XIX
LA FLECHA se deslizó limpiamente por las aguas del Scheldt, veloz y orgullosa, con sus cuatro mástiles apuntando al cielo y las velas infladas por el viento. El cielo matutino estaba completamente despejado y el sol radiante se reflejaba en la agitada superficie del estuario. La apacible inmensidad del mar abierto se trocó en un concurrido vaivén de naves. La mayoría eran más pequeñas que la sólida carabela castellana, pero también había buques mercantes enormes con banderas inglesas y genovesas. El tráfico del ancho río era cada vez más intenso a medida que se acercaba al puerto, las naves que se cruzaban se contaban por decenas a la hora. Aún así, los marinos no olvidaban saludar a los bajeles que pasaban cerca, aunque fuera solo con una inclinación de cabeza. La mayoría de la tripulación de la Flecha, joven todavía y habituada al trajín de los puertos cantábricos, no había visto tantos barcos juntos en su vida y se divertían avizorando el horizonte en busca de más: pequeñas balandras, carracas de dos y tres palos, enormes carabelas...Y al fondo, Amberes, el centro neurálgico del comercio del Atlántico y última joya obtenida por el pujante conde de Flandes.
Pedro contempló desde el puente de mando la aparición del puerto al fondo del estuario, tras girar pesadamente un recodo ganado por la tierra al discurrir del río. Enseguida, los marineros lanzaron gritos de alegría y el capitán se acercó al monarca para informarlo de que no tardarían en atracar. El rey asintió y dio una palmada en el hombro de su interlocutor. En las últimas semanas había pasado casi tanto tiempo en cubierta como él, muy interesado en el trabajo de los marineros y el gobierno del barco. Y, sobre todo, en la contemplación de las vastas aguas, ya que era la primera vez que veía el mar. Por suerte el tiempo había sido apacible y todos habían disfrutado de una travesía sin contratiempos. Eso había ayudado a que todos estuvieran más relajados y reinase un ambiente de camaradería, incluso en presencia del monarca, cuya admiración y humildad ante sus tareas les había hecho cobrarle notable respeto.
—¿Os importaría avisar al señor de Ayala de que ya se avista el puerto? —pidió Pedro— Quizá le gustaría verlo.
El capitán resopló y Pedro esbozó una sonrisa. Gabriel había insistido para que el valido Ayala lo acompañara, en calidad de intérprete y hombre de confianza. Por supuesto, al antiguo preceptor del rey no le hizo demasiada gracia, porque sospechaba que lo único que quería Gabriel era perderlo de vista un tiempo, pero no tuvo más remedio que aceptar. Una vez en el océano, López de Ayala no había tenido tan buen viaje como ellos y de entre las pocas frases que se le había oído pronunciar, la más reiterada era su firme intención de no volver a acercarse a un barco en su vida. Tanto tripulación como oficiales tendían a bajar la voz cuando pasaba cerca, en atención a su rango, pero lo que pensaban en realidad es que tenía que ser un hombre muy raro si no sabía apreciar el arrullo de las olas y la blancura de la espuma contra la quilla al iluminarla el sol.
El consejero se reunió con Pedro en cubierta al cabo de unos minutos, algo desmejorado, pero sin duda con un aspecto mucho más saludable que el que presentaba durante los primeros días de viaje. Nada más pisar el exterior se ajustó la capa sobre los hombros y se acercó al monarca, que observaba el paso de una carabela de bandera portuguesa a babor. Ayala pestañeó, herido por la claridad del día, y después contempló también el paso del barco luso. Al mirar a su alrededor, no pudo evitar que la afluencia de barcos lo impresionara. Carraspeó.
—¿Queríais verme, Majestad?
—¿Cómo os encontráis?
—Bien, mucho mejor.
—Os alegrará saber que en un par de horas estaremos en tierra firme.
