XV
ENRIQUE anudó el saquito con un cordel y se lo ató al cinto. Sacó otro y siguió llenándolo de bayas. Un par más y ya tendría bastantes por esa noche; se alegró, la mata que había encontrado ya estaba casi vacía y era un fastidio buscar hierbas a tientas en la oscuridad. Aún así no había podido negarse, su madre se había enfadado muchísimo al quedarse sin, cuando llevaba días advirtiéndole que saliera a buscar. Era culpa suya, últimamente se le iba el santo al cielo con facilidad.
—¿Se puede saber dónde tienes la cabeza? —preguntaba Leonor a menudo.
Enrique no tenía ni idea, pero su madre lo miraba con suspicacia, él se sentía violento, ella le gritaba. Incluso había vuelto a tener viejas discusiones, con el mismo resultado de siempre.
—¿Y a ti qué se te ha perdido en el pueblo a ver? Te he dicho que no debes salir del bosque y no lo harás.
Y él se violentaba y ella le gritaba y vuelta a empezar. Al menos recoger hierbas era una excusa para salir de casa. En el bosque podía tener la cabeza en las nubes tanto como quisiera, pues sus manos entrenadas buscaban siempre el fruto correcto y escarbaban junto a la raíz deseada sin tener que pararse a pensar.
Debía ser más de medianoche cuando oyó los cascos del caballo al galope y se irguió con prudencia. Por aquella zona no solían pasar jinetes, ya que el camino real quedaba más al este, así que sintió cierta curiosidad por saber quién era. Se guardó el saquito que tenía entre manos y subió a un terraplén para esconderse y observar. Allá la maleza era espesa y las ramas bajas le arañaron la cara. Sorprendido, se dio cuenta de que el caballo se acercaba a toda velocidad, directo a su posición.
—¿Pero qué...? —exclamó.
Lo montaba una mujer, pero no lo llevaba de las riendas, sino que cabalgaba agarrada de la cerviz y el animal corría sin ningún tipo de control. Enrique se apartó en el último momento, pero el caballo se asustó al verlo surgir del suelo y se encabritó. La mujer voló por los aires y dio un grito al rodar desnivel abajo. Quedó tendida en el suelo a poca distancia y Enrique corrió por ella sorteando puntas de piedra afiladas como cuchillos mientras su montura se alejaba entre relinchos nerviosos.
—¡Eh! ¿Estás bien?
La mujer abrió los ojos y se volvió con lentitud. Algo desorientada, trató de incorporarse fallidamente y cuando él le ofreció ayuda, se sobresaltó y resbaló hacia abajo un par de metros más.
—No tengas miedo —aseguró, tendiéndole la mano de nuevo.
Ella se la apartó de un manotazo y se sentó sobre la tierra húmeda con las rodillas plegadas. Enrique levantó las manos para tranquilizarla y que viera que no iba a intentar tocarla. Al reconocerla quedó mudo por la impresión. Lo único que lo hizo reaccionar y apartar la vista de ella fue darse cuenta de su estado y de su incomodidad.
—Eres tú...¿Qué te ha pasado?
Isabel se fijó por fin en el joven que tenía enfrente. Su voz le era familiar, agradable. Era más alto que ella, de formas bien torneadas, con la piel clara y el cabello muy negro, con reflejos plateados a causa de la luz de la luna. Pero lo más espectacular eran sus ojos azules, cristalinos y relucientes como estrellas. Entonces lo reconoció: era el hijo de la curandera.
—No te acerques a mí —le gritó.
—No me acerco —le aseguró Enrique una vez más, alzando las palmas—. Tranquila.
Esbozó una sonrisa azorada, deseoso de que se calmara. Ahora era ella la que lo miraba fijamente y Enrique se estremeció al pensar si su actitud anterior había sido igual de descarada.
—¿Cómo te llamas?
Isabel no contestó. Estaba demasiado transtornada, tensa como una cuerda. Si trataba de tocarla, se rompería.
—Solo quiero saber si te has hecho daño —murmuró él.
—Estoy bien —repuso, con un hilo de voz—. Estoy bien, estoy bien...
Siguió repitiéndolo en voz baja, aferrada a sus propias rodillas, y se puso rígida al notar que la rozaban. Enrique le había vuelto a colocar los jirones del vestido sobre los hombros.
—No pasa nada. No te haré daño, de verdad.
Isabel hizo un puchero, deseosa de creerle. Estaba demasiado cansada para seguir corriendo.
—Tengo que volver —musitó.
No había otro sitio donde pudiera ir, su amago de huida no tenía sentido. Seguramente su padre seguía riéndose de ella, a sabiendas de que tarde o temprano tendría que regresar a él. Se veía tan desamparada que Enrique sintió que el corazón se le encogía.
