XLVII
CUANDO estuvo de vuelta en sus aposentos, Julia y José la estaban esperando. Se alegró de verlos, ya que los habían separado nada más llegar. Julia había sido alojada en el harén de las mujeres, en los laterales del patio de los arrayanes, y José en una de las torres de la fortificación. Los dos iban vestidos con ropas musulmanas que les habían sido proporcionadas para sustituir las polvorientas ropas del viaje. El tocado y la túnica causaba un efecto extraño, pero en absoluto desagradable.
—¿Qué ha ocurrido, Alteza? —la interrogó Julia.
Isabel se puso seria al recordar la hostilidad del consejo, en especial la de aquel hombre de la cicatriz.
—Mañana se celebrará un consejo militar y el rey decidirá.
—¿Estaréis presente? —preguntó José.
—No. Ya no está en mis manos.
Decir aquello la desanimó un poco. No le gustaba nada la idea de esperar completamente impotente.
—Habéis hecho más de lo posible, mi señora —la animó Julia.
—¿Cómo habéis visto el consejo?
Isabel le describió a José el transcurso de la reunión. Él la escuchó con atención y, al terminar, se acarició el mentón pensativo.
—El hombre de la cicatriz del que habláis debe de ser el general Ismail. El hombre del parche en el ojo es el arráez Abu Abdallah. Nunca han sido muy favorables a acercarse a Castilla. Por otro lado...
—Continúa.
—Son la plana mayor. El rey en persona os ha recibido en audiencia y ha convocado un consejo con sus principales generales. Eso quiere decir que no os toma a la ligera.
Aquello a Isabel no le era de mucha ayuda. Seguía enfurruñada, pensando en algo que pudiera hacer, lo que fuera, para decantar las deliberaciones.
—No hay otra manera. Tengo que hablar con Mulhad —murmuró para sí.
—¿El príncipe Mulhad? —se sorprendió Julia.
La princesa levantó la vista y habló con determinación.
—Sé que él podría convencer a su padre. No pienso quedarme sentada esperando.
—No os lo permitirán, mi señora —objetó José—. No os dejarán influir en la decisión del consejo más de lo que ya lo habéis hecho. Puede que Mulhad esté de nuestra parte, pero es un príncipe leal a su patria. No os recibirá.
—Tiene que haber algún modo de llegar hasta él.
Julia asintió. José miró a su amiga con incredulidad.
—La hay, si tenéis acceso a sus habitaciones —afirmó. En la residencia de las mujeres se había enterado de varias cosas—. Sus habitaciones privadas tienen dos entradas. Una principal y otra secundaria. Las dos están vigiladas. Es imposible entrar por la principal sin haber sido convocado o sin autorización. A la secundaria solo tienen acceso las concubinas del príncipe, desde las dependencias del harén. En esa no hacen demasiadas preguntas, si me entendéis.
Ambas jóvenes cruzaron miradas de entendimiento, pero José, que podía leerles los pensamientos casi al mismo tiempo que se gestaban, tomó la palabra.
—Os reconocerán.
—No, no lo harán. Si mantengo la mirada baja ni siquiera me prestarán atención. Con un velo pasaré desapercibida.
Hablaba muy convencida y los ojos volvían a brillarle, pero su fiel Halcón de plata estaba bastante más serio.
—Si os descubren, se suspenderá el consejo y todo se habrá acabado.
Aunque era consciente de eso, Isabel no quiso atender a razones: estaba decidida a jugarse el todo por el todo. Pidió a Julia que le dejara sus ropas y se pusiera ella las suyas: volvería al harén en su lugar y desde allá trataría de acceder al príncipe, mientras la guardia creía que la princesa seguía en sus aposentos. José soltó un bufido.
—A fe mía que sois la mujer más imprudente que he conocido —y mirando a Julia, añadió—. Y claro, tú estarás de acuerdo con la idea, que al fin y al cabo ha sido tuya
La doncella se extrañó de la dureza de su tono y quiso protestar, pero José prosiguió sin dejar que hablara.