El consejero dejó escapar un suspiro entre dientes. Se avergonzaba de ser tan poco dado a la mar, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, salvo quizá sentirse aliviado ante el final del viaje. Pedro soltó una risita: se compadecía de su consejero, hasta tal punto que la mayoría de los ratos que no había pasado en cubierta, los había pasado en el camarote de su ex-preceptor para hacerle compañía. El anciano y él siempre habían tenido pocas cosas en común, pero no le parecía una mala persona.
—Mirad a vuestro alrededor, mi señor —musitó el rey—. Se os da bien la poesía, ¿no es cierto? No me digáis que esta maravilla no os encoge el corazón.
Ayala contempló en derredor con suspicacia, no fuera a ser que una ola tuviera la osadía de balancear mínimamente el casco. Soplaba una suave brisa de poniente y el aroma del mar se mezclaba ya con el de la costa. El sol se había roto en mil destellos a lo largo y ancho del estuario y las gaviotas surcaban el azul del cielo con las alas blancas extendidas. Sus cantos disonantes se perdían en las alturas y se mezclaban con el silencio: los ruidos del puerto aún quedaban lejos y el transcurrir de La Flecha por las aguas era suave, como el del resto de bajeles apenas besados por las tranquilas aguas. Amberes aparecía al fondo, con los edificios de piedra blanca y las agujas de la catedral reluciendo en la mañana.
—Cierto —concedió Ayala en voz queda.
Echaron el ancla al mediodía, en uno de los muelles principales del enorme embarcadero de madera que jalonaba la costa arenosa, justo a la entrada de la ciudad. Por doquier había un intenso trajín de mercaderías y personas y era casi imposible entenderse entre la algarabía de conversaciones y órdenes en voz de grito que se lanzaban patrones y marineros, comerciantes y autoridades portuarias, en todas las lenguas imaginables. Decenas de trabajadores cargaban y descargaban fardos de las bodegas de las naves, yendo y viniendo mediante pasarelas de aspecto inestable que crujían por el peso. El suelo de piedra tenía el tacto untuoso de la humedad y el uso continuado y brillaba al sol. Unos metros tierra adentro estaban los edificios administrativos y los almacenes, abarrotados de comerciantes y funcionarios. A primera vista, el muelle podía parecer un lugar caótico y ruidoso, pero al mirarlo dos veces se descubría que ni una sola de las personas o naves presentes estaba en el lugar equivocado. Todo el mundo sabía qué tenía que hacer y adónde había de dirigirse, incluso las pertinaces gaviotas que se apoderaban de cualquier despojo que pudiera embrutecer el suelo o entorpecer el paso, y se lo llevaban lejos para disputárselo con sus congéneres.
Nada más atracar, un grupo de mozos tendieron las rampas de descenso desde la cubierta de la carabela hasta tierra firme. El capitán de la nave coordinó a su tripulación para que arriaran velas y aseguraran la posición del barco y se comunicó a voces con el encargado del muelle, un hombre robusto y curtido que los había guiado en la aproximación. Mientras, la guardia real rodeó a Pedro y a López de Ayala y aguardaron en cubierta hasta que se les permitió desembarcar, oteando aquel enorme complejo que se extendía ante sus ojos con reverencia o, en el caso del consejero, con algo de superstición. En ese momento repararon en un carruaje cercano, cuya portezuela acababa de abrirse. Enseguida apareció un caballero de elegante aspecto, vestido con calzas, jubón y capa de terciopelo, que combinaban con un sombrero emplumado. Con paso firme, se dirigió al muelle donde había atracado La Flecha, se descubrió y agitó el sombrero como saludo al rey de Castilla.
—¿Quién es ese caballero? —masculló Ayala, anonadado ante los coloridos ropajes y la ligereza de modales del individuo— Porque...¿es un caballero?
