XXXV

SOBRE el valle del Carrión había empezado a lloviznar agua nieve. Llevaban más de un mes fuera de casa y se habían producido varias escaramuzas, pero aquel se perfilaba como el primer encontronazo verdadero entre las fuerzas del rey Pedro y de su hermano bastardo Enrique, cuyas tropas, alineadas bajo coloridos estandartes, eran a todas luces más numerosas que las de su adversario.

«Nos van a destrozar», pensaba Alberto, «mi querida Julia, nos van a destrozar». El joven miembro de la guardia personal del rey contemplaba el valle desde un altozano boscoso. A su derecha, el monarca observaba también, sobre su corcel de batalla, con la visera del yelmo subida. Si estaba asustado, no lo demostraba, aunque era cierto que se veía algo tenso. «Es normal», se dijo Alberto, «si no, no sería humano». Él mismo era incapaz de hacer que las manos le dejaran de temblar, y al fin y al cabo los dos tenían más o menos la misma edad. ¿Cómo lo hacía Pedro? Era la primera guerra tanto para uno como para otro.

A su alrededor, los demás miembros de la guardia real aguardaban. Los conocía a todos. Men Rodríguez le dedicó una media sonrisa para tranquilizarlo. Entonces se fijó en Pablo, que a pesar de ser mayor que él había sido instruido al mismo tiempo. Esperaba alguna mirada de complicidad para soportar la espera. Pero el soldado estaba cabizbajo; se dio cuenta de que temblaba de pies a cabeza bajo la pesada armadura. Al parecer, algunos lo llevaban peor que él.

Volvió a fijarse en Pedro, tratando de tomar prestado un poco de su aplomo. Tenía que concentrarse, él no era como aquellos soldados del valle, cuya orden era matar a cuantos enemigos pudieran. Su misión era no separarse del monarca, interponer su cuerpo entre este y la muerte si se daba el caso. Para eso estaba listo.

Quizá a causa de su insistente observación, Pedro se volvió hacia él un momento y después volvió a prestarle atención al valle.

—Estad preparados —murmuró.

Sonó un cuerno y Alberto se atragantó. Abajo, las tropas de ambos ejércitos empezaron a avanzar. Era como un baile: uno de los bailes de palacio, cuando los caballeros y las damas se acercaban en bloque los unos a los otros. En el momento en que caballeros y damas se encontraron, estalló un trueno metálico de espadas entrechocando, piafar de caballos y gritos de dolor. Empezó a llover con más intensidad y el valle se sumió en la confusión del barro, la sangre y la nieve sin cuajar. Alberto se oyó rezar en voz baja, sin poder precisar cuándo había empezado.

Definitivamente eran menos, pero las tropas de Pedro luchaban con denuedo. Se distinguían los estandartes de los distintos nobles que capitaneaban las unidades de infantería y caballería y Alberto quedó como hipnotizado siguiendo el vaivén de las banderolas a merced del viento, el aguanieve y las sacudidas que les daban sus portadores. Poco a poco, la lucha se fue trasladando hacia la parte sur del valle, ya que las huestes petristas retrocedían lentamente ante la embestida de los soldados aragoneses y los caballeros de César Manrique. Aquello se prolongó durante largos minutos. De pronto volvió a sonar el cuerno con apremio, las tropas de Pedro echaron a correr en retirada; las líneas aragonesas más adelantadas los persiguieron, convencidas de la victoria. Bertrand du Guesclin ordenó a sus routiers mantener la posición y bramó a los aragoneses que se detuvieran, pero estos no le hicieron caso. Alberto apretó los dientes.

Un relámpago iluminó el valle y el cielo rugió. Instantes después un gran número de soldados aragoneses empezaron a caer fulminados. Oculto por el silbido de la lluvia, nadie se había dado cuenta de que centenares de flechas estaban siendo disparadas desde el flanco derecho. Las tropas de Enrique estaban al descubierto y no pasaba un segundo sin que una decena de soldados se desplomara en el suelo entre aullidos de dolor. Al principio no acertaron a reaccionar y para cuando quisieron retroceder, los cuerpos de los caídos se amontonaban entre las patas de los caballos.

