XLIX
AQUELLA misma noche, Pedro dirigió sus ejércitos contra Burgos y dos días después la ciudad capitulaba al huir los aliados de Enrique y dejar la villa a su suerte. Durante las primeras horas la histeria se apoderó de la población que, conquistada por segunda vez en el conflicto, sabía como se gastaban las represalias. Mulhad abrió camino con su eficacia habitual y una vez franqueadas las últimas defensas que habían quedado atrás, Chandos y Men Rodríguez fueron los encargados de mantener el orden en las calles. Una vez asegurada la plaza, el rey Pedro entró como conquistador al alba del día siguiente.
Su ejército acampó en un radio de cinco leguas además de la de Burgos y diversos despachos fueron enviados a los cuatro extremos del reino acompañados de escuadrones de batidores para explorar el terreno hostil. Mientras, los ajusticiamientos de prisioneros se sucedieron uno tras otro, con una meticulosidad fría por parte de Pedro que ni tan siquiera el temperado Eduardo de Gales quiso apelar. En contra de su consejo, Pedro mandó orden de ejecutar también a don Diego de Zúñiga, retenido aún en Medina, y a la dama Antonia de Arévalo. El conde de Lemos en persona partió con esa misión. A cambio, el rey puso en manos del príncipe inglés a los routiers que habían hecho prisioneros, entre ellos el capitán Hugues.
Al caer la tarde, Pedro dio un largo paseo por las calles de la que había sido su floreciente capital. Los talleres que tantos esfuerzos le había costado construir habían ardido hasta los cimientos; de toda la ciudad, los animados barrios comerciales habían sufrido la ira de los soldados rebeldes con especial saña. Se enteró de que con la entrada del ejército de Enrique, las principales familias de mercaderes habían sido encarceladas y, tras tantos meses de guerra, pocos quedaban ya en los calabozos con ánimo para levantar cabeza. Allá dónde miraba, no veía más que ruinas.
—Parece peor de lo que es —dijo alguien a su espalda.
Pedro reconoció la voz de Mulhad, que había aparecido a su lado sobre un imponente corcel castaño, el caballo que utilizaba cuando no estaba en el campo de batalla. El príncipe inclinó la cabeza un instante y el castellano correspondió a su gesto.
—Creedme, si en algo es experto el hombre es en salir adelante, con la ayuda de Alá.
El comentario del infiel arrancó una sonrisa al rey. Horas antes, Fadrique Silva y él habían tenido una fuerte discusión, porque el portugués —emparentado noblemente con su abuelo, el rey Alfonso— se negaba a compartir techo con el príncipe moro. Pedro se había enfadado muchísimo y le había recriminado aquel desprecio a la hora de compartir mesa, cuando no había sido igual de remilgado a la hora de pisar la misma liza. Fadrique Silva había abandonado el castillo para alojarse con sus hombres en el campamento. A Pedro aún no se le habían pasado el malhumor tras aquel desplante y esperaba que al menos los rumores no hubieran llegado hasta Mulhad. Por lo menos, no parecía que el príncipe estuviera ofendido. Decidieron trotar juntos un rato, seguidos de cerca por sus respectivas guardias. Aunque no hacía mucho que se conocían, a Pedro le gustaba la conversación de Mulhad; había comprobado que era un guerrero temible —quizá comparable incluso al Príncipe Negro—, pero fuera del combate era un caballero gentil y refinado, con un refrescante aire de indolencia del que definitivamente carecía el pundonoroso príncipe de Gales.
—¿Y ahora qué? —reflexionó Pedro en voz alta.
Mulhad miró en derredor. Un chaval que observaba su paso desde una esquina se acobardó cuando sus ojos se encontraron y salió huyendo como un conejo. El musulmán soltó una risita.
—Primero, reconciliaos con las gentes de paz. Han visto ya mucha sangre y deben olvidar el hierro y la flecha cuanto antes. Unos meses de paz bastarán para estabilizar la economía y la prudencia cicatrizará las heridas. El vuestro es un reino fuerte, tened fe en que sabrá levantarse otra vez.
