XXXVIII
DE vez en cuando algún suspiro de sol iluminaba el camino, pero la mayor parte del tiempo estaba completamente nublado. Eso sí, por fin había dejado de llover y el aire fresco era vivificante. Isabel llevaba las riendas de Janto con suavidad, tratando de no apresurarlo más de lo necesario, ya que el camino que llevaba a la entrada de la ciudad estaba embarrado y los cascos del animal se hundían a cada paso. Ella iba embozada en una capa marrón, casi sin mostrar la cara. Tras ella, más o menos a medio kilómetro, debían de estar Julia y José, en camino como ella. La última vez que los vio, José montaba con su amiga en brazos; Julia estaba consciente, pero caía en un sopor febril de manera intermitente.
A su alrededor, delante y detrás, empezaron a agruparse otros viajeros que también se dirigían a la Puerta de Toledo, la entrada septentrional de la muralla. Al principio, se puso en guardia, pero luego pensó que eso la ayudaría a pasar más desapercibida. No estaba nerviosa, pero mantuvo la cabeza baja y evitó las miradas. La Puerta de Toledo, flanqueada por dos enormes torreones albarranos, estaba abierta pero la controlaban caballeros eclesiásticos con la cruz de sinople de la Orden de Alcántara. Su visión le encendió la sangre en las venas y apretó las riendas. Los escasos metros que la separaban del primer arco del portalón se le hicieron eternos, pero finalmente lo alcanzó y cuando fue detenida se sintió observada por decenas de ojos invisibles. Un par de ellos pertenecían al caballero moreno, grueso y cejijunto que la interceptó.
—¿Quién sois y qué venís a hacer a Ciudad Real? —interrogó en tono monótono.
Isabel dudó entre mirarlo o no y optó por no hacerlo, porque desconfiaba de su propia capacidad para disimular el desprecio que le tenía.
—Me llamo Ana, vengo a trabajar.
—¿Una chica joven y sola? Estas tierras son peligrosas, cariño.
—Un pariente me espera, me alojará y me buscará ocupación.
—La ciudad está bajo control de rey Enrique. Todos los talleres y cultivos están destinados a proveer al ejército de su Majestad. ¿Qué trabajo vienes a hacer?
Ella levantó la vista casi involuntariamente y la dirigió al soldado en un gesto que podría resultar desafiante. En cambio, el tono de su voz solo denotaba humildad.
—Aún no lo sé, pero cualquier cosa estará bien, por la gloria de su Majestad.
El soldado pareció complacido por la respuesta y, como quiera que detrás de la joven la cola empezaba a acumularse, la dejó pasar.
Ciudad Real tenía un aspecto gris, pero no sabría precisar la razón. No es que no hubiera gente por las calles —la había, y también muchos caballeros—, pero las casas y los edificios presentaban varios destrozos y el recuerdo del ataque y el saqueo aún se reflejaba en los rostros de sus moradores cuando se cruzaban con alguno de los soldados con la cruz de sinople. La calle que partía de la Puerta de Toledo daba a parar a la plaza principal, junto a la iglesia. Allí, el ambiente no difería mucho del de las zonas más cercanas a la muralla. Isabel desmontó y se sentó junto a una fuente para esperar a José. Aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. Pasaron dos hombres en trajes de faena, al parecer con bastante prisa; también pasaron mujeres con cestas y varios soldados, pero no vio a ningún niño. Tampoco había ancianos en las entradas de las casas. Y estaba aquel ruido, un repiqueteo metálico constante, cuya procedencia no lograba determinar, pero que se oía desde todas partes.
—¿Qué estás haciendo?
Isabel se levantó de un salto ante la presencia de un guardia.
—Espero a alguien.
—No puedes estar aquí. Si quieres esperar a alguien hazlo en la posada.
—Sí, mi señor.
Con el corazón a punto de estallar, cogió a Janto de las riendas y siguió con la mirada la dirección que el soldado había esbozado vagamente con el brazo. Había un callejón y se dirigió hacia él aparentando seguridad, ya que no quería dar muestras de ser una forastera. Además, su caballo blanco llamaba demasiado la atención paseando por las calles.
La posada era pequeña y había poca luz. Nunca había entrado sola en un sitio así y le daba la impresión de que todos los presentes lo sabían con solo mirarla. De todas maneras, de todas las cosas que podían ir mal, que alguien la reconociera era una de las menos probables, así que se obligó a tranquilizarse y se sentó en un rincón. Al poco se acercó una mujer con expresión aburrida.
