XXVIII

UNA docena de jovencitas vestidas de blanco, con cintas rojas en los tobillos, en las muñecas y en el pelo, empezaron a bailar sincronizadamente en el centro del comedor real, sobre una rica alfombra italiana azul y roja. Llevaban una pandereta cada una y las hacían sonar marcando el ritmo de la danza, mientras daban palmas y realizaban complicados pasos. Entonces se unieron a las bailarinas un cuarteto de jóvenes, también de blanco, con cintos rojos, que llevaban bastones en las manos. El baile se hizo más rápido y los muchachos hicieron entrechocar sus bastones repetidas veces, entre el tintineo frenético de las panderetas. La sala entera vibró durante unos segundos, en que la danza alcanzó el punto álgido de movimiento y ritmo y después los presentes prorrumpieron en aplausos.

El comedor del palacio real de Barcelona estaba a rebosar. El rey aragonés Pedro IV ocupaba el lugar central en una mesa en forma de herradura y a ambos lados de su persona se sentaban los miembros de la corte. Tras la actuación se había levantado una alegre algarabía. Todo el mundo parecía pasárselo de lo lindo, aquí y allá se oían carcajadas de hombres y mujeres y manjares y bebidas, afrutadas y aromáticas, corrían con generosidad. El rey, de baja estatura, ojos verdes y cabello y barba castaños, participaba de las conversaciones con aire distendido, si bien las arrugas de su rostro conferían gravedad a su expresión.

Cuando finalizó la comida, se presentaron dos juglares y un trovador para ofrecer sus servicios a los invitados del rey, pero este se levantó de su butaca antes de que comenzaran. Todos los presentes lo imitaron y el monarca les hizo un gesto para que volvieran a sentarse. Entonces tocó ligeramente el hombro del hombre que estaba sentado a su izquierda y este lo siguió. Antes de salir del salón, el soberano ordenó que la música continuara.

Los dos nobles pasaron a una estancia amplia y luminosa, con las paredes recubiertas de tapices florentinos y suaves alfombras en el suelo. El sol del Mediterráneo entraba alegremente por las ventanas; debajo, se respiraba el bullicio de los barrios barceloneses, un ir y venir continuo de mercancías y gentes diversas. El noble castellano Rodrigo de Mendoza quedó impresionado por la suntuosidad de la estancia, aunque, por supuesto, no dejó que nada de eso se pusiera en evidencia.

El rey no le prestó demasiada atención hasta que hubo tomado asiento en la mullida butaca situada en un extremo de la habitación. Cerca de él había otras sillas, pero Rodrigo no se sentó enseguida. Su anfitrión tomó una uva del racimo que había en una bandeja cercana e instó al barón a hacer lo mismo.

—Pero sentaos, mi señor —le dijo, con un toque ceremonioso en el habla—. No os quedéis de pie.

Entonces sí, Rodrigo tomó asiento con una sonrisa cordial: para el rey los modales y el protocolo eran de gran importancia.

—Vuestra visita me es muy grata —afirmó Pedro suavemente.

—Mucho más grato ha sido vuestro amable recibimiento, Majestad. La comida ha sido excelente y el espectáculo fascinante.

—Celebro que haya sido de vuestro agrado, ¿habíais venido antes a Barcelona?

—La verdad es que no. Pero me habían hablado maravillas de ella y debo decir que ni los más entusiastas le hacían justicia.

El rey sonrió complacido y mascó algunos granos de uva más, mientras Rodrigo aprovechaba para echar un nuevo vistazo a los tapices. El que más le llamaba la atención era uno con una intrincada escena portuaria.

—¿Y bien? ¿Qué ha traído a un súbdito de Castilla tan ilustre a tierras catalanas?

—En realidad es un asunto delicado, Majestad, por eso debía hablaros en privado.

—Hablad pues.

—Se trata de mi país. Vengo como emisario del rey de Castilla para pedir vuestra ayuda.

—¿Qué necesita mi tocayo?

—No, Majestad. Os hablo del legítimo rey de Castilla y no del impostor que ocupa el trono.

—¿Perdón? —se extrañó el monarca, con las cejas levantadas.

Rodrigo tamborileó con los dedos en el brazo de la butaca y adoptó un tono confidencial.

—Pedro no es el primogénito del rey Alfonso, sino que usurpó la corona.

