XVIII

ESA noche, despojada de sus joyas y ataviada con un sencillo vestido, Isabel evitó a los guardias y se internó en la oscuridad hacia el bosque una vez más. Mientras se dirigía allí, el corazón le latía insistentemente. Tenía miedo, una sensación vaga de temor que no acertaba a localizar. Iba al encuentro de un extraño que quizá ni siquiera hallaba. Durante un buen rato, vagó por la espesura sin rumbo definido, pues no estaba segura de recordar el camino. Finalmente, dejó que su caballo lo dictara a placer. El animal bajó la cerviz para husmear en el suelo y luego resopló y echó a andar lentamente. Llegó al claro donde se había puesto a pastar la noche anterior tras salir desbocado y relinchó satisfecho. Enrique estaba allí y se veía tan inquieto como ella.

—Hola.

—Hola.

Janto reconoció a Enrique y acudió a saludarlo; ella se enderezó en la silla sin tiempo para impedirle que se acercara al joven y le frotara el hocico en la cara. Enrique rió y le acarició la cabeza, saludándolo en voz baja. La infanta se atrevió a sonreír.

—¿Por qué no damos un paseo? —propuso el joven.

Isabel se encogió de hombros ligeramente y se balanceó sobre el caballo para desmontar. Enrique se acercó para ayudarla, pero su cercanía la sobresaltó y dio un tirón a las riendas sin querer. Janto protestó y recolocó las cuatro patas.

—Lo siento —murmuró Isabel.

Enrique negó con la cabeza y dio un paso atrás para dejar que desmontara sola.

—Está bien.

Una vez en el suelo, Isabel se sintió más tranquila. Enrique caminó hacia atrás, invitándola con la mirada a andar a su lado. Ella lo siguió y dieron un largo paseo entre los árboles, aislados del resto del mundo. Aquella noche, se dijo Enrique, la muchacha parecía mucho más animada. Por primera vez, ella también hablaba y no solo para preguntar. Hablaron de caballos, de cuándo habían aprendido a montar; de las plantas que reconocían, del verano que estaba al caer... Enrique, hecho a la soledad, dudaba que fuera capaz a volver a acostumbrarse al silencio.

Al cabo del rato se sentaron sobre la hierba para descansar: Enrique se tendió en el suelo bocarriba y ella se volvió hacia él con curiosidad. El joven miraba al cielo estrellado lleno de interés. Isabel se volvió hacia los lejanos luceros con los ojos entornados. Se tendió junto a Enrique y notó el calor de su cuerpo aunque no llegaran a tocarse. Él se estremeció al oírla suspirar y siguió embelesado su mano cuando señaló hacia arriba y dibujó una figura en el aire.

—Mira, ¿ves aquellas estrellas de allí? —le susurró.

Enrique asintió.

—Los antiguos griegos decían que era Andrómeda, hija de Cefeo y Casiopea, reina de Etiopía —narró la infanta—. Era tan hermosa que su madre se jactó de que era la muchacha más bella el mundo. Entonces, uno de sus dioses se enfureció y envió un monstruo marino a destruir la ciudad.

Enrique se volvió a mirar la constelación señalada. No tenía ni idea de quién eran los griegos ni el resto de nombres de los que hablaba, pero solo el estar con ella lo tenía suspendido en el aire. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de lo que había añorado la compañía de otro ser. De pequeño la gente evitaba acercársele. El bastardo de la bruja, decían, cuyo padre era o un cura o el diablo. Aquellas fueron las palabras, espetadas con ira el día en que el señor de Tovar prohibió a su hijo Tello que volviera a verlo, poco antes de marcharse de Berlanga.

—La única manera de aplacar su ira fue encadenar a Andrómeda a una roca en el océano y ofrecérsela al monstruo en sacrificio. Ella aceptó para salvar a su pueblo —continuó Isabel.

La joven se quedó callada y entonces fue Enrique quien habló. Estaban muy cerca, tanto que al girar la cabeza para mirarse sus mejillas rozaban.

—¿Y qué ocurrió?

—No le recuerdo bien...creo que en el último momento apareció un héroe y la salvó. Y los dioses los inmortalizaron en el firmamento. Al menos esto creían los griegos.

—¿Cómo sabes esas cosas?