—¿Qué quieres?
—Cerveza, por favor.
Se volvió a la barra sin añadir más y volvió al cabo de unos minutos con un vaso.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —le preguntó Isabel, como quien no quiere la cosa.
La posadera la observó extrañada y miró a derecha e izquierda como si se sintiera vigilada. Ante esa reacción, la princesa repuso:
—Vengo del norte y me preguntaba si aquí la situación está mejor.
Esa explicación no pareció aliviar a la buena mujer, que arrugó el ceño con desconfianza.
—Van —contestó, encogiéndose de hombros.
En ese momento se abrió la puerta y el rostro de la mesonera se ensombreció. En la posada se levantó un murmullo generalizado y después se hizo el silencio con la entrada de tres caballeros de Alcántara. Las miradas de la concurrencia se habían llenado de odio y rencor y la tensión se hizo palpable. Antes de darle ninguna respuesta más, la posadera se escabulló y dejó a Isabel sola en la mesa.
Los caballeros se sentaron a un par de metros de la infanta y pidieron bebida a voces. Algunos de los parroquianos se marcharon, pero Isabel permaneció clavada en su asiento. Entonces la misma posadera acudió y sirvió a los recién llegados sin mirarlos a la cara. Poco a poco se fueron retomando las conversaciones, pero aún así el ambiente se había enrarecido y no había nadie que no echara un vistazo furtivo a los hombres uniformados cada dos o tres frases. De pronto, uno de los hombres que estaba sentado cerca de los soldados se levantó y pasó por su lado con rudeza, propinando un empujón intencionado al que estaba en la punta. La copa de vino que sostenía el caballero se derramó, pero antes incluso de que la última gota llegara a la mesa, los tres soldados se habían levantado y se encaraban con el provocador.
—¿Algún problema, gusano? —preguntó uno.
—¿Problema? Ninguno, señor. ¿Problema? —contestó el hombre, escupiendo las palabras— Dios me libre de tener algún problema con asesinos como vos.
El caballero al que le había tirado la copa se llevó la mano a la espada y avanzó encolerizado, pero el otro compañero lo detuvo, mientras el primer soldado continuaba.
—Cuidado, campesino. Estás hablando con caballeros de Dios. Yo que tú no jugaría con fuego.
—¿Porque me voy a quemar? ¿Más de lo que me abraso en vuestra maldita forja? ¡Al diablo con vosotros! —gritó.
Trató de asestarle un puñetazo, pero el soldado lo esquivó, sacó la espada y lo empujó contra una mesa, la de Isabel. La princesa retrocedió hasta el rincón, con los ojos desorbitados, pero sin poder apartar la vista del jaleo. Varios hombres y mujeres salieron de la posada para huir del altercado, pero muchos otros se habían puesto en pie envalentonados por su conciudadano y rodeaban a los otros caballeros, que habían desenvainado sus aceros. Los villanos eran muy superiores en número, y si no los atacaban no era porque los temieran, sino porque eran conscientes que en cualquier momento aparecerían decenas de caballeros más en auxilio de sus compañeros. Estos también lo sabían y vestían su expresión con una sonrisa burlona. El primer soldado habló en voz alta para que todos lo oyeran.
—¡Estamos en guerra! Y cuando se está en guerra se necesitan armas.
—¿Y también se necesita arrasar ciudades? ¿Violar a mujeres y secuestrar a niños? ¿Esclavizarnos y matarnos de hambre? —se alzaron varias voces.
Todos empezaron a gritar y se levantó un clamor de aprobación mientras avanzaban dispuestos a llevar a cabo un linchamiento.
—¿Y creéis que las ciudades que controla Pedro de Borgoña están mejor? —interpuso el soldado, también en voz de grito— ¿Creéis que él no necesita armas y que no las está consiguiendo a cualquier precio?
Pero ya no lo escuchaban. El hombre que había empezado la reyerta se lanzó contra él y lo tiró al suelo. Los demás aprovecharon el momento y se abalanzaron sobre los otros dos, que blandían la espada a diestro y siniestro para mantener a raya a los insurrectos. Varios de ellos cayeron al suelo entre aullidos de dolor, con miembros amputados y profundos cortes. El primer soldado logró quitarse a su atacante de encima y lo golpeó con la empuñadura de la espada, de manera que cayó inerte a pocos centímetros de una paralizada Isabel. Seguidamente lo agarró del cuello y le clavó la espada en el corazón.