A juicio del consejero, el hombre tenía más aspecto de burgués que de noble y su comportamiento era más adecuado para una taberna que para recibir a un monarca. Además, no se explicaba como podía caminar por el muelle con aquellos zapatos puntiagudos sin resbalar y caer cuan largo era. Sin embargo recorría el empedrado con paso firme, como si hubiera nacido en él. No solo eso; aunque todo buen señor debería sentirse algo incómodo entre tanto plebeyo, él se movía con total desenvoltura y, si bien los mozos con los que se cruzaba lo dejaban pasar y el encargado del muelle lo recibió con cierta deferencia, era innegable que lo consideraban uno de los suyos. Ayala suspiró, creía firmemente en la Santísima Trinidad, en el teatro en tres actos y en los tres estamentos y cualquier combinación híbrida de ellos le parecía inconcebible y herética a partes iguales.
—Sed bienvenido, Majestad —saludó el hombre del sombrero en cuanto Pedro puso un pie en el suelo—. Es un inmenso placer recibiros en Amberes.
—El placer es mío, mi señor.
—Permitid que me presente. Soy Jean de Gant, el canciller de la ciudad —anunció cortés.
—Encantado, señor de Gant. Os presento a mi consejero y amigo, el señor López de Ayala.
El consejero se adelantó unos pasos y saludó a Jean sin mucho entusiasmo, mientras la tripulación de la carabela ayudaba a desembarcar a los caballos de la guardia y al corcel del rey. El canciller esperó pacientemente a que finalizaran la tarea y después hizo una rápida reverencia ante ellos y extendió la mano en dirección al carruaje.
—Si sois tan amables de seguirme, nuestros hombres se ocuparán del resto de vuestras cosas. Por desgracia el conde Luís no ha podido venir para recibiros, pero Lady Margaret, su hija, os espera en el carruaje para acompañaros hasta el palacio.
Pedro estuvo conforme y Ayala no pudo más que resignarse y seguir a su rey. Tras intercambiar unas palabras con el capitán de La Flecha, los dos fueron en pos de Jean, acompañados por sus soldados. La muchedumbre abrió paso automáticamente a la comitiva armada, un poco sorprendida por su presencia.
—Esta es una zona comercial —explicó Jean—. El muelle militar está algo más al norte, pero el conde consideró que os gustaría más desembarcar aquí.
El rey admitió que así era: los mercaderes le despertaban el mismo interés a él que los soldados a los mercaderes. No tardaron en alejarse del muelle y llegar a la entrada principal del puerto, un enorme arco de piedra labrado con el nombre de Antwerpen y la figura de un león sobre mármol. De allí partían varios caminos empedrados que penetraban en la ciudad, una ordenada aglomeración de casas encaladas, de uno, dos o tres pisos con tejados en forma de uve. El carruaje del conde estaba justo al lado del arco y dos jinetes con el emblema de la familia Mâle estaban apostados a los lados. Jean se adelantó para abrir la puerta y le hizo un gesto a su ocupante. A los pocos segundos descendía un ángel de rubio cabello rizado y ojos azules, con la más dulce de las sonrisas.
—Mi señora —saludó Pedro.
—Majestad, sed bienvenido a Antwerpen —lo saludó la joven con voz bien timbrada—. Es un honor conoceros.
—De nuevo he de decir que el honor es todo mío, mi señora —repuso Pedro sonriendo a su vez—. Vos debéis ser...
—Disculpad, soy Margaret de Mâle, hija del conde Louis.
—Es un placer —repitió el monarca, besándole la mano.
La muchacha sonrió con exquisita corrección. Se diría que era bastante joven, pero el sutil maquillaje que afilaba sus grandes ojos y tersas mejillas la hacía parecer adulta. Llevaba un vestido de seda italiana color índigo, ribeteado en borgoña, con los hombros descubiertos y amplias mangas abullonadas. En la cabeza una simple redecilla de hilo de oro le recogía el cabello en dos moños, con raya en medio. El tono rosado de sus labios parecía sacado del mismísimo amanecer y tenía las pestañas más largas que el rey había visto en la vida. Cuando Pedro le soltó la mano, la joven desvió su atención hacia el segundo hombre: López de Ayala. De nuevo, Pedro se encargó de las presentaciones y Ayala se inclinó ante su anfitriona con mucha más vehemencia que la empleada en el saludo al canciller de Gant minutos antes. Este fue quién hizo un gesto para que Pedro y Ayala subieran a la camarilla y entró el último. Se sentó junto a Margaret, cerró la portezuela y ordenó que se pusieran en marcha.
