XXV
LA reunión en Cortes estaba prevista para el medio día, aunque los grandes señores empezaron a llegar al palacio real de Valladolid desde el alba. No solo se habían congregado los representantes de la Mesta y de la nobleza agricultora, sino también hasta veinticuatro obispos, los representantes de las principales órdenes de caballería y un grupo de notables burgueses. El rey y su consejo se presentaron a media mañana, rodeados de un batallón de la guardia real. Pedro cabalgaba erguido sobre su caballo bayo, con Gabriel a su lado. Antes incluso que los heraldos anunciaran la llegada del cortejo real, el palacio entero ya se había enterado y espiaba el semblante del joven monarca por encima del hombro. Este soportó el examen con bastante calma, aunque a veces le era imposible no escuchar los susurros. También sus consejeros debían de oírlos, a juzgar por sus caras. Al desmontar, la guardia real se apostó de inmediato entre él y la colorida multitud que se afanaba a dejar sus caballos y carros al cuidado de los mozos y entrar en el palacio. Pedro llamó al capitán, Men Rodríguez, —uno de los pocos supervivientes en activo que había tomado parte en la campaña de Gibraltar— y le ordenó que descansaran. No quería dar la sensación de que temía un ataque entre sus súbditos. Men tuvo que obedecer, aunque siguió caminando cerca de Pedro mientras este penetraba en el edificio.
Sentado en una pequeña antesala junto a la sala de reuniones, el rey se ocupó de presentar y recibir los saludos de los señores que iban llegando. De nuevo, Gabriel lo observó con amargo orgullo desde la puerta abierta del salón principal. Comparadas con él, todas aquellas personas con las que había compartido decenas de bailes y años de forcejeos le parecían mezquinas e insignificantes. No, ni esforzándose podrían comprender lo que intentaba hacer. Pero por la misma razón, él era incapaz de entenderlos a ellos y al mundo en el que vivían.
Rodrigo de Mendoza fue de los últimos en llegar, acompañado de Eduardo. El rey se alzó para recibirlos. El barón se inclinó servil.
—Majestad, celebro ver que gozáis de buena salud.
—Lo mismo digo, mi señor.
—Espero que vuestra hermana también se encuentre bien. Tenía la vana esperanza de que nos honrara hoy con su belleza.
Pedro no perdió ni un ápice de naturalidad.
—Sois muy amable, le transmitiré vuestras afectuosas palabras.
Eduardo avanzó hacia Pedro e inclinó la cabeza, saludándolo a su vez.
—Siento profundamente la muerte de vuestro padre, conde.
Eduardo asintió, estudiando el rostro de su interlocutor con misma precisión con la que apuntaba con el arco. Tras intercambiar los saludos de rigor los dos nobles se dirigieron hacia la puerta del salón. Una figura quebradiza les salió al paso y Rodrigo ahogó un respingo antes de sonreír al reconocer a Gabriel.
—Vaya, Gabriel —exclamó afable—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
—Barón.
—Creo que no conocéis personalmente a mi buen amigo Gabriel, Eduardo. Gabriel, os presento al conde de Lemos.
El conde lo saludó con una inclinación de cabeza, que el valido correspondió y luego se estudiaron mutuamente unos instantes, hasta que Eduardo apartó la vista. Rodrigo volvió a dirigirse al anciano, en un tono algo más seco.
—Espero que hayáis tomado cartas en este desafortunado asunto, Gabriel. Es decir, tengo vuestra inteligencia en muy alta estima.
—Mis señores, el rey no tardará en abrir las Cortes. Será mejor que ocupemos nuestros asientos.
El gesto de barón se endureció, pero no perdió la sonrisa. La relación de odio y respeto entre aquellos dos hombres, pensó Eduardo, se haría legendaria con el paso de los años.
Un rato antes de la hora fijada, todos los miembros del consejo estaban en la gran estancia rectangular que acogería la reunión. El ambiente era tenso, pero la mayoría se guardaban bien de hacer comentarios, al menos hasta que finalizara el concilio. Fuera de la sala, tras la puerta cerrada, Pedro paseaba de un lado a otro de la antesala más intranquilo de lo que quería confesarse. El capitán Men Rodríguez debió de notar su inquietud, ya que se adelantó.
—Majestad, debemos entrar ya.