Pedro echó la cabeza hacia atrás y tomó una bocanada de aire.
—Después de en lo que han desembocado mis brillantes proyectos, ¿creéis que volveré a ganarme su confianza?
El príncipe enarcó una ceja y observó a Pedro de reojo. Por su expresión supo que el rey no estaba buscando su consuelo sino su opinión.
—Depende de si todavía creéis en ellos.
El rey apretó la mandíbula y los ojos le relampaguearon.
—Más que nunca. Pienso reconstruir esta ciudad —afirmó—, piedra a piedra si es preciso.
Su aliado se quedó mirándolo un instante y sus labios se curvaron en una sonrisa enigmática. Pedro se dio cuenta.
—¿Qué os hace gracia, mi señor? —quiso saber.
El príncipe se encogió de hombros y respondió que se había tomado la libertad de enviar las nuevas a la corte de su padre.
—Seguro que vuestra hermana se alegrará de saber que pronto podrá regresar a casa.
Pedro asintió con expresión ausente, aunque algo indefinido en el modo en que aferró las riendas para volver grupas de regreso al castillo delató que la perspectiva no le era tan indiferente como quería hacer ver. Lo que Mulhad no fue capaz de averiguar era si le alegraba o le atormentaba.
—Mulhad, mi buen amigo, creedme si os digo que nunca podré agradeceros del todo lo que habéis hecho por mí —le dijo Pedro con gravedad.
Mulhad hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—Ha sido un placer.
Pedro suspiró y estiró los brazos, apartando la mirada de las casas calcinadas y volviendo la cara hacia la luz de la ciudadela.
—Volvamos —propuso—. Los demás deben estar hambrientos, pero no empezarán sin nosotros.
—¿Estáis seguro? —preguntó el príncipe— No querría causaros molestias.
El rey frunció el ceño, recordando a Fadrique con renovado enfado.
—Completamente seguro. Sería un honor que accedierais a compartir mi mesa.
Aquella noche —y en adelante en las noches siguientes— Mulhad ocupó el lugar a la izquierda del rey, como Eduardo de Gales se sentó a su derecha y fue una cena tranquila y agradable para todos los que avinieron a quedarse, fuera por voluntad de hacerlo o de no desairar a Pedro. A la mañana siguiente, el monarca juró su compromiso para con el reino en una larga ceremonia en el templo de Santa María, frente a centenares de ciudadanos. Tenía previsto abandonar Burgos aquella misma tarde.
Antes de partir, Eduardo de Gales se reunió con Hugues de Caverley largo rato a solas para hablar de su rescate, pero este le aseguró que no exigiría pago alguno de sus amigos, ni siquiera a cambio de su vida. El Príncipe Negro no pudo menos que asombrarse antes esta afirmación y admiró sinceramente su coraje. Al fin y al cabo, jamás habrían echado al guante al segundo capitán más temido de las Compañías Blancas si este no se hubiera quedado atrás para cubrir la retirada de su señor.
—Desearía dejaros libre —admitió—, pero sois un guerrero demasiado valioso. Me habéis costado muchos buenos hombres, sir Caverley y si lo hiciera me costaríais muchos más.
Hugues carraspeó y aceptó el agua que le tendía Eduardo.
—En cambio —continuó este—, si os unierais a mí os recibiría con los brazos abiertos. Hombres como vos los hay pocos y el ejército de mi padre solo lucha con los mejores.
El señor de Caverley miró a Eduardo con sincera veneración y se puso de rodillas ante él.
—Alteza, Dios sabe que dejaría que me arrancaran las entrañas, antes que volver a alzar la espada contra vos. Tenéis mi lealtad.
Eduardo le puso la mano en el hombro con una sonrisa afable, pero Hugues aún no había aceptado. El routier agachó la cabeza con humildad y manifestó:
—Pero respetuosamente os suplico que me matéis, pues del mismo modo prefiero la muerte y el infierno antes que levantar la espada contra mi señor Bertrand. A él le debo todo lo que soy. Y puesto que no puedo serviros a vos y a él a un tiempo sin poner en peligro al otro, pongo mi vida en vuestras manos.
