XXIX

EL sol estaba alto en el cielo leonés y el aire fluía impregnado de espliego. Eduardo de Castro estaba de vuelta en Ponferrada tras varias semanas de ausencia. Desde hacía rato, el conde cabalgaba pensativo, como un autómata. La visión de los campos de León le apaciguaba, ya que no podía evitar que aquel paisaje despertara en él una cálida sensación. A lo lejos, los campesinos se afanaban en las tareas de la época de la siega. Los miró y creyó oír sus voces mezcladas con la algarabía burgalense que guardaba en la memoria, y con el soplar del viento.

Cuando llegó frente a la primera línea de murallas de la fortaleza, las voces se esfumaron al estrellarse contra los muros. El castillo se le antojaba lúgubre y oscuro. Notó movimiento en los adarves y supuso que los guardias lo habían identificado. Efectivamente, no pasó mucho tiempo antes de que el puente levadizo iniciara un lento descenso, entre el sonido metálico de las cadenas. Las rejas de la entrada se abrieron ante él y el conde las franqueó con resignación. Después las oyó cerrarse de nuevo con un chasquido y dos gorriones emprendieron el vuelo, espantados, y fueron a parar a un arbolillo del exterior, en el que picotear los brotes nuevos.

Eduardo recorrió un largo pasillo concentrado en el sonido de sus propios pasos, mientras se dirigía a una de las salas de estar donde suponía que se encontraría su esposa. Efectivamente, allí estaba, sentada en una butaca junto a la ventana, con una labor en la mano. Viéndola así, se diría que era la imagen misma de la serenidad. Cuando oyó entrar a Eduardo levantó la vista y esbozó una sonrisa tímida.

—Ya habéis vuelto, mi señor. Bienvenido. ¿Estáis cansado del viaje? ¿Cómo fue?

—Bien.

—Haré que os preparen algo de comer.

—Inés.

Ella calló y lo miró interrogante, de aquella manera que tanto hastiaba al noble.

—Haz que dispongan tus cosas y las de los niños. Partís hacia Portugal esta misma noche.

—¿Cómo decís?

Eduardo habría preferido que se limitara a obedecer, ya que no quería perder tiempo.

—Lo he arreglado para que os trasladéis a Bragança. Partiréis, como muy tarde, al alba.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—No hagas preguntas, mujer.

Inés bajó la cabeza y dio un par de puntadas al bordado.

—De acuerdo, mi señor. ¿Vos ya habéis preparado vuestras cosas?

—No, yo no iré con vosotros.

—¿Qué? —preguntó con un hilillo de voz.

—Que yo no iré. Tengo que quedarme en Castilla.

—Entonces yo también me quedo. Soy vuestra esposa.

—No puedes quedarte.

—¿Pero por qué?

—Ya te he dicho que no preguntes.

Los labios le temblaron y la condesa de Lemos volvió a concentrarse en su labor. Sin embargo, la aguja siguió inmóvil y Eduardo adivinó el llanto silencioso de su esposa. Eso hizo que la situación se le antojara aún más molesta. Con el deseo inconsciente de volver a divisar los campos de trigo, el noble se dirigió a la ventana, pero los muros del castillo no dejaban ver el valle. Chasqueó la lengua.

—Por Dios, deja ya de llorar. No es para tanto.

Se acuclilló frente a Inés, que evitaba mirarlo, y permaneció en esa postura durante algunos minutos eternos, sin que ninguno de los dos articulara palabra. Cuando se incorporó de nuevo, con la única idea en mente de salir de la habitación, la condesa lo agarró del brazo. Sus ojos enrojecidos brillaban de un modo que Eduardo no había visto jamás.

—¿Qué es lo que hago mal? —chilló ella.

—¿Cómo?

—¡Qué es lo que esperáis de mí!

El conde trató de desasirse de la mano crispada de su esposa.

—¿Por qué? —sollozó la noble— ¿Por qué no me queréis?

Eduardo logró soltarse y retrocedió, desconcertado. Temblando, quizá incluso más que ella, trató de hallar una respuesta o una razón para darle. De pronto se sintió muy cansado: cansado de algo difuso, de un recuerdo. La expresión de Inés era una pregunta. La había visto llorar varias veces, pero ahora se daba cuenta de que la había sorprendido muchas más con esa mirada posterior al llanto. Tenía los ojos claros y él nunca se había fijado. La labor que tenía entre manos se deslizó por su regazo y calló al suelo. El conde se percató de que había muchos bordados similares decorando mesillas, visillos y paredes desnudas del castillo. Durante años, aquella mujer lo había convertido en su hogar, pero él seguía viviendo en otra parte, muy lejos, en otro castillo y con otra mujer que vivía solo en su pensamiento. Odiaba a Inés, todo lo que la hacía ella misma y distinta a aquella; pero en realidad no sabía quién era Inés. En realidad, no podía decir que la odiara, pero tampoco la había querido nunca. Volvió a acercarse a la mujer y se arrodilló a su lado.