—Mi padre está reunido en este momento —informó la muchacha—. No estaba seguro de llegar a tiempo, así que me concedió el honor de acudir en su nombre.
—Espero que no lleguemos en mal momento —se apresuró a decir el monarca.
—Oh, no —intervino Jean—. El conde Luís se reúne con gremios una vez al mes, pero es muy estricto con esos encuentros.
—Hace bien —convino Pedro—. ¿Está muy lejos el palacio?
—Tan solo a un rato de camino —respondió Margaret.
El canciller los animó a mirar por las ventanillas, para que pudieran admirar la ciudad. Ciertamente, a ambos lados del carruaje transcurría una urbe joven y vital, cuyas calles eran un hervidero de gente, caballos y carruajes. Había muchas tiendas y talleres, cada vez más a medida que se acercaban a la catedral, una inmensa iglesia todavía en construcción, que parecía levantarse sobre los cimientos de un templo anterior. Eran tantas las personas que trabajaban en ella que parecía que se había congregado la ciudad entera: al menos, eran casi tantas como la población de la más próspera de las ciudades castellanas que Pedro había conocido.
Jean de Gant parloteaba sin cesar, describiendo todo lo que veían a su paso, mientras Margaret permanecía más silenciosa, aunque no menos orgullosa de Amberes que su canciller. Intrigado por los palacetes que aparecían de tanto en tanto al acercarse al este de la ciudad, Ayala preguntó:
—¿Quiénes son los señores que viven aquí?
—Veamos, era la villa de Gombert, un importador de especias notable. Aquella es de Antoine des Pres, cervecero...
Ayala tomó aire, desconcertado. Eran burgueses, todos ellos. Miró a Pedro de refilón, pero este estaba mirando por su ventanilla, atento a las solícitas explicaciones de la joven Margaret, menos escandalizado de lo que debiera. La muchacha reía suavemente de vez en cuando, una risa espontánea y cristalina.
—¿Qué es aquello? —quiso saber Pedro, señalando una gran construcción de piedra y madera al sur.
—Son los telares. Importamos mucha lana inglesa.
—¿Creéis que sería posible visitarlos?
—Aquí todo es posible —sonrió ella.
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El nerviosismo de Isabel desapareció en el momento en que él la cogió para ayudarla a desmontar. Aún ahora, después de tantos meses, se preguntaba siempre qué le diría al encontrarlo, qué le diría él, cómo debía mirarlo. Se preguntaba qué debía sentir, pero no obtenía respuestas. Y de repente, todo se desvanecía al verlo y solo sentía deseos de que la abrazara. Él lo hacía: significaba que estaban de acuerdo y que habían estado pensando en el otro todos aquellos días. En algún punto del camino habían dejado de ser extraños.
—¿Qué es lo que haces en el bosque? —quiso saber la infanta.
—Estar contigo.
—Cuando no estás conmigo.
—Entonces te espero.
Isabel chasqueó la lengua y Enrique rió.
—Normalmente busco hierbas. Hace un rato recogía hojas de sabina.
Isabel lo miró interrogante, aunque Enrique tardó un poco en comprender que la joven desconocía de lo que hablaba. La cogió de la mano, la apretó para que lo siguiera y aceleró el paso. Al cabo de unos minutos, Enrique se detuvo de repente y ella chocó con él y quedó apoyada en su espalda entre risas. El chico se arrodilló ante una planta pequeña y robusta, de hojas escamosas. Arrancó un tallo y se lo mostró.
—Mira.