Su determinación decepcionó a Eduardo, pero solo un instante. Más allá de la desilusión, la nobleza de sus palabras aún lo conmovió más.
—Decidme pues, señor, ¿que queréis hacer? —preguntó el príncipe.
Hugues apretó los puños, sin poder darle una respuesta. Lo que tenía que decir ya lo había dicho y estaba dispuesto a asumir las consecuencias, fueras estas cuales fueran. El Príncipe Negro reflexionó unos segundos con los brazos cruzados y finalmente le pidió que se levantara.
—Sir Hugues, me habéis jurado lealtad y sé que mantendréis vuestra promesa. Pero no os obligaré a combatir a Bertrand, pues ese es mi cometido y no el vuestro.
El aludido guardó un silencio prudente, a la espera de que decretara su muerte. Sin embargo, el príncipe no hizo tal cosa.
—Regresad a Inglaterra —le dijo—. Jurad que no volveréis a poner un pie fuera de sus costas y vivid en paz. Nuestra patria necesita hombres buenos y demasiados de ellos perecen en Francia, en uno u otro bando.
Emocionado, Hugues abrazó a Eduardo. Hacía tantos años que no veía su hogar que dudaba recordar cómo era, a qué olía, qué colores tenía. Ser perdonado por el Príncipe Negro le parecía un sueño, pero poder regresar a casa era más de lo que nunca se había atrevido a soñar. Juró, tantas veces como fue necesario. Sus días de mercenario habían terminado para siempre.
******
María de Padilla corrió a la ventana al oír las trompetas y sacó más de medio cuerpo al asomarse. Se volvió hacia su madre con el cabello alborotado por el viento y esta le hizo un gesto para que se apartara de la ventana y permaneciera sentada. Mientras su hija obedecía, la mujer fue hacia la puerta y salió al corredor.
—Espera aquí —le dijo.
María regresó a la ventana en cuanto se quedó sola y oteó la distancia. Un jinete se acercaba a toda velocidad, junto con un escuadrón de soldados. Indecisa, avanzó hacia la puerta y después de nuevo hacia el centro de la habitación, retorciéndose las manos con nerviosismo. Al final volvió a asomarse, pero los jinetes ya habían desaparecido de su vista por el camino de ronda hacia la entrada. Guardó silencio para oír cuando se diera la orden de levantar el rastrillo y el puente levadizo aterrizara sobre el foso. Un golpe sordo, voces en el patio. Al poco los pasillos también se habían llenado de voces apresuradas. Oyó a su madre llorar y después los gritos de su tío. Antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo García irrumpió en la habitación y ella saltó hacia atrás.
—Mi señor, ¿qué ha ocurrido?
García estaba fuera de sí, se fue directo a la ventana buscando quién sabe qué allá en el norte. María fue junto a su madre, que sorbía las lágrimas junto a la entrada.
—Pedro nos ha vencido en Nájera —informó García con un gruñido—. El ejército de Enrique se ha desmembrado y ahora el de Pedro avanzará hacia el sur.
María contuvo el aliento y después lo exhaló lentamente. Tenía que dominarse: nadie debía ser capaz de saber lo que le pasaba por la cabeza.
—Habrá que preparar las defensas —continuó García, hablando consigo mismo—. No nos queda mucho...
—Mi padre, ¿dónde está?
Pero su madre le tiró del brazo para hacerla callar. Sus lágrimas le pararon el corazón.
—Gonzalo cayó en la batalla —respondió García—. Ahora Montalbán es mío.
María se cubrió la boca con las manos y sacudió la cabeza. Su madre estaba desolada y los hombres de García recorrían el castillo vociferando órdenes para abastecer las reservas tras los muros. En pocos minutos, todo se había acelerado más a allá de su control.
—¿Cómo murió? —se oyó preguntar.
García no le hizo caso y salió al pasillo para dar instrucciones a uno de sus capitanes.
—¿Cómo murió? —repitió.
—María, por favor —suplicó su madre.