—¿Me quieres tú?

Inés frunció el ceño, como si no entendiera la pregunta.

—¿Por qué me preguntáis eso? Os he obedecido y servido fielmente. Os he dado tres hijos sanos y fuertes. ¿Acaso no he sido una buena esposa?

—No estoy preguntándote eso.

Inés era la viva imagen de la perplejidad y Eduardo supo que si no comprendía la diferencia entre el amor y la obligación, tampoco lo entendería a él. No era culpa suya. Era él quien no vivía con los pies en la tierra y no su atenta esposa. El caballero de ojos de esmeralda le acarició la mejilla y notó que Inés de Arriate se estremecía mientras sorbía las lágrimas. Esa reacción se le clavó como una espina en el corazón. No estaba acostumbrada a recibir muestras de afecto de su parte, ni ella ni nadie, pero en esa ocasión Eduardo le habló con suavidad.

—Está a punto de estallar una guerra, una guerra civil. Yo me veré involucrado y quiero que vosotros estéis a salvo. Por eso debéis partir a Portugal.

Ella asintió lentamente, pero no le sostuvo la mirada y se agachó para recoger el bordado.

—Cuando todo termine, iré a buscaros —añadió Eduardo.

Inés asintió de nuevo, mientras se incorporaba.

—Prepararé mis cosas y las de vuestros hijos —repuso en voz queda.

—Inés.

La condesa se detuvo y le prestó atención.

—Eres la mejor esposa que un hombre podría desear. En adelante trataré de ser un buen marido para ti.

E Inés asintió por tercera vez, aunque el destello de esperanza que titiló en sus ojos quedo ahogado por las sombras de su derrotado semblante.

******

Sevilla se vistió de gala para recibir al rey Pedro y su corte, por primera vez desde que el difunto Alfonso fuera enterrado y su hijo proclamado rey. Pedro se dejó ver en las balconadas del palacio real del alcázar sevillano nada más llegar, para complacer las expectativas de todos y responder a sus muestras de cariño. Bajo los muros del complejo se había reunido una ingente masa de ciudadanos para esperarlo; con un solo gesto de la mano, los tuvo a todos rendidos a sus pies, y cuando les dedicó una sonrisa y unas palabras parecieron enloquecer. Al cabo de unos minutos, el rey volvió al interior y ladeó la cabeza ante la mirada curiosa de su hermana.

—¿Cómo lo haces? —preguntó ella, mientras los gritos de la plaza seguían sin disminuir.

Pedro estiró los brazos para desentumecerse y se masajeó las cervicales: el viaje hasta Sevilla había sido largo y cansado.

—Te impresionas por nada. A la mitad les habrán pagado y la otra mitad se contagia del ambiente sin más—repuso sin inmutarse—. ¿Por qué no sales? Les hará ilusión verte.

Isabel hizo una mueca burlona.

—¿No acabas de decir que van pagados?

—Pero seguro que a ti te aplaudirían por nada —interpuso Pedro, con un guiño.

Isabel frunció el ceño y fulminó a Pedro y a su sonrisita con la mirada. De todas maneras, no le apetecía darse un baño de multitudes en ese preciso momento, así que rechazó la oferta. Junto a la puerta esperaba López de Ayala, que se enderezó en cuanto le pareció que los jóvenes estaban listos para marchar.

—¿Vamos? —preguntó la infanta.

—No tienes que venir.

—Quiero hacerlo.

Pedro asintió y los dos salieron de la sala en pos de Ayala y atravesando uno a uno los exquisitos corredores mudéjares del palacio. Al llegar al patio, se les unió un grupo de guardias reales, sacerdotes y notables. A lo lejos, Isabel vio a Julia junto a Alberto y su doncella le sonrió brevemente como muestra de apoyo. El cortejo enfiló con solemnidad el camino de la catedral y llegó a la puerta principal entre los cánticos de los feligreses. En las gradas de la entrada aguardaba el obispo de Sevilla avanzó portando una espada envuelta en paños y se la entregó ceremoniosamente. El rey la cogió y la sostuvo frente a él agarrándola por la punta para honrar la memoria de su antepasado San Fernando, como habían hecho su padre y su abuelo antes que él. Con ella, el rey y su cortejo recorrieron el pasillo central y los claustros en procesión siguiendo al obispo hasta hallarse de nuevo ante el altar mayor, donde el rey se arrodilló y levantó la espada como ofrenda ante la mirada satisfecha de los devotos presentes. Las costumbres eran importantes para la gente, eso les había enseñado Gabriel, y respetarlas era la mejor manera de asegurarse parte de su favor.

