XXXIX
AL amanecer, cuando Julia e Isabel despertaron, José no estaba en la habitación y las dos decidieron quedarse donde estaban, sin saber muy bien qué otra cosa hacer. La doncella se encontraba mejor, pero seguía bastante débil, así que Isabel no se apartó de su lado. En la planta baja se oía el murmullo del trajín de la cocina y las voces de la familia. Tanto la mujer como el anciano hablaban en voz queda y casi no se apreciaba, pero de vez en cuando alguno de los niños hacía ruido o gritaba algo y entonces era perfectamente audible.
Al cabo de un rato, la mujer judía subió por las escaleras y entró en la habitación donde estaban las muchachas. Les subía unas hogazas de pan y un poco de leche en una bandeja y la dejó en el suelo cerca de la cama. Esbozó una sonrisa y las invitó a comer con un gesto de la mano.
—Gracias —le dijo Isabel.
Mientras la princesa se acercaba para coger la bandeja, la mujer se aproximó a Julia y la observó atentamente. Después le tomó el pulso y le puso la mano en la frente.
—No tiene fiebre —manifestó, con un fuerte acento.
Isabel no se esperaba que la mujer le hablara en su idioma y no acertó a reaccionar. En cualquier caso aquellas serían las únicas palabras que le oyeron pronunciar en castellano, antes de que volviera a escabullirse escaleras abajo. Las dos jóvenes se tomaron la leche y el pan que les había ofrecido para desayunar y después Julia volvió a dormirse, mientras Isabel miraba por la ventana, con cuidado de no ser vista. Había muy poca gente por las calles, todavía menos que el día anterior, pero no dejaban de pasar patrullas de caballeros eclesiásticos de un lado para otro y en cuanto los escasos transeúntes los veían venir corrían a esconderse. Pasaba algo raro y, atenta como estaba a cualquier ruido que significara que José había regresado, se percató de que aquella mañana no oía el sonido de las fraguas. Aquello la inquietó y deseó poder bajar al piso de abajo para preguntar a sus anfitriones lo que ocurría. Entonces se dio cuenta de que nadie le había dicho que no pudiera hacerlo, así que con cuidado para no despertar a su amiga, se deslizó por la puerta y empezó a bajar los escalones uno a uno, sin poder evitar la impresión de que iban a ceder bajo su peso en cualquier momento.
Abajo había cinco personas: la mujer, que molía cereales en un cuenco; el anciano, espiando la calle por el ventanuco de la derecha; los dos niños, sentados a la mesa con un libro cubierto de símbolos incomprensibles para la princesa; y un segundo hombre junto a los pequeños, guiándolos en la lectura. Tenía una barba blanca corta y unas pequeñas lentes redondas sobre la nariz ganchuda. La primera en ver a Isabel fue la niña y la saludó con la mano, de manera que el resto se dio cuenta de su presencia. Isabel habría preferido que no lo hiciera, ya que al ver al desconocido había empezado a volver arriba con la máxima cautela. La mujer se puso nerviosa al verla y se colocó entre ella y los niños, o más bien entre ella y el libro que sus hijos estaban leyendo. El anciano hizo que los niños salieran de la habitación y el otro hombre se recostó sobre la silla y se quitó las lentes para mirar a la recién llegada.
—Vaya, vaya —dijo el hombre—. Así que esta es.
El anciano asintió y le habló en hebreo, a lo que él contestó en la misma lengua. Mientras, la mujer había cerrado el libro y había vuelto a su cuenco de cereales, manejando el mortero con movimientos rítmicos. Isabel lamentaba haberla disgustado y pensó en ofrecerse a ayudarla para compensarla, aunque viéndola moler, supo que más que ayudarla la entorpecería con su inexperiencia. Entonces pensó en volverse arriba, pero oía a los niños cuchichear en la habitación de al lado de la suya, y por alguna razón supuso que su madre prefería que estuvieran lejos de ella, así que acabó tomando asiento en la mesa, con las manos en el regazo y la mirada baja.
José volvió al cabo de algunas horas, llamó a la puerta de la casa y el anciano se aseguró de que iba solo antes de abrirle. Cuando entró, el Ratón estaba de mal humor y tenía aspecto de haber corrido. Se sorprendió de ver a Isabel allí, pero no dijo nada. También pareció reconocer al hombre de la nariz ganchuda, ya que enarcó las cejas y lo saludó a él antes que a nadie. El anciano le preguntaba algo insistentemente y la mujer había dejado su tarea a un lado. José les respondió con pocas palabras y se acercó a Isabel.
