algo que la perturbaba en el trazo de las letras, algo sutil en la caligrafía que se le escapaba. Resiguió algunas palabras con los dedos, algunas letras estaban trazadas con pulso más débil que otras. De pronto lo vio claro: Pedro estaba herido.

Isabel se levantó y ocultó el rostro de Alfonso. Se sentía como si le hubieran sacado toda la energía. Su hermano estaba herido, un ejército enorme avanzaba hacia él y ellos no eran más que una carga.

—Tenemos que hacer algo —repitió.

—Las órdenes son claras, Alteza. Debemos partir de inmediato.

—¡No pienso abandonar sin hacer nada! —explotó— Conseguiremos más hombres, ¡aunque sea yo la que tenga que empuñar una espada!

Instantes después de pronunciar esas palabras, sus ojos brillaron. Apoyó las manos sobre la mesa y se encaró con Alfonso.

—¡Granada! El rey de Granada nos ayudará.

El valido carraspeó, cogido por sorpresa.

—Eso es imposible, mi señora...Además, no es probable que Muhammad intervenga en problemas de infieles.

—El rey Muhammad es nuestro aliado. Enviad a un mensajero.

—Estamos cercados. Un mensajero sería interceptado con toda seguridad y el camino hasta Granada está tomado.

—Esas no son razones.

—Lo lamento, no voy a hacerlo.

—¿Es que no me habéis oído? —chilló Isabel— ¡Os ordeno que enviéis a un mensajero!

El valido recuperó la carta que la princesa sostenía entre los dedos.

—Y el rey ordena que nos traslademos lo antes posible. Ya, Alteza.

Isabel deseó estrangularlo y ponerse a gritar. Tras sostenerle la mirada a Alfonso un momento, salió de la sala. Alfonso vibraba.

Cuando Isabel llegó a su habitación habría tirado todo lo que había a su alcance, de no ser porque Julia se encontraba en la estancia. La doncella se había levantado nada más verla entrar y la observaba interrogante. Pasaron varios segundos antes de que Isabel se diera cuenta de que el temor de su amiga no hacía más aumentar al verla en aquel estado.

—¿Qué ha pasado, señora? —se atrevió a preguntar.

La infanta trató de calmarse y le refirió en pocas palabras la situación de los ejércitos que Alfonso le había contado. Mientras hablaba, Julia se sentó en una butaca con los ojos fijos en un jarrón. Isabel jugueteaba con un mechón de cabello negro que le caía por delante de la oreja.

—Pedro quiere que nos traslademos a Portugal —concluyó con voz ronca.

Julia levantó la vista.

—Prepararé vuestras cosas.

—No.

—¿Alteza?

—Yo no voy, Julia —dijo muy seria.

—¿Ah, no? ¿Y qué vais a hacer?

La princesa soltó el mechón de pelo y juntó las manos sobre el regazo.

—Me voy a Granada. Le pediré una audiencia al rey Muhammad y solicitaré su ayuda en nombre de Castilla. No es la primera vez que hago de emisaria.

—¿Vos a Granada? ¿Qué dice Alfonso?

—No lo sabe y no lo sabrá hasta que no pueda hacer nada. Si no, no lo permitiría.

—Por esta vez, Alteza, estoy de acuerdo con él. Es demasiado peligroso, enviad a alguien.

Julia estaba verdaderamente consternada, sobre todo porque conocía demasiado bien el temperamento de Isabel y los arrebatos que le daban.

—No puedo enviar a nadie. Alfonso...

—No puede impedirlo si vos lo ordenáis.

—Pero tiene razón —admitió— Igual que tú. Es demasiado peligroso y hay muy pocas posibilidades de llegar a Granada, menos aún de salir con vida. Los hombres están asustados, confían en Alfonso y en mí.

—Alteza, sed razonable.

—Si yo lo ordenara, algunos se ofrecerían. Pero, ¿cómo iba a pagarles enviándolos a una muerte casi segura por una corazonada? Tienes que entenderlo, debo ser yo quien vaya.

Julia arrugó la frente y se puso a mirar por la ventana. El sol ya estaba alto en el cielo, debía ser cerca de mediodía. En la lejanía se veían los tejados de Almendrera, algunas chimeneas humeaban. Aquella tarde tenía que ir a casa de la anciana Mercedes: le había prometido que tendría listo su vestido nuevo y tenía que recogerlo...

—Entonces yo voy con vos, señora.

Isabel sonrió un instante, pero su expresión era grave.

—Ni siquiera lo pienses, Julia.

—Quiero acompañaros.

—Por amor de Dios, acabo de decirte que no quiero embarcar a nadie más en esta locura. ¿Crees que iba a ponerte en peligro precisamente a ti?

La doncella se levantó de la butaca con las mandíbulas apretadas y se dirigió a la entrada, pero en lugar de marcharse se quedó de pie delante de la puerta.

—Julia, tienes que entenderlo...

La doncella se dio la vuelta y se enfrentó a Isabel. Había sacado una carta de entre sus ropas y la exhibía ante su señora. Era la carta de Alberto.

—¿Creéis que sois la única que sufre? Hace meses que me carcome la impotencia más terrible. Esperando cada día que lleguen noticias temiendo que al llegar anuncien la muerte de la gente que quiero. Pues yo también quiero luchar por ellos.

—Ya lo sé, pero te he dicho que no. Retírate.

Julia se acercó a la princesa y se arrodilló a sus pies.

—Os lo suplico.

—¿Qué haces? Levántate...—rogó Isabel, superada por la situación.

—Llevadme con vos.

—Levántate, por favor.

La doncella obedeció, pero mantuvo los ojos pegados al suelo.

—Eres una cabezota. Prepara tus cosas —le dijo Isabel.

Julia se emocionó y asintió varias veces antes de salir de la habitación. Dentro, Isabel se dejó caer sobre la cama y ocultó el rostro entre las manos hasta estar segura de que su respiración había recuperado el ritmo normal. Luego volvió a su tarea y envolvió cuidadosamente la cimitarra que le había regalado Pedro, con la esperanza de no tener que utilizarla.

Al caer la noche, la princesa se escabulló por los corredores y logró alcanzar los establos sin ser vista por los centinelas, aprovechando que conocía perfectamente sus guardias y zonas de vigilancia. En los establos la esperaba Julia, junto a los caballos, pero antes de llegar hasta ella, una tercera figura apareció de entre las sombras. Isabel se detuvo e hizo ademán de retroceder, pero su doncella se adelantó.

—No os asustéis.

—¿Quién es?

La figura salió a la luz: era un hombre bajo, con las piernas cortas y musculosas, el pelo rizado y un montón de pecas.

—Se llama José. Es de confianza y nos ayudará.

José ‘el Ratón' se inclinó ante Isabel.

—¿Cómo podrías ayudarnos?

—Conozco la lengua árabe, Alteza, y los caminos de Castilla —respondió José, en aquel tono silbante tan propio de él.

—Es de confianza —le aseguró Julia—. Me ha ayudado en muchas ocasiones.

La princesa dudó y miró alternativamente a Julia y a José.

—Os lo agradezco José, pero debéis saber que este viaje entraña un gran riesgo.

—Lo sé. Por eso será mejor que nos apresuremos. La guardia está a punto de volver.