—¡Maldición! —gritó Rodrigo de Mendoza, desde su posición en el lado opuesto.

Y dirigió una mirada furibunda a la colina de la que partían las flechas, seguro de que en alguna parte se encontraría Eduardo de Castro. Enrique de Trastámara, que había permanecido cerca del barón, agarró las riendas de su montura con fuerza.

—¡Hay que replegarse! —ordenó— ¡Replegaos!

Cabalgó hacia el capitán que manejaba el cuerno y se lo arrancó del cuello de un tirón. Entonces lo hizo sonar y las sorprendidas huestes del hijo de Leonor emprendieron una retirada desordenada. Decenas de soldados cayeron antes de que el ejército quedara fuera del alcance de los arqueros del conde de Lemos. Entonces, volvió a oírse el cuerno de guerra a través de la tormenta.

—¡Adelante! —exclamó Pedro, bajando la visera del yelmo con un chasquido— ¡Por Castilla!

Su guardia lo coreó y se lanzó al galope junto con la caballería de Cristóbal Valcarce. La acometida sorpresa desconcertó a los soldados de Enrique y abrió una amplia hendidura en la formación. Durante los primeros instantes después de sumergirse en la batalla, Alberto siguió experimentándola como algo ilusorio. Se mantenía cerca de Pedro y nadie parecía darse cuenta de su presencia. Pensó que a lo mejor seguiría así hasta que finalizara. Solo tenía que proteger al rey.

—¡Reacciona, chico!

El grito tenía un tono tan urgente que Alberto aterrizó de golpe en la lucha. Era Men Rodríguez quien había gritado y quién luchaba ahora encarnizadamente con un jinete de escudo aragonés. Pedro también se batía, aunque no podía adivinar su expresión bajo el yelmo. A su lado, Pablo recibió un sablazo tan violento que cayó del caballo: la sangre le brotaba del cuello a raudales, hasta que dejó de agitarse.

Sangre. Sintió un dolor agudo en el hombro izquierdo y se vio a sí mismo empapado de sangre. Su agresor enarbolaba la espada para iniciar un segundo ataque, y el primero ni tan solo lo había visto venir. Algo en su interior despertó, parecido a la rabia y con sabor a supervivencia. Su adversario era lento, más lento que él, así que empuñó la espada con firmeza, rechazó el ataque y la hundió violentamente en el corazón de su enemigo. Cuando la sacó también estaba empapada en sangre. La herida del hombro le latía, pero también lo mantenía unido a la tierra. Ahora los alaridos de muerte y el fragor de la lucha llegaban a sus oídos desprovistos de toda irrealidad. Tras rechazar el ataque de otro jinete acudió en ayuda de Men Rodríguez, que luchaba contra tres soldados a la vez. Entre los dos dieron cuenta de ellos, aunque el joven recibió otra herida, esta vez en el muslo. A decir verdad, solo la sintió a medias, concentrado en la batalla.

No oyó el cuerno, o puede que sí pero que lo confundiera con un trueno. En cualquier caso, el pendón del águila de dos cabezas de Bertrand du Guesclin destacó repentinamente entre todos los demás. Se movía de izquierda a derecha con la velocidad del rayo. Centenares de mercenarios franceses los rodearon y acometieron desde el exterior hacia el centro en una maniobra envolvente. Esta vez las tropas de Pedro eran las desconcertadas y trataban de parar los ataques que les llovían desde todos los flancos. Alberto degolló a un routier que se acercaba a Pedro y se vio rechazando a dos más. Los gritos, la tormenta, los caballos, las espadas y más gritos. Apenas lograba librarse de un adversario que ya acudían dos más a remplazarlo. No había mucho tiempo para pensar en el siguiente movimiento, blandía la espada por instinto, dejándose llevar por el discurrir de la batalla.

