XVII
DURANTE la mayor parte del tiempo que duró la peregrinación a Sevilla, Isabel permaneció en el interior de su carruaje, espiando por la ventanilla el paso del paisaje y de la gente. Al frente de todo, un carruaje tirado por cuatro caballos negros transportaba el ataúd del rey en solemne procesión. La reina caminaba a su lado rodeada de plañideras, sin despegar los ojos del suelo ni separar las manos entrelazadas sobre el enfaldo. Ni en una sola ocasión dio muestras de cansancio y si se detenía era porque Pedro ordenaba hacer un alto para obligarla a reposar. Aún así, Isabel tenía la extraña seguridad de que no necesitaba dormir para mantenerse en pie. Tampoco Pedro acusaba el cansancio, pese a cabalgar junto al carruaje fúnebre bajo un sol de justicia desde el alba hasta la caída del sol.
Al llegar ante las puertas de Sevilla empezaron a oír el rumor de la multitud. María opinó que Isabel debía franquear las puertas a caballo y así lo hizo, montada en su pura sangre árabe, junto a su hermano y tras la reina. La gente se había echado a la calle para verlos pasar, ya que sin duda aquel era el mayor acontecimiento que recordaban. Cientos de miradas se centraban en los tres miembros de la familia real y, pese a todo, tanto María como Pedro se movían como pez en el agua guiando el cortejo a través de las callejuelas. Al fondo despuntó la torre de la antigua mezquita a la que se dirigían.
La ceremonia transcurrió como en sueño bajo la severa mirada de decenas de figuras de piedra que parecían a punto de saltar de las columnas. El ambiente estaba cargado por la luz amarilla de centenares de cirios y el color de las vidrieras, que arrojaban claridad sobre los frescos del techo repletos de ángeles rubios de ojos azules. Isabel los observó absorta. Gabriel le había dicho un día que eran perfectos, pero no le había dicho por qué.
El obispo de Sevilla oficiaba el rito funerario, asistido por la plana mayor de la iglesia. En las primeras filas del templo estaban representados casi todos los dignatarios del reino, canturreando a una la letanía uniforme e interminable que cantaban los prelados. María también oraba, erguida y concentrada como la más devota de las devotas. Cuando el obispo se lo indicó, se arrodilló ante el ataúd recién bendecido donde estaba su marido y fue ungida con ceniza. Isabel, aterrada, contuvo la respiración cuando se vio obligada a avanzar para que hicieran lo mismo con ella. Sintió el dedo del obispo sobre su frente y la aspereza del polvo.
—¿Os habríais esperado esto? —susurró el conde de Lemos al barón de Mendoza, a su lado en el banco.
—De todas las posibilidades, admito que no me esperaba la muerte del rey. Y menos fuera del campo de batalla —admitió Rodrigo entre dientes—. ¿Sabéis de qué pie calza Pedro?
Juan escrutó la espalda del joven de cabello rubio arrodillado en la parte delantera, como si pretendiera desgranarle el alma.
—Me temo que pronto lo descubriremos.
Todos los presentes pasaron ordenadamente ante el ataúd para rendir su último homenaje al monarca, mientras el coro entero de sacerdotes entonaba un réquiem desgarrador. Las notas subían y bajaban en el multitudinario lamento, la inmensa iglesia se convirtió en un animal herido. Castilla lloraba la muerte de su rey. Isabel apretó los puños, luchando contra el nudo que tenía en la garganta. La frente le ardía allá donde le habían hecho la señal de la cruz. Se diría que la habían marcado a fuego en lugar de con cenizas. Hubiera querido frotarse la cara, para arrancarse la huella que le había dejado en la piel. Se habría arrancado la piel de haber podido, cuando el réquiem llegó a su punto más álgido. Luego descendió, a modo de gemido postrero. Y luego nada, solo un suspiro contenido que precedió al silencio y el ataúd de Alfonso que desapareció en la cripta.
A la salida, el pueblo entero estalló en gritos de júbilo, ya que se daba por finalizado el periodo de luto oficial. Isabel se metió en el carruaje y, al fin sola, se frotó la frente con manos temblorosas. La entrada de su madre la sobresaltó y dejó caer las manos con aire culpable. María frunció el ceño ligeramente cuando sus miradas se encontraron. Sin pronunciar palabra, se humedeció las yemas de los dedos con saliva y limpió la frente de su hija de los restos de ceniza.
—No es más que polvo —murmuró algo impaciente—. Polvo del camino. Se limpia y se sigue adelante.