—¿Y quién es el legítimo rey, según vos?

—Se trata de don Enrique Guzmán, el hijo de una de las amantes de Alfonso.

—Ah —murmuró el catalán desencantado—, ilegítimo y plebeyo para más inri. ¿Pretendéis declarar la guerra a Pedro, en nombre de un bastardo?

El rey soltó una carcajada como si aquello fuera lo más entretenido que había oído en mucho tiempo.

—Es Enrique quién pretende derrocar a su hermano, no yo —replicó el barón—. Pero tanto yo como gran parte del reino lo apoya: Pedro ha adoptado una serie de medidas que llevarán mi país a la ruina, algo que los súbditos de Castilla no podemos permitir que ocurra.

—Así que se trata de eso, de la reforma de la Mesta. Algo he oído al respecto. ¿Y qué puedo hacer por vos? Bueno, ¿por don Enrique?

—He venido a pedir vuestro apoyo, el apoyo de la Corona de Aragón.

—¿Contra Pedro de Castilla?

El rey se levantó y se acercó a una ventana con aire indolente.

—Mi querido barón, ¿habéis mirado bien a vuestro alrededor? La política que pretende instaurar mi hermano el rey de Castilla tiene más en común conmigo que la vuestra. Además, durante años combatí junto a su padre en el estrecho. ¿Por qué tendría que ponerme en su contra?

Rodrigo de Mendoza le dio la razón en eso y cambió de táctica. La reticencia del soberano era de esperar, pero el hecho de que siguiera escuchándolo era buena señal. El rey catalán quería que lo convenciera.

—Alfonso fue vuestro aliado, no Pedro. La casa de Borgoña ya no es amiga de Aragón, lo ha demostrado varias veces. El rey Pedro pacta con judíos y les da derecho de paso en los puertos, mientras vuestros buques son obligados a amarrar durante días.

El rey aragonés rumió aquellas palabras durante un rato, pero Rodrigo no se impacientó. Sabía que si algo podía sacar de quicio al relamido Pedro IV era que alguien osara poner en peligro sus rutas comerciales. Y los conflictos portuarios tenían a los dos reinos la borde de la guerra desde hacía años.

—Es cierto —concedió el monarca—. Pero de todas maneras me pedís un gran esfuerzo militar sin garantías.

—¿Sin garantías? Majestad, con las tropas aragonesas de nuestro lado, Pedro no tiene ninguna posibilidad.

˜™

El instructor le lanzó una estocada difícil de parar y Enrique se hizo a un lado para intentar acometer desde el flanco mientras su atacante todavía estuviera desequilibrado. Este pivotó y pudo detener la hoja de Enrique, pero el joven había ganado la posición y ahora llevaba la iniciativa del ataque.

—¡Bravo! —lo felicitó el instructor francés, estando aún enzarzados en el duelo.

Enrique oyó la felicitación, pero no perdió la concentración. Había progresado muchísimo en los últimos dos años, pero era sobre todo porque desde que era pequeño había disfrutado del arte de la espada. Le recordaba a sus juegos infantiles con Tello, en el feudo de Berlanga. Seguramente era lo único que lo hacía sentirse bien entre todo el algodón, las intrigas y la preparación intensiva a la que lo habían sometido en la corte francesa.

Durante aquel tiempo, el hijo de Leonor había cambiado. Moldeado por la mano hábil de Rodrigo, se había convertido en un caballero y había aprendido sobre política y tácticas militares. Él se había sometido a todo sin rechistar, con la sola idea de vengar a su madre, en la que pensaba a menudo, y con amargura. Cuando esto ocurría, podía pasarse días replegado en sí mismo y de mal humor, como le sucedía a ella. Con el paso de las estaciones se había vuelto cada vez más callado y notaba que se había endurecido. Había enterrado voluntariamente toda su vida anterior, salvo el recuerdo de su madre. Y el de Isabel.

El instructor bloqueó su ataque y describió un movimiento nuevo, poniendo todo su peso sobre una estocada circular que tenía que desarmar a su oponente. Cuando las hojas chocaron, Enrique estuvo a punto de soltar su espada pero logró sostenerla, aunque la muñeca le dolía. Antes de que el instructor tuviera tiempo de recuperarse, imitó el movimiento que acababa de hacer, ante la sorpresa de este, y la espada del francés acabó en el suelo. En instructor sonrió y alguien les aplaudió desde la entrada de la sala de entrenamiento. Enrique se volvió y vio a Rodrigo, que daba palmas con admiración.