Tras la misa que siguió, Pedro e Isabel fueron guiados hacia la capilla real y descendieron solos a la cripta por unas escaleras empinadas. El suelo estaba resbaladizo e Isabel aminoró el paso instintivamente, aunque quizá tan solo anhelara retrasar el momento de llegar abajo. Estaba tan nerviosa que empezó a imaginarse que las sombras de las paredes cobraban vida y sus oscuros dedos reptaban para atraparla, como si fueran los dedos de su padre muerto, que regresaba por ella. Cuando una corriente de aire agitó las llamas de las antorchas y las sombras se movieron soltó un respingo y se apartó de la pared bruscamente. A dos peldaños del fondo, tuvo que detenerse para recuperar el aliento, porque aquella conocida sensación de que el suelo desaparecía y le faltaba el aire amenazaba con tomar el control. No quería permitírselo así que luchó contra ella: cerró los ojos hasta que las manos dejaron de temblarle y el dolor que le impedía respirar remitió un poco.

—Isabel —la llamó Pedro.

Abrió los ojos: su hermano estaba al pie de la escalera vuelto hacia ella, con el rostro bañado a medias por la luz.

—No pasa nada —susurró la princesa.

Antes de que volviera a insistirle para que lo dejara ir solo, bajó los escalones que quedaban de un salto y se internaron juntos en la enorme cripta subterránea; allí abajo sus pasos resonaban como estallidos, pero olía a silencio. Las paredes de piedra pulida despedían un fulgor blanquecino al reflejar la luz de los tragaluces en la parte alta de los muros de la cripta y el polvo flotaba suspendido en los haces de resplandor, como si el aire fuera espeso. En un lugar de honor, bajo una arcada, reposaba el sarcófago del rey Alfonso, hecho de piedra maciza y con la estampa del monarca esculpida en relieve. Los hermanos se acercaron a él poco a poco hasta llegar delante de la tumba. Ante ella, Pedro se detuvo e hincó la rodilla para santiguarse; Isabel lo imitó y, al acabar la oración, se incorporó despacio sin mirar directamente el relieve.

Al quedarse quieta desapareció todo sonido, salvo el eco de sus pensamientos. Y cuando por fin fue capaz de mirar la efigie de su padre, estos se volvieron caóticos. Su rostro aparecía fuerte y sereno como la roca donde estaba cincelado e iba ataviado con su coraza y sus armas de batalla, como el primer recuerdo que tenía de él, a su regreso del Estrecho. Sus manos sostenían con fuerza una espada, manos poderosas cuyo tacto guardaba también en la memoria. Agachó la cabeza y apretó los dientes para tragarse aquella amarga sensación: al fin y al cabo aquel ya no era Alfonso, sino una imagen suya tan muerta como él. No debía tenerle miedo, pero aún así todo le daba vueltas y su cuerpo se estremecía al saberse tan cerca de sus restos. Miró a Pedro de reojo y su expresión le arrancó un escalofrío. O mejor dicho, la falta de ella. Su hermano observaba la tumba sin traslucir emoción alguna, como si él mismo se hubiera convertido en una figura tallada. Su rostro estaba en calma, animado sólo cuando sus labios se entreabrían al inspirar o cuando pestañeaba de manera pausada, y bajo las rubias pestañas, sus ojos estaban completamente vacíos. Isabel abrió la boca para decir algo, pero no pudo hacerlo. Reconocía aquellos ojos; eran los mismos que tenía la noche de la muerte del rey.

Sin previo aviso, Pedro se movió: rodeó el sarcófago y puso la mano sobre la inscripción grabada.

DON ALFONSO EL XI. REY DE CASTILLA Y LEÓN, HIJO DEL REY DON FERNANDO EL III. EL JUSTICIERO AZOTE DE INFIELES Y LIBERADOR DE CIUDADES. EL QUE VENCIÓ LA DE BENIMERÍN Y GANÓ LAS ALGECIRAS

—Subió al trono con un año —murmuró Pedro—. Y lo ganó todo en el campo de batalla.