—¿Cómo está Julia?
—Está mejor, ¿dónde estabas?
—Fui a recuperar el caballo.
—¿Ocurre algo?
—Hay jaleo. Los caballeros de Alcántara han arrestado a varias personas y va a haber ejecuciones.
—¿Ejecuciones? —exclamó Isabel.
—Será mejor que subáis arriba, Alteza.
La princesa estaba muy impresionada y lo último que quería era subir arriba, pero el tono de José la convenció de que era mejor no insistir. En ese momento volvieron a llamar a la puerta y todos dieron un salto. El anciano preguntó quién era y desde fuera le respondió una voz atropellada y urgente. José torció el gesto.
—Llamad a Julia —le dijo a Isabel.
—¿Qué sucede? —preguntó Isabel.
—Haced lo que os digo, mi señora.
La mujer judía estaba consternada y se había puesto en pie para abrazar al hombre de las lentes. Este le dio unas palmaditas en la espalda para tranquilizarla, cogió el libro de la mesa y se lo puso bajo el brazo. El anciano y él también se abrazaron un momento y después el último salió a toda prisa de la casa. José cogió del brazo a Isabel y subió las escaleras con ella. Julia se había despertado y en cuanto vio la cara de José se levantó rápidamente, ayudada por Isabel. En las calles de la judería empezaron a oírse golpes y exclamaciones.
—Escuchadme bien —les dijo—. Tenemos que escondernos. Los caballeros van a hacer una batida por las casas, van a registrarlas una a una.
Una chica gritó desde el exterior y se oyó otro golpe y más exclamaciones. En la casa de al lado, los soldados habían derribado la puerta de un puntapié al no haberles sido franqueada la entrada y habían apartado bruscamente a la joven que había salido a impedírselo.
—¿Nos han descubierto? —preguntó Julia.
—No, todavía no.
La mujer subió al piso de arriba y llamó a los niños, que corrieron hacia ella y se abrazaron a sus faldas. El anciano entró en la habitación donde estaban Isabel y sus compañeros. Llevaba un taburete alto, que puso en el centro de la habitación, y le dijo algo a José, el cual asintió y se subió de un salto. Entonces el anciano le pasó un bastón y José golpeó con él en el techo de madera. De repente se abrió una trampilla, perfectamente oculta por la disposición de las tablas.
—Os ayudaré a subir —les dijo a Julia y a Isabel.
Ellas se miraron confusas y alarmadas, pero dejaron que, primero el anciano y después José las ayudaran a acceder a la trampilla. La doncella fue en primer lugar y su señora la siguió. Entre el falso techo de la casa y el techo de verdad había una entreplanta de unos cuarenta o cincuenta centímetros de alto, en la que tenían que permanecer echados para caber. A través de las rendijas, podían espiar el piso inferior y cuando vieron que José iba a saltar, se arrastraron bocabajo para dejarle sitio. José subió de un salto extraordinariamente ágil y cuando estuvo dentro cerró la trampilla. El anciano retiró el taburete y habló con la mujer rápidamente. Alguien estaba aporreando la puerta. La mujer ordenó a los niños que se quedaran quietos y callados en su habitación y bajó las escaleras, mientras el anciano la seguía tras lanzar una última mirada a la trampilla oculta.
—¿Es que no van a subir ellos? —preguntó Julia.
José negó con la cabeza.
—Pero los niños, al menos...
—Los niños están censados, como el resto. Si no los vieran los buscarían.
—No permitiré que les hagan daño, por mi culpa —musitó Isabel—. Si es necesario me entregaré.
—No os buscan a vos —atajó José—. Guardad silencio.
En el piso de abajo habían abierto la puerta y se oía el inconfundible rechinar del paso de hombres con armadura.
—¡Apartad, en nombre de Dios y del rey! —los amenazó una voz airada.
Los caballeros eclesiásticos tomaron posesión de la planta baja y empezaron a revolverlo todo.
—¡Yerahmiel Rivka! —gritó la misma voz— Por orden del maestre Vidal Patronio tenemos derecho a registrar las moradas judías, para velar que no exista material sacrílego que vaya en contra de la Santa Madre Iglesia.
—No tenemos nada —protestó la voz del anciano—. Somos buenos cristianos, somos servidores de Dios.