—Cualquiera diría que le estés cogiendo el gusto a suplantarla —gruñó.
—¡José! —exclamó Isabel.
Julia palideció y no dijo nada. José se arrepintió de sus palabras en seguida, pero no podía disculparse por querer alejar a Julia del peligro, por mucho que el daño que acababa de causarle con sus palabras lo hiciera sentir muy violento. Chasqueó la lengua y se levantó, pero la doncella lo retuvo por el brazo.
—Por Alberto, Ratón, haría lo que fuera. Pero yo no puedo hablar con Mulhad, solo conseguir que ella lo haga —se justificó.
José sacudió la cabeza y resopló, dándose por vencido, pero aún así salió de la estancia con gesto huraño. Las dos muchachas se quedaron a solas e Isabel apretó el hombro de Julia y le dijo que quizá él tenía razón, pero la doncella sonrió y le dijo:
—Me prometisteis que lo arreglaríais. Confío en vos.
Con los ojos pegados al suelo de alabastro, Isabel fue conducida de nuevo al patio de los arrayanes y de allí a una serie de dependencias interconectadas, que discurrían alrededor de una zona ajardinada central, con pequeños estanques aquí y allá, en los que nadaban peces diminutos de colores vivos. Había varias mujeres allí, todas vestidas con lujosos vestidos de tirâz, zuecos y cambuix, que charlaban entre ellas o paseaban por el jardín. En un rincón, un grupo estaba tocando una hermosa música con instrumentos que Isabel desconocía, mientras otras se decoraban las manos con henna. Los guardias dejaron a la infanta en la entrada, sin entrar en el recinto, y ella dudó si debía detenerse también o entrar libremente. Al final hizo esto último y vagó por el patio mirándolo todo con curiosidad. Había cometido un error al no preguntarle a Julia cómo llegar hasta su habitación, entre toda aquella sucesión de pasillos, jardincitos, fuentes y arcos.
Oyó risas y se volvió hacia un grupo de mujeres que estaba bailando en un extremo, aprovechando la música que hacían sus compañeras. Llevaban trajes algo diferentes, una especie de sostenes bordados y zaragüelles de seda casi transparente, con un mandil a modo de cinto y ristras de pedrería. Iban descalzas pero llevaban tobilleras y también brazaletes profusamente labrados. A diferencia de las demás, tenían el pelo suelto y la cabeza descubierta, salvo el velo que les cubría el rostro bajo los ojos delineados con kohl. Se movían con una fluidez inaudita y sensual. Trazaban ochos con las caderas, con una flexibilidad que parecía sobrehumana, hacían ondular el cuerpo y los brazos y de repente se agitaban y hacían vibrar cada músculo del abdomen. La más hábil era una mujer esbelta y morena: estaba enseñando a sus compañeras a pulir su técnica de danza. Cuando vio que la princesa se había quedado embelesada mirándolas la saludó con la mano antes de acercársele con los abalorios de su atuendo tintineando a cada paso.
—¡Julia! —la saludó, con una pronunciación bastante acertada— ¿Por qué no te unes a nosotras? ¿De verdad no quieres que te enseñe?
Y danzó en torno de la joven doblándose de modo aún más sugerente. Sus compañeras soltaron exclamaciones de asombro y la aplaudieron. Ahora entendía por qué la consideraban la mejor. Cuando volvió a tenerla de frente, Isabel vio que la joven tenía unos ojos azules como los suyos. Y ella debió de darse cuenta de lo mismo al mismo tiempo, ya que la sonrisa se le borró de la cara y se quedó mirándola muy sorprendida.
—¿Ghalia?
—¿Quién eres? —preguntó bajando la voz.
—Soy...Isabel.
La cordobesa no la entendió enseguida, pero cuando lo hizo abrió mucho los ojos y miró a su alrededor con prudencia.
—Ven conmigo.
Les dijo algo a sus amigas y estas parecieron desilusionadas, pero la dejaron hacer. Ghalia se llevó a Isabel del patio hasta su habitación, una alcoba suntuosa de techos profusamente decorados. La hizo sentar en la cama, enorme, blanda y muy perfumada.
