XLIV
EL médico juntó los sanguinolentos labios de la herida en el hombro e hizo un gesto a su ayudante y aprendiz para que le acercara el hilo de suturas. Enrique apretó los dientes para soportar el dolor, pues pese a la inflamación no había perdido la sensibilidad y notaba cada una de las incisiones de la áspera aguja al penetrarle la carne. A su alrededor eran muchos los soldados que sufrían de las heridas de la última acometida. Habían salido victoriosos al fin, exterminando por completo los destacamentos que su hermanastro había dejado atrás, para hostigarlo mientras se rearmaba. Pero había habido bajas y aún las habría en las horas y días siguientes, cuando los tajos, las contusiones y las infecciones se cobraran su precio. Dentro de lo que cabía, a él no le había ido mal, tan solo una herida en el hombro, que si bien era demasiado profunda como para considerarse un rasguño, no pondría en peligro su vida.
Tras finalizar la cura, el médico fue a aplicarle un vendaje, pero Enrique le hizo un gesto para que atendiera a los demás soldados y acabó ordenándoselo al ver que se resistía. Espero que se alejara y entonces se levantó, poco estable aún sobre sus propios pies. El ayudante del médico, que había permanecido junto a su rey, se apresuró a tomarlo del brazo sano y Enrique le puso la mano sobre el hombro.
—Gracias —le sonrió.
El aprendiz, algo más joven que el propio Enrique, contuvo el aire y no se atrevió a contestar; Enrique suspiró internamente y rechazó su ayuda para volver a su tienda.
Llegó a los pocos minutos, tras detenerse un momento a conversar con Manrique, recibir sus felicitaciones y asegurarle que estaba bien. En el interior lo esperaba Joséphine, que se levantó al punto.
—Mi señor... —lo recibió con una sonrisa. Después su rostro se ensombreció— Estáis pálido.
Probablemente tenía razón, pues aún estaba algo mareado. La muchacha se le acercó y le rodeó la cintura con el brazo para acompañarlo a una silla.
—No es nada —aseguró él.
—Habréis perdido sangre —replicó ella—. Hace rato que deberíais estar descansando.
Se inclinó para ayudarlo a sentarse y él sintió un cosquilleo en la boca del estómago que lo impulsó a besarla. Ella le devolvió el beso con suavidad y después se retiró y le examinó la herida.
—Deberían habéroslo vendado —juzgó con las mejillas arreboladas.
—No es grave.
—Dejad que lo haga yo.
Joséphine se hizo con vendas limpias e hizo que Enrique se despojara de la casaca. Después le envolvió el hombro con cuidado; sus manos eran hábiles y apenas le rozaban la piel. Sin embargo a través del calor de sus dedos el conde intuía sus delicados gestos, su cercanía y su cariño. Casi sin proponérselo, había echado la cabeza hacia atrás y se apoyaba en el regazo de la doncella. Acabado el vendaje, Joséphine deslizó las manos por el cabello del muchacho y después le acarició la nuca. Enrique cerró los ojos y alzó la mano para coger la de la francesa, que se inclinó y apoyó los labios sobre su frente.
—Gracias —murmuró Enrique.
El cansancio empezaba a vencerlo y tenía la impresión que la quemazón del hombro se extendía y lo adormecía. Probablemente tenía algo de fiebre, pero sabía que no sería nada serio. A la mañana siguiente estaría como nuevo; a la mañana siguiente volverían a la carga, así que por aquella noche, lo mejor que se le ocurría era dejar que Joséphine se tendiera a su lado y enredar los dedos en sus cabellos. Por desgracia, la voz del soldado que guardaba la entrada le hizo abrir los ojos de golpe. Gonzalo de Padilla había venido a verlo.
Enrique se incorporó y dio el adelante. El noble entró en el pabellón con decisión, pero aminoró el paso al encontrarse con Joséphine —que tras retroceder se había quedado en un rincón de la estancia de su rey— y examinó a la doncella y a Enrique en un silencio que, por censurador, Enrique consideró totalmente fuera de lugar. Enseguida, Joséphine optó por inclinarse ante ambos y salir fuera para dejarlos hablar en paz.
