XXX

LA puerta de sala real del palacio de Sevilla se cerró y dos guardias se apostaron a ambos lados. En el interior Pedro, sus consejeros y aliados que estaban presentes en el torneo abortado escuchaban una vez más la historia del soldado, conminado a relatarla con más calma. Enrique de Trastámara había entrado en Castilla por Navarra, desde Francia, acompañado por los ejércitos del barón Rodrigo de Mendoza, el señor de Manrique y el conde de Villena. Además, sus tropas se habían engrosado con las Compañías Blancas, el ejército de routiers franceses e ingleses del afamado bretón Bertrand du Guesclin. Habían llegado de improviso y habían masacrado a las guarniciones de la frontera. En Calahorra, el conde Enrique se había proclamado rey de Castilla como primogénito del rey Alfonso y había hecho un llamamiento a las familias nobles para que se unieran a él. Ya había muchas que se habían puesto de su lado.

El monarca escuchó atentamente el testimonio, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la mesa. Cuando finalizó, se incorporó y posó una mano en el hombro del soldado. El gesto era amistoso, pero su voz sonó tensa.

—Gracias por todo, podéis retiraros. Os aseguro que seréis recompensado por vuestros servicios.

—Gracias, Majestad.

Agradecido y extenuado abandonó la sala apoyado en el hombro de un paje y este cerró la puerta al salir. Entonces Pedro se acercó a la mesa y se sirvió una copa de vino. Precisamente el copero era el único criado que quedaba en la sala y titubeó en el sitio, pero una silenciosa mirada de su señor sirvió de respuesta y también se marchó de la estancia.

—Los que vayan a ponerse de mi lado que se queden. Los demás, que salgan de esta sala ahora, sin represalias y con honor.

Nadie se movió, aunque intercambiaron miradas de desconfianza. El rey guardó unos segundos de silencio y continuó.

—Bien pues. ¿Quién es el conde de Trastámara?

—El condado de Trastámara es un señorío al noroeste, Majestad —respondió el consejero Miguel de la Ría.

—Pero, ¿qué sabéis de él, del hombre que se ha proclamado rey?

—Hasta ahora nada—intervino López de Ayala—. Podría considerarse un fantasma. El último conde de Trastámara del que habíamos tenido noticia murió hace años sin descendencia...

—Enrique no es un Trastámara —lo interrumpió Alfonso—. El señorío de Trastámara estaba ligado en sus orígenes al rey de Francia. Al morir sin descendencia, el título volvió al rey francés. Así que es Carlos quién lo ha nombrado conde.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Cristóbal de Valcarce.

—Afirma tener veintiún años —repuso Ayala.

—¿Y es posible que sea hijo del rey?

—Es posible —contestó Pascual, convertido en el consejero de más experiencia, tras la desaparición del valido Gabriel y la dimisión de Lucas de Béjar.

Simón de Pimentel, aún enardecido por la justa y por todo lo que estaba ocurriendo, se levantó de un salto.

—¿Y qué importa eso? —bramó— ¡Con sangre real o sin ella ha reunido un ejército impresionante y avanza hacia nosotros! Y Francia está de su lado. Du Guesclin es un héroe de guerra, el rey Carlos no lo enviaría si no fuera a apoyar al bastardo hasta el final.

—Sin duda está disgustado por el rechazo de doña Blanca —apuntó Ayala.

Pedro se volvió hacia Ayala ceñudo, pero más con gesto de concentración que de enfado.

—¿Eso creéis?

López de Ayala sostuvo la mirada de su antiguo pupilo, obviamente tan disgustado por el rumbo de los acontecimientos como el resto de los presentes, pero no por eso dispuesto a obviar las responsabilidades que a su parecer les correspondían en el asunto.

—Creo que fue una imprudencia, sí. Sobre todo si pensabais sacar adelante un proyecto tan comprometido.

Los demás consejeros expiraron lentamente, temerosos de que el monarca entrara en cólera ante la acusación. Sin embargo, el joven escuchó su intervención con la misma calma que las del resto y cuando terminó se limitó a levantar la vista para dirigirse a él.

