XXVII

ISABEL se despojó de sus joyas y se puso el sencillo vestido que usaba cuando iba en su busca. Después reunió algo de comida y la metió en un pequeño hato. Sabía que Enrique era capaz de cuidar de sí mismo, pero la preocupaba que no quisiera hacerlo, por postración o abatimiento. Lo hizo todo en silencio, sumida en una suerte de trance. Incluso mientras pasaba el cordón por los agujeros de la tela y lo anudaba, sentía que la movía la culpa.

«Debéis manteneros a su lado»

Se adentró en el bosque sin equivocar el rumbo. Era una noche tranquila y estrellada, el aire era fresco y su fragancia, vital. Allí, entre los robles que había aprendido a reconocer, el otro mundo se desvanecía, incapaz de abrirse paso entre las ramas. Así había sido hasta entonces. Y hasta ese momento había estado bien, había sido algo bueno. Había sido real, aunque fuera precisamente la realidad lo que había quedado fuera.

«Prometédmelo»

No lo halló en el claro, aunque cuando se separaron lo había convencido de que fuera allí donde se encontraran. Le dolió pensar en él solo frente a las ruinas de su casa y e hizo que su montura apretara el paso. No sabía qué haría al verlo, pero pasara lo que pasara no le volvería la espalda. Solo que la fantasía había acabado, la realidad se filtraba entre las copas desnudas de su bosque secreto. La chica sin nombre había muerto. Seguramente nunca había existido en verdad. Y al mismo tiempo, la verdad es que no le había mentido.

La luz de la luna bañó los maderos consumidos de argento y silencio, pero a Enrique no lo vio por ninguna parte. Lo buscó por los alrededores con un nudo en la garganta; el anillo de sabina temblaba en su mano más que si el frío le hubiera calado los huesos. No obstante, sus labios permanecían sellados. Probablemente, era la única parte de ella que no gritaba su nombre a todo pulmón.

Desmontó y, al hacerlo, tuvo la impresión de que el suelo era menos sólido que de costumbre y de que el aire estaba hecho de agujas. Se tambaleó y se le doblaron las rodillas, de modo que tuvo que apoyarse en el lomo del animal. Inspiró profundamente, pese al dolor, y apretó los párpados hasta que dejó de ver manchas blancas. Al abrir los ojos, una lágrima se derramó mejilla abajo. Era la primera vez que lograba sobreponerse a uno de sus ataques y recibió su pequeño triunfo con una terrible sensación de pérdida. En parte se lo debía a él.

Había venido a decirle la verdad, pero él ya no estaba. Y tan cierto como su nombre era que de un modo u otro habría luchado por permanecer junto a él. Pero Enrique no había esperado para escucharla.

******

Enrique cabalgó toda la noche, escoltado por los dos misteriosos caballeros. Ninguno de los dos había vuelto a pronunciar palabra desde que salieron de los límites de Talavera y el muchacho no trató de romper ese silencio. Tampoco habría sabido qué decirles, tras aquella irrupción repentina en su vida, cuyas consecuencias no alcanzaba a prever. A media mañana llegaron a un claro donde aguardaban dos hombres con caballos de refresco, lo que le dio a entender que aún quedaba un largo camino por delante. No fue hasta bien entrada la tarde que la silueta de una fortaleza de cuatro torres y muros almenados se recortó en el horizonte.

Los guardias de las puertas del recinto exterior les dejaron pasar sin hacer preguntas, aunque lanzaron sendas miradas de curiosidad al recién llegado mientras recorría el puente levadizo que traspasaba el foso. Llegaron a un patio ajardinado, donde desmontaron y enseguida guiaron a Enrique al interior de los imponentes muros de piedra de la enorme torre del homenaje que ocupaba el centro de la construcción. Lo condujeron a una sala balconada, donde había una mesa y varias sillas. En una de ellas había un hombre de expresión inteligente, cuya sola presencia imponía respeto.

—Mi señor Enrique, os esperaba.

El joven se sintió extraño ante ese tratamiento y estudió a su interlocutor con prudencia.

—¿Quién sois?

—Soy el barón Rodrigo de Mendoza, a vuestro servicio.

Enrique palideció y se preguntó si debía arrodillarse ante él, ya que aun desde su humilde posición había oído hablar del noble barón, cuyo poder era temido y respetado por todos.

—¿Soy vuestro prisionero? —preguntó, absolutamente descolocado.

—¡Por Dios, no! —rió Rodrigo—. No, tomad asiento, os lo ruego, debéis de estar cansado.

Hizo un gesto para que le sirvieran vino, pero Enrique lo rechazó. Tampoco accedió a sentarse.