Se oyó que lo golpeaban y la mujer soltó un grito. Cuatro soldados subieron las escaleras de tres en tres e irrumpieron en las habitaciones superiores. Isabel ahogó un respingo al verlos por primera vez, adustos y enfervorizados bajo sus armaduras y los escudos de la Orden de Alcántara. Empezaron a destrozar los muebles y a registrar cada rincón de la habitación. En la habitación de al lado se oyeron gritos y sollozos.
—¡Aquí hay dos niños, señor! —informó otro caballero.
Isabel se puso en tensión y abrió la boca, pero Julia la pellizcó para que guardara silencio. Aún había un caballero armado justo debajo de donde ellos estaban. Los soldados restantes habían agarrado a los niños y los hacían bajar a la planta baja sin miramientos. Los pequeños estaban muy asustados, pero no se resistieron. En cambio, la mujer les gritaba a los soldados, hasta que la amenazaron con la espada y la hicieron callar.
—¿Tú eres Esther Rivka? ¿Estos son tus hijos, Abir y Navit Rivka?
Abajo, Esther asintió y atrajo a los niños hacia ella.
—¿No hay nadie más en la casa?
—No, mi señor —balbuceó el anciano.
—¿No hay nadie más en la casa? —repitió el soldado.
—No, no...ya lo estáis comprobando vos mismo...
La insolencia fue premiada por un nuevo y brutal ataque, que dejó a Yerahmiel sin conocimiento.
—Aquí no hay nada, capitán —se oyó de la habitación de al lado.
—Aquí tampoco —dijo el soldado que permanecía bajo el altillo oculto.
—Muy bien, nos vamos.
Tres de los soldados que habían subido bajaron por las escaleras. El cuarto siguió paseando por la habitación con suspicacia, incluso se agachó para tocar el jergón, que aún debía de estar caliente. Echó un vistazo circular y entonces miró al techo; frunció el ceño, con la vista fija en donde estaba disimulada la trampilla y alzó la espada para palpar las rendijas. Isabel, Julia y José contuvieron la respiración.
—¡Bajad todos! —bramó el capitán— ¡Tenemos trabajo que hacer!
El soldado gruñó al oír la orden de su capitán y bajó la espada. Le dio una patada al jergón y bajó las escaleras en pos de sus compañeros. Al poco, oyeron que la puerta de la calle se cerraba de un bandazo y los soldados se alejaban por el callejón y aporreaban la puerta siguiente. Aún así, permanecieron inmóviles, sin atreverse a hablar durante más de media hora, hasta que vieron cómo Yerahmiel subía cojeando por las escaleras, y colocaba de nuevo el taburete.
—Podéis salir —les dijo.
José accionó el mecanismo y la trampilla se abrió hacia abajo. Cuando descendieron, Isabel seguía temblando.
—Tenéis que iros, este lugar ya no es seguro —recomendó el anciano a José—. ¿Dónde dejaste los caballos?
—En las caballerizas del mercado. Los recuperaré —respondió el Ratón.
Bajaron apresuradamente las escaleras. La planta baja estaba destrozada, los pocos muebles que había estaban volcados y varias sillas tenían las patas rotas. Los recipientes de las estanterías rodaban por el suelo y habían dejado su contenido esparcido por doquier. Las alacenas, los baúles, todo estaba patas arriba. Junto al fogón, Esther estaba sentada en el suelo, llorando en silencio, con Abir y Navit aferrados a su regazo. Isabel quiso ir hacia ellos pero José la retuvo.
—Nos vamos.
Las hizo salir por la puerta y las guió corriendo por las callejuelas, esquivando todo alma viviente con el que pudieran cruzarse.
—José, por favor —rogó Isabel, que llevaba a Julia de la mano—. Dinos qué está pasando. Dijiste que iban a haber ejecuciones...¿de quién?
El aludido respondió sin detenerse.
—Ayer, en el altercado de la posada, murió un caballero eclesiástico. El maestre de la orden ha exigido que rueden cabezas. Lograron detener a cinco personas, entre ellos el que inició la pelea, aunque estaba ya muy malherido. Los colgarán este mediodía en la plaza.
—Dios mío —exclamó Julia.
—¿Y por qué están registrando la judería? ¿Qué es lo que buscan en realidad?
—Creen que un judío, Isaac Hasarfaty, instigó la pelea. La comunidad dice que hace meses que huyó de Ciudad Real, antes de que la tomaran. Pero el maestre de Alcántara cree que los suyos lo ocultan en la judería y lleva tiempo tratando de atraparlo.