—Mi señor de Padilla, ¿qué puedo hacer por vos?
Gonzalo apartó la mirada de la entrada, tras haber seguido el paso de la francesa hasta verla desaparecer, y percibió el tono molesto del conde.
—Me dijeron que fuisteis herido. Celebro ver que no es nada serio.
Enrique asintió cortés y sirvió dos copas de vino.
—Agradezco vuestro interés. Y me alegro de que vos os halléis también en buen estado.
Gonzalo tomó asiento a un gesto de Enrique y dio un sorbo de vino.
—He recibido noticias de mi hermano García —informó—. Sus huestes marchan sobre Ávila.
Enrique desvió la vista un instante hacia el mapa que había extendido a un lado de la mesa.
—¿Y Talavera?
—De momento es inexpugnable, pero si derrotamos a Simón de Pimentel tendremos vía libre hasta el mismísimo Alcázar.
—Creía que Simón de Pimentel estaba con Pedro.
—Al parecer abandonó el campamento hace una semana al mando de mil hombres.
—Defenderán la ciudadela.
Gonzalo asintió. Enrique suspiró e hizo un gesto para desentumecerse el hombro.
—Poneos en contacto con vuestro hermano y que presente batalla cuanto pueda, pero que no fuerce la ocupación si cree que será derrotado —dispuso—. No quiero perder también Madrid y Toledo. Cuanto pueda entretener al señor de Pimentel, tanto ganado, pues con ello el grueso del ejército de Pedro quedará debilitado.
El noble apuró la copa de vino y permaneció unos segundos callado, como si algo más le rondara por la cabeza. El conde de Trastámara lo notó.
—¿Sucede algo?
Gonzalo se removió incómodo.
—En verdad, hay un tema del que desearía hablaros.
—Pues hacedlo de una vez, Gonzalo.
—No sé si sabéis que tengo una hija.
Enrique frunció el ceño.
—Lo sé, aunque disculpad que no recuerde su nombre.
—Se llama María y es, a fe mía, la joven más bella y honesta del reino.
Enrique seguía sin entender a dónde quería ir a parar, así que se expresó con cautela.
—¿Acaso alguien la ha agraviado? Si es así, por supuesto haré que obtengáis reparación.
—No —se apresuró a aclarar Gonzalo—. No es eso, la virtud de mi hija no puede ponerse en duda y si alguien lo hace es que miente. Por esa razón, sería un honor para mí ofrecérosla como esposa.
El conde de Trastámara resopló, completamente desconcertado.
—¿Esposa decís?
El corazón se le aceleró involuntariamente y cerró los ojos un instante, cegado por el recuerdo.
—Majestad, entiendo que en tiempo de guerra no encontréis momento de pensar en matrimonio —continuó Gonzalo—. Incluso entiendo que busquéis consuelo en otros lugares, pues al fin y al cabo sois un hombre.
Enrique pasó de la sorpresa al enfado y observó a Gonzalo con frialdad.
—Os veo muy preocupado por mi virtud, señor, y aún más por a quién pondré la corona sobre la cabeza.
Gonzalo apretó los puños sobre las rodillas. Su señor chasqueó la lengua con incredulidad y sonó llenó de fastidio.
—¿Qué es esto? ¿Ahora obráis de casamentera? ¿Os envía Rodrigo, tal vez? ¿Sus mil ojos deciden la esposa que me conviene como si se tratara de una nueva cota de malla?
Gonzalo se levantó tembloroso, con el semblante ceniciento. No entendía por qué el muchacho reaccionaba tan a la defensiva, pero empezaba a sentirse molesto.
—Una esposa castellana, de sangre noble y nombre sin tacha es lo que os conviene. Solo quiero saber si aceptaríais a mi hija, una vez acabada la guerra.
—No puedo contestaros a eso.
—¿Despreciáis a mi hija, pues? ¿Vais a decirme que no es digna de vos? Y mientras yacéis con una...
Enrique se levantó también. Gonzalo enmudeció.
—Decidlo —lo instó Enrique.
—¡Una criada! —explotó el noble— ¡No es más que una sierva!