—Me dijeron que queríais hablar de mi madre. Pero no entiendo por qué.

Rodrigo sonrió y se atusó la barba con sus finos dedos.

—Debo insistir en que toméis asiento, mi señor. Si no os apetece vino puedo hacer que os traigan otra cosa. Agua, quizá.

Enrique buscó la silla más cercana y se sentó. Entonces Rodrigo hizo salir a uno de sus hombres en busca de agua. El otro permaneció cerca de la puerta.

—Si no me equivoco vuestra madre, Leonor Guzmán, fue asesinada en un incendio hace poco, el mismo en que murió un tal Sancho Martínez.

Enrique hizo un ademán de extrañeza y movió los labios.

—¿Qui... quién?

—Vaya, veo que ignorabais lo del muchacho. Debéis saber que su cuerpo también ardió con la cabaña.

Enrique volvió a ver la imagen del fuego en su mente y se estremeció. Por suerte el hombre del barón había vuelto con el agua y tomó un vaso con mano temblorosa.

—¿Por qué? —preguntó al cabo de unos momentos.

—¿Disculpad?

—Habéis dicho que fueron asesinados...¿por qué?

Rodrigo esbozó una sonrisa paternalista.

—Es evidente, mi señor. Con quien querían acabar era con vos.

—¿Qué? —balbució el joven— ¿Por qué?

—Porque vos, Alteza —repuso el barón con voz templada—, sois el legítimo heredero al trono de Castilla.

Enrique se atragantó con el agua y miró a Rodrigo sin dar crédito a sus oídos.

—¿Es que os habéis vuelto loco? —le espetó— Eso es lo más absurdo que he oído en la vida.

—Comprendo que os resulte difícil de creer. Por eso debéis leer esto.

Rodrigo le tendió un papel y Enrique lo cogió y lo miró como si nunca hubiera visto una carta.

—Deseáis que os la lea yo —preguntó el barón, servicial.

—Sé leer.

Enrique desplegó el papel y empezó a leer.

Mi Muy Estimado Señor:

Mi nombre es Leonor Guzmán. Vos no me conocéis, así que os doy las gracias ya ahora por recibir esta carta. Escribo en nombre de mi hijo. Se llama Enrique, hijo mío y de Alfonso XI de Borgoña.

El rey Alfonso yació conmigo durante meses, entre la primavera y el verano de hace dieciocho años. Me hacía llevar al castillo o acudía por las noches a mi casucha de Almendrera. Nunca se me ocurrió rechazarle. Cuando me dejó preñada huí, temí por mi vida y la de mi hijo y nos ocultamos juntos durante años, para estar a salvo. Hasta ahora. Ahora el rey ha muerto y es su segundo hijo el que ha subido el trono.

Pienso luchar para que mi hijo recupere lo que es suyo y por eso me encomiendo a vos, el más poderoso de los señores. A cambio de vuestra ayuda, poco tengo para ofreceros, aunque todo lo mío es vuestro para disponer, y no es mi secreto la única vergüenza del rey Pedro que os puedo revelar.

Vuestra humilde servidora,

Leonor Guzmán

Enrique leyó la carta repetidas veces, cada vez más incrédulo. Mientras tanto el barón esperó pacientemente en su silla, con una sonrisa beatífica grabada en el rostro, que no vaciló ni un ápice cuando el muchacho recobró el don de la palabra.

—Esto es una locura. No sé qué significa nada de esto, quiero que me dejéis marchar.

—¿Vais a decirme que no reconocéis la letra de vuestra madre?

Fue como si le clavaran un cuchillo. Claro que la reconocía, reconocía a perfección los trazos irregulares y toscos de Leonor. La había visto aprender a hacerlos paso a paso, a su lado, en Berlanga. Leyó la carta una vez más, con todos los músculos en tensión, y después se quedó en silencio un par de minutos. Entonces habló con voz ronca, como si le costara mucho decirlo:

—Mi madre... —murmuró— Mi madre no estaba bien. Yo la quería, pero ella no estaba bien, barón. Nunca lo estuvo. Esto es un error.

Nada más decirlo se encogió sobre la silla, sobrepasado por el dolor de haberlo verbalizado al fin. Se detestaba por pensar eso de Leonor, pero era la verdad.

—¿Creéis que vuestra madre estaba loca? Quizá estéis en lo cierto, pero lo que os he contado no es ningún delirio, mi señor.