—¡Estúpido! —le espetó.
Al levantarse se encontró frente a frente con Isabel, que contemplaba el cadáver del campesino sin respiración. El soldado no le prestó demasiada atención y volvió a enzarzarse en la pelea. Uno de sus compañeros había caído al suelo y estaba siendo apaleado, pero en ese momento entraron cinco caballeros eclesiásticos más. Se hizo el caos, no se oía más que gritos, maldiciones, golpes y blandir de espadas Un robusto campesino salió despedido contra Isabel y los dos cayeron juntos al suelo. El hombre se retorcía de dolor y la joven constató que llevaba un tajo de lado a lado del cuello. Salió de debajo de él como pudo y trató de arrastrarse hacia cualquier parte. Entonces notó que la agarraban del brazo y la estiraban. Era José, que sin atender a la confusión reinante, la sacó de la posada tan rápido como le fue posible.
Una vez en el exterior seguía conmocionada. Tropezó más de una vez y estuvo a punto de caer, pero la mano firme de José la sostenía con fuerza y era la que la alejaba del lugar a marchas forzadas. El Ratón no intentó hablarle, sino que tras echarle un vistazo preliminar por su cuenta, para asegurarse de que no estaba herida, esperó a que se calmara. Solo al cabo de un rato, le preguntó:
—¿Estáis bien?
Lo repitió dos veces, hasta que Isabel lo oyó. Ella asintió débilmente, aunque cuando se miró y se vio llena de sangre, su expresión se descompuso.
—La sangre no es vuestra, Alteza —aclaró su guía rápidamente.
Isabel asintió de nuevo y guardó silencio. José seguía sin soltarla.
—Janto...Mi caballo se quedó en la posada —dijo la infanta de repente—. No puedo dejarlo allí, lo encontrarán.
—Me encargaré de eso luego. A estas alturas estará plagada de soldados, será mejor que no nos acerquemos.
—¿Dónde está Julia?
—A salvo. He encontrado un sitio seguro donde podremos descansar. Os llevaré allí.
José vaciló unos instantes, pero finalmente decidió soltar el brazo de la princesa y esta le siguió el ritmo sin problemas. Empezaba a anochecer y pronto caminarían en la penumbra. Con gran cautela, evitando a las patrullas de guardias, se internaron en un entramado de callejuelas tortuosas.
—¿Dónde estamos? —susurró Isabel.
—En la judería.
Tras lo que pareció una eternidad, José se detuvo ante una portezuela y llamó con los nudillos. Un anciano se asomó solo lo imprescindible para intercambiar unas palabras con él e instantes después eran introducidos en la casa. Era un edificio sencillo, de dos plantas. Las llamas crepitaban en el hogar, prendiendo la leña hábilmente dispuesta. También había lámparas de aceite en las esquinas. En la pared de la derecha había un ventanuco, y en la de la izquierda una palangana de barro. El suelo era de tierra y había una escala de madera que comunicaba con la planta superior. En el rincón del fondo había un fogón negruzco y justo encima una salida para el humo. También había varios estantes.
En el centro había una mesa de madera y algunas sillas. Una mujer, de alrededor de treinta o treinta y cinco años, le hizo tomar asiento y le tendió una taza de algo humeante. No estaba malo, aunque no reconocía el sabor. El anciano que les había abierto se había colocado en una esquina y conferenciaba con José en hebreo. También había un niño y una niña que se parecían como dos gotas de agua, y jugaban en el suelo con muñecos de madera. Incapaz de entender las palabras de José y dado que su anfitriona se mantenía a cierta distancia, la princesa se quedó mirando a los pequeños, que parloteaban en su salmodiosa lengua. Hubo un momento en que cierto desacuerdo surgió entre ellos y la niña puso un mohín ofendido, mientras el niño la hacía rabiar. Isabel sonrió y la niña se percató de que la estaba observando y le devolvió la sonrisa tímidamente. El niño se volvió hacia la infanta, también con expresión amistosa, aunque más reservada, y cogió a la pequeña de la mano. Esta recordó su enfado de repente, se soltó y continuó la discusión, pero él estaba más entretenido en intentar hacerle cosquillas que en escucharla. Ambos acabaron riendo, una risa alegre que llenó de vida la habitación. Su madre no debió de opinar lo mismo, los riñó y los envió arriba. Ellos obedecieron y desaparecieron dando saltitos, dejando un gran vacío tras de sí, al parecer de Isabel, que aún sonrió con melancolía durante un rato después de que se marcharan. José la sacó de sus cavilaciones tocándola en el hombro.