—No hace tanto, yo también lo era.
El señor de Padilla expulsó el aire lentamente, dilatando las aletas de la nariz y colorado hasta las cejas.
—Nadie dice que no podáis seguir teniéndola —sugirió conciliador.
—Flaco favor le haría a vuestra hija deshonrando su nombre sin tacha de esa manera —se burló Enrique.
—¿Tanto la amáis?
Enrique se dejó caer en la silla y resopló. Por un momento creyó que Gonzalo leía su mente y notó que la cabeza le daba vueltas. Enseguida se controló y se obligó a centrarse. Por supuesto se refería a Joséphine, todo el campamento debía de hablar de lo mismo. ¿Que si amaba a Joséphine? Joséphine estaba ahí: la encontraba cuando estiraba la mano para tocarla y se retiraba sin rechistar cuando en su gesto se insinuaba que no la quería cerca. ¿Amarla? No, sabía lo que era querer de verdad a alguien y aquello no se le parecía. Pero ante todo, su falta de afecto no era por la causa que el muy noble Gonzalo suponía. Era precisamente el desprecio de su voz lo que más le molestaba y por este, y por sí mismo, no consideró que tuviera que darle una respuesta.
—Eso no os incumbe, señor. Y ahora os ruego que os retiréis, Estoy cansado.
Gonzalo tuvo que obedecer, a regañadientes, y farfulló que enviaría noticia de sus órdenes a García, antes de abandonar la tienda. Enrique se quedó dentro malhumorado, seguro de que, pese al cansancio, esa noche ya no lograría conciliar el sueño.
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A medida que Álvaro los guiaba por caminos que solo él veía, el viento matutino se llevó los restos de nubes. Las piedras y las hojas de los árboles relucían como diamantes y los pájaros empezaron a dejarse oír por todas partes. El terreno, al principio llano y densamente arbolado, se fue haciendo cada vez más seco y abrupto. El paso de Álvaro era firme y seguro y los conducía sin titubeos por un sendero pedregoso poco definido y cada vez más empinado.
Durante dos días, Álvaro los condujo a través de un desfiladero escarpado, pero lo suficientemente ancho para pasar, ya que en aquella zona, la sierra aún no exhibía sus picos más afilados. Isabel estaba tan concentrada en seguirlo sin aflojar el paso que apenas despegaba los ojos del suelo y, cuando lo hacía, el vaivén de la capa del espía de Alfonso la hipnotizaba. Julia iba detrás de ella y José vigilaba la retaguardia. A media mañana del segundo día, Isabel y Julia intercambiaron sus lugares, porque la princesa quería hablar con José.
—¿Qué son los Halcones de plata? —le preguntó.
José resopló por el esfuerzo y vio que Álvaro la había oído y lo miraba un poco inquieto. Sin embargo, su guía no tuvo más remedio que seguir adelante y dejarlos charlar.
—Es una orden de espías y mercenarios, reclutados secretamente por todo el reino. Gabriel la creó al poco de ser nombrado primer valido real, porque para desempeñar su tarea como le parecía conveniente necesitaba contar con un grupo leal y capaz que acatara todas sus órdenes y que respondiera solo frente a él, sin tener que pasar por el rey.
—¿Dependían de Gabriel?
—Sí, y al morir él, el siguiente valido real se hizo cargo.
—Alfonso.
Isabel frunció el ceño, en ademán reflexivo.
—¿Alfonso conocía de su existencia?
—No estoy seguro, supongo que algo sabría, pero no se inmiscuyó nunca en los tejemanejes de su padre. Gabriel nunca quiso que su hijo formara parte de los Halcones, pero en cierta manera lo educó para ser uno de ellos, así que cuando se pusieron a su servicio no tardó en ocupar el lugar de su padre al frente de la orden.
—¿Y si Alfonso no hubiera sucedido a Gabriel?
José se encogió de hombros.
—Si el contacto de Gabriel no se hubiera fiado del sucesor, quizá la orden se habría disuelto sola. O quizá no, quién sabe.