Poco a poco, sus dedos resiguieron las letras cubiertas de polvo. Se detuvo al llegar a la última línea

—Debería haber muerto allí —continuó—. Con la espada en la mano.

Isabel notó que se le ataba la garganta.

—Pedro...

Él negó con la cabeza, casi fantasmal.

—No logro entender cómo pudo hacerlo Isabel. Y cómo pude no darme cuenta.

—Eso ya no importa. Me salvaste.

—Demasiado tarde.

—Estoy aquí contigo. Si hubiera sido tarde...

—No sé qué haría sin ti —admitió él en voz queda, esta vez sin atisbo de humor en el tono—. Aquella noche, eso era lo único en lo que podía pensar. Eso y en lo mucho que le odiaba.

La joven cerró los ojos un instante, evocando también la imagen de su padre muerto en su alcoba.

—Me salvaste —repitió con convicción—. Y no me voy a ninguna parte.

Recordaba la sensación de liberación que había sentido aquella noche, aunque la matara pensar que el precio de su vida había sido la inocencia de su hermano. Recordaba que se había prometido que jamás permitiría que le hicieran daño a Pedro, aunque le costara la vida protegerlo.

Él se apartó del sarcófago en silencio. Tras unos segundos se volvió y se dirigió a las escaleras. Al pasar junto a Isabel, que no se había movido, le puso la mano en la cabeza y la atrajo para sí para darle un beso fugaz en el pelo.

—Vámonos. Aquí ya no queda nada nuestro.

Ella asintió, culpable, y lo siguió dócilmente de regreso a la superficie, donde esperaban los demás. Guiada por un impulso casi infantil, le agarró la mano para cruzar el umbral y agradeció notar que su hermano la estrechaba con suavidad, asegurándole que seguía presente.

A la salida de la Catedral, Isabel aspiró una bocanada de aire y se sacudió ligeramente para quitarse la sensación de frío de encima. Pedro levantó la cara hacia el sol con los ojos cerrados y se tomó un segundo. Al volver a abrirlos, su mirada color miel era la de siempre. Sonrió cortésmente a los congregados, que eran muchos y deseosos de captar su atención. Era un honor que el joven rey hubiera elegido la ciudad para celebrar su decimoctavo cumpleaños y los diferentes gremios estaban decididos a agasajar a su benefactor, así que habían organizado una serie de festejos que habían de durar varios días: el primer día, un fastuoso banquete; el segundo y el tercero, varios torneos en honor del monarca; la noche del cuarto, un gran baile...Además, se celebraban actuaciones de danza, música y teatro por las calles y los ciudadanos deambulaban por la feria con curiosidad, encantados de que su ciudad se convirtiera en centro del mundo.

El primer compromiso era una visita al floreciente y activo puerto de la ciudad, a orillas del Guadalquivir, ya que Pedro estaba muy interesado en el funcionamiento del tráfico fluvial desde Sevilla. Márquez, representante de los comerciantes de la ciudad, hizo las veces de anfitrión. Se trataba de un hombre de mediana edad, de rostro alargado y fláccido, cuyos modales eran una extraña mezcla entre los de un estibador del puerto y los de un barón del más rancio abolengo; el mismo contraste ofrecían sus ropas —de la mejor factura genovesa, aunque algo ceremoniosas y anticuadas en estilo— y su desparpajo a la hora de guiar al monarca de un lado a otro. Lo primero que hizo al ponerse ante el rey fue presentarle a su hija Juana: una joven voluptuosa de oscuro cabello rizado y cuello de garza. Lo segundo que hizo fue dejar que la joven atendiera servicial al rey para ofrecerle el brazo a la infanta Isabel. Esta lo aceptó con naturalidad y atendió con cierto interés a las solícitas explicaciones que le daban tanto él como los demás notables que revoloteaban a modo de séquito.

—Cada año pasan por aquí más de un millar de naves. Llegan y van desde Italia, Francia, Portugal, Flandes...—la informó— Algunos piensan que la navegación fluvial no tiene futuro, pero nosotros registramos un tráfico que ya querrían muchos puertos oceánicos. Desde que vuestro hermano desbloqueó las rutas, Sevilla se ha hecho rica. Sí, muy rica.

Al rato, el comerciante se disculpó con Isabel y se reunió con Pedro y Juana, ya que el rey tenía algunas preguntas que hacerle sobre las características de los buques. Isabel aprovechó para quitarse los guantes que llevaba y buscó a Julia con la mirada. Atenta, su doncella apareció entre la multitud en un abrir y cerrar de ojos, tomó los guantes y siguió fielmente a su señora con ellos en la mano.

