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LOS pendones de los jinetes despuntaron en el horizonte ondeando al viento al salir del bosque y emprender la subida al castillo vizcaíno de Butrón. Detrás de los portaestandartes cabalgaba un pequeño grupo: los señores y algunos miembros de sus guardias personales. A continuación venían los generales y capitanes de los ejércitos, cada uno bajo sus propios colores. El grueso del ejército acampaba a las afueras del feudo, donde recuperarían fuerzas y curarían sus heridas.

En el momento que el primer grupo de jinetes traspasó las puertas exteriores de Butrón, se oyeron trompetas desde el castillo que tocaban una melodía alegre y triunfal. Pronto se vio secundada por los vítores de los curiosos que se habían congregado en gran número a lo largo del camino para ver pasar al rey, a los príncipes, a los nobles y a los guerreros. Al acercarse a las murallas de la fortaleza, desde los adarves y almenaras llovieron centenares de pétalos de flores como recibimiento. En el patio del castillo, una veintena de estandartes reales formaban un pasillo y, a los lados, el personal del castillo aguardaba expectante. Al final del corredor estaba la infanta de Castilla, cuya sola visión al fondo del camino dejaba en nada el sonido de las trompetas y el colorido de las flores. Si toda aquella gente hubiera sabido lo nerviosa que estaba, quizá la habría mirado de otra manera. Pero no podían saberlo, la procesión iba por dentro y, por fuera, su rostro no trasmitía más que la nobleza hipnótica de las figuras esculpidas. Llegaron los portaestandartes más avanzados y las trompetas emitieron una última fanfarria antes de enmudecer. Cuando los soldados llegaron al pasillo con los pendones en alto, se abrieron hacia los flancos, para dejar paso al grupo que venía detrás.

El príncipe Eduardo de Gales y el rey Pedro entraron juntos entre las aclamaciones espontáneas de todos los reunidos. Llevaban puestas las armaduras, excepto el yelmo, y sostenían los escudos bien visibles. Varios soldados de élite los escoltaban. Inmediatamente después cabalgaba el príncipe Mulhad, rodeado por completo de sus propios hombres, erguido y orgulloso en su corcel blanco y divertido ante los murmullos que despertó su entrada. Fadrique Silva iba casi a su misma altura y algo más atrás, Eduardo de Castro encabezaba el grupo de generales y el selecto escuadrón de guerreros que los acompañaban. Cuando los jinetes desmontaron, se hizo el silencio y Pedro avanzó hacia su hermana por el pasillo. Sus miradas se encontraron un segundo, antes de que la joven hiciera una reverencia. Todos los reunidos para recibir al monarca hincaron una rodilla en el suelo.

—Mis señores, sed bienvenidos. Butrón y Castilla entera os saluda.

Levantó la cabeza y miró a Eduardo de Gales, legítimo guardián de la región. Este se inclinó un momento a modo de saludo, con una sonrisa que trataba de ser protocolaria, o como mínimo menos entusiasta de lo que resultó. Isabel se la devolvió sin reservas y después no pudo evitar mirar a Mulhad, que destacaba del resto tanto por su porte y sus ropas, como por su prestancia. Conservaba intacto todo su magnetismo, una atracción que lograba que ni los más reticentes a la presencia del infiel pudieran pronunciar la menor objeción. Él también le sonrió —con más naturalidad— e insinuó el saludo musulmán con la mano derecha.

Entonces se fijó en Pedro, justo delante de ella, y le bastó un segundo para saber que algo iba mal. Había algo extraño en él, y no era el hecho de que estuviera más delgado y más pálido, o que se viera cansado. Eran sus ojos, vacíos como en aquella ocasión. Súbitamente, le vino a la cabeza la última vez que había asistido a un regreso de aquellas características: cuando su padre, el rey Alfonso, regresó de Gibraltar. Hacía tiempo que no pensaba en su padre, y tampoco en su madre, pero de repente los veía a los dos con tanta claridad como si los tuviera delante.

Se sacudió aquellos pensamientos de la cabeza, pero inconscientemente se había erguido. Casi sin darse cuenta, levantó las palmas de las manos hacia Pedro y dejó que las palabras fluyeran de su boca.

—Salve, Regina, mater misericordiae; vita dulcendo et spes nostra, salve. Domine, exaudi orationem meam, et clamor meus ad te veniat...

Durante un par de segundos, los presentes titubearon, pero enseguida se arrodillaron, incluidos Pedro y Eduardo de Gales. Los soldados de Mulhad miraron a su alrededor con recelo e indecisión. Su lugarteniente se acercó a él.