Ella agarró las manos de su madre con los ojos empañados.
—Madre, tengo que saberlo. Tengo que saber si padre...
—¿Qué importa ahora? —la interrumpió su madre tirante— Está muerto. Es tu tío el que está aquí. Por amor de Dios, guarda silencio.
García regresó y cogió a María del brazo. Su madre enmudeció.
—Tenemos poco tiempo, prepara tu marcha.
—¿Adónde? —protestó ella.
—Le he concedido tu mano al conde de Adehan. Te asegurará un corredor para cruzar la frontera.
María se soltó de García.
—¡No voy a ninguna parte! —gritó— ¡Vos no sois nadie para obligarme!
García no estaba de humor para pelear con su sobrina. Ahora era el único señor de Padilla. Podía obligarla y lo haría. Es más, ya lo había hecho.
—Deberías estarme agradecida, es un buen matrimonio. Y podrás salir de aquí
—Lo único que queréis es una dote y alejarme de Montalbán, ¡de las tierras de mi padre!
García perdió la paciencia y la empujó contra la pared.
—¡De mis tierras, mocosa ingrata! ¡Y tienes suerte de que no te haya casado con un palafrenero piojoso!
Se volvió hacia su madre.
—Asegúrate de que prepara sus cosas, mujer. Saldrá esta misma noche.
Salió de la estancia y siguió tronando órdenes. La madre acudió junto a María, que temblaba como una hoja.
—Madre...—balbuceó.
—Vamos, María, tienes que irte de aquí.
—Pero no quiero irme. ¡No puedo marcharme ahora!
—Debes hacerlo. Ahora estás casada.
—¿Y vos? —le preguntó—. Venís conmigo, tenéis que venir conmigo, ¿verdad?
La mujer sacudió la cabeza tristemente.
—Ahora soy la esposa de García. Soy suya junto con este castillo.
María sollozó. Aquello no podía estar ocurriendo; de repente todo se había vuelto del revés. Consternada, contempló cómo su madre preparaba sus cosas a toda prisa, asistida por sus damas. Después, la mujer la arrastró al patio, la besó y la metió en un carruaje rodeada de jinetes. El carruaje partió con ella dentro alejándola de su familia, de su tierra y de sus esperanzas. Su padre había muerto.
«Pedro...»
Viajaron hacia el norte como una exhalación, parando apenas unas pocas horas a la caída del sol. Las tierras del oeste, controladas por los aliados de Enrique, hacían acopio de hombres y armas: las fortalezas se ponían a punto y los campos eran arrasados para no dar cuartel a los ejércitos petristas si decidían someterlos a asedio. Por dos ocasiones se desviaron para evitar ser interceptados y entonces oyeron que Pedro había tomado Burgos y había puesto en fuga a los aliados de su enemigo, incluidos dos obispos, y marchaba ahora contra Calahorra con la velocidad del rayo. El camino había dejado de ser seguro para el convoy, pero María ni siquiera pestañeó al ordenar:
—Vamos a Calahorra.
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Pataleó con fuerza para mantenerse a flote, pero las vestimentas pesaban muchísimo y casi no podía sacar la cabeza ni para respirar. Sola, en medio de un océano embravecido, bajo un cielo plomizo surcado por rayos que hendían el aire y llegaban a penetrar en el agua. Isabel notaba que se le escapaban las fuerzas, pero si dejaba de nadar sería engullida por las olas. De repente oyó una voz entre el rugido de los elementos, una voz que pedía auxilio, tan desgarrada que le arrancó un gemido. Era una voz conocida. Buscó a su alrededor de manera frenética para localizar el origen de la llamada y al final logró divisarlo. Enrique Guzmán batallaba contra la tormenta, pero se hundía una y otra vez, porque estaba herido y no podía nadar.