—No tienes por qué.
¿Qué diablos estaba diciendo? No sabía nada de ella ni de lo que la había traído al bosque en aquel estado de nervios y aunque pudiera imaginar parte de lo que le había pasado, no tenía ningún derecho a inmiscuirse. La mirada recelosa que le dedicó la joven no pudo dejárselo más claro. «Puedes quedarte conmigo», quería decirle, pero en lugar de eso agachó la cabeza y farfulló:
—Ven, te ayudaré.
Se levantó y le tendió la mano una vez más. Ella titubeó un segundo, pero optó por levantarse sin su ayuda.
—¿A qué?
—A encontrar a tu caballo. Con lo que cuesta tener uno no se puede perder así como así.
Ella sopesó aquellas palabras: su fino vestido gris de mangas abullonadas y faldones ribeteados de encaje, estaba desgarrado y sucio. Además, iba bastante despeinada y maltrecha. Nadie habría dicho que era la infanta real de Castilla. Y antes de darse cuenta, decidió ocultárselo.
—Gracias.
Después de eso ninguno de los dos sabía muy bien qué decir, así que él prefirió no hacerle preguntas y se limitó a ayudarla a subir de nuevo al camino. Una vez allí se arrodilló para buscar el rastro del caballo y tras encontrarlo la guió para adentrarse en el bosque. Se movía con bastante soltura, pero a la infanta le costaba bastante seguirlo sin trastabillar, así que Enrique se ofreció a llevarla de la mano. Isabel no la aceptó.
Como había predicho, Janto no se había alejado demasiado y se había detenido a pastar en un claro del bosque. Al verlo, la pareja se quedó quieta, sin decidirse a avanzar.
—Aquí lo tienes.
Isabel dejó escapar un suspiro y ambos se miraron. Se avecinaba una despedida, pero seguían inmóviles, el uno junto al otro.
—¿Sabrás llegar a casa?
Solo con pensar en volver al Alcázar se le revolvía el estómago, pero como el chico estaba a punto de ofrecerse a acompañarla, se apresuró a hacer un gesto afirmativo.
—Buen caballo.
—Sí que lo es.
Le sujetó las riendas para que montara y ella subió disimulando una mueca de dolor.
—¡Pero si estás sangrando!
Tenía razón, a través de un desgarrón del vestido vio que la rodilla le sangraba.
—Deja que te lleve a mi casa, mi madre te lo mirará.
Isabel sacudió la cabeza enérgicamente.
—Entonces deja que te lo cure yo.
Ella trató de negarse, pero en cuanto él la tocó sintió un escalofrío que la dejó sin palabras. Ni siquiera le dolía, lo único que notaba era sus dedos a través del pañuelo con que le limpiaba la herida y lo hacía con tanta delicadeza que el roce le resultaba extraño. Tuvo que morderse el labio para que no le temblara.
—Estás temblando —dijo él—. ¿Tienes frío?
Ella sacudió la cabeza de nuevo y él se permitió espiar su rostro un instante, tras largos minutos de empeño en no mirarla directamente. Cuando terminó le dio la vuelta al pañuelo y lo usó para vendarle la herida.
—Ya está.
—Gracias.
Janto resopló e Isabel juntó las manos sobre el regazo, agarrando las riendas con fuerza. Debía irse ahora o no lo haría nunca. Junto a ella, Enrique luchaba consigo mismo para dejarla marchar. También recordaba esa mirada en el rostro del joven.
«¿Por qué quieres que me quede? Tú, de entre todas las personas, la que sabe lo que he hecho»
—Me llamo Isabel.
A Enrique se le iluminó la cara.
—Yo soy Enrique.
La princesa espoleó a su montura y se alejó al galope. Se volvió una única vez y la imagen de Enrique en pie bajo las plateadas copas de los árboles la acompañó a través del bosque.
******
Al llegar al castillo, su hogar le pareció ajeno y hostil. Por un momento, dudó en entrar, pero entonces se dio cuenta de que había mucho revuelo y eso la distrajo de sus cavilaciones. La gente corría de arriba abajo por las almenas y jardines y decenas de lucecitas, velas o lámparas de aceite, se agitaban aquí y allá. Una de ellas se le acercó a toda prisa. Era Julia, y estaba muy nerviosa.
—¡Mi señora! ¡Mi señora!
—¿Qué ocurre?
—Venid, os buscan por todas partes. Ha ocurrido algo.
Isabel desmontó y se dejó llevar hacia el castillo. Al atravesar los pasillos se cruzó con diversos corrillos que murmuraban, pero enmudecían en cuanto la veían. Los criados corrían de un lado para otro, presas del desconcierto. De todos ellos surgía la misma frase: el rey ha muerto, el rey ha muerto.