Isabel movió los labios sin articular palabras. Gabriel adoraba aquellas viejas historias y solía explicárselas a Pedro y a ella cuando eran niños.

—¿Quién eres?

Ella se incorporó alterada y juntó las manos bajo la barbilla. Enrique se arrepintió enseguida. Había un acuerdo tácito entre los dos: Isabel nunca le había hablado de sí misma.

—Tengo que marcharme.

—No...—protestó Enrique.

La cogió del brazo para pedirle que se quedara y ella sufrió una sacudida con el contacto. Reprimió un grito y tiró para huir de él. Enrique la soltó enseguida.

—Espera, no te vayas.

Isabel se quedó sentada, con todos los músculos en tensión. Aquello había sido un error, no tendría que estar allí.

—Perdóname —rogó Enrique—. No te haré más preguntas, ¿de acuerdo? No importa. Solo quiero que te quedes.

—¿Por qué?

—No lo sé...

El bastardo de la bruja. Ella sabía que lo era, pero no le importaba. Solo por eso, pensó, tenía derecho a ocultarle lo que quisiera. Estiró la mano y separó los dedos en abanico; a veces su madre lo hacía cuando él estaba enfadado y quería reconciliarse con él. Isabel respondió al gesto de manera instintiva y levantó la mano a su vez, hasta que las yemas se tocaron. Ella se relajó un poco. De algún modo, también quería quedarse. Cerró la mano sobre la suya y se tendió de nuevo junto a él.

******

Tras la coronación, la vida de Pedro cambió por completo. Los papeles se amontonaban en su mesa y las preocupaciones eran tantas y tan diversas que cualquier otro pensamiento ajeno al Estado difícilmente encontraba cabida ni en horas de vigilia ni en horas de sueño. Aquella mañana, la reunión con el consejo se había prolongado más de lo habitual y al finalizar, el rey suspiró imperceptiblemente. Tras días de actividad frenética estaba agotado.

Cuando se quedó solo, Julia asomó la cabeza por la puerta, pero no entró hasta que el último de los reunidos desapareció por la esquina. Pedro sonrió al verla.

—Julia, pasa.

—Majestad, traigo un mensaje de vuestra hermana.

Pedro miró por la ventana. Había quedado con ella para dar una vuelta a caballo y abajo, en los jardines, lo esperaba desde hacía un buen rato, trotando de aquí para allá para matar el tiempo. Julia continuó.

—Dice que como su Majestad no se digne a bajar de una vez, ella no lo esperará ni esta ni en ninguna otra ocasión. Y añade que sois muy descortés.

—Gracias, Julia —rió él—. Muy literal.

La doncella se encogió de hombros; a diferencia de otros criados estaba habituada al humor de sus señores o no se hubiera atrevido a trasmitirle el recado de aquel modo. Pedro le tenía mucha confianza, habían sido grandes amigos de niños; en cierta manera, Julia había sido el primer amor del muchacho. Por esa razón, se permitió el atrevimiento de acercarse a ella, hasta casi rozarla, y la miró con deliberada intensidad.

—Pero tú no crees que yo sea descortés, ¿verdad? —preguntó en tono suplicante.

—Claro que no, Majestad. Al menos, antes no lo erais —repuso ella con un guiño.

Pedro le dio un empujón cariñoso y ella sonrió, pero en ese momento entró la reina, y la joven se cuadró inmediatamente y se escabulló a poco que le fue posible.

—No tontees con las doncellas, Pedro —lo reprendió—. Siempre acaba trayendo problemas.

—Es Julia —arguyó Pedro.

—No importa quién sea —sentenció.

Sin ánimos de defender la situación, Pedro lo dejó estar y se apoyó en la pared junto a la ventana, con los brazos cruzados.

—Se te ve cansado.

—Estoy bien, madre.

—Debes cuidarte. He oído que piensas emprender un viaje.

—Sí, el conde de Flandes me ha invitado a visitar sus dominios. Partiré la semana que viene.

—¿Qué dice Gabriel?

—Le parece bien, lo ha puesto todo en marcha.

—¿Irá él contigo?

El rey sacudió la cabeza.

—No, prefiero que se quede aquí y mantenga todo en orden mientras yo no esté.

—Será lo mejor.

—¿Es de eso de lo que queríais hablar, mi señora?