—Puede que estéis en lo cierto, pero quiero pensar que el rey de Francia no basa su conducta hacia Castilla en algo tan personal —reflexionó en voz alta—. Sé que creéis que yo actúo por capricho, pero si esa es la opinión que tenéis de Carlos no debería mereceros más estima que yo.

Ayala palideció primero y enrojeció después. Pedro no hablaba con afán de herirlo, ni siquiera para defenderse. Esperaba honestamente una respuesta, como prueba de su estima hacia él. Al fin y al cabo, no era la primera vez que el valido se mostraba en desacuerdo con sus acciones, pero mientras no dudara de esa estima, no le acarrearía castigo alguno.

—Rechazar a su pariente fue una afrenta al honor de su casa. No soy quién para juzgar si su reacción es o no desproporcionada. Lo que sé es que con su enemistad, nuestra lista de aliados se reduce.

El rey ladeó la cabeza, haciendo un esfuerzo por ordenar sus pensamientos.

—Que se envíen comunicados a las familias. Quiero que se posicionen. Y escribid a Navarra, a Pedro de Aragón y a Alfonso de Portugal. Regresamos a Talavera de inmediato. Convocad a mis capitanes: que mis ejércitos estén preparados.

—Sí, mi señor.

—Ah y escribid también a la reina madre —concluyó el joven, con las mandíbulas apretadas—. Puede que necesitemos ayuda de Inglaterra.

******

Bajo la sombra de un alcornoque, Isabel rasgaba con desgana las cuerdas de su arpa. A su lado, Julia estaba alicaída con la mirada fija en el instrumento y Juana, convertida en miembro de la corte de la noche a la mañana, se había sentado con ellas. En esos momentos, el patio estaba bastante calmado, aunque solo en apariencia: en la parte trasera se oía el rumor metálico de entrechocar de espadas en la liza de entrenamiento; además, no dejaban de llegar y partir jinetes de manera continuada. Desde hacía tres días ininterrumpidos, el consejo real estaba reunido y ni el rey ni el resto de miembros salían de la sala. Eran los secretarios del monarca quienes transmitían las órdenes del rey y las disposiciones de los validos. Isabel desconocía por completo el contenido de las deliberaciones que se estaban llevando a cabo, aunque sabía que la situación era muy seria.

—¿Qué debe de estar sucediendo? —preguntó Juana por enésima vez.

Julia estaba demasiado preocupada, pero de haberlo estado un poco menos Isabel no dudaba que habría agarrado la cabeza de Juana y la habría hundido en un barreño para dejar de oírla. La burguesa estaba muy acostumbrada a ser escuchada y que sus opiniones o caprichos se atendieran de inmediato, así que no tenía ninguna paciencia y, además, se moría de ganas de saber qué se estaba cociendo en la reunión y se tomaba como una ofensa personal el no haber sido autorizada a participar en ella. Isabel le contestó con el mismo desinterés con que tocaba las cuerdas del arpa.

—Supongo que de momento están intentando determinar cuál es la situación.

—No dejan de llegar jinetes...

—Son informadores.

—Pero ellos pueden entrar, ¿por qué no podemos entrar nosotras?

Julia no disimuló una expresión de antipatía profunda y las aletas de la nariz se le dilataron —¿Quién había dicho que su señora no pudiera entrar si lo deseaba?—, pero Isabel negó con la cabeza para apaciguarla cuando Juana no la miraba.

—Ellos no entran, entregan sus mensajes a los secretarios.

La princesa trató de concentrarse en el arpa, pero tenía la cabeza en otra parte. Al final optó por dejársela a Juana, para tenerla entretenida: no tocaba del todo mal y así le darían la oportunidad de demostrarlo y, de paso, pensar en otra cosa. Así pasaron casi toda la tarde.

—Mi señora —murmuró Julia de repente.