Nadó hacia él como pudo, apremiada por la urgencia del grito de socorro, pero cuando estaba a punto de alcanzarlo, una nueva voz le atravesó la mente y la dejó clavada en el lugar. Se volvió justo antes de que una enorme ola se abatiera sobre ella. La corriente la sacudió y se agitó con todas sus fuerzas para regresar a la superficie, tosiendo y escupiendo agua salada. Entonces lo vio: Pedro estaba en lado opuesto, extendía la mano hacia ella y repetía su nombre angustiado. Isabel supo que estaba a punto de ahogarse y su primer instinto fue abalanzarse en su busca. Ella se hundiría si él se hundía. Pero entonces volvió a oír a Enrique a punto de sucumbir a unas pocas brazadas de allí. Isabel los miró a los dos un momento y después al cielo tormentoso, que se derrumbaba sobre el mundo por momentos. Una ola golpeó a Enrique y lo arrastró a las profundidades. Isabel reaccionó de golpe y trató de alcanzar su mano, pero se le escapó de entre los dedos. A su espalda sonó un quejido. Pedro los observaba pálido como un muerto y se hundía sin hacer nada por evitarlo. El agua a su alrededor se tiñó de rojo, todo el océano se tornó del color de la grana. Isabel sintió el sabor de la sangre, su olor, su tacto. De su propia sangre.
Abrió los ojos de repente, respirando con la boca abierta y con un dolor agudo en el pecho. Estaba en sus aposentos en el palacio de Granada, a salvo bajo la protección de Muhammad. Algo la había despertado, pero aún no sabía bien qué, ya que seguía ofuscada por la pesadilla. Al poco lo oyó: alguien llamaba a la puerta. Dio el adelante y Julia entró loca de contenta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Isabel.
—Señora...Alteza —balbució la doncella—. Se acabó.
Isabel tragó saliva.
—El bastardo ha caído, hemos ganado.
—¿Cómo?
—Vuelven a casa, mi señora.
La princesa arrugó la frente.
—El bastardo...¿ha muerto?
—No lo sé... Estaba malherido cuando lo retiraron del campo de batalla.
Inspiró, temblando como una hoja. Estaba mareada, se diría que seguía zozobrando en medio del océano.
—¿Vuelven a casa?
Julia asintió entusiasmada.
—El rey Muhammad pensó que querríais saberlo cuanto antes. Han llegado emisarios del príncipe Mulhad. Cuando aseguren la frontera navarra se dirigirán a Vizcaya, hemos de reunirnos allí con ellos.
La princesa se incorporó, asimilando todavía las nuevas.
—Volvemos a casa.
Al día siguiente, cuando ya estaba todo listo para partir, Muhammad en persona acudió al patio de armas. Se le veía cansado, de ese tipo de cansancio que difícilmente se desvanece con el sueño y que Isabel conocía bien. Pero también era feliz, porque saber que su hijo estaba vivo barría de un plumazo el resto de preocupaciones. El rey y la infanta se miraron a los ojos. Poco quedaba ya por decirse, al menos poco que no supieran ya los dos. Isabel se inclinó ante él una última vez y este le tendió la espada musulmana, enfundada en una vaina de oro.
—Marchad con mi amistad, princesa de Castilla. Me admira vuestra valentía más que la de ninguna otra persona que haya conocido —murmuró, al devolvérsela.
Se llevó la mano al corazón e inclinó la cabeza un momento. A su lado, José se había acercado a Julia; el Ratón aún llevaba ropas musulmanas y una sonrisa en los labios. Allí, le dijo que había decidido quedarse en Granada. Isabel se entristeció mucho al oírlo, pero en cierto modo entendió sus deseos, pues ya hacía demasiados años que un hombre como él permanecía en el mismo sitio. El antiguo Halcón de plata tomó la mano de la infanta para besarla, pero ella se la apretó con fuerza y no dejó que le mostrara pleitesía.
—Estamos en deuda contigo, José.
Él sacudió la cabeza, azorado y con los ojos brillantes. Era un hombre que odiaba las despedidas. Isabel subió al carruaje que le habían preparado, pero Julia titubeó. José y ella se miraron.
—Lo siento... —balbució él.
Julia se lanzó a sus brazos y los dos se fundieron en un abrazo.
—Princesa, te voy a echar de menos.
—Yo también —gimió ella.