La reina tomó asiento, apoyó ambas manos sobre el regazo y se mantuvo recta en la butaca. Pedro trató de disimular que tenía prisa.

—Hay otra cosa que, si tienes un momento, deberías empezar a considerar.

—Hablad.

—Concertar tu matrimonio, hijo.

Al principio Pedro se sorprendió, pero tras convencerse de haber oído bien, no acusó ninguna reacción en especial y desvió la vista hacia algún punto indefinido de la sala.

—Es necesario contar con una pareja real firme en el trono. Necesitas una esposa, y también un heredero. El no tenerlos y tu juventud son una invitación a las incursiones exteriores e interiores. Tienes que mostrar que Castilla es estable.

—Lo sé —carraspeó él.

—Convendría actuar deprisa, he pensado en algunas candidatas.

Satisfecha porque su hijo no rechazaba el tema, le habló de las gestiones que se llevaba entre manos en aras de encontrarle una buena esposa, así como las virtudes de su preferida, la sobrina del rey de Francia, doña Blanca de Borbón. Él la escuchó a medias, con la mente en otra parte.

—De todas maneras —concluyó la reina—. No te preocupes, yo me encargaré de todo. También deberíamos hablar de Isabel.

Pedro volvió de golpe a la conversación y la reina notó que la miraba directamente y sus ojos relucían.

—Isabel es tu hermana —le dijo, sosteniéndole la mirada—, la infanta de Castilla y la mejor baza diplomática que posees.

—¿Qué queréis decir?

—Necesitas alianzas. Ya es hora de preparar su matrimonio.

El rey se apartó el pelo de la cara, no del todo convencido. La reina continuó.

—Europa está en guerra, lo sabes. Francia e Inglaterra llevan batiéndose más años de los que pueden recordar y Castilla está en medio —tomó aire—. ¿Y qué me dices de Aragón? Su rey apoyó a tu padre en Gibraltar, pero de un tiempo a esta parte nuestras relaciones con él son pésimas.

—¿Queréis llevar a Isabel a Aragón?

—No necesariamente, pero sería una buena opción. A no ser que haya algo que lo impida y yo ignore.

Pedro no contestó, miró al suelo y después a la ventana. Isabel seguía abajo. Era hermosa, siempre lo había sido, y sin duda sería deseada por cualquiera de los candidatos de su madre.

—Lo pensaré —zanjó—. Pero ahora debo marcharme, madre.

—Bien, me retiro entonces. Espero que podamos hablar antes de tu partida.

—Por supuesto.

El rey besó la mano de su madre, atravesó la sala y salió dejando a María sola. Pensativa, se dirigió a la ventana donde su hijo se había apoyado y al mirar el exterior dejó escapar un suspiro.

******

Cabalgó durante una hora para reunirse con su amada María y cuando la tuvo entre sus brazos la besó con tanta fogosidad que la joven casi se quedó sin aire. Agazapados entre los árboles, los jóvenes dieron rienda suelta a su pasión y solo al cabo de un par de horas se separaron el uno del otro, exhaustos y colmados. Tendida sobre la hierba, María se estremeció al sentir el tacto de una brizna de hierba sobre los labios. Le hacía cosquillas y se volvió risueña hacia Pedro, que yacía a su lado y la miraba embelesado mientras le deslizaba el tallo por el rostro. Fuera de la protección de las ramas altas, el sol bañaba el rostro del rey y se reflejaba en su cabello de oro. También sus ojos brillaban y en ocasiones parecían tener los reflejos azules de su niñez. Los de ella se iluminaban cada vez que él se acercaba, que lo oía, que lo veía de lejos, incluso solo con pensar en él.

Pedro soltó la brizna de hierba y le acarició los brazos. Después le perfiló el rostro con los dedos, apartando con delicadeza los tirabuzones cobrizos que lo enmarcaban. María suspiró, se inclinó sobre él y lo besó. Al poco, el joven la rodeó con los brazos y ella se acurrucó sobre su hombro. María abrazo su cuerpo desnudo, acariciándole los hombros y el nacimiento del cabello, le acercó los labios al oído y susurró.

—Estás aquí y ya te echo de menos. Creo que si no vuelves pronto me volveré loca.

—Yo sí que me volvería loco si no te tuviera.

María emitió un suave ronroneo abrazada de su torso.

—Ojalá no tuviéramos que escondernos.