José las llevó hacia la plaza que había frente al alcázar de la ciudad, donde se había congregado una gran multitud. En el centro se había levantado una tarima de madera, fuertemente custodiada por caballeros con la cruz de sinople, y sobre ella había una tribuna y un largo travesaño sostenido en dos maderos verticales, del cual pendían cinco sogas. Justo en ese momento, las puertas del edificio se abrieron y aparecieron los prisioneros, cuatro hombres y una mujer, andrajosos y maltrechos. Los conducían a empellones otros tantos soldados, no precisamente con cara de buenos amigos, y los obligaron a subir a la tarima. La multitud los abucheó, pero los caballeros tenían las espadas desenvainadas y nadie se les acercó.
—José, tenemos que hacer algo —dijo Isabel, con un nudo en la garganta.
—No, mi señora. No podemos hacer absolutamente nada.
La princesa apretó los labios ante las caras de los condenados. La mujer era la posadera que la había servido el día anterior.
—Quiero que me esperéis aquí y que no os mováis —dijo José—. Hay muchos soldados, pero también hay mucha gente y nadie reparará en vosotras. Yo voy a por los caballos.
Se mezcló con la gente que había acudido a ver la ejecución y desapareció en un santiamén, dejando a las jóvenes en un extremo de la plaza, arropadas por la multitud. En la tarima, el verdugo estaba colocándoles las sogas alrededor del cuello a los desventurados prisioneros. La princesa también reconoció al hombre que había iniciado todo al tirarle la copa de vino a un caballero. El condenado apenas se tenía en pie.
—No puedo...no puede ser que me quede viendo esto sin hacer nada —masculló entre dientes.
Julia la cogió del brazo y apretó con fuerza.
—Ya habéis oído a José. ¿Qué es lo que queréis hacer?
—Lo que sea...
—¡Pero es que no hay nada que hacer! Si os atrapan, se acabó. Para todos nosotros y para toda esta gente también.
El maestre de la orden, Vidal Patronio fue el último en salir del alcázar. A diferencia de sus hombres, no vestía los colores de Alcántara, sino una rica túnica de notable. A su lado caminaba un obispo que Isabel no conocía. Los dos salieron de la fortificación como si la ciudad les perteneciera y se pavonearon desde la tribuna que había frente a la horca. La princesa notó la rabia de la gente, pero también su miedo. Los caballeros ordenaron silencio, Vidal se aclaró la garganta y habló con voz estentórea.
—Yo, Vidal Patronio, maestre de la sagrada orden de Alcántara, declaro a estos hombres y mujeres culpables del asesinato de un siervo de Dios y por ello, como gobernador de la ciudad, por el poder que me otorga la Santa Madre Iglesia y en nombre de Enrique de Trastámara, legitimo rey de Castilla, los condeno a muerte.
Isabel sintió una sacudida de indignación.
—Enrique no ha ordenado esto —murmuró.
Julia no oyó lo que decía, pero se arrimó más a ella, aunque solo fuera para evitar que tratara de hacer alguna locura. El resto de ciudadanos empezó a gritar y a abuchear al maestre Patronio.
—Esta es la ley —continuaba este—. Y como tal ha de verse cumplida. Los prisioneros, Pérez Hortelano, Jerónimo Moros, Beatriz Manzanares, Federico Osorio y Ángel Osorio colgarán del cuello hasta morir. Pero un crimen tan abominable como este no merece una suerte tan benévola. Al atacar a los soldados de Dios, han atacado a Dios. Y Dios no perdona a los traidores. Por eso decreto que antes de morir, sean excomulgados.
La plaza se llenó de estupor y algunas personas, seguramente los familiares de los condenados, lanzaron gritos desgarradores y se echaron a llorar. Isabel no daba crédito a sus oídos y Julia se había tapado la boca con las manos. Excomulgados antes de la muerte, no había castigo más terrible para aquellas gentes. Arder en el infierno por toda la eternidad, esa era la pena por desafiar el poder de Vidal. El obispo se levantó y se puso frente a los prisioneros, que estaban aterrorizados. Uno a uno fue recitando ante ellos el ritual que los apartaba de la Iglesia, y uno a uno se iban quedando como muertos por la impresión cada vez que lo hacía. El público había enmudecido y escuchaba las palabras mágicas del obispo con aprensión supersticiosa. Cuando el obispo se puso frente al tal Federico Osorio, este se revolvió y gritó como si le estuvieran prendiendo fuego. A su lado, su primo Ángel lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.