—Fantástico, mi señor, fantástico —exclamaba—. ¿No es fantástico, Claude?

El instructor se agachó para recoger su espada y la metió en la funda.

—Lo es, monsieur le baron. No creo que pueda enseñarle nada más, don Enrique es un espadachín excelente.

Enrique saludó a Claude con la espada antes de envainarla y se dirigió hacia Rodrigo. Solía estar cerca del barón cuando este estaba en la habitación. Rodrigo le puso la mano en el hombro y juntos salieron de la sala.

—Felicidades, me tenéis impresionado.

—Gracias. ¿Cuándo habéis vuelto?

—Hace una semana.

—¿Habéis llegado a un acuerdo con Aragón?

Rodrigo sacó un pliego con el sello de la Corona de Aragón como respuesta y se lo pasó a Enrique, que lo leyó por encima. Pedro IV se comprometía a ayudarle en batalla; a cambio, Enrique le ofrecía lealtad y cedía a Aragón varios señoríos fronterizos.

—¿Es un buen trato?

—Lo es, mi señor.

A Enrique le bastó con eso.

—Ha llegado el momento, Alteza. El rey nos recibirá hoy.

El joven sintió cierto nerviosismo ante la perspectiva de ser recibido por Carlos V, rey de Francia. Durante todo aquel tiempo había vivido en territorio francés, bajo su protección, pero al mismo tiempo en secreto, aislado en una casa señorial en el mediodía francés. Sería la primera vez que veía al monarca: era el comienzo de todo. Era ya imparable.

A las pocas horas, Rodrigo, Enrique y dos soldados se pusieron en camino hacia el castillo de Fourcés, donde los aguardaba Carlos. Llegaron antes de que anocheciera y un batallón de soldados salió a su encuentro y los escoltó hasta la fortaleza.

—Routiers...—masculló Rodrigo, para sí.

—¿Qué? —preguntó Enrique.

—Compañías Blancas —repuso lacónicamente.

Una vez dentro, los dos castellanos fueron guiados hasta el salón principal. En el trayecto encontraron poca gente, tan solo algunos más de aquellos que el barón de Mendoza denominaba routiers y que, según le explicó a Enrique en voz baja, eran mercenarios que cobraban soldada por ponerse al servicio de un señor. Solían ser difíciles de controlar y no los unía ningún vínculo de vasallaje, salvo la lealtad por su capitán, al que seguían hasta la muerte.

Exceptuándolos a ellos, se diría que el castillo estaba desierto: no se veían criados por las esquinas ni trajín de cortesanos. El rey Carlos había venido sin séquito. Por esa razón no les sorprendió que, al abrirse las puertas de la sala principal, lo encontraran sentado en su trono con un único hombre más a modo de guardia. Carlos era un hombre esbelto, de piel lechosa, facciones afiladas y penetrantes ojos claros. Llevaba una túnica azul con flores de lis bordadas en oro, del mismo color que el cabello ensortijado que le caía sobre los hombros. Su soldado era muy diferente: vestía de negro y era bastante corpulento, de espaldas anchas y extremidades robustas. Tenía la cara angulosa, el cuello poderoso y aunque no parecía mayor que Carlos o que Rodrigo, tenía el pelo completamente gris, rizado y muy corto.

Rodrigo y Enrique entraron en la habitación y el barón se arrodilló ante el rey, mientras el muchacho hacía una reverencia. Un rey, le había dicho Rodrigo a menudo, no debe arrodillarse frente a otro. Carlos les indicó que se levantaran y entonces él mismo se incorporó, descendió los escalones de la tarima donde estaba situado el trono, se acercó a Enrique y lo besó tres veces.

—Al fin nos encontramos, hermano —lo saludó—. C’est un honneur.

—El honor es mío, Majestad —respondió Enrique.

—Barón.

—Majestad.

El rey francés volvió a tomar asiento, mientras los demás permanecían en pie.

—Así pues ha llegado la hora, ¿no es así, barón?

—Así es.

—¿Están vuestros ejércitos listos?