Pedro le besó la frente y guardó silencio.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella.

—Nada.

El joven se dio la vuelta, juguetón, y se tendió sobre ella. María forcejeó con él para impedir que la inmovilizara y Pedro soltó una carcajada.

—¿Olvidas que me gustan los retos?

María entornó los ojos, más prudente que desafiante. Pedro suspiró y se tendió de nuevo a su lado. Ella le acarició la mejilla y los párpados con la yema de los dedos.

—¿Por qué no me miras a los ojos? —le preguntó la noble.

Pedro entreabrió los párpados, que había cerrado bajo las caricias de María, y al hacerlo le acarició los dedos con las pestañas mientras posaba la mirada en ella directamente. María se humedeció los labios.

—Ojalá... —murmuró María— fuera capaz de saber lo que piensas.

Pedro esbozó una leve sonrisa.

—Pienso en ti...

María le puso el dedo sobre los labios.

—Deja de hacer eso —suspiró.

El rey frunció el ceño imperceptiblemente. Desvió la vista y la puso en las nubes. Permanecieron enroscados un rato, hasta que el color del cielo anunció la pronta caída del sol.

—Tengo que irme —se lamentó Pedro.

María suspiró y lo vio incorporarse desde el suelo. Aún tenían las manos unidas y Pedro se la apretó con gravedad.

—Te quiero.

María asintió. Pero Pedro tenía la necesidad de que le quedara muy claro.

—Lo sabes, ¿verdad?

María asintió de nuevo. Pedro sonrió de manera insondable y le besó la mano. Se abrazaron con fuerza antes de separarse. Por un instante, María tuvo la desagradable sensación de que esa sería la última vez que estarían juntos y aunque trató de apartarla de su mente, no la abandonó ni cuando se besaron, ni cuando él agitó la mano desde su montura, al alejarse de vuelta a Talavera.

—Yo también te quiero —se dijo.

Emprendió el camino de regresó a Montalbán algo apagada, como si aquel presentimiento furtivo le hubiera exprimido la energía. Ya en el castillo, encontró a su madre cosiendo en su habitación. Era bastante tarde, así que se extrañó de que la hubiera estado esperando. Quizá era precisamente eso, era demasiado tarde. Tenían que haberse preocupado, su padre debía estar molesto. Pero por alguna razón había querido regresar a pie y había recorrido todo el camino con la yegua de las riendas, de modo que antes de darse cuenta era noche cerrada.

—Madre...—empezó a disculparse.

—¿Ya se ha ido? —le preguntó.

Ni reproche ni enfado, tan solo comprensión. María se quedó de piedra.

—Soy tu madre. No lo olvides.

María bajó la vista y notó un nudo en la garganta. Acudió junto a la mujer, se arrodilló y apoyó la cabeza sobre su regazo.

—Sí, ya se ha ido —repuso.

Unos días después, el rey partió al norte para embarcar hacia Flandes. Era la primera vez que viajaba fuera Castilla, pero nada más zarpar ya se había convencido de que Gabriel estaba en lo cierto: una vez respirado el aliento de su tierra se sentiría incompleto hasta estar de vuelta.

******

—¿Quién era esa mujer? —preguntó la reina.

El valido real se incorporó tras la reverencia de rigor y miró directamente a la cara de María. Había sido llamado por la soberana y acudió a sus aposentos, en los que ella lo esperaba sentada cerca de la ventana, cubierta por un manto rojo que llegaba hasta el suelo. Al entrar Gabriel, la reina no se levantó, pero se volvió hacia el anciano arrastrando su vestimenta. Esperó a que el este se inclinara, lo observó con atención y, sin más, le soltó la pregunta que confirmaba los temores de su fiel servidor.

—¿Qué mujer, mi señora?

María entornó los ojos y sus labios se curvaron en una sonrisa fina, pero sus ojos seguían estando clavados en Gabriel. No se molestó en insistir y prosiguió con idéntico tono de voz.

—¿Y su hijo?

El valido bajó la mirada y suspiró. Conocía a la reina y ella lo conocía a él. Había llegado un momento que había evitado durante años: enfrentarse a María de Portugal.

—Vive con ella, según creo.

—Asumo que desde que apareció por aquí, habéis localizado donde vive —el valido asintió—. ¿Son una amenaza para Pedro?