—Todo aquel que se oponga a los caballeros de la Iglesia correrá la misma suerte —anunció Vidal al finalizar el ritual.
Las protestas fueron pocas, la gente estaba demasiado acongojada por lo que acababa de ocurrir y por lo que estaba a punto de pasar. A un gesto del maestre, sonó un redoble de tambores y el verdugo se acercó al primero de los condenados. Isabel apretó los puños y tragó saliva. La incredulidad se tornó en angustia y la plaza entera dio un salto cuando el suelo bajo el prisionero se abrió y quedó colgado por el cuello. Los soldados se aprestaron a bloquear cualquier intento de intervenir, pero no fueron necesarios: la gente estaba demasiado impresionada por la visión del hombre luchando por su vida, mientras su rostro se amorataba por la falta de aire. Tras menos de un minuto de estertores, se quedó quieto definitivamente.
Isabel apartó la vista cuando el verdugo se acercó al segundo, al tiempo que la plaza empezaba a clamar por su vida, y se estremeció con el sonido de su cuerpo al caer al vacío y quedar colgado de la soga. Lo imaginó balanceándose con el cuello roto y no pudo soportarlo, así que echó a correr para alejarse de la plaza. Julia fue tras ella.
—¡Mi señora! —la llamó, abriéndose paso entre la gente— ¡Esperad! ¡Isabel, por favor! Tenemos que quedarnos aquí.
Isabel no le hizo caso. Julia logró alcanzarla, pero no pudo retenerla, así que tuvo que conformarse con seguir a su lado. Se habían apartado del grueso más compacto de espectadores de la plaza y se alejaban por una calle al azar, en sentido contrario al de la gente que se aproximaba al lugar de la ejecución.
—Isabel, esperad —repetía Julia—. Tenemos que ser prudentes...
—¡No puedo!
—¡Parad!
La infanta se volvió hacia su amiga como si fuera a gritarle, pero en ese momento notó que la cogían por el hombro.
—¿Se puede saber qué sucede? —inquirió una voz masculina.
Al volverse de nuevo se encontró de cara con un caballero de Alcántara, armado y dispuesto a mantener el orden en su ciudad. Por un instante se quedó muda, pero aún así su cerebro trabajó afanosamente en busca de una salida. Seguro que podía inventarse cualquier cosa, era buena haciéndolo. Entonces lo miró a la cara y se dio cuenta de que el caballero la miraba casi tan helado como ella a él. Era Iñigo Alonso, el paladín que había combatido en el torneo de Pedro en Sevilla. Y la había reconocido.
—Por el amor de Dios. Pero qué... —musitó Iñigo, soltándola.
Isabel retrocedió, pálida como la cera. No había salida, nada que interponer entre el acero y ella. Se había acabado. Salvo que Iñigo titubeaba, tan desconcertado como ella.
—Alteza, ¿qué...?
Su cuerpo se movió casi con voluntad propia y en cierto modo, Isabel no fue consciente de lo que estaba haciendo hasta que se encontró con la cimitarra mora en las manos. Iñigo dio un paso atrás y fue a desenvainar.
—¡A mí la guard...!
Se dobló hacia delante sin acabar la frase. Isabel le había clavado el acero sin titubear y solo ahora retrocedía al notar que la sangre caliente y espesa que resbalaba por la hoja le empapaba las manos. Descompuesta, soltó la empuñadura y cayó en brazos de Julia, al tiempo que Iñigo se desplomaba de espaldas con un golpe sordo. Se miró las manos, que temblaban violentamente y un gemido lastimero brotó de su garganta. Oía la voz de Julia junto al oído, aunque sus sentidos estaban embotados y no acababa de comprender lo que le decía. Fue la doncella quien sacó la espada del cuerpo exánime y se la guardó. Después, ni corta ni perezosa, obligó a Isabel a ponerse en pie.
—Mi señora, hay que ocultarlo. Ayudadme.