—¿Hace buen día, no creéis? —comentó Julia—. Si mañana también hace bueno, el torneo será precioso.

—Alberto participa en él, ¿no es cierto? —preguntó Isabel.

—Sí, mi señora —respondió orgullosa.

Aún no se explicaba cómo podía querer tanto a aquel chico desgarbado de ondulado cabello castaño y grandes ojos almendrados que le conferían un aire más joven de lo que era en realidad. Siempre había creído que se enamoraría de algún hombre de anchos hombros, fuerte e imponente; y allí estaba, loca por un muchacho de aspecto vulnerable y corazón sensible.

—Le deseo mucha suerte.

—Gracias —respondió la doncella, impaciente por ver a su amado en la liza. Entonces cambió de tema—. ¿Quién es esa? La mujer que va con vuestro hermano.

Isabel miró a Pedro, conversando con Juana y el padre de esta.

—La hija de Márquez —repuso.

—¡Pues no se le ha despegado en toda la tarde!

Isabel soltó una carcajada por la franqueza de Julia y esta tuvo que cubrirse decorosamente la boca con la mano para disimular. Por supuesto era cierto y ni era la primera vez que veía una escena como esa ni sería la última. Además, conocía lo suficiente a Pedro como para saber que lo divertían las atenciones de la dama y no se privaba de coquetear con ella.

Durante la cena en palacio, el ambiente festivo se prolongó hasta bien entrada la noche. Pedro invitó a Juana a tomar asiento a su lado y un orgulloso Márquez levantó copa tras copa para brindar por las gracias y virtudes del rey, de la princesa, de la reina madre y hasta de la costurera de la esquina. Isabel atendió a medias a las conversaciones de burgueses y nobles. Los participantes del torneo habían llegado ya a la ciudad y algunos anticipaban ya los encuentros. Otros comentaban la falta de algunos señores que deberían haber estado presentes. Uno de los encargados de organizar los festejos —y como tal, bastante ofendido por haber sufrido aquel feo— le confió a Isabel que habían sido convidadas casi todas las familias importantes del país y solo habían enviado respuesta unas pocas. El nombre del barón de Mendoza y del conde de Lemos enseguida estuvo en boca de todos, aunque siempre entre susurros. También se habló de la familia de Padilla, por no haberse presentado a la cita aunque Gonzalo era uno de los más asiduos a todo tipo de justas.

Al oír nombrar a su padre, Isabel recordó a María de Padilla y miró de reojo al rey. Ligeramente inclinado hacia ella, charlaba con Juana mirándola fijamente a los ojos, de aquel modo suyo que lograba excluir al resto del mundo de la conversación. Juana estaba encantada; se acercó a él tanto como le permitía la silla y flirteó a placer. En un momento dado se atrevió incluso a insinuar una caricia sobre los hombros de Pedro, después de que él enderezara un momento la espalda, aún dolorida.

—Pobrecillo, debéis de estar exhausto. Puedo haceros un masaje si me lo permitís, seguro que así os sentís mejor...

El rey entornó los ojos y le susurró algo que sonaba a promesa. Juana sonrió y así siguieron un buen rato. Aunque por el momento Pedro no manifestaba el menor interés por contraer matrimonio, desde hacía algo más de un año sus amantes se contaban por estaciones y nunca había sido tímido a la hora de conseguirlas. Su hermana observó el cortejo, harto conocido, y no le cupo la menor duda: los dos saldrían juntos del banquete y compartirían lecho aquella misma noche. De alguna manera también supo que el capricho no le duraría mucho. Así había sido en las otras ocasiones, con múltiples juanas. Así había sido desde María de Padilla.

******

El terreno para la celebración del torneo se dispuso a las afueras, junto a la orilla del río. La hierba aparecía sembrada de tiendas de luminosos colores que ostentaban el escudo de armas de sus ocupantes. Había tres pistas, separadas por vallas de madera y adornadas con flores frescas. También se habían construido dos grandes gradas, protegidas del sol con toldos rojos y verdes, en las cuales diversos criados se ocupaban de acomodar a los invitados importantes. Entre el piafar de los caballos y el ir y venir de escuderos, señores y paladines, se oía una melodía. Era un chiquillo que se había colado y tocaba la flauta en un rincón, pero en lugar de ser reprendido —y ganas no le faltaron al responsable del servicio— fue invitado a continuar con su espontánea actuación ante unas nobles damas que se habían encariñado con él.