Rodrigo hizo una señal a sus hombres y estos salieron de la habitación. Al momento volvían a entrar con una mujer regordeta, de cabello negro y rizado. Se movía como un perro acorralado, y al ser soltada por los soldados se quedó clavada en el sitio, sin moverse un centímetro ni adelante ni atrás. A Enrique le resultó familiar. Tenía un hermoso rostro, las mejillas sonrosadas, una naricita respingona y labios carnosos, aunque ya se notaban algunas marcas de edad. En otro tiempo debía de haber sido bastante guapa.

—¿Necesitáis un poco de agua, señora? —ofreció el barón.

La mujer siguió inmóvil, así que Enrique le tendió un vaso de agua, casi sin pensarlo y ella lo aceptó. Cuando los dos se miraron, la mujer parecía muy conmovida por la presencia del joven.

—¿Seríais tan amable de contarnos lo que sabéis? —pidió Rodrigo.

Ella tragó saliva y asintió, pero no se atrevía a mirar al barón. En cambio se fijó en Enrique, y de nuevo asomó un atisbo de cariño y compasión a sus ojos.

—Me llamo...Rosa. He vivido en Almendrera toda mi vida y...yo, hace tiempo yo era amiga de tu...vuestra madre.

—Basta —rogó Enrique.

Ella enmudeció, pero Rodrigo intervino.

—¿No queréis oír lo que tiene que decir?

—Mi madre no había vivido en Almendrera hasta hace unos años.

—Claro que vivía en Almendrera —afirmó Rosa—. Era mi mejor amiga. Un poco tímida, pero muy trabajadora. Todo cambió cuando el...el rey empezó a fijarse en ella. Solo tenía trece años.

Enrique cerró los ojos.

—Basta.

—Continuad, Rosa —ordenó Rodrigo.

—Se enteró de que estaba embarazada y me lo contó llorando a lágrima viva. No sabía qué hacer. Tenía mucho miedo de lo que harían los hombres del rey cuando se enteraran. Yo le dije que huyera. Tenía una prima o algo cerca de Atienza. Fue hacia allá.

Enrique levantó la vista: Leonor había conocido al padre Fernando en Jadraque, una aldea en Atienza. El sacerdote se lo había contado un día que iba bebido, poco antes de marcharse de Berlanga. A Rodrigo no le pasó por alto el cambio en la expresión del muchacho e instó a Rosa a continuar.

—Después no supe nada de ella. La buscaron, a mí me interrogaron y me amenazaron, pero no dije nada. No supe nada más hasta...

De repente, Enrique recordó de qué le sonaba la mujer. La había visto en su casa, poco después de instalarse en el bosque de Talavera. Un día, al llegar a la cabaña la había encontrado hablando con su madre: las dos tenían los ojos llenos de lágrimas y se agarraban de las manos. Leonor le había ordenado que esperara fuera y él había obedecido sin rechistar. Había creído que era una clienta. Ahora comprendía que no lo era.

—Gracias, Rosa. Nos habéis sido muy útil. Podéis marcharos. —le dijo Rodrigo.

—¿De verdad? ¿Pu...puedo volver con mi familia?

—Por supuesto.

Rosa titubeó y se dirigió a la puerta, pero antes le dio un repentino abrazo a Enrique.

—Lo siento mucho... —le dijo entre hipidos.

Luego salió por la puerta y, a un ademán del barón, los dos soldados de la habitación fueron tras ella. Enrique se había quedado blanco.

—Alteza, permitid que... —comenzó Rodrigo.

—Esto tiene que ser un malentendido —farfulló el chico, aunque con poca convicción.

—Mi señor, me consta que llegados a este punto ya sabéis que es cierto: vuestra madre fue la amante del rey Alfonso y vos sois el hijo de ambos, el primogénito del rey. La pobre Leonor trató de esconderos para proteger vuestra vida y cuando volvió para reclamar lo que os pertenecía, el coronado rey Pedro ordenó vuestra ejecución.

—No puedo creeros.

—Por suerte, falló. Y por una serie de afortunadas circunstancias, esta carta ha llegado a mis manos, que al fin y al cabo eran su destino.

—¿Por qué hacéis esto?

—Porque un impostor está sentado en el trono. Un rey cruel que arruinará este país. Un asesino, Alteza.

Enrique se levantó, quería salir de aquella habitación. Si se quedaba un minuto más gritaría. ¿Era así como se había sentido Leonor todos aquellos años? ¿Era en eso en lo que pensaba cuando se sumía en la apatía? ¿Cuándo la acometían aquellos ataques de silencio?

—Alteza —insistió el barón—, Vuestra madre dio la vida por vos. Ahora yo tengo el honor de continuar su obra. Vos sois el legítimo rey y tanto yo como muchos otros estamos dispuestos a luchar a vuestro lado por vengarla

—Yo no...no lo sé, barón.