Él asintió vagamente. Se puso frente a la puerta y agarró el pomo, pero en lugar de abrir la puerta se quedó quieto. Men frunció el ceño, sus soldados y él se miraron: Pedro dudaba, pero no se atrevieron a decirle nada. Se hizo un silencio extraño. Después el rey abrió la puerta.
—Adelante.
Men asintió y a un gesto suyo, la guardia real formó dos filas y entró en la sala con porte enhiesto, por delante del rey. En el interior, los presentes se habían puesto en pie. El último de los soldados entró; Pedro cerró los ojos.
Los abrió de golpe al oír que alguien se acercaba por el pasillo y se volvió con el corazón en vilo. Respingó. De entre la penumbra surgió la silueta de Isabel, con un soldado a cada lado. Estaba despeinada y con las mejillas encendidas, el vestido polvoriento por el viaje, la respiración agitada. Confuso, dio un paso hacia ella.
—Isa...
—Gracias a Dios... Creía que no llegaría a tiempo —repuso la joven sin apenas resuello.
—¿Qué haces aquí?
—Tenía que venir.
Pedro tragó saliva y avanzó hacia Isabel conteniendo la respiración. Ella extendió las manos de inmediato y dejó que él se las cogiera.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro, estrechándoselas.
Ella asintió.
—¿Y tú?
Pedro soltó el aire despacio.
—¿Crees que esto es una locura?
—Eres el rey, lo que yo crea no importa.
—Me importa a mí.
Isabel miró al suelo, con el miedo aún metido en el cuerpo y las imágenes de la flecha clavada en el pecho de la campesina y del cuchillo apuntándola grabadas en la retina, sin que hubiera habido tiempo de que el sueño mediara entre ella y el recuerdo. Negó con la cabeza.
Pedro la abrazó sin pronunciar palabra. Isabel suspiró, mirando a la puerta entreabierta de la sala de reuniones por encima del hombro del rey.
—Es la hora.
Él se volvió también hacia la puerta. Dentro empezaban a oírse murmullos de expectación.
—Me alegro de que estés aquí —musitó—. Me has dado un susto de muerte.
Isabel sonrió apesadumbrada.
—Perdóname. Me retrasé.
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Al entrar el rey y la infanta se hizo el silencio y todos, incluidos los que impacientes habían cometido la descortesía de volver a sentarse, esperaron en pie hasta que la pareja tomó asiento. Gabriel notó que todo su cuerpo se tensaba como una cuerda al ver a Isabel y por un instante los cansados ojos se le llenaron de lágrimas. Con los dientes apretados, desvió su atención hacia los reunidos, buscando secretamente descubrir cuál de entre todos aquellos rostros vueltos hacia Pedro revelaba más decepción que sorpresa. A la derecha de la sala había sentados setenta y cuatro nobles, a la izquierda había veinticuatro obispos, diecisiete abades terratenientes y veinticinco caballeros eclesiásticos de alto rango. Al fondo, frente al estrado, había cuarenta y dos potentados burgueses, entre mercaderes y artesanos, elegidos en los concejos. Tanto la pareja real como sus validos ocupaban el estrado central, al frente de la sala.
Pedro tomó la palabra:
—Vuestras mercedes sean bienvenidas. Os he convocado para informaros de una serie de medidas que voy a llevar a cabo en Castilla, para sacar a flote la Hacienda.
Se levantó un murmullo generalizado, pero Pedro no se arredró.
—Para ponerla en marcha, será precisa una reforma progresiva del sistema ganadero de Castilla y también de los ordenamientos de menestrales, salarios y leyes fiscales.
El valido Lucas de Béjar le pasó un pergamino enrollado. Pedro lo abrió y recorrió uno a uno los puntos. El murmullo de los asistentes fue subiendo a medida que estos los implicaban hasta que algunos nobles pidieron la palabra. Pedro se volvió hacia López, el conductor de la reunión, que permanecía en pie a su derecha, unos pasos más atrás. Este concedió el turno a Rodrigo, que se levantó con toda pomposidad y alzó su voz cultivada entre las demás.
—Majestad, me siento orgulloso de decir que durante generaciones mi casa ha permanecido fiel al rey. Luché con vuestro padre durante años, mi padre luchó con el suyo antes, y yo os he jurado fidelidad y repito ahora ese juramento aquí ante todos los reunidos.
Pedro inspiró.
—Y yo, como mi padre, agradezco esa fidelidad —repuso.