—¿Qué es eso, mi señor? —le preguntó en árabe.

El príncipe granadino le hizo un ademán para que guardara silencio. Tenía el ceño fruncido en un gesto de atención y observaba a la infanta con mucho interés. Mientras, sus palabras límpidas y cristalinas fluían en el aire.

—Deo gratias agimus, quia vos, secundum desideria nostra, sanos et salbos meruimur...

Mulhad sonrió un instante y miró al suelo, en señal de respeto, imitado al punto por toda su guardia. Isabel finalizó el cántico y cuando la última de sus palabras se extinguió, los congregados empezaron a levantarse poco a poco entre murmullos. Pedro le sostuvo la mirada solo un momento y después la apartó. Eduardo de Gales se adelantó hacia Isabel y le ofreció el brazo. El gesto fue muy dulce y logró arrancarle una sonrisa.

—Permitidme conduciros al interior, my lady. Espero que podamos disfrutar de vuestra presencia en la cena de esta noche.

—Si vos lo deseáis, no puedo negarme, mi señor.

Los reunidos empezaron a disolverse a medida que la comitiva entraba en el castillo. Al atravesar el arco de la entrada, Mulhad se dirigió a su lugarteniente:

—Eso era una oración infiel. Un canto de agradecimiento a su dios que pronuncia la señora del castillo cuando su señor regresa de la guerra sano y salvo. La tradición dicta que la reina lo cante a la vuelta del rey.

En el patio, Julia todavía caminaba de un lado a otro alargando la cabeza o poniéndose de puntillas para ver el paso de la guardia real. No había visto a Alberto ni sabía nada de él. Temía no encontrarlo entre las filas de Pedro, porque sabía lo que significaría eso. Al no llegar en el primer grupo, su ánimo se desinfló y miró a una doncella de cocinas amiga suya con la barbilla temblando. La muchacha había bajado para ayudarla a buscarlo, y secretamente, para consolarla de no aparecer. Ahora se daba cuenta de que no se le ocurría qué decir y se limitó a rodearle los hombros con el brazo. Entonces, un soldado las divisó y se salió de la formación. Alborozada al reconocerlo, la cocinera obligó a Julia a mirar al frente.

Julia y Alberto se fundieron en un abrazo largamente esperado y se besaron, apasionadamente. Algunos de los compañeros del soldado, sobre todo su amigo Marcos, compartieron sonrisitas sardónicas y le silbaron, pero no les importó, porque solo tenían ojos y oídos para empaparse del otro.

—Mi amor,—sollozó la joven— te he echado tanto de menos...

—Fuiste tú, ¿verdad? La doncella que acompañó a la infanta Isabel a Granada. No podía ser otra más que tú.

Julia agachó la vista un segundo y asintió, casi avergonzada.

—Tonta, tonta, tonta —murmuró él, abrazándola aún más fuerte.

—Lo siento.

Alberto negó con la cabeza y se alejó un poco para contemplarla.

—Me salvaste la vida.

La acarició, con los ojos brillantes y continuó con voz rota:

—¿Aún quieres casarte conmigo? Aunque tenga el cuerpo lleno de cicatrices, aunque...

—Shhh, calla —susurró Julia, poniéndole el dedo índice sobre los labios—. Me casaré contigo; me habría casado contigo aunque hubieras vuelto sin brazos y sin piernas. Y si no hubieras vuelto, me habría casado con tu fantasma.

******

En el banquete organizado para celebrar su regreso, nobles, príncipes y soldados bebían a copas llenas y daban rienda suelta a la fiesta. Isabel ocupaba un lugar de honor junto a Eduardo de Gales, aunque en realidad, nadie se habría extrañado de que la infanta se hubiera sentado en el centro, a la derecha del monarca, tras el recibimiento de la mañana. Las charlas y batallitas sobre lo acontecido en Nájera fueran el tema favorito de la mayoría y durante todo el banquete no dejaron de cantar la hazaña a los cuatro vientos, cada vez más exagerada y más escabrosa. Se animaban los unos a los otros y describían a cuántos enemigos habían degollado o cuantas estocadas potencialmente letales habían esquivado haciendo uso de su habilidad. Eran felices y estaban dispuestos a desahogarse. Incluso el príncipe inglés no podía evitar reírse de vez en cuando con las escenificaciones o participar en las chanzas, aunque la mayor parte del tiempo estuvo pendiente de Isabel y conversó con ella galantemente. La joven se lo agradecía, ya que Pedro seguía manteniéndose distante respecto a ella, algo que no acababa de entender. Después se fijó en que se mantenía a distancia de todo el mundo: no participaba demasiado en las conversaciones y se limitaba a menear y alzar su copa hacia sus hombres cuando alguno lo vitoreaba.