Gabriel cerró los ojos. Le habría gustado contestar negativamente, pero su breve entrevista con Leonor le había hecho darse cuenta de que aquella mujer estaba dispuesta a todo. Ya no era la joven asustada que había huido diecisiete años atrás. Hacía tiempo que había perdido la inocencia; la amargura la había forjado desde las entrañas y le había dado la paciencia para esperar el momento justo de reaparecer.

—No lo sé, mi reina —musitó.

—Sin embargo, tu silencio me dice lo contrario —objetó la reina—. Si ella o ese bastardo son una amenaza para Pedro, son una amenaza para Castilla. ¿Por qué los proteges?

El hombre se agitó, como alcanzado por algo afilado y su arrugado rostro se cubrió de pesadumbre. María tenía razón, durante años había tratado de encontrar a Leonor, pero en el empeño por lograrlo había tratado de obviar lo que haría con ella una vez la hallara. Y ahora que la tenía, seguía resistiéndose. Él, que se consideraba el más fiel a su reino, lo traicionaba deliberadamente y lo ponía en peligro.

—Eres un buen hombre, Gabriel —afirmó María en tono conciliador—. Ni la doncella ni el chico tuvieron la culpa de lo ocurrido, pero no hay nada más que podamos hacer para arreglarlo.

—Lo sé.

—Deben desaparecer.

—Mi señora, preferiría no tener que dar esa orden sin el permiso del rey.

La mujer se puso seria.

—Los dos sabemos que Pedro no va a dar esa orden.

Se levantó, haciendo gala de su impresionante figura y magnetismo, hasta el punto que Gabriel sintió el impulso de caer de rodillas ante ella.

—Soy la madre del rey. Y en su ausencia tanto el primer valido real como yo tenemos autoridad para solucionar problemas. ¿Ya has decidido de qué lado estás?

—No tenéis por qué preguntarlo, Majestad —contestó con la cabeza alta.

—Te ordeno que te encargues de este asunto y que sea antes del regreso de Pedro. Y esta vez, quiero que lo arregles definitivamente.

—Así se hará, mi reina.

Gabriel salió de la habitación con gesto sombrío y se encaminó a su despacho con las manos cogidas a la espalda y el escaso cabello blanquecino cayéndole sobre el ceño fruncido.

******

Los médicos habían dejado claro que no quedaba nada por hacer, pero aún así Eduardo de Castro permaneció toda la noche a los pies de la cama del conde Juan, velando la atribulada respiración de su padre. Al alba, Rodrigo de Mendoza se presentó en Monforte tras cabalgar a toda prisa durante varias jornadas. Cuando entró en la alcoba de su amigo, la seriedad se trocó en tristeza. El conde enfermo parecía casi transparente y yacía en la penumbra, sobre un enorme camastro. Apoyado en la pared, su primogénito saludó al barón. Juan se movió y habló trabajosamente.

—Rodrigo...Sabía que vendríais.

—Mi buen amigo, estoy aquí.

—Quiero...tengo que hablar con vos.

Eduardo, que había creído a su padre dormido, no pronunció palabra y salió de la habitación para dejarlos solos. Fuera, la luz del día lo cegó y le entró un fuerte dolor de cabeza que ya no iba a abandonarlo en todo el día. Fue a parar a un patio ajardinado donde vio a su esposa Inés, sentada con un rosario entre las manos. Ella lo vio a él y se dispuso a ir a su encuentro, pero el noble la evitó y rodeó el patio. No deseaba verla, no soportaba esa mirada insulsa que preguntaba tanto y no entendía nada. No es que fuera culpa suya, la culpa no era de nadie.

Se dirigió a la parte trasera del castillo, a paso lento pero constante, mientras el sol seguía abriéndose camino en el cielo. Aquella zona estaba desierta, así que supuso que los criados andarían por algún rincón, compadeciéndose de ellos mismos. Con quién sí se cruzó fue con Roque, un hombretón algo mayor que él, muy alto y fornido, de rasgos marcados y rectos y cabello rizado, que Juan había armado caballero hacía poco tiempo. Desde que Eduardo se trasladó a Ponferrada, el conde había tomado al villano bajo su tutela y lo había nombrado su guardaespaldas personal. Cuando sus miradas se cruzaron, la de Roque era tan trágica que Eduardo se sintió culpable por no estar llorando.