Una vez más, recorrió el camino hacia la alcoba de su padre, algo que siempre le había resultado penoso. Allí, la multitud obstruía el corredor y todo el mundo hablaba al mismo tiempo. Alfonso de Albuquerque apareció a su lado.
—¿Dónde estabais, Alteza? Os buscábamos por todo el castillo.
Ella miró fugazmente a su interlocutor, ignorando su pregunta. Se abrió paso entre la gente para llegar a la habitación. Gabriel estaba dentro, pero dos soldados prohibían la entrada y protegían el aposento de las miradas. Cuando la infanta llegó a la puerta y los guardias la detuvieron no forcejeó: se quedó en el marco, petrificada. La alcoba estaba revuelta, había una mesa caída, copas de vino rotas y algunas de las armas de su padre estaban desperdigadas por el suelo. Junto a la cama, en el suelo, yacía el cuerpo del rey, con un charco de sangre bajo la cabeza, la tez lívida y los ojos abiertos y fijos en la nada.
El valido, más alterado de lo que nunca lo había visto, se acercó a la muchacha y le habló con voz quejumbrosa.
—Mi señora, vuestro padre...un terrible accidente. Debía de haber bebido.
Isabel estaba como atontada y no podía apartar la vista del cadáver del rey, tendido sobre la áspera y fría piedra cuyo tacto conocía demasiado bien. Desmadejado como un títere que había perdido los hilos. Muerto.
«Muerto»
Gabriel le hablaba, pero no entendía sus palabras. Abrió la boca para decírselo, pero lo único que acertó a tartamudear fue:
—¿Dónde está Pedro?
—No lo sé, hace un momento estaba por aquí.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi hermano? —chilló.
Gabriel le puso la mano en el hombro y obligó a una Isabel al borde de la crisis nerviosa a mirarlo a la cara. Tras su expresión trágica y apesadumbrada, creyó notar que los ojillos del anciano le exigían calma y atención.
—Señora, escuchadme. Oí un golpe y lo encontré así. Ha sido un accidente —afirmó tirante. Tras asegurarse de que esa parte le había quedado clara, agregó—. Vuestro hermano debe de estar en sus habitaciones.
Isabel volvió sobre sus pasos y de algún modo consiguió pasar entre la gente una vez más. A sus espaldas, la voz de Gabriel sonaba enérgica.
—¡Todos fuera! ¡Todo el mundo fuera! El rey ha sufrido un accidente.
Cuando la princesa llegó a la habitación de Pedro, encontró la puerta entreabierta y entró sin llamar. La única luz de la estancia era la luz de la luna que entraba por la ventana y creaba una especie de atmósfera irreal. Pedro estaba sentado sobre el alféizar, con una pierna flexionada y la cabeza apoyada en el marco.
—Pedro...
Él no reaccionó, irreconocible bajo la fría claridad de plata; la joven repitió su nombre mientras se le acercaba. Nunca había visto a su hermano con aquella expresión; estaba vuelto hacia el paisaje del exterior, pero no parecía ver nada. Su mirada estaba vacía y una palidez mortal inundaba todo su cuerpo. Entonces se dio cuenta de que tenía sangre en la ropa y se tapó la boca con las manos.
Cayó de rodillas a su lado, tiró de él con una nota de desesperación para obligarlo a reaccionar y repitió su nombre una y otra vez. Pedro se volvió hacia ella muy despacio, como si la escuchara lejana en el silencio o la viera difusa en la oscuridad.
—Shh, no llores —le dijo en voz queda.
Isabel no se había dado cuenta de que lloraba. Fue a enjugarse las lágrimas, pero él alargó la mano y se le adelantó. Estaba helado y respiraba tan imperceptiblemente que más que vivo semejaba un espíritu. Isabel tragó saliva. Si en algún momento la idea de abandonar aquel castillo se le había pasado por la cabeza, ahora se odiaba por haberlo pensado siquiera. Se abrazó a Pedro con fuerza, con el único pensamiento de darle calor. Él apoyó la cabeza sobre la de ella y entornó los ojos mientras le rodeaba los hombros con el brazo.
—No volverá a tocarte.
El tono monocorde de Pedro le puso la carne de gallina. Sonaba como el de un hombre roto, al que no conociera. Pero al mismo tiempo, en su familiar abrazo, una extraña sensación de euforia se apoderó de ella. Era cálida y placentera. Quizá si podía transmitírsela a él, dejaría de temblar.
Alfonso había muerto.
—Te quiero —susurró en el oído de su hermano.
Sus manos se entrelazaron. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía poderosa. Se sentía a salvo.