En el momento en que llegó la infanta, todas las conversaciones cesaron, pues los presentes sin excepción se volvieron para contemplarla. Acompañada por dos miembros de la guardia real y seguida de un escueto cortejo, Isabel se dirigió a la parte central de la grada. Una vez que se hubo acomodado en su butaca, los demás se sentaron, aunque tardaron algo más en apartar los ojos de ella, ya que como de costumbre, Isabel resplandecía como un diamante. Poco a poco se reanudaron las conversaciones y el ambiente se hizo más distendido. Isabel observó las otras gradas y las pistas con curiosidad: le agradaban los torneos. Antaño se celebraban a menudo, los recordaba bien: sentada junto a Pedro admiraban las armaduras y las justas. Después jugaban en los jardines, tratando de imitar las proezas que habían visto en la liza.

Se oyeron vítores entre el público, ya que se había dejado ver uno de los caballeros más afamados del reino, Simón de Pimentel, que era uno de los candidatos a alzarse con la victoria. Las aclamaciones cesaron y se hizo el silencio con la llegada del rey. Si la infanta acaparaba las miradas de la concurrencia, el rey irradiaba tal magnetismo que la gente se sentía incapaz de pronunciar palabra. El corazón de Isabel palpitó con orgullo al ver aparecer a Pedro y comprobar el efecto que causaba. Antes de tomar asiento, el rey besó la mano de su hermana y seguidamente imitó ese gesto con Juana, a la izquierda de la del rey.

Pedro pronunció unas palabras de bienvenida y aliento para los caballeros que se disponían a entrar en liza, puestos los unos al lado de los otros, frente a la gradería principal. Eran ocho: Simón de Pimentel y Cristóbal de Valcarce, cuyos señoríos estaban al norte, en las inmediaciones de Ávila y Valladolid respectivamente; Zahid, el paladín de Albornoz, un poderoso guerrero medio árabe medio castellano; Pelayo de Ildea, de la Orden de Calatrava, e Iñigo Alonso, de la Orden de Alcántara; los paladines de Toledo y Sevilla, patrocinados por la burguesía y muy vitoreados por las capas populares que se apelotonaban alrededor de la liza y finalmente el caballero Alberto, de la guardia real. Pedro los saludó personalmente a cada uno, y ellos rindieron las lanzas en gesto de pleitesía. Tras el breve parlamento, el rey volvió a sentarse y el resto del público hizo lo mismo. Los heraldos se apresuraron en anunciar a sus caballeros y estos entonaron sus juramentos con voz estentórea.

—¡Valor! ¡Lealtad! ¡Dignidad!

Los primeros en batirse fueron Cristóbal de Valcarce e Iñigo Alonso, que habían de dirimir la justa en tres lances. Los dos caballeros espolearon sus corceles y pusieron las lanzas en ristre, mientras se aproximaban al centro de la liza. El cruzarse, Cristóbal, estampó su lanza contra la coraza de su adversario y logró un punto, mientras que la de Iñigo apenas le pasó rozando. El público los animó mientras cambiaban de lanza y volvían a abalanzarse el uno contra el otro: esta vez Iñigo colocó bien su lanza y la rompió contra el yelmo del señor de Valcarce, que a punto estuvo de caer del caballo. En el tercer lance, los dos lograron alcanzarse, pero ninguno rompió la lanza, así que no puntuó. Iñigo se proclamaba vencedor en el tanteo por un punto de diferencia.

A continuación lucharon el enorme paladín de Albornoz y Pelayo de Ildea. Este último, ataviado con el escudo de la cruz flordelisada en gules de su orden, no estaba dispuesto a permitir que aquel mestizo lo derrotara y era todo concentración bajo la visera de su yelmo. En el primer lance le rompió la lanza en un hombro y obtuvo un punto. En el segundo, repitió el movimiento con idéntico resultado. Zahid parecía no dar más de sí y se oyeron algunos abucheos entre el público. Pelayo ya consideraba el combate ganado y arremetió en el tercer lance con más precipitación que técnica. Cuando estaban a punto de cruzarse, los gritos del público eran casi ensordecedores; colocó la lanza por encima del cuello de su caballo, la dirigió al mestizo y...Voló. Sin saber siquiera cómo ni donde lo había alcanzado, se vio despedido del lomo de su montura y aterrizó de espaldas sobre la liza. Las tribunas enmudecieron hasta que el caballero se incorporó. No tenía nada roto, pero al quitarse el yelmo comprobó que estaba completamente abollado. Su oponente estaba a caballo al otro lado de la barrera, con la visera subida.