Caminaron todo el día y, al caer la tarde fue cuando oyeron a los perros. Al principio fue un rumor lejano e indistinguible, pero que bastó para sembrar la ansiedad en el grupo. Ninguno de ellos los mencionó, pero apretaron el paso. Pronto no cupo ninguna duda y los sonoros ladridos de una jauría de perros les llegaron con total claridad. Miraron hacia atrás e Isabel murmuró algo que solo José, junto a ella, llegó a oír. La expresión más elocuente fue la de Álvaro, que gruñó entre dientes.
—No os detengáis, tienen nuestro rastro —les gritó—. ¡Corred!
Los cuatro echaron a correr, trastabillando con las piedras a cada zancada. Corrieron y corrieron con el creciente sonido de la jauría metido en la cabeza. Agotados como estaban tras caminar todo el día, las fuerzas empezaron a fallarles. Isabel perdió la noción del tiempo y corrió por pura inercia. No sentía las piernas, incluso los perros parecían haberse esfumado. De repente tropezó. Debía de haber tropezado centenares de veces, pero en esa ocasión no pudo reaccionar y se derrumbó sin emitir siquiera un gemido.
La infanta cayó de bruces, a punto de perder el conocimiento, pero el contacto afilado de las piedras le hizo mantener la consciencia. Aunque trató de levantarse para seguir adelante, notó que la cogían de los hombros y la levantaban en vilo. Fue depositada con la espalda apoyada en la pared de una pequeña gruta. Álvaro estaba a su lado y también Julia, sin resuello. José se unió a ellos y todo en su rostro indicaba que tampoco habría podido dar un paso más. A medida que la oscuridad que le ofuscaba los sentidos se fue desvaneciendo, Isabel se percató de que, de hecho, había anochecido y los ladridos habían desaparecido.
—Han acampado, no volverán a perseguirnos hasta el amanecer. Los perros tienen el rastro, pero no nos han visto, así que no saben que estamos tan cerca —dijo Álvaro.
La voz le salía entrecortada e Isabel vio que también estaba exhausto.
—Deben estar a unos cinco kilómetros —calculó José.
—Descansemos unas horas —repuso el Halcón de plata—. No podemos seguir así.
José abrió el macuto que había estado transportando y sacó agua y comida. No habían probado bocado en todo el día y, aún así, se sentían incapaces de tragar nada. José insistió y cogió las manos de Julia entre las suyas para obligarla a coger el pedazo de pan. Al final, la joven accedió a llevárselo a la boca. A continuación ofreció un trozo a la princesa, que también lo tomó. José titubeó, pero al cabo de unos instantes también le alargó algo de comida a Álvaro y este lo aceptó con un gesto de agradecimiento. Había vuelto a retirarse la capucha y paseaba nerviosamente por la gruta, mirando las paredes de roca. Isabel observó su ir y venir: todo había sucedido precipitadamente ahora allí estaban, confiando su vida a un servidor directo de Alfonso.
—¿Cuánto hace que servís a Alfonso de Albuquerque? —le preguntó.
Álvaro no estaba seguro de entender la intención de la pregunta. A diferencia de José, no le parecía adecuado hablar abiertamente de su orden.
—Desde que se convirtió en primer valido, claro...Pero antes serví a Gabriel de Albuquerque durante trece años.
—¿Y tú también? —inquirió Julia, dirigiéndose a José.
El Ratón asintió vagamente.
—En el Alcázar éramos un par o tres, según la época. A Gabriel le gustaba estar informado de todo lo que pasaba, tanto dentro como fuera.
—Mucha gente lo dejó cuando se produjo el cambio —prosiguió Álvaro—. Otros nos quedamos.
—Sí, ha habido muchos cambios —comentó José, con algo de ironía.
—Cierto.
La tensión entre los dos era evidente. No obstante, no parecía nada personal entre ellos, sino más bien incomprensión mutua entre dos personas que, partiendo de un mismo punto, habían tomado caminos opuestos. Fuera como fuera, José confiaba en su antiguo compañero y no discutía sus decisiones. Actuaban de manera bastante similar, como si el pensamiento de dos Halcones de plata, una vez coordinado, lo estuviera para siempre. Los dos tomaron posiciones cerca de la entrada de la grieta. Julia, por su parte, se tumbó apoyada en el hombro de Isabel. La princesa inclinó el rostro y besó suavemente la frente de la doncella.