Él le tomó la cara entre las manos y la besó en la frente.
—Eres una mujer preciosa. Serás muy feliz con Alberto. Y ahora deja de llorar, anda. No quiero que nos despidamos así. Muy bien, así me gusta, sonríe.
Julia rió entre las lágrimas y asintió.
—Hazme un favor, cuida de tu señora.
Julia entornó los ojos, mirando fijamente al espía que había conocido desde que era casi una niña. El Ratón de Talavera.
—Lo haré.
—Y cuídate tú, mi princesa. Prométeme que serás feliz.
—Haré lo posible, como tú me has enseñado. Te quiero, Ratón.
—Y yo también.
Se dirigió al carruaje, pero antes de llegar a la portezuela se volvió con el ceño fruncido.
—¿Cuando eras espía de Gabriel, tu misión era informarlo de todo lo que ocurría en el castillo?
—Así es.
Julia miró hacia el carruaje y después a José.
—Entonces...Gabriel supo lo de...Lo de aquella mujer del bosque a la que fue a ver Isabel. ¿Supo lo que le había pasado?
José hizo una mueca de indiferencia.
—Gabriel sabía lo que tenía que saber. Ni más ni menos.
La doncella sonrió.
—Gracias.
José se retiró, para que Julia se decidiera al fin a subir al carruaje, por mucha pena que le diera verla desaparecer. Instantes después, carruaje y cortejo armado se ponía en marcha con un chasquido y atravesaba el arco de entrada de Al-Qala al-Hamra en dirección norte, mientras el rey Muhammad lo veía marchar y José lo despedía con la mano.
******
—Señor, está aquí —informó Men Rodríguez—. ¿La dejo pasar?
Pedro apartó la vista de la plaza que se veía desde la ventana e inspiró lentamente.
—De acuerdo.
El soldado asintió y se marchó. Al rato, Pedro volvió a oír la puerta y se pasó la mano por la frente, encendida como el carbón desde hacía días. Permaneció así, sin volverse, esperando quizá a que se diera por vencida y la oyera salir por donde había venido. Por supuesto no lo hizo —¿cómo iba hacerlo?—, su imperturbable María permaneció en su aposento a escasos metros de él. Llevaba un elegante vestido verde oliva, que realzaba su busto esbelto. El cabello de fuego le caía sobre los hombros en forma de tirabuzones y en su rostro, divino como el de las estatuas de la antigüedad, relucían sus ojos grises. Al principio ninguno de los dos articuló palabra. El aire parecía haberse solidificado y sellado la habitación de silencio.
—He dado orden una y otra vez de que te dejaran marchar. No eres mi prisionera —afirmó él—. ¿Qué más quieres de mí?
Ella pegó los ojos al suelo. Cerró la puerta tras de sí y avanzó, aunque se diría que no se atrevía a acercarse demasiado a Pedro.
—Solo quería verte.
—Pues ya me has visto.
A María le tembló el mentón y bajó la cabeza.
—Pero tú no me has visto a mí.
Pedro entornó los ojos y esbozó una sonrisa indefinida. Se volvió y la contempló. En verdad, también a él le costaba respirar. María alzó la vista desafiante, pero habló con la voz rota.
—Intenté evitar que esto sucediera.
—Ya lo sé.
El rey se le acercó, hasta casi poder tocarla.
—Siento lo de tu padre.
Ella se cubrió el rostro con las manos y sollozó.
—Por favor deja que me quede contigo.
—Tu esposo te espera.
María frunció el ceño y se dio la vuelta con ganas de gritar.
—¡Ni siquiera sé quién es mi esposo! ¡Mi tío me ha enviado a Francia sin más!
Esperó una reacción por su parte, pero esta no llegó. Pedro apretaba los puños y hacía grandes esfuerzos por dominarse.
—Tu tío ha hecho lo mejor para ti.
—Sin embargo —continuó ella, y su voz fue firme e intensa como antaño—, bastaría con una palabra tuya para que lo abandonara. Para que olvidara Francia, a mi tío y a todo lo demás. Si tan solo dejaras que me quedara contigo. Juntos como antes, Pedro, como antes.