La multitud se convulsionó ante la embestida de las Compañías Blancas y Alberto no se percató de que, por culpa del oleaje, cada vez se alejaba más de su rey. Levantó la vista un momento: la lluvia se colaba por la visera del yelmo y casi no veía nada. En ese momento notó una fuerte sacudida en el costado y soltó un grito. Su caballo se tambaleó y jinete y montura cayeron al suelo aparatosamente.

Por unos segundos se hizo la oscuridad y lo único que rompió la quietud fue el repiqueteo de la lluvia sobre el yelmo metálico. Le dolían horriblemente todos los músculos, las heridas le ardían y sentía el cuerpo caliente de su caballo sobre las piernas. No estaba seguro de cuál de los dos había sido herido y cuando abrió los ojos todo le daba vueltas. Trató de levantarse, retorciéndose sobre el barro, y poco a poco logró ponerse en pie. Aún sostenía la espada pero se sentía desnudo sin el caballo, que yacía inerte en el suelo, con una lanza clavada entre los cuartos delanteros. Un soldado se abalanzó sobre él y lo esquivó con un gesto brusco. Volvía a estar inmerso en la batalla, pero se notaba más débil.

Trató en vano de localizar el estandarte de su rey mientras blandía la espada a diestro y siniestro. Debía volver junto a él, era imperativo. Debía volver junto él. La idea le bailaba incesante en la cabeza. Era un soldado de la guardia real, tenía que permanecer cerca de Pedro... Al rato incluso estaba repitiéndolo entre dientes. ¿Y si el estandarte había caído y en aquellos momentos estaba medio enterrado en el fango? Consiguió deshacerse de otro oponente, pese a recibir una herida superficial en el antebrazo y miró a su alrededor en busca del escudo de Pedro.

Sus esfuerzos fueron inútiles, pero para su sorpresa descubrió otro estandarte muy cerca: el bastardo Enrique de Trastámara estaba a poca distancia. La sangre empezó a latirle en las sienes: no le costaría mucho llegar hasta él. Quizá pudiera hacerle desmontar, quizá pudiera acabar con él. Sería un héroe. Enarboló la espada y se lanzó hacia el grupo del conde con un grito de batalla, pero en el camino se interpuso un guerrero que le hizo frente con coraje y lo echó al suelo en tres estocadas.

—Tu allais où?

Alberto se llevó la mano al hombro herido y emitió un quejido. El francés preparaba ya el golpe de gracia, pero Alberto rodó sobre sí mismo y esquivó el acero. Logró levantarse y arremetió contra el soldado; este lo esquivó. Sin embargo, al tratar de equilibrarse tropezó con uno de los cuerpos caídos; Alberto lo aprovechó y le descargó la espada en el cráneo. El yelmo saltó mientras el soldado se desplomaba hacia atrás y Alberto se quedó sin aire al ver el rostro ensangrentado de su víctima y la vida que se le escapaba de los labios.

Soltó una carcajada nerviosa. ¿Un héroe? Palabras como esa, que cuando soñaba con ser soldado se le antojaban llenas de gloria, ahora parecían vacías de todo sentido. Enrique debía de estar rodeado de gente como aquel valiente soldado y como él mismo: guerreros cuya misión era proteger a su rey, quizá igual de jóvenes y con los mismos sueños de heroicidad. Ni siquiera podría acercarse a Enrique solo sin pasar por encima de todos ellos. Intentándolo conseguiría únicamente que lo mataran y aún no quería morir.

—Tengo que proteger a mi rey —se dijo—. Esa es mi misión.