Julia se deslizó de su hombro y descansó la cabeza sobre su regazo. Instintivamente, Isabel le acarició el pelo; la doncella no le había explicado nada del tiempo que estuvieron separadas, pero no había necesitado más que mirarla a los ojos para comprender que su fiel Julia se había llevado la peor parte. Deseaba con todas sus fuerzas poder consolarla, pero se daba cuenta de que poco había que pudiera decir para hacerla sentir mejor.
—Lo siento, Julia. No deberías estar aquí.
La doncella inspiró profundamente, y volvió la cabeza hacia Isabel.
—Os he seguido por propia voluntad —objetó en voz baja.
Hundió el rostro en su falda de nuevo, como si quisiera hacerle entender que no tenían por qué seguir con aquella conversación. Isabel frunció los labios con impotencia, sin dejar de acariciar los cabellos de su compañera.
—Me has salvado la vida.
No fue hasta que las palabras abandonaron sus labios que Isabel se percató de la verdad que transmitían. Por mucho que hubiera llovido desde entonces, por muy lejos que quedara la marca del rey Alfonso, a veces se sentía como una vasija agrietada, que por una suerte de equilibrio obstinado se mantendría entera siempre que no recibiera un golpe demasiado duro o demasiado preciso. Notó un escalofrío en la columna y después una sensación de frío en las piernas cuando Julia se incorporó y esbozó una negativa.
—Creo que por fin os comprendo —repuso—. Comprendo que desearais que muriera.
Isabel soltó el aire que retenía y se humedeció los labios. Avergonzada de su fragilidad —y de su egoísta gratitud— agachó la cabeza. En la entrada de la gruta, Álvaro se había envuelto en su capa y descansaba con los ojos entrecerrados. José estaba sentado como de costumbre, con la espalda apoyada en la pared y una rodilla flexionada.
—No sé cómo, pero te prometo que voy a encontrar la manera de arreglar esto —le aseguró la princesa.
Julia sonrió. La voz de su amiga era más firme de lo que había sido en semanas, ya no había duda en su tono. Isabel no se daba cuenta, pero cuando hablaba así era capaz de mover montañas.
Las dos se durmieron al cabo de pocos minutos vencidas por el agotamiento. Sin embargo, la inquietud sumió a la infanta en un sueño intranquilo y agitado, poblado de pesadillas con la angustia de la persecución como denominador común. Despertó sobresaltada cuando José le apretó el hombro. Aún estaba oscuro.
—¿Qué hora es? ¿Cuánto hemos dormido?
—Habéis dormido unas cuantas horas —le contestó él, mientras despertaba a Julia—. Falta poco para que salga el sol.
Miró afuera, al cielo estrellado, y se dio cuenta de repente de que Álvaro no estaba con ellos. Cuando le preguntó a José sobre su compañero, este le respondió tranquilamente que no tardaría en volver.
—Preparaos, Alteza, partiremos de un momento a otro. Tenemos que ganarles un poco de tiempo.
Isabel asintió, pero fue al intentar moverse cuando fue plenamente consciente del esfuerzo que había realizado el día anterior. Hizo acopio de sus fuerzas y logró levantarse. Habían pasado unos minutos cuando oyeron el canto de un pájaro. José le prestó atención un momento, hasta que oyó un segundo canto, más corto y musical.
—Es Álvaro —informó.
Al cabo de unos instantes, el espía salió como de la nada. Resultaba casi sobrenatural cómo había logrado deslizarse hasta la gruta sin mover una sola piedra. Miró un instante a Isabel, pero a quién se dirigió fue a José.
—Han acampado a cuatro kilómetros de aquí. Tienen centinelas y se han estado relevando cada dos horas. Cuando salí de allá habían hecho el último cambio de guardia, así que tenemos algo más de una hora. Apresurémonos.
—¿Podremos hacerlo? —quiso saber Isabel.
Álvaro se volvió hacia la joven, pero de nuevo evitó dirigirse a ella directamente, como si le diera reparo hablar con la infanta real ahora que había un interlocutor más apropiado a su condición.