—Lo están. He enviado noticia a nuestros aliados y los he llamado a acudir a Calahorra. Allí, nada más pisar suelo castellano, su Alteza real Enrique será proclamado rey. En cuanto lo sea, la Mesta se hará fuerte en el sur y nosotros avanzaremos desde el norte. Navarra nos franqueará el paso y Aragón nos apoya.

—También Francia —apuntó Carlos levantando la barbilla.

—Nada de esto habría sido posible sin vuestra ayuda, Majestad —afirmó Enrique con gravedad—. No lo olvidaré.

Carlos agitó la mano como si no tuviera importancia. Su guardaespaldas entrecerró los ojos y estudió al muchacho desde su posición, un par de metros por detrás del rey.

—Vuestro hermanastro es un ser despreciable y sin honor —dijo el rey, sin poder disimular del todo el enfado—. Cualquier hombre, hasta el más humilde, está en la obligación de defender el honor de los suyos, y un rey más que nadie. No hace tanto, nuestro difunto padre le ofreció la mano de su propia sobrina y él osó rechazarla. Nuestra prima aún no se ha recobrado de la afrenta. Pedro de Borgoña ha escupido en nuestra mano y nosotros no perdonamos.

Se levantó de nuevo y se plantó ante Enrique. Esta vez, su soldado lo siguió.

—Este es Bertrand du Guesclin, conocido como el águila de las dos cabezas: nuestro mejor soldado y capitán de las Compañías Blancas. Desde este instante lo ponemos a vuestro servicio, hermano. Él y sus hombres os seguirán.

El hombre del cabello gris se inclinó ante Enrique y después saludó a Rodrigo. Este, a diferencia de su protegido, sabía quién era Bertrand: un mercenario bretón que, según se decía, era el mejor guerrero de Francia, un capitán experto con un ejército de routiers temible a sus órdenes. Su sobrenombre se debía a su escudo en la liza, un águila negra de dos cabezas, con las garras rojas sobre fondo blanco. El señor de Mendoza siempre había creído que el bretón tenía más de leyenda que de realidad, pero al estrecharle la mano, cuando sus ojos se encontraron, presintió el genio militar que se escondía tras su aspecto rudo y amenazador.

—Encantado, messieurs —los saludó.

—Y ahora —continuó el rey—, dejad que os hagamos un último favor. No sería adecuado que un plebeyo con las manos vacías se proclamara rey del mayor de los reinos peninsulares. Arrodillaos, hermano.

Enrique buscó la aprobación de Rodrigo y este asintió imperceptiblemente, así que el joven se arrodilló ante Carlos, que desenvainó su espada y la apoyó alternativamente en los hombros del muchacho.

—Nos, Carlos V, rey de Francia, en el nombre de Dios y por el poder que nos ha sido concedido, os nombramos a vos, Enrique Guzmán, conde de Trastámara.

Rodrigo sonrió.

—Ahora alzaos, conde. Castilla os espera.

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El hermoso caballo se abría paso entre la gente de las concurridas calles de Burgos. Pronto anochecería y el conde de Lemos buscaba una posada donde cenar y dejar reposar a su caballo antes de reemprender la marcha hacia Ponferrada. Hacía pocos meses que había pasado por Burgos, aunque la ciudad había cambiado mucho. Ahora, en ella se reunía y procesaba la lana de gran parte del reino, ya que se había convertido en el eje central de la actividad comercial de las ciudades sureñas y los puertos del norte.

Eduardo observaba la agitación con cierta curiosidad desde el lomo de su caballo, el trajín de mercancías y el vaivén de carretas y peatones, aunque el caballo se estaba poniendo nervioso. Le estaba susurrando palabras tranquilizadoras cuando un transeúnte, que caminaba con prisas y la cabeza baja, topó con él. El caballo resopló y estuvo a punto de encabritarse pero Eduardo lo controló y el peatón farfulló unas palabras de disculpa bajo la mirada fugaz del noble.

—¡Roque! —exclamó sorprendido— ¿Eres tú?

—Mi...mi señor.

Roque, el vasallo que su padre Juan de Castro tomó bajo su protección y a quién Eduardo había dado la libertad a la muerte del conde, estaba de nuevo ante él; con el cabello algo más largo que la última vez, pero tan corpulento como siempre. No sin razón había importunado al caballo al chocar contra su lomo. Eduardo desmontó, como gesto de cortesía, aunque su ex-vasallo estaba muy apurado respecto de la actitud que debía adoptar ante su antiguo señor.