—Claro, mi señor, necesitáis tiempo —repuso suavemente—. Ahora descansad. Este castillo está a vuestra disposición. Ah, quedaos con la carta si gustáis, era de vuestra madre.

Rodrigo hizo entrar a un criado para que acompañara al muchacho fuera.

—Él os acompañará a vuestros aposentos. Pedidle cualquier cosa que necesitéis.

Enrique asintió, deseoso de salir de allí: le dolía la cabeza y sentía que iba a desplomarse de un momento a otro. Por esa razón, cuando notó la mano de Rodrigo en la espalda, guiándolo gentilmente hacia delante, se dejó llevar con docilidad. Después, el barón de Mendoza se quedó solo en la habitación, con una sonrisa satisfecha.

—¿Seguís ahí, mi señor?

—¿Dónde podría haber ido, barón?

Una silueta se recortó a contraluz, en la entrada del balcón. Era Alfonso, que paseó distraídamente por la sala, hasta quedar apoyado en una pared, a la derecha de Rodrigo.

—¿Qué os ha parecido? —preguntó el joven.

—Bien. El chico no está preparado, pero ya lo estará. Ha sido una suerte encontrarlo.

Alfonso compuso una mueca irónica.

—Sentí profunda y sinceramente la muerte de vuestro padre —continuó Rodrigo—. Conocía a Gabriel desde hace mucho tiempo.

—Me alegro de que no esté aquí para ver esto, mi señor.

—Sí, yo también.

Alfonso de Albuquerque era una de las pocas personas que le sostenía la mirada a Rodrigo. Sus ojos rezumaban astucia, en eso le recordaba a Gabriel, y también le agradaba aquel toque de descaro en su actitud arrogante y a la vez mesurada. En eso le recordaba a él mismo.

—¿Puedo saber por qué me habéis traído esa carta, valido real?

—Iba dirigida a vos.

Rodrigo soltó una carcajada. De todas maneras, Alfonso sabía cuando ceder.

—Supuse que la información os interesaría. Atentar contra la infanta, mi señor, es una medida muy poco elegante. Debíais de estar muy desesperado.

—A veces es difícil controlar el temperamento de todo el mundo —suspiró Rodrigo—. Me extraña que a nadie se le haya ocurrido atentar contra Pedro todavía.

—Quitar a un rey sin tener otro preparado no es una maniobra inteligente. Yo soy un hombre leal a la corona, os ofrezco el modo de derrocar a un rey que os estorba, pero sin traición.

—Con guerra. La guerra es lo que tratábamos de evitar, hijo, no la traición.

—Nadie sabe que ese chico existe. Preparadlo y preparad también vuestras fuerzas. Puede ser una guerra rápida. No me haréis creer que no habíais previsto esa posibilidad.

Rodrigo sonrió. Por supuesto que la había previsto.

—Y vos, Alfonso, ¿qué vais a pedirme a cambio?

El valido se sentó frente a Rodrigo y bebió un sorbo de vino, rumiando la respuesta.

—Quiero un título. Y tierras. Quiero un nombre y una posición en la nueva Castilla.

Rodrigo arqueó las cejas.

—¿Eso es todo?

Alfonso miró al noble de hito en hito antes de contestar. Había algo más que deseaba, Rodrigo podía sentirlo, pero no estaba dispuesto a enseñarle sus cartas. Hacerlo lo pondría en sus manos y ningún hijo de Gabriel revelaría todos sus secretos. ¿Qué había en su corazón? ¿Qué le ocultaba?

—Eso es todo.

El barón sonrió. Que así fuera.

—Entonces lo tendréis, amigo mío. Cuando todo esto termine yo mismo me aseguraré de que el rey Enrique os conceda todo lo que deseéis —concluyó, haciendo especial hincapié en la palabra “todo”.

Alfonso asintió e hizo un gesto de agradecimiento con la copa en el aire. Seguidamente se alzó y se dispuso a marcharse, de modo que Rodrigo se levantó para despedirlo.

—Por cierto, buen amigo, ese secreto del que habla la desdichada —empezó el barón—, por fortuna no sabréis cuál es.

El valido entornó los ojos.

—Me temo que en eso no puedo ayudaros. No tuvo oportunidad de decírmelo antes de prenderle fuego —replicó con una leve nota de crueldad.

Rodrigo soltó una carcajada suave. Los dos se estrecharon la mano. Probablemente no volvieran a verse en mucho tiempo.

Pero ahora la suerte y el tiempo corrían a su favor.