—En medio día de camino habréis atravesado la frontera. Pero no puedo prometeros que no nos den alcance.
Julia hizo una mueca ante esa afirmación, pero ni siquiera miró al espía. Su actitud hacia él era fría, quizá el hecho de que lo enviara Alfonso no lo convertía en objeto de su adoración. Incluso era probable que se mantuviera distante porque, a sabiendas de la tensión velada que había entre José y él, hubiera optado por apoyar a su amigo de aquella manera.
Salieron de la gruta pesadamente. Aquel breve descanso les había insuflado nuevos ánimos, pero las extremidades les dolían todavía más después de haberse enfriado. Retomaron la marcha de nuevo con Álvaro al frente y José en la retaguardia. Se había levantado un viento tremendo que les venía de cara y eso era lo único que oían, mientras azotaba las paredes del desfiladero. El terreno era ya completamente abrupto y no dejaba de ascender, como si disfrutara castigando los maltrechos cuerpos de los viajeros. Al alba descubrió con sus primeras luces un cielo completamente despejado, pero los rayos del sol, lejos de confortar a la expedición, les hicieron acelerar más el ritmo. Frente a ellos, casi tan cerca que podían tocarlos, se alzaba una sierra de picos nevados.
—Pasaremos por en medio —informó— En cuanto la dejemos atrás estaréis en tierras granadinas.
Isabel levantó la vista y la posó en las montañas, esperanzada por primera vez en mucho tiempo. En adelante no apartó la mirada de su reluciente corona blanca y avanzó con sus últimas fuerzas para alcanzarla. Con el sol ya bastante alto en el cielo, Julia profirió un grito y todos se volvieron hacia donde señalaba la joven. Abajo, a unos quinientos metros se distinguían las siluetas de una docena de perros moteados que les comían terreno con una facilidad asombrosa.
—¡Los tenemos encima! ¿Cómo no los hemos oído a los perros? —gritó Julia.
—Con este viento de cara no los oiríamos ni a cien metros —le contestó José, agarrándola del brazo—. Pero para ellos nuestro rastro está más claro que el agua. ¡Corred!
Echaron a correr a trompicones, pero la montaña en lugar de acercarse se les antojaba cada vez más lejana, como si se regocijara viéndolos avanzar penosamente contra los elementos. A Isabel se le llenaron los ojos de lágrimas por el esfuerzo; después de tantas penalidades, ni mil perros ni mil montañas le iban a impedir llegar a su destino, aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Su voluntad se opuso a la del pico nevado y este dejó de oponer resistencia.
Con el pico blanco ya a sus espaldas, el viento amainó un poco y pudieron oír claramente a los sabuesos y ahora también las voces de los soldados que los azuzaban: los habían visto y las flechas enemigas arreciaron en una lluvia mortal.
—¡Contra la pared! —exclamó Álvaro.
Los cuatro se agazaparon junto a la pared rocosa, fuera del alcance de las flechas. El espía reptó hasta José y lo cogió del brazo.
—Escúchame, dentro de doscientos metros empezará el descenso. La falda de la montaña es algo accidentada, pero hay un sendero que llega hasta el valle. Es Granada. Pero está al descubierto. Al otro lado del valle empieza un bosque, ¿crees que podrás llevarlas hasta allí?
—Sí, pero...
—Entonces hazlo —lo interrumpió— Cuando lleguéis al valle, refugiaos en el bosque. Las patrullas moriscas acudirán. No tratéis de huir de ellas u os abatirán antes de que os deis cuenta.
—De acuerdo, pero ¿qué vas a hacer tú?
Álvaro inspiró y le mostró un saquito lleno de polvo negro.
—Trataré de detenerlos. Ahora marchaos, rápido.
El Ratón miró a sus perseguidores y después a las muchachas. Asintió.
—Buena suerte.
—Marchaos.