—¿Qué hacéis en Burgos? —preguntó Roque, para salir del paso.

—Busco una posada, ¿podrías ayudarme?

Roque titubeó unos instantes pero acabó asintiendo y le dijo al noble que lo siguiera. Ninguno de los dos habló durante el camino, que no fue largo. Desde algún punto cercano se oía una melodía desafinada y muy pegadiza; horas después Eduardo aún se encontraría a sí mismo tarareándola. Llegaron a un edificio de madera de dos plantas. Junto a este había una cuadra y el villano se ofreció para llevar el caballo del conde. Ya era casi de noche y el cielo se había teñido de púrpura y estrellas.

Al entrar en la posada los envolvió la cálida luz de los candelabros y la charla desenfadada de los parroquianos. Eduardo no estaba acostumbrado a ese tipo de ambiente y miró a su espalda instintivamente, hacia la puerta. Después buscó una mesa libre en algún rincón. De repente, una mujer de unos treinta años, que llevaba una bandeja, se abalanzó sobre Roque y lo cubrió de arrumacos, arreglándoselas para no tirar la infeliz bandeja. El conde, tras un primer momento de sobresalto, contempló la escena en silencio.

—¿Pero dónde te habías metido? —quiso saber la mujer, con voz chillona, en cuanto se separó de Roque— ¿Y lo que te había pedido qué?

—Yo, es que...

—Y este guapetón que traes, ¿quién es?

—¡Violeta! ¡Por favor!

—¿Qué? ¡Ay, qué hombre! Bienvenido, caballero.

Eduardo inclinó la cabeza. Seguidamente se vio arrastrado a una de las mesas centrales por la posadera. Roque trató de refrenar su espontaneidad, pero Violeta tenía mucho carácter y apenas le prestó atención mientras entablaba conversación con el noble. Cuando, al cabo de un rato, tuvo que volver a las cocinas, se acercó un hombre bastante parecido a Violeta en cuanto a fisonomía y propinó a Roque una sonora palmada en la espalda antes de sentase.

—¿Qué hay? Has tardado, mi hermana se estaba poniendo nerviosa.

—Violeta es una exagerada.

—Eso es verdad. ¿Y quién es tu amigo? ¡Hola, compadre!

El conde le sonrió. Tanto el recién llegado como su fogosa hermana eran muy diferentes al resto de personas que había conocido, pero le resultaban simpáticos. No obstante, no podía dejar de advertir la incomodidad de Roque mientras el posadero seguía hablando con la misma voz chillona que su hermana.

—¡Los amigos de Roque son mis amigos! —exclamaba— Dentro de nada seremos familia. ¿Ya se lo has contado?

—¿Estás prometido? —dedujo Eduardo— Lo celebro.

Roque asintió a la vez que recibía otra palmada por parte de su futuro cuñado mientras apuraba una jarra de cerveza. En ese momento volvía Violeta con una nueva jarra rebosante, se sentó a la mesa y estampó un ardiente beso en los labios de su prometido.

—Y cuando nos casemos —afirmó la mujer, siguiendo el hilo de su hermano—, nos ocuparemos de la posada juntos.

—Era de nuestro padre, siempre hemos vivido aquí.

—¿Tenéis mucha clientela? —se interesó el conde.

Esta vez fue Roque quien respondió, pero lo hizo como si estuviera avergonzado.

—Bueno...gente nunca falta. Y ahora que, bueno, ahora que viene mucha gente a la ciudad todo está creciendo mucho, señor.

—Así es —intervino su cuñado—. Veo que no eres de la zona.

—Si tardas mucho en venir no la reconocerás —apuntó Violeta.

Eduardo bajó la vista y empezó a trazar círculos con el dedo en la mesa, algo que Roque interpretó como gesto de aburrimiento o, peor, de enfado por el descaro de su prometida y de su futuro cuñado.

—¿Estáis cansado? —preguntó— Si queréis os acompañaré a una buena habitación.

—No, debo seguir mi camino.

—¿Cómo? —se quejó Violeta, compungida— ¿No te quedas a dormir?

—Sois muy amables, pero no es posible.