—¿No estáis herido, verdad? —le preguntó solícito.

—¿Salvo en mi amor propio? —respondió Pelayo con una sonrisa— No, caballero.

El heraldo anunció la victoria del paladín de Albornoz por derribo y el público reaccionó y lo vitoreó con entusiasmo.

Alberto y Yáñez, paladín de Toledo, fueron los siguientes. En la grada principal, los soldados de la guardia real animaron a su representante y Julia, sentada cerca de Isabel, estuvo a punto de ponerse en pie para alentarlo. La princesa sonrió y se inclinó sobre Pedro para susurrarle unas palabras al oído. El rey arqueó las cejas y miró a la doncella y luego a Alberto con expresión divertida. Alberto salió un poco frío y en el primer lance, Yáñez le rompió la lanza en el yelmo. Julia emitió un grito ahogado e Isabel la cogió de la mano. Aún no había nada perdido. En la siguiente embestida, Alberto arremetió con decisión y esquivó la lanza de su adversario, al tiempo que le rompía la suya en la coraza. Ahora Yáñez solo lo aventajaba por un punto. El último lance fue el decisivo, Alberto lanzó una estocada oblicua mucho más rápida que la de su oponente. La lanza no llegó a romperse, pero desequilibró a Yáñez por completo y este estampó su arma contra el caballo del joven. Esa acción le restó los dos puntos que acumulaba y Alberto ganó el combate.

El griterío del público tras la victoria del caballero de la guardia real se fundió con la euforia que provocó la entrada en la liza de los últimos justadores de la primera ronda: por un lado, el paladín local Rafael de Villanueva y, por otro, el favorito del torneo, Simón de Pimentel. Si en algún combate las simpatías de los asistentes habían estado divididas fue en aquel, pero duró poco. Simón de Pimentel derribó a Rafael del caballo en el primer lance, de manera tan espectacular e inapelable que ni siquiera los seguidores del caballero sevillano pudieron evitar un grito de admiración y aplaudir como locos su triunfo.

La segunda ronda fue inaugurada por Alberto e Iñigo, preparados en los extremos de la liza. El público estaba cada vez más animado, sobre todo porque los combates estaban siendo de lo más emocionantes, así que nada más verlos el griterío se hizo ensordecedor. Aunque los que animaban a Alberto eran mayoría, no faltaban los vítores por el caballero de la cruz de sinople. El primer lance hizo vibrar hasta las vigas de las tribunas. Alberto alcanzó a su oponente en el yelmo y se lo arrancó de la cabeza, aunque irguió la lanza de inmediato para no golpearle en la cara y el arma no llegó a romperse, de manera que no obtuvo puntuación. Muchos protestaron, pero la decisión y el puntaje de los heraldos era irrefutable, así que tuvieron que contentarse con ella. Iñigo volvió a la liza con un casco nuevo y los dos caballeros arremetieron el uno contra el otro. Esta vez Alberto no logró alcanzarle, pero Iñigo le rompió la lanza en el pecho y obtuvo un punto. En la grada, Julia estaba de los nervios y murmuraba entre dientes lo injusto que sería que perdiera después de la magnifica estocada del principio. La injusticia no llegaría a producirse: en el tercer lance Alberto repitió su movimiento anterior y alcanzó la cabeza de Iñigo por segunda vez. En esta ocasión la lanza saltó en pedazos y el joven soldado ganó el combate por dos puntos a uno.

La final estaba próxima y ya se sabía uno de los nombres. El combate que había de decidir el segundo de ellos prometía mucho: se enfrentaban Zahid y Simón, los dos caballeros que habían logrado derribar del caballo a sus adversarios de la ronda anterior. Entre otras cosas, también eran los caballeros más corpulentos y, en ese sentido, de aspecto más amenazador del torneo. En el primer lance, Simón le lanzó una estocada espléndida y destrozó su lanza en el yelmo del paladín de Albornoz. Aquel golpe le valió dos puntos, pero mientras que habría sido suficiente de derribar a casi cualquier caballero, Zahid se mantuvo en su montura. En el segundo lance, Zahid se desquitó y fue él quién alcanzó la cabeza de Simón y estuvo a punto de hacerlo caer. Los asistentes soltaron un grito de admiración y no respiraron hasta que el señor de Pimentel se reequilibró sobre el lomo de su caballo y se dispusieron para el último lance. La mayoría de espectadores se había puesto en pie. Zahid y Simón atacaron a la vez y los dos rompieron sus lanzas, pero Simón volvió a alcanzar el yelmo de su adversario mientras que la lanza de Zahid resbaló y se estampó contra el hombro del señor de Pimentel. El paladín de Albornoz perdió por la mínima y se llevó una ovación del público.