—¿Qué haces...hacéis aquí?
—Necesito tu ayuda para ver a Mulhad.
Ghalia frunció los labios como si fuera a silbar y pestañeó varias veces.
—¿Mulhad? El príncipe, eh...pero yo no sé si puedo.
—No quiero hacerle daño, solo quiero hablar con él, te lo prometo.
—Entiendo.
—Necesito llegar a sus habitaciones esta noche. Mi doncella, Julia me dijo que tú puedes... Que el te llama a sus aposentos a menudo y...
—Entiendo, entiendo —asintió.
Ghalia se quitó el pañuelo de monedas que llevaba en la cintura y también los brazaletes y las tobilleras, para que dejaran de tintinear a cada movimiento que hacía. Parecía indecisa y preocupada mientras paseaba por la habitación y no dejaba de mirar a Isabel con fascinación.
—¿Así que sois la princesa de Castilla...?
—Sí.
—Oh
Le sonrió y se sentó en la cama junto a ella.
—Yo nací en Córdoba. Mi madre era de allí, por eso sé hablar vuestra lengua —la informó, muy orgullosa.
Isabel también le sonrió.
—¿Tu madre está aquí?
La joven se entristeció momentáneamente.
—No, murió cuando era pequeña. Después mi padre me vendió al rey Muhammad.
La princesa se sorprendió mucho de aquella afirmación.
—¿Querrías volver a Castilla? Si me ayudas intentaré que te liberen y puedas regresar...
Ghalia la miró sin dar crédito a sus oídos.
—¡No! ¿Porque iba a querer irme? No me separaría de esto por nada del mundo.
Rió ante el desconcierto de la princesa.
—Pero os ayudaré. Quiero ayudar a la princesa de Castilla —concluyó.
Isabel estaba tan agradecida que la habría abrazado, por mucho que no acabara de entender sus razonamientos.
—¿Qué tengo qué hacer? —preguntó la infanta.
******
Avanzó por el pasillo con la mirada baja, pegada a las pulidas baldosas por las que sus pies desnudos se deslizaban en completo silencio. Aún se sentía algo extraña en las ropas que Ghalia le había prestado, porque el complicado entramado de sedas y velos resultaba extraordinariamente ligero y le daba la impresión de ir desnuda. Desde luego, no tenía ni punto de comparación con los pesados y rígidos vestidos que había llevado toda la vida.
Al volver la esquina atravesó un hermoso arco y accedió a un pasillo bastante ancho, de techos altos sostenidos por columnas. Era un pasillo interior, de modo que no había ventanas, pero las teas derramaban una claridad dorada a lo largo y ancho del corredor. Al final de este había una puerta y la flanqueaban dos centinelas. Debía de ser la estancia del príncipe Mulhad. Los guardias la vieron pero no hicieron nada, así que ella fue hasta la puerta en actitud sumisa, esperando que la detuvieran ellos. Efectivamente, lo hicieron, el soldado de la derecha interpuso la mano en su camino y musitó algo en árabe que no comprendió. Lo único que pudo descifrar fue el nombre de Ghalia al final de la frase.
Isabel inspiró, tranquilizada al menos por el hecho de que la hubiera confundido con Ghalia. El guardia le estaba reprochando algo —quizá fuera su tardanza— y temió que no la dejase entrar. Pero el centinela no quiso tentar a la suerte y enojar a su señor, así que hizo un gesto a su compañero para que abriera la puerta y la dejara pasar.
Al franquear la entrada, un suave tul de color verde le acarició el rostro y respiró una bocanada perfumada de incienso y flores secas. Fue como entrar en otro mundo: el aire fresco entraba por las ventanas y hacía balancear las gasas livianas que separaban los distintos espacios. El suelo era blando, cubierto por alfombras magníficas y las paredes estaban decoradas con atauriques, rombos y caligrafía. Distribuidos por la habitación había varios divanes y, en el suelo, mullidos cojines con borlas, mesitas tachonadas de piedras preciosas y diversas chucherías de las formas y usos más variopintos. Reinaba una paz absoluta, como si el tiempo en aquel aposento se hubiera detenido y todo lo que había en su interior viviera suspendido en su propia atmósfera. Y en el centro de aquel sueño, el príncipe Mulhad estaba recostado con los ojos entrecerrados sobre cojines con flecos de plata, con una pipa en los labios.