—¿Así la agradecéis? Mirad a vuestro alrededor, Majestad. Nos llamáis y acudimos, a un gesto vuestro os seguimos. Nuestra sangre es tan antigua como la vuestra. Y vos...—señaló la tribuna del fondo sin disimular el desprecio—. ¿Nos igualáis a ellos? ¿A esa turba sin nombre, sin señor y, a fe mía, sin Dios? ¿Nos arrebatáis lo que nos pertenece para dárselo a ellos?
Los burgueses del fondo lo miraron con animosidad. Yom Eber Atias, entre ellos, susurró algo al oído del joven delgado y cetrino que se sentaba a su lado. Este acarició la empuñadura de la daga que ocultaba bajo la capa mientras Atias se alzaba apoyado en su hombro.
—El barón Rodrigo —empezó— insiste en insultar el buen nombre de los ciudadanos libres que nada le deben a él ni a su “antigua” sangre. Sin embargo solo pedimos lo que nos corresponde.
Manuel de Tovar se levantó de golpe.
—Habla el mayor ladrón infiel que ha osado pisar esta buena tierra. Tenéis suerte, perro, de hallaros entre caballeros, porque si no haría justicia con vos ahora mismo.
El joven cetrino maldijo en hebreo e hizo ademán de lanzarse contra el corpulento noble. Atias lo retuvo, pero no a tiempo de evitar que la tribuna de Rodrigo se alzara a una. Los más cercanos de entre las dos facciones estuvieron a punto de enzarzarse en una riña, pero Pedro se levantó y golpeó la mesa.
—¡Basta! —ordenó.
Isabel tragó saliva, con los puños apretados y miró a Pedro de reojo. Durante todo aquel tiempo se había mantenido más o menos tranquilo, incluso prudente. En la medida de lo posible, había intentado hacer aquello por las buenas. Pero no permitiría que se insultara a nadie en su presencia. Ni tampoco que se produjera el menor desmán. Habló con voz firme y expresión de piedra. Su hermana notó un escalofrío: en momentos como ese le recordaba mucho a su madre.
—Nadie va a robarle nada a nadie —zanjó—. Pero si mis señores no guardan la calma seré yo quién imparta justicia.
Rodrigo tomó asiento y con él los nobles que se habían alzados en la exaltación. Atias había obligado a sentarse a su joven acompañante y lo reprendía en voz baja. Pedro permaneció en pie, hasta asegurarse de que todos le prestaban atención. Después inspiró profundamente y dio permiso a Lucas para que leyera el programa de medidas que había diseñado, mientras él se sentaba de nuevo en la butaca y observaba a todos y cada uno de los presentes con la cabeza ligeramente ladeada y los ojos dorados refulgiendo como lenguas de fuego. La palabra centralización volvió a disparar los ánimos y algunos señores se levantaron y declamaron apasionadas defensas al espíritu del reino, que el rey pretendía destruir.
—Como representante del Honrado Concejo de la Mesta, debo oponerme —empezaban—. Desde tiempos inmemoriales hemos sido independientes y nuestros rebaños...
—La Mesta es una asamblea y como tal no tiene rebaños propios —apuntó Pedro.
—¡Una asamblea de propietarios que sí los tienen y cuya voz ha de ser escuchada!
—Su voz está siendo escuchada, mi señor.
—Perdonad, Majestad —intervino el obispo Gregorio—. Pero me da la impresión de que no entendéis la gravedad de este asunto. Vuestro padre...
—Sé que soy joven —lo interrumpió Pedro con voz ronca—. Pero no creáis que eso me hace menos capaz.
Isabel apretó los puños y agarró las faldas del vestido, esforzándose por permanecer impasible junto a su hermano. Gabriel, por su parte, no apartó la vista del suelo, invadido por una palidez mortal.
—Las reses de Castilla pertenecen a Castilla —continuó Pedro.
—¡Un vínculo de vasallaje no da derecho a la expropiación!
—Si se colabora con la Corona, la Corona no dejará a nadie con las manos vacías.
Objeciones, respuestas, ataques y razonamientos se sucedieron uno tras otro durante horas. La Iglesia increpaba a los burgueses y se cerraba en banda a que Pedro confiara en tesoreros judíos. Los ciudadanos se revolvían contra la nobleza, porque no hacían más que ponerles palos en las ruedas. La nobleza alzaba sus quejas ante el rey y aborrecían el trato que se les dispensaba tras haber sangrado por la reconquista de la península desde hacía décadas. Pedro callaba. Al caer la noche, el barón Rodrigo carraspeó para llamar la atención del rey y se levantó.