—Violeta, no insistas.

—Ay, Roque, ¿qué te pasa hoy? Solo digo que es una pena que se marche. Podría quedarse esta noche.

—Os lo agradezco, pero ahora he de marcharme.

—Os acompañaré, señor...a buscar el caballo.

El conde salió de la posada seguido de Roque. Al cabo de unos minutos, cuando este volvió a entrar, Violeta se le acercó rodeándole el torso con los brazos.

—¿Pero qué te pasa con ese hombre? ¿Por qué lo tratas de esa manera?

El villano abrazó a la mujer.

—Ese hombre era el conde de Lemos. Ya sabes, mi...

—Ah. Vaya, sí que parecía muy elegante. ¿Y qué?

—Tú no lo entiendes. Él...yo era su vasallo, de su padre.

Violeta permaneció en silencio unos instantes.

—Bueno, ahora ya no lo eres, ¿no?

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El rey Pedro de Castilla estampó el sello real en un documento y se lo pasó a Alfonso. Los dos llevaban toda la tarde encerrados en el despacho del monarca, ya que el gobierno del reino comportaba una tarea burocrática enorme y Pedro deseaba hacerse cargo personalmente de la mayor parte posible. Desde que murió Gabriel, el joven rey se había dado cuenta del peso que su mentor había soportado durante tantos años y aunque su hijo era un relevo eficiente, el trabajo aún los desbordaba a menudo.

Llamaron a la puerta y el monarca dio el adelante. Enseguida entró Isabel, ataviada en terciopelo negro, con una capa gris perla con capucha. La joven de diecisiete años hacía gala de una figura perfecta y sus ojos color celeste brillaban como zafiros. Su expresión había ganado en determinación y aplomo, aunque no había perdido del todo el aire de inocencia que la caracterizaba. Nada más entrar se retiró la capucha y le dedicó una reverencia al rey, mientras Alfonso se levantaba y se inclinaba. Pedro le sonrió, pero no disimuló un gesto de sorpresa.

—Hola. Creía que no volverías hasta dentro de un par de días. No han anunciado tu llegada.

—Ya no tenía nada que hacer en Fuentes.

Desde hacía tiempo, el almirante Bocanegra había estado evitando a los mensajeros que el rey enviaba para negociar la cesión de unas mil cabezas de ganado. Al final su propia hermana, la infanta real, acudió como embajadora al feudo del almirante. No era la primera vez que acataba una misión de aquellas características: durante los últimos meses la princesa se había convertido en la flamante representante de la autoridad real en gran parte de Castilla y a menudo realizaba viajes diplomáticos en los que se veía obligada a entablar complejas negociaciones.

Isabel se acercó a su hermano y le alargó una carta.

—El almirante te envía sus saludos.

—No quiero sus saludos.

Pedro rompió el sello lacrado con el escudo de armas rojiblanco de los Bocanegra y comenzó a leer la misiva, mientras Isabel curioseaba un mapa que había desplegado sobre la mesa. Hubo un momento en que tuvo la impresión de que Alfonso la miraba, pero cuando levantó la vista el valido estaba enfrascado en su trabajo.

—¿Cómo lo has hecho? —saltó el rey con una carcajada— ¿Qué le dijiste?

La joven insinuó una mueca triunfante para mortificar al monarca, aunque en el fondo se sentía halagada.

—Estuvimos reunidos seis horas —suspiró—. Si no lo hubiera convencido habría acabado con él, ¡te lo aseguro! Ya no sabía qué decirle. Tuve que pactar el desvío de la vereda de Carmona hacia el este, para que pasara por sus tierras y el derecho de paso compensara la pérdida de los rebaños.

—Eso ya estaba previsto, la vereda de Carmona está muy poco transitable.

—Por eso se lo prometí —concluyó, aún frente al mapa.

Pedro estuvo a punto de echarse a reír.

—Ordena a los entregadores que se den prisa con el proyecto de Carmona —le dijo a Alfonso.

—Sí, Majestad.

El valido se marchó con algunos despachos bajo el brazo. Pedro se volvió hacia Isabel y le acarició el hombro.

—Estarás cansada.

—No demasiado.

—Has hecho un gran trabajo, preciosa. No sé qué haría sin ti.

La princesa se rió.

—A veces yo también me lo pregunto, mi señor.