Cuando Isabel entró, el príncipe se incorporó a medias y le regaló una mirada lánguida. Su voz sonó clara y atrayente pero completamente incomprensible para la joven. Incapaz de contestarle, la infanta permaneció en silencio. Mulhad se extrañó y volvió a dirigirse a ella con una nota de insistencia. A esas alturas, se había sentado en el diván y la observaba con atención. Isabel se maldijo por sentir que la piel le hormigueaba al oír aquella voz y se obligó a salir de la cálida estupefacción en la que se hundía. Si no decía algo pronto, Mulhad se enfadaría y la echaría, pero no le salían las palabras, así que como toda contestación, dio un paso al frente y se apartó el velo que le cubría el rostro. El príncipe, que se había levantado y estaba a punto de avanzar hacia ella, se detuvo en seco al reconocerla y arqueó las cejas. La miró de arriba abajo, estudiando el efecto de aquellas ropas en la hermosa muchacha. Luego volvió a sentarse con una sonrisa divertida.
—Alteza, ¿a qué debo esta inesperada y grata visita?
La joven no puedo evitar tener la impresión de que Mulhad se burlaba de ella y aquello la aguijoneó. Avanzó un poco más e hizo acopio de decisión.
—Siento presentarme de esta manera ante vos, príncipe, pero vengo a implorar vuestra ayuda.
—¿Mi ayuda? —repitió él con desmayo— ¿Qué podría hacer yo por vos, señora?
—Necesito que Granada apoye a mi hermano. Os aseguro que es nuestra única oportunidad.
—Ya oí vuestra conmovedora exposición ante el rey —sonrió Mulhad con sencillez—. Castilla no podría tener mejor defensora.
—Quizá, pero aún así os ruego que mañana habléis a nuestro favor en el consejo de vuestro padre.
El príncipe entornó sus hipnóticos ojos con perspicacia e hizo una floritura con la mano.
—Es halagador que creáis que tengo tanto peso en la opinión del consejo, sobre todo un hijo ilegítimo como yo —sonrió ante el azoramiento de la princesa—, pero sobrevaloráis el poder del tercer hijo del rey. Es mi hermano mayor y primogénito del rey Muhammad y de su primera esposa quien presidirá el consejo. ¿No lo visteis? Estaba a la derecha de mi padre. Él sí es un guerrero. O quizá deberíais acudir a Ahmed, mi segundo hermano, que ha dedicado su vida al estudio y cuya erudita palabrería sería capaz de doblegar a cualquier consejo. ¿Pero, yo? Como podéis comprobar yo no soy amigo de los asuntos de guerra.
Isabel no se dejó confundir por la divagación de Mulhad, aunque le resultaba muy difícil no dejarse llevar por la armonía de su tono y de sus movimientos, que la envolvían como el olor a incienso y a flores.
—Y sin embargo —replicó con voz firme—, se os conoce con el sobrenombre de 'el que conduce a la victoria', ostentáis el cargo de general del ejército de caballería de Granada y no hay consejo en el que vuestro padre no requiera vuestra presencia.
Mulhad ladeó la cabeza mirándola de hito en hito.
—Que conozca el arte de la guerra no quiere decir que sea de mi agrado. Es absurda, destructiva y solo ocasiona sufrimiento. Y por si fuera poco, esta guerra ni siquiera nos concierne. ¿Creéis que voy a mandar a mis hombres a la muerte solo porque os presentéis en mi alcoba vestida de concubina?