—Su Majestad ha presentado su proyecto, ha escuchado nuestra voz y nosotros la suya. Propongo que sometamos el asunto a votación.
Pedro dio su consentimiento y buscó en Gabriel algo de apoyo para afrontar la prueba definitiva, pero el valido parecía perdido en sus propios pensamientos. Fue López de Ayala quien condujo la votación, enunciando cada uno de los puntos para que los presentes se pronunciaran. Los integrantes de la Mesta se pronunciaron como uno solo y también el clero. Entre la pequeña nobleza de intereses agrícolas existía cierta disensión, ya que algunos estaban muy vinculados a las ciudades o dependían de su dinero, así que muchos se unieron a la respuesta de la burguesía, prácticamente unánime. Al final, la reforma fue vetada por ciento veinticinco votos contra cincuenta y siete.
El rey atendió a los resultados con los labios apretados y cerró los ojos mientras el obispo Gregorio, erigido portavoz del ala izquierda de la sala, extraía la conclusión que tan bien sabía.
—Majestad, las Cortes se han pronunciado. La reforma queda desestimada —anunció, con una mueca de triunfo en su cara de perro.
El consejero López de Ayala consideró la palabra del prelado suficiente para dar por concluida la sesión y se aclaró la voz.
—Así pues, queda finalizada la sesión extraordinaria de Cortes en la ciudad de Valladolid a día...
—Esperad, consejero —lo interrumpió Pedro—. Yo no he dicho que hubiera finalizado.
López de Ayala se quedó con la boca abierta y farfulló algo ininteligible. Gregorio, que estaba deseando marcharse lo antes posible para llegar a su palacio antes de que fuera noche cerrada, se tomó aquellas palabras como una afrenta personal y permaneció en pie, con cara de pocos amigos. Entre los demás hubo algunos cuchicheos más o menos velados. Rodrigo frunció el ceño y compartió una mirada con Eduardo, que estaba muy atento al rey. Este se levantó y habló en voz alta y clara:
—Según nuestras leyes, el rey tiene la facultad de convocar a Cortes como organismo consultivo. Sin embargo, no está vinculado a sus decisiones.
El señor García de Padilla soltó un gruñido de indignación que pronto fue secundado por una barahúnda informe de exclamaciones airadas.
—Eso no es cierto —rebatió Gregorio—. El rey solo puede hacer valer su voluntad sobre la del pleno de la cámara en puntos que haya pactado con anterioridad con un quórum suficiente.
Pedro sacó un rollo de pergamino atado con un cordel rojo y lo desplegó delante de todos. Gabriel contuvo la respiración. Isabel no despegó los ojos del regazo.
—Este es un Ordenamiento pactado hace meses con representantes de dieciséis villas con Fuero y derecho a voto en el que se contemplan esbozos de las medidas que acabamos de exponer...
—¡Ese documento es falso! —gritó García.
—..., Sobre ellas, por lo tanto, las Cortes tienen un valor consultivo. Firmado a día 8 de marzo de 1348, por la Corona, subscrito por Guillén Alvarado en nombre del Fuero de Palencia, por...
—¡Guillén Alvarado está muerto!
Pedro se interrumpió y fulminó a García con ojos de acero.
—Sí, lo está. Por fortuna se conserva al menos una copia de lo que firmó antes de fallecer.
Los consejeros del rey se miraron entre ellos y sobre todo a Gabriel, como si esperaran que el primer valido interviniera o al menos les aclarara lo que estaba ocurriendo. Isabel resopló muy lentamente, asustada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, y comprobó que los soldados de la guardia real aprestaban discretamente las armas, preparados para cualquier eventualidad. Su hermano, en cambio, continuó hablando sin hacerse eco de la agitación que había creado.
—Así pues, y dicho esto, agradezco a todos su presencia y en virtud de los poderes que me han sido otorgados declaro finalizada la sesión de Cortes —el griterío era ya difícil de ningunear—. Y anuncio que, hasta nueva orden, no serán convocadas más sesiones. El consejo queda disuelto.