—¡Deberíais haber visto a Enrique el bastardo al caer! —rió Fadrique, bastante achispado— ¡La flecha lo atravesó de parte a parte y se desplomó sin decir este cuerpo es mío!

Isabel se estremeció involuntariamente y sorbió un poco de agua.

—¿Fuisteis vos, el ballestero, verdad Eduardo? —le preguntó Men Rodríguez al conde de Lemos.

Eduardo les prestó atención un momento, aunque llevaba un buen rato enfrascado en una conversación con Mulhad, encantado de explicarle las diferencias entre los arcos musulmanes y los europeos. Se encogió de hombros.

—Es posible, disparé varias veces.

—¡No seáis modesto! ¡Lo ensartasteis a la primera!

—¡Ensartado como un pincho!

—¡Como un pincho! ¡Como un pincho!

Rieron y brindaron: sin duda la fiesta iba para largo. En un momento dado, Pedro se excusó y salió de la sala un momento. Isabel lo siguió. El resto del castillo estaba en silencio, ya que el personal que no atendía el banquete se había ido a dormir. Encontró a Pedro en una sala pequeña, organizando el cambio de guardia con un soldado. Tan solo llegó a oír las últimas palabras que se cruzaron.

—...no dejéis de vigilar ni un solo instante.

El soldado asintió y se retiró. Pedro se recostó sobre una silla de madera, aún con una copa de vino en la mano. Al ver a su hermana en la puerta, se irguió.

—¿Te vas ya a dormir? —le preguntó el joven.

—No tengo mucho sueño.

Pedro apartó la vista, pero no retrocedió cuando Isabel se le acercó y se sentó a su lado. El monarca le tendió la copa y ella bebió unos sorbos. No estaba mezclado con agua, como era costumbre de Pedro, pero su hermano parecía completamente sobrio. Cuando le devolvió la copa, él la dejó en una mesa y la hizo repiquetear en la madera un par de veces. Después de tanto tiempo era extraño estar tan cerca, aunque en cierta manera era como si estuvieran a kilómetros de distancia.

—Es tarde. Vete a dormir.

Isabel apretó los labios. No comprendía por qué Pedro era tan frío con ella.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó con voz trémula.

Pedro frunció el ceño un instante.

—No.

Como no dijo nada más, la infanta tuvo que conformarse con eso. Le creía, pero eso no hacía la situación menos enrarecida. Apesadumbrada, se levantó y fue hacia la puerta. Viéndola marchar, Pedro negó para sí, se incorporó y dio un paso al frente.

—Escucha, lo que hiciste...ir a Granada a través de las líneas enemigas fue una estupidez. Debiste obedecer mis órdenes y ponerte a salvo desde el principio.

Isabel se volvió, pero no dijo nada.

—¿Crees que te habrían dejado marchar si te hubiesen capturado? Si el ejército de Enrique de Trastámara te llega a encontrar, quizá ahora estarías muerta.

Hablaba completamente en serio, se dijo Isabel, más de lo que lo había oído nunca. Merecía una respuesta igual de honesta.

—Bueno —repuso la joven—, cuando enviaste aquella carta no esperabas volver. Así que no habría habido mucha diferencia.

Sorprendido, Pedro guardó silencio un momento sin atisbo de sonrisa en el rostro.

—Nunca vuelvas a desobedecer una orden mía, Isabel.

—No puedo prometerte eso. Si volviera a verme en la misma situación volvería a hacerlo.

El joven bufó apretó los puños. Sin embargo, la escuchaba. Siempre la escuchaba.

—Pedro —continuó ella en tono sereno—, si hubiera podido...habría estado allí contigo.

—¡Calla! —explotó él— No sabes lo que dices. Jamás, jamás vuelvas a decir eso. Antes de verte allí, Dios, te juro que te encerraré en un calabozo. Te juro que lo haré.

Isabel retrocedió, sobrecogida por la reacción del rey. Había querido hacerle ver que le comprendía, pues ella misma había pasado por un calvario. Sin embargo, al verlo así, dudó que explicarle su viaje fuera a servir de otra cosa que no fuera encolerizarlo. Pedro se pasó la mano por la frente y cerró los ojos; no había querido gritar.

—Vete a dormir, Isabel. Por favor.

Con la mano apoyada en el arco de la puerta, la infanta agachó la cabeza.