El joven tragó saliva y pareció a punto de decir algo, pero después cambió de opinión. Sentía que su cuerpo, largo tiempo dormido, despertaba de nuevo ante la visión de la mujer que había amado. Cogió a María de la mano y apoyó la frente en la suya. Deseaba creerla con todas sus fuerzas, deseaba volver a ser uno con ella. Con un movimiento brusco la atrajo contra sí y se besaron hasta quedarse sin aire.
—Te quiero —gimió la joven.
Pedro emitió un sonido ronco y volvió a besarla, buscando la calidez de su piel y la humedad de sus labios. La noble respondió con idéntica pasión y lo arrastró al lecho, en donde se dejó caer de espaldas con él encima. Sus cuerpos se acoplaron de inmediato y las ansiadas caricias los hizo perder el mundo de vista hasta mucho después de que hubieran llegado al clímax. Con la respiración entrecortada y todavía temblando, María se aferró a Pedro con fuerza sin darse cuenta de que en algún momento había empezado a llorar. Él la rodeó con el brazo y la estrechó contra él hasta que se relajó y se quedó dormida.
Despertó al cabo de un rato, envuelta sola en las sábanas. El fuego de la habitación estaba encendido, fuera lucían las estrellas. Pedro estaba acodado en la ventana y solo le veía la cara al través. Su lado en la cama aún estaba tibio; María rodó sobre sí misma y aspiró el familiar aroma de las sábanas. Las imaginó convertidas en hierba; imaginó el sol sobre sus cabezas y el arrullo del río. Al oírla moverse, Pedro se volvió un instante —sus ojos vacíos como el cuarzo— y le sonrió con cierta amargura.
—¿No puedes dormir? —preguntó ella con voz soñolienta.
El joven se encogió ligeramente de hombros y apoyó la cabeza en el marco de la ventana. María se incorporó y fue a su lado, envuelta con la sábana sobre los hombros. Apoyó los labios en la espalda desnuda de Pedro y después la mejilla en su cuello. Abrazada a su torso, miró por la ventana por encima de su hombro. En la plaza, varias estacas encendidas iluminaban el cadalso donde aún colgaban los cuerpos de los rebeldes tras la toma de la ciudad.
—Creo...creo que ya no volveré a encontrar paz de espíritu —musitó Pedro, ladeando la cabeza para besar los cabellos de María—. Vete a Francia.
La muchacha notó una sacudida que la recorrió de la cabeza a los pies.
—¿Qué?
Pedro se volvió y acarició el rostro de la joven sin palabras. Con la yema del dedo, le enjugó una lágrima que a punto estaba de rodarle mejilla abajo.
—Pero tú y yo...hace un rato...
—Las cosas ya no son como antes.
María se separó de él bruscamente y no dejó que la tocara, aunque Pedro trató de cogerla del brazo. Después deambuló por los aposentos del rey, notando que toda su entereza pendía de un hilo tan fino que podía romperse de un solo suspiro. Pedro la dejo hacer, la siguió con la mirada mientras iba hacia la puerta y volvía; mientras se sentaba en la cama y apretaba las mantas con los dedos.
—Lo siento —le aseguró.
Fue con ella y se arrodilló delante de la cama, tomando las manos de la joven. María tomó aire, con el rostro inexpresivo de antaño, en aquella época perdida en que todo lo que Pedro había querido era hacerla sonreír.
—Lo siento —repitió.
María dejó que guiara su palma hasta su pecho. Una vez más, sintió el latido de su corazón y le sonrió con un atisbo de esperanza. Pedro la miró con tristeza: su corazón seguía latiendo pausado y hueco, como el de un mecanismo inanimado.
—Ya no soy como antes —lamentó.
La noble tomó el rostro del rey entre las manos y acarició sus facciones con suavidad.
—¿Y quién de nosotros lo es? —lamentó.
Lo besó y rozó la nariz con la suya.
—Habría sido hermoso.
Él sonrió.
—Sí lo fue.