Entre las dos, arrastraron el cadáver a un callejón y lo dejaron tendido tras unas cajas. Justo en ese instante, un escuadrón de caballeros pasó por la calle de la que venían, ante la boca del callejón, y las jóvenes se acurrucaron junto al cuerpo, para no ser vistas. El corazón les latía tan fuerte que podría haber devuelto a la vida al hombre muerto. Isabel se estremeció cuando el extraño pensamiento le pasó por la mente. Julia frunció ligeramente el ceño, preocupada por la expresión de la princesa. Levantó la cabeza para comprobar que el peligro inmediato había pasado y después asió a Isabel del hombro y la hizo mirarla a la cara.
—Tenemos que irnos.
Se incorporaron cogidas de la mano y se dispusieron a volver a la calle principal, pero un ruido a su espalda las alertó. Al volverse, se encontraron de frente con una anciana de fino cabello blanquinoso y arrugada tez rosada que las miraba fijamente, a ellas y a Iñigo, con los ojos convertidos en meras ranuras. Isabel y Julia se quedaron heladas, casi más acobardadas por aquel examen silencioso que por la espada del caballero que las había amenazado minutos antes. La anciana abrió la boca, una boca sin dientes, oscura como un pozo negro y su pecho se movió al tomar aire. Las jóvenes se miraron entre ellas y la mano de Isabel se cerró sobre la empuñadura de la espada con poca seguridad, pues cada fibra de su ser sabía que no podría blandirla ante la vieja desarmada. Retrocedieron instintivamente cuando la anciana alzó un brazo huesudo y las señaló con el dedo. Después, inesperadamente soltó una carcajada cavernosa y ellas dieron un salto.
—¿Qué hacéis aquí? —dijo alguien tras ellas.
En un acto reflejo, Isabel se volvió con la espada en la mano y la dirigió contra lo que quiera que hubiera detrás. José la esquivó por los pelos e inmovilizó la muñeca de Isabel.
—José...—exclamó Julia.
Enseguida, Isabel depuso el arma, mirando a su compañero con ojos desencajados.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él, atónito al ver a Iñigo en el suelo.
Ellas no contestaron, aunque la expresión que se les había quedado bastó para que se hiciera cargo de la situación.
—Debisteis quedaros en la plaza —gruñó—. Deprisa, las ejecuciones deben de haber acabado: no tardarán en venir más.
—Pero...—interpuso la infanta.
Isabel y Julia se dieron la vuelta y después volvieron a mirarse entre ellas. De la anciana, ya no había ni rastro.
—Saldremos de la ciudad por la puerta sur —continuó José, sin hacer caso de las objeciones—, solo hay un vigía ahora que todos los caballeros están en el centro. Y está borracho.
Ellas lo siguieron dócilmente, sin ser del todo capaces de asimilar lo que acababa de sucederles. Los caballos estaban al volver la esquina.
—¿Puedes cabalgar? —le preguntó José a Julia.
La doncella asintió y él la ayudó a montar. Entonces se volvió hacia Isabel y esta supo que estaba a punto de preguntarle lo mismo. Estaba tan trastornada que debía de parecer incapaz de dar un solo paso. Sin embargo no le dio tiempo a preguntárselo, reaccionó y montó sobre Janto sin ayuda. Los tres echaron a cabalgar hacia el sur de la ciudad. Efectivamente había poca gente por aquella zona y ningún caballero. Las puertas de la muralla estaban abiertas y pasaron entre ellas como una exhalación, sin darle tiempo al vigía beodo a decir ni media palabra antes de ser una mota en el horizonte.
Isabel cabalgó silenciosa un buen rato. No podría olvidar la expresión de Iñigo al clavarle la espada y los brazos le cosquilleaban como si todavía la sostuviera.
—Todo el mundo es capaz de matar... —murmuró para sí.
José, que montaba junto a ella, repuso con voz calma.
—Cuando hay una razón poderosa, ah, sí. Y Castilla lo es.
La princesa apretó las riendas con pesar, incapaz de olvidar las caras de los condenados, aquel último estertor que le había quedado grabado en los oídos. Miró atrás, pero Ciudad Real ya había desaparecido en la lejanía. Allí, la guerra no era solo cosa de soldados, alcanzaba a todos, hombres, mujeres y niños por igual.
—José —preguntó Isabel—, ¿quién es Isaac Hasarfaty?
—Un rabino.
—¿Y sigue en la ciudad?
—Vos lo conocéis, es el hombre que estaba en casa de Yerahmiel por la mañana.
La princesa arrugó la frente.
—¿Y fue él quién instigó realmente la reyerta?
José soltó una especie de carcajada, como un resoplido, y miró a Isabel, pero no le contestó.