Más de cien almas se levantaron de sus asientos entre gritos, como impulsados por un resorte e incluso parecieron a punto de abalanzarse contra el estrado. Enseguida, la guardia real rodeó a su señor y esperaron órdenes. Isabel tragó saliva y se colocó en pie junto a su hermano, en ademán desafiante, mientras los consejeros de Pedro se levantaban y se apiñaban en una esquina. Todos excepto Gabriel, que quedó en pie al lado del rey rígido como una piedra. Cuando Pedro notó que el valido estaba junto a él se volvió y los dos se miraron de una manera que Isabel no había visto jamás. Entonces, Gabriel dio media vuelta y abandonó la sala.
—Sal de aquí —le recomendó Pedro a Isabel en voz queda.
—No.
Pedro frunció los labios, muy serio. Algunos nobles se habían acercado peligrosamente al estrado, pero Men Rodríguez interpuso a sus hombres. Durante largos segundos, la situación osciló entre la catástrofe y la tragedia.
—Quieto —murmuró Rodrigo, reteniendo por el brazo a Manuel de Tovar, que parecía muy dispuesto a saltar sobre el monarca—. Vayámonos.
En el lado opuesto, el obispo de Burgos había logrado aplacar los ánimos de sus hermanos y también se las arreglaba para que accedieran a abandonar la sala. Los señores burgueses, la mayoría armados nada más que con alguna daga, se apresuraron a marcharse también y reunirse con sus guardaespaldas, por si los ánimos se caldeaban más.
Gabriel llegó al pasillo principal y se alejó unos pasos, tambaleándose. Los convocados iban saliendo poco a poco, sin que la sangre hubiera llegado al río, pero el anciano empezó a verlos borrosos. Apoyado contra una pared, notó que le faltaba el aire y lo agarrotó un intenso dolor en el brazo; se llevó las manos al pecho y se desplomó sobre el empedrado.
Isabel sostuvo la mano del anciano entre las suyas durante horas, sin poder contener las lágrimas. El rey había hecho venir a todos los médicos que encontró, pero todos habían llegado a la misma conclusión: el corazón de Gabriel había cedido bajo el peso de la edad. El valido respiraba con dificultad, tendido sobre el gran lecho de plumas. Sus cabellos blancos parecían más finos que nunca y era como si su rostro se hubiera consumido en el transcurso de una noche. Estaba frío, pero la frente le ardía. Abrió los ojos pesadamente y la princesa se esforzó por sonreírle cuando él logró vislumbrarla.
—Mi...mi princesa.
—No habléis. Vuestro hijo está al llegar, han ido a avisarlo.
—Vos...
—Os lo ruego, no habléis —suplicó ella con voz temblorosa—. Tenéis que descansar.
—Descansar ya no servirá de nada, mi señora.
Isabel no pudo resistirlo más y rompió en sollozos junto a la cama.
—No lloréis.
Con gran esfuerzo, levantó la mano y enjugó las lágrimas del rostro de la joven.
—Mi querida niña...qué hermosa sois —jadeó.
—¡Perdonadme, Gabriel!
—No...perdonadme vos a mí. No he podido protegeros.
Pareció que las fuerzas le abandonaban, ya que las últimas palabras apenas eran un susurró. De repente su gesto se crispó y agarró las manos de la princesa, mientras le dirigía una mirada increíblemente intensa.
—¡Se acercan momentos difíciles! Y yo ya no puedo ayudaros.
—No...
—El rey os necesita. Debéis manteneros a su lado. Prometédmelo.
—No digáis esas cosas, por favor. No habléis como si...
—¡Prometédmelo!
Ella sorbió las lágrimas y asintió lentamente. Solo entonces Gabriel la soltó y volvió a quedarse relajado sobre la almohada.
—Los dos juntos...siempre lo he sabido.
La voz se le apagaba por momentos, ante la desesperación de Isabel por retener el sonido y la vida consigo. Al cabo de unos minutos sin decir nada, el valido cerró los ojos y se agitó entre estertores. Después expiró. De nada sirvió que su princesa lo llamara una y otra vez: ya no volvería a abrir los ojos.
Cuando Isabel salió de la habitación se encontró de frente con Alfonso y Pedro, que corrían hacia allí, pero fue incapaz de decirles nada. Alfonso entró en la habitación sin mirar a la infanta, pero el rey había comprendido la expresión de su hermana y bajó la cabeza, abatido.