Siguió caminando hasta sobrepasar las murallas de Monforte. Desde el altiplano donde se emplazaba el castillo se divisaba todo el valle, incluido el río Cabe que serpenteaba entre las aldeas. Pronto volverían los rebaños de su padre. Entonces todo el valle, hasta donde alcanzaba la vista se llenaría de ovejas y sus balidos resonarían desde el alba hasta la puesta de sol. Vio cómo se acercaba un carruaje a toda velocidad por el camino pedregoso que bordeaba la ladera de las montañas. Reconoció la cruz del escudo: su tío Nicolás, flamante maestre de la Orden de Santiago, acudía presuroso para suministrarle el último sacramento al conde: la extremaunción que lo absolvería de todos sus pecados. Después del caballero sacerdote acudirían aún más jinetes y carruajes, quizá incluso algún representante del rey. Todos se mostrarían muy apenados por la muerte de Juan.

El paseo lo había conducido a las afueras del poblacho extramuros, donde alternaban humildes cobertizos. Los aldeanos lo observaban temerosos. Sin duda no desconocían el débil estado de su señor y ahora ya debían imaginar, dado el revuelo que se había armado en el castillo, que el final era inminente. Y tenían miedo: temían por el futuro, por si su heredero subiría los impuestos o les exigiría una mayor parte de sus cosechas, por si acostumbraría a deshonrar a sus hijas y esposas u obligaría a los jóvenes a enrolarse en sus ejércitos. Al fin y al cabo no sabían nada de él, pues en las contadas ocasiones en las que se había dejado ver por allí de niño se había mantenido distante, a la vera de su padre, y ahora su fama como arquero letal lo precedía. Era normal que lo espiaran con recelo. Eduardo no pretendía que lo hicieran de otro modo; de hecho le importaba muy poco lo que pensaran.

Al volver al castillo, al primero que vio fue a Roque, que lloraba en una esquina. Le invadió una sensación extraña al ver a un hombre hecho y derecho como él llorando como un niño. Incapaz de reaccionar, siguió adelante. Su esposa Inés también lloraba, más discretamente, en el hombro de su cuñada. Se les acercó, esperando oír lo inevitable, pero antes de llegar, vio de reojo a su hija mayor tras un arbusto. La niña, que contaba con cinco años escasos, también parecía a punto de echarse a llorar, aunque de seguro no entendía la situación y solo estaba afectada por el estado de su madre. Eduardo tuvo el impulso de cogerla en brazos, pero en ese momento Rodrigo se dirigió hacia él desde el lado opuesto. Sin que él hiciera movimiento alguno, el barón lo abrazó y le palmeó la espalda.

—Eduardo, no sabéis cuanto lo siento. Vuestro padre era el más noble de los caballeros.

—Gracias, mi señor.

El barón escrutó el rostro del nuevo conde de Lemos con simpatía e hizo un ademán para que lo acompañara.

—Sus últimas palabras fueron para vos —le dijo.

—Pero no me las dirigió a mí —objetó el conde, con un deje de amargura.

Rodrigo puso su firme mano sobre el hombro de Eduardo, pero este evitó mirarlo a los ojos.

—Juan quería pedirme que cuidara de vos. Aunque no era necesario que me lo pidiera.

—Agradezco que lo veáis así, aunque mi padre nunca lo creyese.

—Os comprendo, pero no me habéis entendido. Ahora sois una de las personas más poderosas del reino y no os va a ser fácil. Juan era mi amigo más querido y a vos os aprecio tanto como a él. Lo que me pidió fue que estuviera a vuestro lado, como hasta ahora lo estuve al suyo y él al mío.

La cabeza de Eduardo de Castro hervía y empezó a buscar instintivamente un lugar para sentarse. Ese gesto no pasó inadvertido para Rodrigo, que apretó su mano en el hombro del conde.

—No os preocupéis, amigo mío. Yo me ocuparé de todo un tiempo. Tan solo reuníos con vuestra familia y tratad de recobraros de esta desgracia.

Eduardo no pudo mantenerse frío por más tiempo, sentía minadas todas sus defensas. Asintió y se dejó confortar por Rodrigo.

—No tenéis por qué hacerlo...

—Todo está bien, ya os lo he dicho. Algún día me corresponderéis.