Un jinete enemigo venía en su dirección, pero al parecer tenía una flecha clavada y estaba ya más muerto que vivo, de manera que Alberto no tuvo dificultad en asestarle un golpe con la empuñadura de la espada y derribarlo. Entonces montó sobre el lomo de su caballo y desde esa nueva posición buscó a Pedro. La visión era espeluznante: por todos lados había cadáveres y cuerpos desmembrados pisoteados por los que seguían guerreando. Inspiró repetidas veces y apartó la vista del grotesco espectáculo. Era consciente de que las tropas de su rey estaban perdiendo terreno. Al localizar por fin el estandarte real, espoleó al caballo y se abrió camino hasta él a golpe de espada. Estaba a punto de alcanzarlo cuando la tierra tembló. La multitud danzante se agitó y él, confuso, miró hacia la derecha: un ejército de jinetes e infantes se acercaba a toda velocidad. A la cabeza iba un caballero de negra armadura, con el yelmo coronado con la figura de un león y una sobrevesta azul y grana decorada con lises y leones dorados. Llevaba la espada en alto, y cabalgaba a lomos de un impresionante caballo de guerra, con una testera tan negra como su propia armadura.

—¿Amigos o enemigos? —se preguntó Alberto— ¿Amigos o enemigos?

Cerca de él, un mercenario francés soltó un juramento. Alberto entendió lo básico: eran tropas inglesas y eran amigos.

Para cuando sonaron cuernos de retirada en ambos bandos, ya caía la tarde. Llevaban batiéndose todo el día y, al final, el tiempo había amainado. Alberto, exhausto y dolorido se reunió con los miembros de la guardia real en el campamento. Dos más de sus compañeros habían caído y todos presentaban heridas. Ni siquiera el rey había salido indemne y al ver sus heridas se entristeció mucho, pensando que a lo mejor él podría haberlas evitado de haber estado allí.

—Has luchado bien, chico.

El soldado se volvió. Men Rodríguez estaba a su lado, cansado y herido, pero sonriente. Le dio una palmada en el hombro y Alberto asintió y acabó sonriendo de puro agotamiento.

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Eduardo de Gales avanzó hacia el conde de Lemos nada más verlo y los dos se abrazaron calurosamente. Se conocían desde hacía años, ya que habían sido adiestrados juntos en Inglaterra. Sin la negra armadura puesta, el príncipe se veía mucho menos amenazador, con su sonrisa afable y unos ojos verdes nítidos y francos. Su tocayo le sonrió como a un hermano, una sonrisa cara de ver en él, y después le hizo una reverencia, que el inglés no permitió que prolongara mucho tiempo.

—Mi señor Eduardo —lo saludó este—. It’s been a long time.

—Demasiado —admitió Eduardo de Castro— Me alegro mucho de veros, my lord.

—Yo también. Seguís siendo el mejor arquero que he visto en la vida, amigo mío.

—Vos siempre me vencisteis con la espada.

Eduardo de Gales chasqueó la lengua y se tiró hacia atrás el flequillo, de un rojo encendido, mientras los dos caminaban en dirección a la tienda del rey Pedro.

—Ya hemos llegado.

El conde levantó la lona de la tienda del monarca y los dos pasaron al interior, bastante caldeado e iluminado con lámparas de aceite. Pedro estaba recostado en una silla, le había vendado las heridas pero aparte de eso no había tenido mucho reposo, ya que volvía a estar reunido con sus nobles. Se levantó en cuanto los vio entrar.

—Majestad, su Alteza real Eduardo, conde de Chester, duque de Cornualles y príncipe de Gales —anunció el noble de Castro.

Pedro se acercó al recién llegado y le dedicó una inclinación de cabeza cortés. Después se abrazaron un momento.

—Os saludo, primo.

—Celebro veros, Majestad. ¿Qué tal vuestro brazo?

Pedro se dio un par de palmadas en la extremidad vendada y esbozó una sonrisa grave.

—No es profunda, gracias.

—Fue una gran batalla. Vuestros hombres hablan de ella sin parar.

—No hubiera servido de nada si no hubierais llegado a tiempo, príncipe.