Había llegado la final, el último combate que enfrentaría a Alberto y a Simón. Preparados en sus extremos de la liza, los justadores se saludaron y azuzaron sus caballos el uno contra el otro. La primera estocada se la llevó Alberto, un lance tan poderoso que casi lo arranca de la silla. La lanza se le rompió en el pecho, así que Simón sólo obtuvo un punto, pero casi había bastado para dejar fuera de combate al joven soldado real. Tuvo que cambiarse de coraza, ya que el peto le había quedado hundido y se tomó más tiempo del habitual en cambiar de lanza y volver a la pista. Julia empezó a rezar en voz baja. El segundo lance se produjo a una velocidad de vértigo y arrancó un grito de asombro a todos los presentes: Simón de Pimentel había descargado toda su fuerza contra el yelmo de Alberto, pero este lo había esquivado por un milímetro. Cuando ya parecía que no había ángulo y el lance quedaría en blanco, Alberto reventó su lanza in extremis contra el hombro del noble.

Ahora estaban empatados. En realidad pocos dudaban de la victoria de Simón, especialmente porque era evidente que Alberto ya no podía ni con su alma, pero el valor del joven soldado había impresionado a todos y cuando se levantó la visera un instante en su extremo de la pista fue ovacionado. Se prepararon para atacar, se bajaron los banderines y se lanzaron de frente con las lanzas prestas. Los asistentes se pusieron en pie, aguantando la respiración. A tres metros, a dos, a punto de colisionar...Y de repente gritos, relinchos y confusión. Un tercer caballo irrumpió en la pista a golpe tendido. A causa del clamor del público no se le había oído llegar y tanto el señor de Pimentel como el caballero Alberto refrenaron sus caballos y los resoplidos de los animales se unieron al caos del torneo interrumpido.

El caballo que acababa de entrar en el terreno de justa era de color gris y tenía la piel empapada en sudor. Lo montaba un hombre más muerto que vivo, con el rostro ensangrentado y la mirada extraviada. Todos los asistentes se sobresaltaron y el palco principal en pleno se puso en pie. La guardia real cayó sobre el jinete, cuyo caballo se encabritó, y lo hicieron desmontar con brusquedad, mientras se intercambiaban gritos e imprecaciones. A pesar de su estado, el recién llegado hizo acopio de sus fuerzas para librarse de los guardias y tratar de acercarse al rey, pero esos intentos aun le valieron una mayor dureza por parte de los soldados. Pedro dirigió una mirada de inquietud a Isabel y se acercó al borde de la grada.

—¡Soltadlo! —ordenó— ¡Dejadle hablar!

Los guardias obedecieron y el hombre se postró tambaleante ante el monarca. Llevaba el uniforme de la guardia real, pero estaba tan sucio y desgarrado que resultaba irreconocible. Además tenía la cara cubierta de heridas y sangre seca y lo único que se distinguía eran unos ojillos oscuros moviéndose enloquecidos.

—Señor...mi señor —balbució.

Se levantó un murmullo de asombro por el aspecto del soldado. La princesa también se acercó al borde, junto al monarca, y notó que Alfonso de Albuquerque la imitaba y se colocaba tras ella.

—Traed agua —mandó Pedro.

—Majestad, es horrible —gemía el soldado.

Se llevó una mano temblorosa al pecho, lo que provocó que los guardias que lo rodeaban aprestaran las espadas, pero lo único que el soldado hizo fue arrancarse los jirones de la casaca: sobre el corazón tenía grabado un escudo en carne viva, como si fuera una marca de ganado. La burguesa Juana soltó un grito y retrocedió. Isabel, muy impresionada, miraba el escudo con los ojos desorbitados y oyó la voz de Alfonso a su espalda.

—Trastámara —murmuró el valido.

—¡Señor! —continuó el jinete con voz entrecortada— El conde de Trastámara...desde Navarra...ha entrado en Calahorra con las tropas del barón de Mendoza y un ejército de mercenarios...son cientos. Ejecutaron al condestable de Calahorra y a toda la guarnición y se ha proclamado rey de Castilla. Me permitió vivir para traeros el mensaje. Os...os declara la guerra, mi señor.