Y señaló con la cabeza hacia la derecha, por donde se acercaban dos hombres; uno de ellos era Alberto. Isabel escrutó el rostro del otro personaje, que parecía recién llegado de un viaje agotador. Las tres mujeres se levantaron y ellos se arrodillaron ante la infanta. Las miradas de Alberto y Julia se cruzaron, pero no se detuvieron más que unos instantes el uno en el otro.

—Levantaos, Alberto. Vos también, caballero.

—Alteza.

—Mi señora, traigo una información muy importante para el rey Pedro —anunció el mensajero.

—Hablad.

Apenas podía mirar a la cara a la joven y mucho menos pensar en desobedecerla. Por eso, la situación le resultaba especialmente embarazosa.

—Es que debo comunicársela al rey en persona, esas fueron mis órdenes. Pero vuestros soldados no me permiten entrar.

Isabel arqueó las cejas y notó que Juana la fulminaba con la mirada.

—Entiendo. Entonces, acompañadme.

La muchacha se alejó en dirección al castillo, seguida por el emisario; Juana soltó un bufido y se alejó en dirección contraria, hacia el jardín. Julia se quedó a solas con Alberto, que la cogió de las manos.

—¿Quién es? —preguntó la doncella.

—No lo sé. Apareció a caballo y el capitán me pidió que lo acompañara.

—Estáis entrenando muy duro, ¿verdad?

Él asintió y la besó en la frente.

—Tengo que volver.

—¿Qué está pasando?

—Nadie nos ha dicho nada, pero nos preparan para la guerra.

—¿Y la guardia real iría al frente?

—Estaremos listos para acompañar a nuestro rey en la batalla, no temas.

A Julia le flaquearon las piernas y se apoyó en el hombro de Alberto, cosa que el soldado interpretó como un abrazo y que correspondió.

—Ya verás, Seré el mejor soldado. Me haré un nombre y me ganaré la consideración del rey. Entonces...podré pedirte que te cases conmigo.

Esbozó una leve sonrisa y volvió a besarla.

—Estarás orgullosa de mí —le dijo.

Después se fue y Julia lo vio marchar con un nudo en la garganta y el rostro ceniciento.

Isabel acompañó al mensajero hasta la puerta principal. Como suponía, no lo habían dejado pasar y él se negaba tajantemente a repetir el mensaje en oídos que no fueran los del rey. Accedió sin embargo a ser despojado de sus armas —una pobre daga anudada en el cinto— y después, en compañía de Isabel, sí le fue franqueado el paso. La infanta lo guió por los corredores del Alcázar y no pudo dejar de observar que el joven se mostraba muy impresionado por la altura de los corredores y los escudos de armas de las paredes. El suyo no era especialmente grandioso, así que la infanta supuso que el hombre no estaba acostumbrado a visitar castillos. Debía, pues, ser un aldeano o proceder quizá de alguna ciudad.

Al llegar ante la puerta cerrada de la sala del consejo, los guardias que la custodiaban se irguieron.

—Este hombre trae una información para el rey. Dejadlo pasar.

—Alteza, tenemos órdenes de no permitir la entrada a nadie.

—¿Y a mí me la permitiréis, soldado? —replicó ella, con voz acerada.

Incómodo, el aludido miró de reojo a su compañero. Isabel se sintió culpable, consciente de tener los nervios a flor de piel.

—Dejadle entrar —pidió en tono conciliador—. Yo respondo ante el rey.

Cuando entraron los miembros del consejo enmudecieron y se levantaron, sorprendidos, al ver a Isabel, mientras ella buscaba instintivamente la mirada de su hermano.

—Majestad, este hombre tiene un mensaje e insiste en que debe comunicároslo personalmente.

Pedro le devolvió la mirada. Parecía exhausto.

—Que pase —respondió.

El emisario obedeció, algo intimidado. Isabel hizo una reverencia y se dispuso a retirarse, aunque lo que más deseaba era quedarse.

—Habla —le pidió el monarca.

—Señor, el conde de Trastámara ha tomado Burgos.