Isabel lo tomó entre las manos con cuidado. Además de unas cuantas florecillas amarillo pálido, de la planta colgaba decenas de frutos, como diminutas perlas carmesíes. Era la primera vez en su vida que veía aquella planta y se sintió completamente incompetente, de ser abandonada a su suerte en plena naturaleza. Cogió algunas de las bayas y las hizo rodar en la palma de la mano.
—¿Para qué los recoges?
—Son para mi madre, ella los utiliza. Aunque en esta zona son más difíciles de encontrar.
Enrique se daba la espalda, entretenido en recoger más tallos, así que la venció la curiosidad y se llevó una a la boca. El joven vio ese último gesto y de improviso se abalanzó sobre ella.
—¡No! —gritó— ¡No te lo comas!
Ella se sobresaltó y lo dejó caer cuando él la cogió por los hombros.
—¿Qué...?
—¡Son venenosos! —jadeó—. Perdona, ha sido culpa mía.
La infanta se sintió más ignorante y estúpida de lo que se había sentido en toda su vida, pero todo eso dejó de tener importancia alguna. Enrique y ella estaban muy cerca. Ante de que supiera lo que estaba sucediendo, Enrique la había besado. Fue un único beso, pero bastó para que Isabel retrocediera. Enrique se maldijo por haberse dejado llevar.
—Isabel...
La joven temblaba. Él no se atrevió a acercarse, temeroso de que huyera de él.
—Isa...
La princesa levantó la cabeza y Enrique enmudeció al ver sus lágrimas.
—Pero ¿por qué haces esto? —preguntó.
Se la veía tan transtornada que Enrique no supo qué decir. El llanto se agudizaba por momentos y los sollozos la sacudían tal modo que parecía a punto de romperse. Se dobló hacia delante con los brazos crispados sobre el vientre y se dejó caer al suelo.
—¿Por qué me quieres si no soy nada? —repitió— Sabes que no podré darte lo que quieres, sabes que no....
Enrique se agachó y la abrazó con fuerza.
—No digas eso.
La obligó a mirarlo y le limpió las lágrimas con el dedo.
—Te quiero a ti, nada más. ¿Todavía no lo entiendes? Para mí lo eres todo.
******
—¿Dónde está tu señora? —inquirió Alfonso ásperamente.
Julia hizo una mueca de desagrado y rehusó mirar a su interlocutor, que permanecía en la entrada de la alcoba de Isabel. Él insistió, levantando la voz.
—No gritéis, señor —repuso la doncella—. No sé dónde está la princesa.
Alfonso se mordió el labio inferior. Desde siempre, cada vez que se topaba con la rubia dama de Isabel, saltaban chispas. Era la única persona con la que no podía dominar su temperamento. A ella le ocurría otro tanto: a diferencia de Gabriel, su hijo se comportaba de manera tan altiva que no podía soportarlo.
—Ten más respeto, Julia.
—Vos sois quien irrumpís en las habitaciones de esta manera.
—Cuidado, doncella. No te atrevas a hablarme así —la advirtió Alfonso con las mejillas ardiendo.
Ella lo desafió con la mirada abierta, cosa que solía desarmarlo, y al mismo tiempo enfurecerlo todavía más.
—¿Y cómo me habláis vos?
—¡Soy el hijo del valido real!
—Y yo la doncella personal de la infanta de Castilla. Tan plebeya como vos.
El joven apretó los puños y se mantuvo muy tieso, pero Julia había dado en el clavo y lo sabía. En resumidas cuentas no eran muy distintos, los dos eran criados educados como nobles. La diferencia era que Alfonso odiaba pensar en eso, casi tanto como detestaba a Julia. Todo argumento racional abogaba por la retirada, y Alfonso era un hombre inteligente, así que se volvió para irse, pero antes de salir miró de reojo a la muchacha.
—¿Cómo está tu amiguito, Julia?
—¿Qué?
—Debo decirte que tienes un gusto pésimo. Pero es muy digno de ti comportarte como una mujerzuela por los pasillos.