—Vine lo antes posible, siento el retraso. Tuvimos que enfrentar a las tropas de Adehan en la frontera.

—Llegasteis a tiempo —insistió el rey—. Y os estoy muy agradecido.

Pedro lo invitó a tomar asiento y le presentó a sus aliados, Simón de Pimentel, Cristóbal Valcarce y el capitán portugués Fadrique Silva, primo tercero de María de Portugal.

—Y veo que ya conocéis al conde de Lemos —concluyó Pedro.

—El conde y yo somos viejos amigos —corroboró—. Elegís bien a vuestros oficiales, Pedro.

El rey hizo servir algo de comida a sus aliados y la degustaron juntos, mientras seguían hablando de la batalla, del número de bajas y heridos y de los mensajes cada vez más inquietantes que llegaban del sur. A su vez, el inglés les habló de la guerra en territorio francés y les explicó cómo había roto la barrera del Mariscal de Adehan: quizá uno de los guerreros más ilustres del rey Carlos, por detrás del águila de dos cabezas, Bertrand du Guesclin. Fadrique se interesó por la posible participación de sus tropas en la península, pero Eduardo juzgó que lo más probable es que permaneciera en la retaguardia, guardando el paso. Su mayor preocupación a aquella sazón no era el conde de Adehan.

—¿El ejército de Enrique es muy superior en número? —quiso saber el príncipe inglés.

—De momento estamos bastante equilibrados, pero si esto se prolonga mucho más tienen las de ganar —lo informó el señor de Pimentel—. Apenas contamos con refuerzos.

—Entiendo. Entonces siento traer malas noticias. El conde de Trastámara espera un importante contingente de tropas en los próximos meses —les informó Eduardo de Gales.

—¿Tropas? ¿Qué tropas? —preguntó Cristóbal de Valcarce.

—Un combinado de tropas vaticanas y aragonesas. Penetraran seguramente por la frontera en Tarazona.

—¿Vuestras informaciones son fiables? —inquirió el noble.

—Eso me temo, tengo contactos allí —respondió.

Eduardo de Castro y él se miraron y compartieron un momento de entendimiento mutuo ajeno al resto. Después, el conde asistió meditabundo a las caras de circunstancias que se les había quedado a los demás nobles. La noticia era en verdad un duro golpe para las esperanzas de todos ellos ya que no lograrían contener muchas más embestidas como las de aquel día.

—Aguantaremos —afirmó Pedro con seriedad—. Y venceremos.

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El caballo tordo de Du Guesclin piafó nervioso por el ajetreo y trató de sacudirse la silla que le colocaba.

—Ne bouges pas —le susurró el bretón—. Estate quieto y deja que te ponga esto.

El animal relinchó como respuesta y se removió un poco más, aunque al final se resignó y soportó el ensillamiento con estoicidad. A su alrededor, una docena de soldados aragoneses arreaban sus monturas, mientras su capitán Ferrán de Denia, un curtido soldado de mediana edad, esperaba la confirmación de Bertrand. Cuando todos estuvieron listos, el capitán aragonés llamó la atención de sus hombres y du Guesclin se vio inmediatamente seguido de dos de sus routiers más leales. Una vez organizada la guarnición, echaron a cabalgar hacia el este.

En el campamento de Enrique de Trastámara, las crepitantes hogueras eran la única fuente de claridad durante la noche. Había un rumor apagado de caballos intranquilos y conversaciones de soldados, pero no llegaba a atravesar la gruesa lona de la tienda de Enrique. En un extremo, el hijo de Leonor participaba del silencio, mientras el agua caliente le lamía con suavidad músculos y extremidades en un baño reparador. Permanecía inmóvil —incluso podía dudarse de que estuviera respirando—, para evitar que el más mínimo chapoteo le recordara su propia presencia. Con la cabeza apoyada hacia atrás, la mirada perdida en algún punto del infinito, el joven tenía la mano apoyada sobre el costado derecho, donde lucía una cicatriz rojiza. Si le hubieran preguntado cuándo había sido herido no habría podido precisarlo, al igual que con el resto de cortes y magulladuras que presentaba por todo el cuerpo. No eran más que marcas que aparecían; heridas que en un momento u otro le había infligido algún desconocido, y que quedaban al descubierto en momentos como ese. De algunas se resentía, otras eran simplemente un testimonio de la lucha.