Isabel se llevó la mano a la frente y la colocó sobre la de su madre. Esta la dejó hacer, pero sin corresponder a la muestra de afecto, concentrada en adecentarla. Solo un momento vaciló, al atisbar una fina cicatriz nacarada en la palma de Isabel. Frunció los labios, pero no dijo nada. Con las dos mujeres decorosamente en el interior del carruaje, la comitiva atravesó las callejas de la ciudad entre aplausos. El contraste entre el ambiente de la iglesia y el de las calles era espectacular. En el primero se despedía una era acabada; en el segundo se recibía la nueva. Pedro, a caballo a la cabeza del cortejo, desfiló por las calles principales para saludar a la gente durante horas, en su primera aparición oficial tras el funeral del rey caído, y no se retiraron al alcázar de la ciudad hasta el atardecer.
Después de cenar, la princesa se escabulló para mirar el paisaje desde uno de los balcones: le gustaban la calma y las siluetas caprichosas de las estrellas en el cielo de principios de primavera. Además, bajo ellas el discurrir del Guadalquivir relucía como un diamante, atalayado por la Torre del Oro, robusta y resplandeciente como una espada enhiesta.
Un ruido tras de sí la avisó de que alguien la había seguido y vio que Pedro se le acercaba y se acodaba también en la balaustrada. Observó a su hermano: parecía mentira que solo unas horas antes aquella misma persona estuviera cabalgando entre sus súbditos, dejando impresionado a todo el que lo presenciaba. Ella misma había notado aquella especie de aura sobrenatural que lo envolvía. Y aún así, allí estaba, de nuevo en la Tierra como mortal.
—¿Qué? —preguntó Pedro.
—¿Qué de qué?
—¿Por qué me estás mirando?
—Por nada en especial. ¿En qué piensas?
—Pensaba que este es un hermoso lugar para construir un palacio. No sé, ¿no te gustaría?
Isabel asintió, empapándose del agradable olor de la noche que empieza a refrescar. Pedro aspiró ese mismo aire y sonrió levemente. Se le veía tranquilo y eso la llenaba de paz. Cuando estaban así era como si nada hubiera sucedido y casi creía olvidar el pavor de mirarse en los ojos de Pedro y hallarlos vacíos aquella fatídica noche.
—¿Estás nervioso? —preguntó Isabel.
Él cerró los ojos unos momentos.
—No —inspiró—. No es eso.
—¿La echas de menos?
Pedro supo que refería a María de Padilla y sacudió la cabeza afirmativamente, pero en su rostro no había tristeza. Isabel se preguntó si sería capaz de albergar un sentimiento semejante: desear estar con alguien y no tener miedo de ser tocada; ser feliz en su compañía y añorarle cuando no estuviese. Y aún así sonreír, porque pensar en esa persona fuera suficiente para alejar la tristeza. Quizá fuera demasiado desear. Quizá ni siquiera le correspondía desearlo. Solo sabía que aquella noche, un desconocido en el bosque le había tendido la mano y le había vendado una herida con su pañuelo. Y que después ella lo había buscado incluso antes de ser consciente de que quería encontrarlo.
—¿Y a ti que te pasa? Estás en las nubes.
Pedro soltó una risita y le dio un empujón.
—¡No seas animal!
Isabel le devolvió el empujón y mantuvieron una breve escaramuza. Finalmente, se separó de Pedro con un bufido de enojo y se dirigió al interior.
—Ah, ¿eso significa que os rendís, mi señora?
—¡Muy gracioso!
—¿Es que no cambiarás nunca? ¡Sigues siendo una niña! —rió— Oye...
Ya desde dentro, Isabel apartó las cortinas que ondeaban al viento para prestarle un último segundo de atención.
—No te enfades.
—Déjame en paz.
—Eh, ¡no te enfades! —la joven desapareció con el ceño fruncido— ¡Buenas noches!
La princesa no respondió, pero en cuanto le dio la espalda sonrió. Probablemente era verdad, en muchos aspectos seguía siendo una niña. Y él también, aunque desde aquel preciso momento la corona le había arrebatado el derecho a serlo.
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Pedro de Borgoña, hijo de Alfonso XI y María de Portugal, fue proclamado rey y se dispuso su coronación al regreso a Talavera. El amplio y luminoso salón principal, se había habilitado para albergar el acontecimiento. Había estandartes relucientes colgando de los muros y el techo abovedado estaba surcado de lado a lado con guirnaldas. Una larga alfombra roja dividía la sala desde la entrada hasta la pared opuesta, cubierta de tapices. El emblema real destacaba en el mayor de ellos y bajo este se encontraba el trono. A ambos lados del trono había dos butacas algo más bajas.
Frente a cada una de ellas, María e Isabel permanecían de pie. La primera lucía un lujoso vestido negro, con la cintura ceñida y los faldones amplios. Los hombros y el cuello estaban cubiertos de encaje, hasta la nuca, donde llevaba el cabello recogido en un severo moño. El tocado se completaba con un velo negro sobre la cara. La infanta llevaba un traje de terciopelo color crema, con el corpiño bordado en oro. Desde el cuello, un velo le cubría la cabeza y caía libre a su espalda, sujeto a la frente con una fina tiara. Los ojos le brillaban de emoción.