Las candelas titilaron y por un momento los objetos de la habitación relampaguearon ante Isabel. Tragó saliva, desarmada ante la irrefutabilidad de aquella observación, y más avergonzada que ofendida por su insolencia. Apartó la vista de Mulhad; pese a su experiencia diplomática y las diversas negociaciones que había conducido con éxito, el príncipe musulmán la abrumaba. Varios de los nobles con los que había lidiado adoptaban un tono paternalista de superioridad, para intimidar a su juventud, pero no eran capaces de disimular el desprecio, el miedo o la admiración que le tenían. Muy pocos podían mirarla a los ojos y mantener su pose al mismo tiempo. Pero Mulhad era diferente: esta vez era ella la que se sentía cautivada y doblegada por él. En sus palabras no había falsedad ni doblez. No buscaba embaucarla con una lucha dialéctica, sino que la embaucaba sin quererlo siquiera. Isabel tuvo una sensación extraña: la certeza de que si las circunstancias fueran otras, habría deseado sentarse con él y escuchar aquella voz profunda y melódica hasta el amanecer.
Cuando se atrevió a volver a posar los ojos en él, el príncipe seguía observándola, pero con algo más de simpatía ante el rubor que le había hecho subir a las mejillas. Dio una larga calada de la pipa y se dirigió a la ventana; entonces se volvió hacia Isabel.
—Acercaos.
Ella obedeció y se puso a su lado.
—Debe de estar a punto de empezar —murmuró él.
—¿El qué?
—Ahora lo veréis.
Guardaron silencio, aspirando la fresca brisa nocturna. Era una noche clara y estrellada y desde el palacio se divisaba gran parte de la ciudad. Las calles estaban iluminadas con centenares de faroles de aceite y se oía música en una plaza cercana. La gente había salido a la calle: había hombres, mujeres y niños por doquier y todos parecían estar esperando algo.
De repente sonó un silbido estridente y un rayo de fuego se elevó hendiendo el cielo. Isabel retrocedió espantada, pero Mulhad, junto a ella, la retuvo con delicadeza. El rayo de fuego estalló en la noche y el firmamento quedó iluminado de pronto con una lluvia de estrellas multicolor. Se oyeron exclamaciones de alegría entre los espectadores que había en las calles, algunos incluso aplaudieron. Uno tras otro, los cohetes se sucedieron, uno tras otro estallando en un despliegue atronador de formas fantásticas. Las cúpulas del palacio relucían, los muros de alabastro destellaban y las guirnaldas de las calles de la medina emitían reflejos de todos los colores. Granada brillaba en todo su esplendor.
La princesa asistía al espectáculo casi sin respirar. Notaba la mano de Mulhad sobre su brazo y era muy consciente de su proximidad, aunque no la incomodaba. Tampoco la alteraba. Era una sensación difícil de describir: plácida y sensual.
—Celebran el al-inquilab al-sayfi. Significa solsticio de verano. También nosotros tenemos nuestras fiestas paganas.
El último de los rayos de luz se extinguió y sus reminiscencias se desvanecieron poco a poco en la oscuridad. Entonces, el tercer hijo del rey Muhammad se volvió hacia la infanta con una expresión a medio camino entre el orgullo y la tristeza.
—Mirad a vuestro alrededor, Isabel. Mi pueblo ha creado una civilización resplandeciente, culta y próspera. Hemos creado un reducto de grandeza, como un oasis en medio del desierto, y vivimos aislados del resto del mundo porque no os comprendemos y no nos comprendéis.
La joven no dijo nada. Seguía mirando a través de la ventana, pero Mulhad sabía que lo escuchaba.
—Puede que mi padre y el vuestro fueran aliados en el pasado, puede que incluso vuestro hermano y él lo sigan siendo. Pero sé que un día, puede que no vuestro hermano, pero sí sus hijos o los hijos de sus hijos arrasarán lo que queda de nuestras tierras y de nuestra civilización. Destruirán toda esta grandeza y sumirán mi hogar en el caos y la barbarie que imperan en el vuestro.
La voz le tembló un poco al pronunciar las últimas palabras y se detuvo para tomar aire. Sus palabras estaban desprovistas de rencor, tan solo contenían la indefinible resignación que acompaña a la certeza.