Inspiró. El agua empezaba a enfriarse, así que se incorporó y alcanzó un batín. Necesitaría ayuda para volver a colocarse la coraza, por lo que hizo sonar una campanilla, y al momento apareció Joséphine. Le anudó las correas de la coraza a la espalda con diligencia y, al acabar, se inclinó ante él y salió de la tienda. Enrique se sentó en una silla y volvió a sumirse en sí mismo durante un buen rato, hasta que un soldado asomó la cabeza y anunció que el barón Rodrigo y César Manrique querían verlo.

—Que pasen —accedió.

Los dos nobles entraron, ataviados con sus mejores ropas de batalla, y saludaron al conde de Trastámara.

—¿Bertrand se ha ido ya? —les preguntó el joven.

—Sí, Majestad —repuso Rodrigo—. Partió al caer la noche.

—¿Cómo está Claude?

César y Rodrigo se miraron.

—Siento comunicaros que ha muerto, mi señor —respondió el barón—. No se pudo hacer nada por sus heridas.

Enrique no dijo nada. Lo había visto caer a manos de uno de los soldados de la guardia real, muerto únicamente por protegerle y aquello era lo que más le afectaba. Volvió la cabeza y fingió concentrarse en un mapa de la zona que había colocado sobre un mueble. Rodrigo carraspeó.

—En cualquier caso, no es eso lo que veníamos a deciros.

—Hablad pues.

—Los vigías informan de que Pedro de Borgoña está retirando sus ejércitos del valle —explicó César.

—¿Cómo? —se sorprendió el muchacho— ¿Estáis seguros?

—Lo he confirmado personalmente —aseguró—. Era cuestión de días, no podían proteger el paso con tan pocos hombres.

—Pero han aguantado mucho —objetó Enrique, y miró a Rodrigo— ¿Y ahora qué?

El barón se atusó la barba y se acercó al mapa, señalando un punto.

—Sería muy inocente pensar que Pedro nos ha dejado el camino libre hacia León sin más. Además, los hombres del conde de Lemos controlan toda la zona. Es más probable que lo que hagan es desplazarse hacia el sur y recibir refuerzos de Valladolid. Al parecer en la ciudad se ha reunido un ejército de mercenarios importante.

—Debemos seguirlos —opinó Manrique—. Y masacrarlos antes de que logren reunirse con los hombres de Atias.

—No, en esa zona se harían fuertes con el apoyo de sus ciudades aliadas —dijo Enrique.

—Cierto —coincidió Rodrigo—. El terreno les sería favorable y estarían arropados entre los suyos, mientras que nosotros lucharíamos en territorio hostil.

El barón cogió una pluma y trazó unas líneas en el mapa.

—En cambio, si retrocedemos hasta aquí, podemos limitarnos a esperar a que vuelva el capitán Du Guesclin con los refuerzos. Pedro se moverá hacia el este para evitar desgastarse en un combate contra el conde de Villena y no tendrá más remedio que enfrentarse a nosotros desde el sur, lejos de sus plazas de abastecimiento, si quiere liberar Burgos.

César tuvo que admitir la lógica del razonamiento y se mostró de acuerdo. Como Enrique seguía callado, fue el propio señor de Mendoza el que dio las órdenes pertinentes.

—Informad a los hombres de que estén preparados para salir mañana al atardecer, señor de Manrique, pero que descansen esta noche. Nos reabasteceremos en Burgos.

—Muy bien. Majestad —se despidió.