José se puso al frente e hizo que Julia e Isabel lo siguieran. Al principio, ellas creyeron que los dos Halcones de plata habían intercambiado sus lugares por alguna razón. Luego se dieron cuenta de que Álvaro no las seguía, pero José no tenía tiempo para darles explicaciones. No tardaron en encontrar el sendero, que bajaba serpeando casi invisible en la piedra. Habían empezado a bajar por él cuando se oyó una tremenda explosión que hizo estremecer la tierra y los tiró al suelo a los tres. El sonido del estallido reverberaba en el aire y el eco se extendió por toda la sierra; en lo alto, en el desfiladero que acababan de abandonar, se levantaba una gran polvareda. La explosión había volado parte de la pared rocosa y al desprenderse sobre el camino lo había obstruido por completo. Los tres se quedaron sin habla, incrédulos ante las rocas derruidas que los separaban de sus enemigos. Ni siquiera José había esperado algo así, pero fue el primero en reaccionar.
—¿Estáis bien? Levantaos, ya casi estamos.
—¿Qué ha pasado con Álvaro? —preguntó Julia.
—Sabe cuidarse solo. Arriba, vamos.
Julia estaba consternada, porque jamás había visto una explosión semejante y dudaba que nadie fuera capaz de cuidarse solo si se encontraba cerca. Pese a no haberle demostrado demasiado aprecio a Álvaro durante todo aquel tiempo, no le gustaba nada la idea de que hubiera sufrido algún daño. José insistió para que se levantaran y al fin la doncella obedeció. También Isabel empezó a incorporarse, algo más lentamente. Julia se le acercó y se agachó para ayudarla, pero cuando le rodeó la cintura con los brazos notó que la joven se estremecía y apartó las manos: estaban manchadas de sangre.
—Señora —exclamó—. ¡Estáis herida!
La princesa se llevó el dedo a los labios y le rogó que guardara silencio. Con la otra mano se sujetaba el costado.
—No es nada y falta muy poco.
Se levantó y avanzaron, con Julia vigilando con atención cada uno de sus pasos. Recorrieron el último trecho tan rápido como les permitieron las piernas y siquiera al llegar al valle se tomaron tiempo para recuperar el aliento. Debían llegar hasta el bosque, solo allí podrían detenerse. Sin embargo, la explosión tenía que haber alertado a las patrullas, porque antes de que pudieran alcanzar la protección de los árboles, un escuadrón de jinetes enfundados en adorras oscuras y zaragüelles surgió de entre la espesura a lomos de caballos de guerra.
En cuanto el líder del escuadrón divisó a tres personas que, tambaleándose, trataban de retroceder, lanzó un grito amenazador y los apuntó con su cimitarra. La compañía en pleno cabalgó hacia ellos aullando con las espadas en alto. Los cercaron y cabalgaron a su alrededor. El líder los increpó en tono agresivo. Algunos de los guerreros levantaban la vista hacia la montaña, para localizar dónde se había producido la explosión, y después se volvían hacia los intrusos.
José se adelantó y se dirigió al capitán en árabe, pero el fornido musulmán no estaba dispuesto a escucharlo. Dos de los hombres desmontaron y agarraron a Julia e Isabel, pero estas se resistieron y se arrimaron a José mientras discutía con el capitán. Isabel habría querido decir algo, levantarse y encararse con el jinete, pero ni entendía las palabras de los soldados ni ellos tenían por qué entender las suyas. Uno de los guerreros desmontó con agilidad y se acercó a las mujeres con la capa blanca ondeando al viento. Julia cogió a Isabel del brazo; esta respingó. Todo se estaba desmoronando: el corazón le latía en la herida abierta y las piernas le temblaban. Solo era consciente de que habían llegado, pero ahora ellos no los creían. Y no estaba dispuesta a faltar a su promesa.
Antes de que pudieran detenerla desenvainó una vez más la cimitarra de Muhammad V. José, advertido por la mirada de alarma del capitán, se volvió a tiempo de ver cómo la infanta levantaba la espada por encima de la cabeza. Enseguida, los soldados se abalanzaron contra ella, pero la muchacha no hizo ademán de atacarles ni de defenderse de ellos. Solo sostuvo la espada frente al capitán, mirándolo intensamente a los ojos. Y entonces, este reconoció en el arma y, todavía perplejo, detuvo a sus hombres en el último momento.