—Nos destruiréis tarde o temprano —afirmó—. Y aunque no desaparezcamos no seremos más que una sombra de lo que fuimos. Así que decidme, princesa, ¿por qué debería ayudaros?
Isabel levantó la mirada hacia él lentamente y por primera vez en todo aquel rato, fue Mulhad el que pareció turbado. Durante un instante, creyó que los fuegos artificiales todavía continuaban, porque los ojos de la joven brillaban como si los estuvieran reflejando. Impresionado, retiró la mano de su hombro y contuvo la respiración.
—No lo sé —respondió Isabel—. No lo sé.
******
Durante más de dos días reinó la más absoluta incertidumbre. Ningún emisario franqueó la entrada de la estancia de la infanta Isabel para traerle noticias. Ningún mensajero la informó de la decisión del consejo. Y por mucho que intentara sonsacar a las criadas, estas solo podían responderle con un sincero desconocimiento, tanto en lo referente al idioma como a la cuestión. No le permitieron abandonar sus aposentos y sus peticiones de recibir a José o a Julia no fueron atendidas. Tampoco volvió a ver a Ghalia y a Mulhad solo lo divisó de lejos, una mañana en que lo vio partir desde su ventana, a caballo y rodeado por sus hombres. Verlo marchar la afectó más de lo que habría creído tras aquella única noche que habían pasado juntos.
Cuando al cuarto día el rey mandó por ella, acudió a su presencia con una sensación de fatalidad que ni las maravillas del palacio lograban sacudirle de encima. Al presentarse ante Muhammad, lo encontró con el semblante ceniciento y sintió que el corazón le estallaba en mil pedazos. Estaban solos, el rey y ella, y tras unos instantes de tensión, él le habló en su lengua.
—El consejo se ha reunido y se ha tomado una decisión.
Tomó aire. Su voz sonaba más débil que durante la audiencia anterior y tenía bolsas de cansancio bajo los ojos. Isabel no pronunció palabra y se limitó a esperar la resolución.
—Enviar a mis ejércitos a luchar en una batalla que no les atañe no es digno de un rey. Madres sin hijos, hijos sin padres, por una promesa futura de paz que ni vos ni yo estamos seguros de poder mantener.
Isabel bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Pero no todos los miembros del consejo estaban de acuerdo con eso, princesa de Castilla. Uno de ellos, en particular, ofreció sus propios ejércitos para ayudar a vuestro hermano legítimo. Él mismo se ofreció voluntario para marchar a la cabeza de los hijos de Alá durante la batalla infiel. Y yo traté de hacerlo desistir con todas mis fuerzas.
Ella asintió de nuevo, ya que nada más podía hacer o decir. Muhammad prosiguió.
—Soy rey, pero también soy hombre. ¿Cómo iba a dejar a mi hijo solo en la batalla? Mulhad se ha marchado a preparar a sus hombres para la guerra y mis ejércitos reales se unirán a su caballería en Alhabar. Partirán hacia el norte en tres días.
Isabel se echó a llorar, sin encontrar ni una sola palabra para expresar su gratitud hacia el abatido rey moro. Quería decirle que desde aquel preciso instante su vida le pertenecía para siempre y que sentía en sus propias carnes el sufrimiento de todos aquellos hombres cuyas vidas ella y solo ella había puesto en peligro. Que habría preferido que Mulhad no fuera, que no quería que fuese, y que lo amaba de una manera entrañable e incondicional. Que en ese momento todo lo que le importaba en la vida se batía a muerte y que no había dolor que no pudiera comprender.
Pero no pudo. Lo único que acertó a hacer fue caer de rodillas ante él y postrarse hasta poner la frente sobre el sueño. Se habría quedado allí si el rey lo hubiera querido, para siempre, sin hablar, sin comer ni beber, solo para demostrarle que cualquier cosa que deseara la haría.
—Levantaos —intercedió él—. No debéis inclinaros ante mí, sois la princesa de vuestro reino.
Ella reprimió los sollozos y sorbió las lágrimas, pero no se movió.
—Y vos sois su salvador.