Cristóbal de Valcarce, cuyas tierras estaban próximas a la ciudad, se levantó y renegó; los demás murmuraban a medio camino entre la impotencia, la incredulidad y la ira. Burgos era el eje de Castilla. Pedro dejó escapar un suspiro, pero mantuvo la sangre fría.

—¿Qué más?

La sala volvió a quedar en silencio; Isabel se detuvo en el umbral.

—Ha sido coronado rey de Castilla.

La infanta se volvió de golpe con el rostro desencajado.

—¿Coronado? —exclamó— ¿Con qué autoridad?

—La del obispo Gregorio. Él ofició la ceremonia.

—¿El obispo Gregorio se pone del lado del bastardo? —balbuceó Miguel de la Ría.

—Eso parece —gruñó Pascual—. La Iglesia nunca ha sido del todo coherente en este país.

López de Ayala se había quedado blanco. Tampoco abrieron la boca Iñigo y Pelayo, los dos caballeros eclesiásticos presentes. Pedro se dirigió al mensajero:

—¿Hay algo más?

Él asintió, sacó un documento de debajo de la capa y se lo tendió a Pedro.

—El barón de Mendoza me dijo que os entregara esto en persona, o mataría a mi familia—dijo apesadumbrado.

El rey lo desdobló y empezó a leer. Nada más comenzar esbozó una sonrisa desvaída.

—El barón nos envía sus saludos, caballeros —comentó.

Algunos miembros del consejo soltaron risitas nerviosas: el resto o bien se quedó callado o blasfemó entre dientes. Pedro siguió leyendo y, cuando acabó, inspiró y volvió a hablar con el emisario.

—Habéis cumplido vuestra misión.

Se comunicó con Alfonso sin palabras y este cogió una barra de lacre de una mesilla y se la acercó al monarca. Pedro estampó su sello sobre la carta y se la devolvió al mensajero.

—El barón sabrá que me la habéis entregado en mano. Os doy las gracias.

El aludido besó la mano de Pedro emocionado.

—Ahora esperad fuera, por favor.

Obedeció y pasó junto a Isabel para salir. Ella se quedó.

—Señores —explicó Pedro—, el barón anuncia la intención de su señor de tomar el trono de Castilla por las buenas o por las malas e insta a todo aquel que quiera salvar la vida y las tierras a unirse a su causa. Se disponen a esperar unos días en Burgos y si no reciben ninguna respuesta, el conde de Trastámara nos hará llegar una declaración de guerra oficial y hará avanzar a sus ejércitos.

—Podríamos rodear la ciudad y retomarla —opinó Valcarce.

—Es poco probable, si ha llegado hasta allá es que tiene asegurado el nordeste y seguramente también el noroeste —afirmó Pimentel.

—¿El conde de Lemos? —preguntó Cristóbal.

—No me cabe duda. Eso por no hablar del sur, recordad lo que dijo el emisario de Albornoz: ¡en las últimas horas se ha levantado medio reino!

—¿Sabemos algo del rey de Navarra? Prometió enviar ayuda —inquirió Pedro.

Alfonso resopló, con una mueca de desdén en su rostro habitualmente impertérrito.

—El buen rey Carlos está retenido en el castillo de Borja. El alcalde de la ciudad lo apresó en una partida de caza y lo mantiene como rehén. Navarra tiene las manos atadas.

El consejo guardó un silencio tenso: algunos rumores apuntaban a que la elección del destino de la partida no había sido casual y que algunos miles de doblas del bando trastamarista andaban detrás. Fuera como fuese, un rey soberano había sido hecho prisionero, la situación se agravaba por instantes y no daba muestras de encontrar una solución que no pasara por la guerra. López de Ayala recobró el habla y propuso:

—Hay que reunirse con Enrique, Majestad. Es la única manera de detener esta barbaridad.

Los demás se negaron en redondo. No podían correr el riesgo de que su rey cayera en una trampa y menos aún después de lo que acababa de decirse.

—Yo lo haré.

Todos los presentes se volvieron hacia Isabel. Habían olvidado que seguía allí.

—¿Vos haréis qué? —le preguntó Pedro.