Julia tardó un poco en saber de lo que estaba hablando, hasta que recordó que Alfonso la había visto con José el Ratón hacía semanas. Se tragó el par de respuestas que se le ocurrieron para rebatir el tono envenenado de la acusación y lo dejó marchar convencido de que la había herido. Efectivamente, Alfonso se marchó victorioso, pero no tranquilo en absoluto. Estaba enfadado consigo mismo por dejar que las palabras de una doncella lo afectaran de aquel modo.
Las notas de un arpa sonaron en la lejanía y arrancaron a Alfonso de sus cavilaciones. Era Isabel, la estaba buscando antes de discutir con Julia. Guiado por la música, llegó hasta una sala exterior, con una enorme balconada, donde la princesa rasgaba el instrumento asistida por un instructor. Inclinada sobre el arpa, la tañía con movimientos fluidos; de vez en cuando, alguna nota desentonaba y la chica acompañaba el acorde equivocado con su risa cristalina. Cuando reía se cubría la boca con el dorso de la mano y entornaba sus preciosos ojos azules. La puerta estaba entreabierta, pero Alfonso no entró en la habitación, sino que observó desde fuera, amparado por la oscuridad del corredor. Allí perdió la noción del tiempo. Cada movimiento o gesto lo hacía estremecer, se estaba convirtiendo en una obsesión. La deseaba.
Se sobresaltó al oír pasos y se alejó de la puerta, maldiciendo a aquel que interrumpía sus pensamientos. Entonces se volvió y se encontró cara a cara con Gabriel. La del anciano tenía un tono macilento y estaba tan serio que Alfonso se sintió como un niño que espera una reprimenda por mirar lo que no debe.
—Ven —ordenó Gabriel.
Sin pronunciar palabra, lo condujo a una sala fría y vacía. Sólo una vez dentro y seguro de su intimidad, el valido habló con voz queda.
—Tengo una misión para ti, hijo.
Alfonso respiró aliviado, aunque solo un momento. Parecía tratarse de algo verdaderamente grave.
—¿De qué se trata?
—Es algo delicado. Antes debo estar seguro de que eres fiel al rey.
—¿A qué viene eso ahora? —replicó molesto su hijo.
—Nunca se puede estar seguro de nada de lo que no hayas dudado antes.
—Si no confiarais en mí, ni siquiera habríais empezado esta conversación
Gabriel sonrió.
—Supongo que eso es cierto. Eres el único a quién puedo encomendar esta misión.
Alfonso asintió, pero más que halagado estaba harto de que su padre se anduviera por las ramas.
—¿Y bien? Decidme de qué se trata.
—Es un asunto de estado. Hay una cabaña a las afueras de Almendrera, al oeste, en el bosque.
—Ajá.
—En ella vive una mujer y un chico de unos dieciséis o diecisiete años.
—¿Quiénes son?
—Traidores.
Alfonso se conformó con eso; supuso que eran algún tipo de espías, de un rey de extranjero o un señor local. No tenía necesidad de saber más y lo que vino a continuación no lo sorprendió.
—Quiero que te ocupes de ellos. Y que después olvides haberlo hecho y guardes el más absoluto silencio para siempre.
No era la primera vez que trabajaba para su padre y tampoco la primera que lo hacía en secreto, pero nunca antes Gabriel le había pedido algo así. Sabía que Gabriel tenía hombres que podían ocuparse del asunto a una sola orden y sin embargo acudía a él. El anciano debía de estar muy preocupado porque todo aquello quedara entre ellos.
—¿De los dos? —preguntó Alfonso y, ante el gesto afirmativo de su padre, continuó— ¿Cuándo?
—Lo antes posible.
—Bien.
—Alfonso...
—¿Qué?
—Siento tener que pedirte esto.
—No os preocupéis, mi señor.
Mejor así, pensó. Después de que hubiera ejecutado un servicio tan importante para la Corona nadie podría faltarle al respeto.