—Sí, mi señor.

Dio un paso atrás, después otro, y segundos después abandonaba la sala sin que Pedro hiciera nada por evitarlo. Deambuló un rato por los pasillos con los ojos llenos de lágrimas y, como refrescaba, acabó por entrar en una habitación donde el fuego aun estaba encendido. Desde aquel lugar la fiesta era solo un eco lejano y lo que más se oía era el crepitar de las llamas que lamían los leños y el sonido del viento entre las montañas. Se dejó caer en una butaca y permaneció allí mucho rato.

La luna ya había recorrido bastante trecho en el cielo cuando oyó pasos. Se levantó, a tiempo de ver cómo la guardia musulmana de Mulhad recorría el pasillo por delante de la puerta. El príncipe iba entre ellos y fue el único que se dio cuenta de su presencia en el interior de la habitación. Se detuvo, con aquella expresión suya entre sorprendida y divertida, y tras dirigir unas palabras a sus hombres, entró en la estancia. Su imponente estatura arrojó sombras juguetonas sobre las paredes, por efecto del fuego, y los ojos le brillaban más verdes que nunca.

—Creía que os habíais retirado, mi señora.

—Lo hice —repuso Isabel—. Pero no puedo dormir.

—Lo comprendo, hay mucho ruido. Debe de resultaros desagradable.

—¿Os marcháis ya?

Mulhad frunció los labios y se encogió de hombros.

—Si no se bebe, la noche se hace más larga. Además, debo reunirme con mi ejército.

—Quedaos, príncipe. Tenemos habitaciones para vos y vuestra guardia. Podéis reuniros con vuestro ejército por la mañana.

El apuesto musulmán dulcificó su expresión y esbozó una sonrisa.

—Os lo agradezco, mi señora. Ha sido un honor y un privilegio acompañar al rey Pedro hasta aquí y asistir a la celebración. Pero me debo a mis hombres y estos están inquietos. No son ciegos, ni sordos y saben que su presencia aquí no está bien vista.

—Si alguien os ha ofendido...

—Nadie nos ha ofendido, no temáis. Además, tenemos que emprender el camino de regreso.

Isabel hizo un mohín de desilusión.

—¿Tan pronto?

—Por desgracia Granada tampoco es una balsa de aceite, por mucha cerámica que cubra las paredes —respondió con un toque de pesar.

Isabel agachó la cabeza y se dio por vencida, aunque la marcha de Mulhad la entristecía terriblemente. El príncipe lo notó y se le acercó un poco más.

—Pero soy afortunado, ya creía que no iba a poder hablar con vos antes de partir y no me lo habría perdonado. He de decir que las ropas cristianas también os sientan de maravilla.

—No bromeéis —protestó la joven.

—No lo hago.

Isabel sacudió la cabeza y se acercó al fuego. Junto al hogar, jugueteó con una figurita tallada de madera, un caballo, que había sobre una repisa.

—Quedaos, Mulhad. Solo esta noche, os lo ruego.

No oyó respuesta y al volverse se encontró a Mulhad junto a ella. El príncipe alargó la mano hasta la mejilla de la joven y la acarició con ternura. Después esbozó una negativa.

—Creo que no me necesitáis esta noche, Alteza. O quizá debiera decir Majestad.

Isabel cerró los ojos y le dio la espalda. Acodada sobre la repisa, ocultó el rostro entre las manos y él le apoyó la mano en el hombro. De repente se sentía tremendamente sola.

—Espero volver a veros algún día, Isabel, pero lejos de guerras y política. Hasta entonces, viviréis en mis sueños —susurró.

La besó en la nuca lentamente haciéndola estremecer con la caricia de sus labios. Después dejó que sus manos resiguieran el contorno del cuerpo de la joven mientras bajaba los brazos despacio, muy despacio. Permanecieron en esa posición unos segundos, hasta que él retrocedió y se dirigió a la puerta.

—Mulhad —lo retuvo Isabel.

—¿Sí?

—¿Por qué lo hicisteis? ¿Por qué decidisteis ayudarnos?

El príncipe echó la cabeza hacia atrás en ademán soñador.

—Decidí confiar. Confiar en que vuestro hermano fuera como vos. Y también los hijos de sus hijos.

Isabel sonrió y él se despidió de ella tal como marcaba su tradición, de corazón, de palabra y pensamiento, describiendo cada movimiento con lentitud y sin dejar de mirarla a los ojos. A continuación, salió al pasillo y desapareció, dejándola nuevamente sola en la estancia, con los rescoldos de la chimenea como única compañía.