Cuando César salió, el barón observó a su taciturno heredero de Castilla, que tenía un aspecto sombrío a la luz de las candelas. Si había una sola cosa que no podía permitir en todo aquel asunto era que su chico se derrumbara.

—¿Os encontráis bien, mi señor?

Enrique asintió. No era la primera vez que Rodrigo adoptaba un tono paternalista con él, pero últimamente lo hacía sentir violento.

—Voy a salir un rato, barón.

—Avisaré a vuestra guardia.

—No. Solo será un paseo.

—Cómo deseéis —repuso Rodrigo.

El conde de Trastámara salió de la tienda y enseguida le llegó el olor a nieve del aire y el de la madera que ardía en las hogueras. Había varios fuegos y las nubes ya no tapaban la luna, pero aún así estaba oscuro. Se echó a caminar sin rumbo fijo, sin prestar atención al frío. Le costaba respirar, aunque no podía decir que estuviera cansado tras una semana sin entablar combate. Mirara donde mirara veía corrillos de soldados que hablaban y reían alrededor de las hogueras. No los conocía. A la gran mayoría jamás le había dirigido la palabra y ellos a él tampoco. No obstante, ellos sí que lo reconocían y cuando pasaba cerca de algún grupo, el volumen de las risotadas y las charlas descendía, de manera que allá donde fuera, Enrique seguía rodeado por una burbuja de silencio.

Siguió andando hasta traspasar los límites del campamento. Allá el brillo de las hogueras se hacía más débil y la reina de la penumbra era la luna llena, tan brillante como aquella noche en el bosque, cuando sabía quién era y lo que quería. Tan resplandeciente como los ojos de Isabel, el ángel que la oscuridad había llevado ante su puerta una noche parecida. Ángel o demonio, poco importaba, porque lo único cierto era que no podía vivir sin ella. Estaba solo, envuelto de un vacío espeso y asfixiante que, por más que corriera, no lograba dejar atrás.

—Mi señor...

Una voz tímida sonó a su espalda y Enrique se volvió de golpe. Era Joséphine, que temblaba de frío mientras le tendía una capa.

—Mi señor —repitió—, ¿no tenéis frío?

Y le alargó la capa. Ni el joven la cogió ni ella bajó el brazo.

—Vuelve a hacerlo —musitó Enrique de pronto.

—¿El qué?

—Háblame, por favor.

Joséphine lo miró con los ojos muy abiertos, sin comprender lo que le pedía, y se le acercó un poco.

—¿Que os hable? Si ya os hablo, Majestad. ¿No me oís?

Dio otro paso hacia él y le hizo un gesto para que cogiera la capa.

—Os lo ruego, poneos esto. Está helando.

Enrique posó los ojos en la capa y negó vagamente con la cabeza. Ahora respirar le costaba muchísimo. Se apoyó en un árbol y le dio la espalda a la doncella.

—¿Majestad? ¿Qué os ocurre?

Se puso detrás de él y le tocó en el hombro, primero suavemente y luego con un poco más de decisión. De repente Enrique se volvió, la agarró de la cintura, la puso contra el árbol y la besó sin darle tiempo a reaccionar. Al cabo de unos instantes se retiró de encima de la joven, que no se atrevía a mover ni un músculo.

—¡Márchate! —le gritó.

La francesa no sabía qué decir. Indecisa, miró el resplandor de las hogueras a lo lejos y después a Enrique. Este aún la tenía cogida de una mano y ella podía sentir que estaba tiritando.

—Márchate o quédate.

Ella volvió a debatirse entre la visión del campamento y la de Enrique. Finalmente, dejó caer la capa que llevaba en la mano.

—Je reste ici.

Enrique flaqueó y, por un momento, Joséphine creyó que iba a caerse y que tendría que sostenerlo. Sin embargo, enseguida se repuso y la miró con ojos relucientes, mientras la rodeaba con los brazos con más fuerza que antes y la besaba apasionadamente.