—¿Queréis ir a ver a Julia?
—Claro.
Lo siguió al piso de arriba, que estaba dividido en dos habitaciones, y entraron en la más pequeña. Julia yacía en un jergón y dormía tan plácidamente que Isabel dejó de pensar en los últimos acontecimientos como por arte de magia. Se sentó en el suelo junto al cabezal de la cama y le acarició la mejilla a su doncella.
—Lo siento —le susurró—. No tendría que haberte traído.
José sonrió y se apoyó en la repisa de una ventana, mirando afuera. Al volverse, vio que Isabel lo observaba.
—En la posada hablaron de secuestrar niños. ¿Dónde están?
El Ratón se puso serio.
—La Orden se los llevó y los retiene en la fortaleza. Así se asegura de que los adultos trabajen en la forja sin rechistar.
Isabel miró al suelo conmovida.
—¿Y estos dos? —preguntó, refiriéndose a los niños de la casa.
—Son judíos, Alteza. Bastante suerte tienen de seguir con vida.
—¿Por qué nos ayudan?
—Son amigos.
—¿Son conversos?
—Mi señora, la gente es lo que tenga que ser para vivir en paz.
Isabel comprendió lo que quería decir y asintió.
—Me has salvado la vida, José. Gracias.
—No se merecen, Alteza, estoy aquí para serviros.
La princesa guardó silencio unos instantes, con la barbilla apoyada en las rodillas y los ojos de agua entrecerrados.
—¿De dónde has salido, José? —preguntó al fin.
—¿A qué os referís?
—Conoces los caminos, las gentes, las lenguas. Y parece que también el corazón de las personas. ¿Quién eres?
El Ratón soltó una carcajada suave.
—Solo alguien que sabe observar —aseguró, sin darle importancia—. Igual que vos.
—No lo creo —negó Isabel, pero no quiso tirar de ese hilo—. ¿De dónde eres?
—Un poco de todas partes. Un culo de mal asiento, me permito decir.
—¿Y tu familia?
—A decir verdad, Alteza, no puedo decir que tenga familia. Nací en León, si es lo que preguntáis, pero me marché a los doce años y desde entonces voy de un lado a otro.
Isabel lo escuchó con interés. Nunca había sido capaz de comprender la vida errante, aunque admiraba a aquellos que eran capaces de llevar una existencia libre como el viento.
—¿Y nunca te has sentido...solo? —quiso saber.
José se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared y las rodillas flexionadas.
—No más solo que el resto de la gente, supongo. Tengo muchos y buenos amigos y me doy la oportunidad de conocer los lugares más maravillosos de esta tierra. Alteza, algunos paisajes son capaces de hacerte olvidar el cansancio, el frío o el calor, la tristeza o el abatimiento. Es como una llamada, no puedo evitarlo.
—Lo entiendo —aseguró ella—. A veces he sentido algo parecido. Pero no creo que pudiera vivir sabiendo que no hay ningún sitio a dónde pueda volver.
Él se encogió de hombros.
—La soledad no es tan terrible como el miedo que se tiene de ella. La soledad no existe, salvo en nosotros mismos. Igual que el hogar. Siempre hay algo a lo que volver, aunque no sea un lugar. Aunque no sean más que formas en las nubes o historias en las estrellas.
Isabel notó que la emoción se le agolpaba en la garganta, pero le hizo frente. Consciente de que la había alterado más de lo que quería evidenciar, José cambió de tema.
—Una vez —empezó a explicar el Ratón—, cuando iba de camino a Mérida, me encontré con...
—No...no esas historias otra vez.
Isabel miró a Julia y vio que estaba despierta.
—No le escuchéis, mi señora —continuó con voz débil—. Se pasa el día contando historias. Seguro que ni la mitad son ciertas.
—¿Eso es lo que piensas, princesa? —rió él— Podría sentirme ofendido.
Isabel cogió las manos de su amiga y las apretó entre las suyas. La alegría de verla despierta fue liberadora: por fin, las emociones acumuladas durante días hallaban vía libre.
—Me has asustado —sollozó Isabel—. Me has asustado...me has asustado.
La doncella dejó que la abrazara, sorprendida por la efusividad. José las observó risueño, sin necesidad de añadir nada más.