La princesa dio un paso adelante.

—Me reuniré con el conde en vuestro nombre y trataré de negociar su retirada.

—Es una buena idea —opinó Ayala.

—Tiene razón —corroboró Pascual.

—Ni hablar —atajó Pedro.

Isabel avanzó hacia el rey.

—¿Por qué no? Es la mejor solución. No debéis ir vos y yo puedo hacerlo.

—Sé que podéis, pero no vais a hacerlo.

Isabel apretó los puños y miró a demás. Salvo Alfonso de Albuquerque, que permanecía tenso en un rincón, leía en sus rostros que estaban de acuerdo con ella, así que insistió.

—Sed razonable, Majestad.

—Retiraos.

—¡No!

El rey se levantó, pero Isabel no retrocedió. Pascual intervino en tono conciliador.

—Señores, estamos todos muy cansados y hay mucho que hacer. Reforzaremos las plazas del sur y seguiremos en alerta. Nos reuniremos de nuevo por la mañana.

La mayoría hizo gestos de aprobación y Alfonso tocó en el hombro a Pedro para que volviera a la conversación. Él carraspeó.

—Pascual tiene razón. Quizá mañana tengamos más información. De momento, señor de Valcarce...

—Majestad —se ofreció Cristóbal.

—Será mejor que regreséis a vuestras tierras. Están demasiado próximas a las posiciones rebeldes y me preocupa su seguridad.

—Sí, señor.

—Podéis retiraros.

Fueron saliendo con paso cansino, inclinándose levemente al pasar junto a Isabel. Alfonso salió el último, tras intercambiar algunas palabras en voz baja con el monarca. Pedro e Isabel se quedaron a solas y la princesa cerró la puerta.

—¡Déjame ir!

—No.

—Es lo mejor. Todos piensan lo mismo.

—Me da igual, no tengo la menor intención de entregarte a mi enemigo.

—No me pasará nada. No se atreverá a hacerme daño en una entrevista diplomática, y menos tan pronto. Sería una estupidez y lo sabes. ¡Y el barón de Mendoza también tiene que saberlo!

El joven resopló y frunció el ceño, sus dedos repiqueteando en la mesa.

—No tienen por qué hacerte daño. Pero también podrían retenerte como rehén.

—Nos reuniremos en zona neutral, en suelo sagrado.

—¿No has oído nada de lo que ha dicho ese mensajero? El suelo sagrado ha dejado de ser neutral.

—De acuerdo, la Iglesia está de su parte, pero aún así ni el obispo Gregorio permitiría que se atentara contra la hermana del rey si exigimos que entregue su palabra. De hacerlo, perderían el apoyo de Roma.

—No puedo correr el riesgo.

—¡La alternativa es una guerra civil!

Pedro echó la cabeza hacia atrás en la silla y suspiró, con la vista fija en el techo.

—Guerra civil. ¿Sabes? Es curioso, pero en todos estos días nadie había pronunciado esas palabras. Eres la primera persona que la llama por su nombre.

Sonaba tan desanimado que a ella se le cayó el alma a los pies. Parecía otra persona, de tan agotado como estaba.

—Tú también deberías dormir un poco —le susurró Isabel.

El rey cerró los ojos y apretó la mandíbula.

—No quiero que vayas.

Ella se esforzó por sonreír.

—Ya lo sé.

La partida se preparó en pocas horas y al día siguiente Isabel salió de Talavera en dirección a Burgos, para entrevistarse con el conde de Trastámara. La acompañaban el consejero López de Ayala y el señor de Valcarce, Pelayo de Ildea, de la orden de Calatrava y diez miembros de la guardia real capitaneados por el general Men Rodríguez. Durante la mayor parte del trayecto, Pelayo cabalgó cerca de la princesa tratando de darle conversación, para aliviar su nerviosismo. Pero Isabel no estaba nerviosa, sino furiosa. Se encendía con solo pensar en el conde de Trastámara y en el resto de traidores, tanto que no recordaba haber odiado a nadie de manera parecida.