La sala estaba repleta de nobles con sus mejores vestiduras, desde caballeros a condes, aunque una vez más Rodrigo y doña Margarita destacaban entre los demás. El conde de Lemos y su familia también marcaban la diferencia entre ellos y la “baja nobleza”, que tenía a bien apartarse de su paso y bajar la voz cuando uno de ellos andaba cerca, como si fueran seres de otro mundo. Aparte de ellos, más de una mirada se desviaba hacia el joven y misterioso Román de Salcedo, a su pariente, la dulce Elena de Tarcel, o a la inaccesible y radiante María de Padilla, la de rizos de fuego, que estaba preciosa con su vestido de terciopelo esmeralda.
Frente al trono, el obispo Gregorio sostuvo en alto una corona de oro y piedras preciosas. Hacia él, Pedro recorría la alfombra con la cabeza erguida, acompañado por dos soldados de la guardia real en su atuendo de gala. Mientras avanzaba entre columna y columna, todas las miradas se volvieron hacia él; sonaron trompetas y el ambiente se llenó de admiración. Castilla se rindió a sus pies; cuando el joven besó el anillo de Gregorio, cuando se inclinó ante él y el obispo posó el símbolo del poder sobre su cabeza, Isabel tuvo la impresión de que el viento se había acallado, desde el que arreciaba en la montaña más alta hasta el que balanceaba las briznas de hierba del valle más profundo. Después, Pedro se irguió en toda su estatura y se volvió hacia la concurrencia, sin la menor muestra de nerviosismo. Los asistentes vitorearon al nuevo monarca y este se acercó al trono y tomó asiento. Con una amplia sonrisa, Isabel lo imitó después que su madre. Entonces se lanzaron tres vivas por el rey, por la reina madre y por la infanta.
La nobleza desfiló ante ellos para pronunciar sus juramentos de fidelidad a la soberanía del rey. Pedro se mostró respetuoso con todos, pero distante, como había sido aleccionado, incluso cuando la linda hija de Gonzalo de Padilla se arrodilló frente a él y con voz suave le juró sumisión. Al finalizar el desfile dio comienzo el baile, en el que las parejas se distendieron y empezaron a entrecruzarse con movimientos acompasados, al son de la música. Visto en conjunto, se diría que decenas de flores se abrían y se cerraban con cada paso. Con esa impresión, la princesa contemplaba la sala, contagiada del ambiente festivo y tremendamente orgullosa de su hermano. Pedro también se veía muy concentrado en la danza. Se volvió hacia él y le susurró:
—Te queda bien.
—¿El qué?
—La corona, Majestad. Porque ahora ya puedo llamaros “Majestad”, ¿no?
Pedro esbozó un gesto risueño y jugueteó con el anillo de oro con la letra P que la muchacha llevaba en el dedo.
—Eso parece, así que ya puedes empezar a tratarme con más respeto.
Ella disimuló una risita y se dispuso a replicar, pero María de Portugal le lanzó un reproche tajante.
—Compórtate, Isabel.
Ella masculló una disculpa y se reportó, pero Pedro aún no le había soltado la mano y tiró de ella para hacerla levantar.
—Vamos a bailar.
Isabel titubeó, porque no tenía la seguridad de que María quisiera que hiciera eso, pero el recién coronado rey no dejó que se preocupara por su permiso y la sacó a la pista. Enseguida la música paró y los bailarines se detuvieron para dejarlos llegar al medio de la pista. La princesa se dio cuenta de que eran el centro de atención y notó un cosquilleo en la base del estómago. La música se retomó y Pedro la hizo girar junto con las demás parejas. Ella se dejó llevar, sumergida en el momento y en la música que flotaba a su alrededor entre giro y giro. La pieza terminó y todos aplaudieron. Pedro le besó la mano antes de soltarla para dar una palmada y hacer que la música continuara. En ese momento Alfonso surgió de entre la gente, se acercó a la pareja real e hizo una reverencia.
—Mi señora, sería un gran honor que accedierais a bailar conmigo.
El hijo del valido estaba muy apuesto, con su elegante jubón granate y su capa negra. Isabel se sentía especialmente animada, así que aceptó, aunque por algún milagro de su memoria recordó pedir permiso a Pedro, como sabía que debía hacer, y se ahorró una nueva reprobación de la reina. Mientras tanto, el rey había localizado a María de Padilla entre la muchedumbre, emparejada con el noble Román Salcedo, y los dos bailaron al son de la nueva tonadilla sin perder detalle del otro. Para la siguiente habían logrado acercarse lo suficiente para que el rey le pidiera un baile. María aceptó y dejó el rey cogiera su mano. Él la acarició despacio antes de llevársela a los labios. Una sonrisa secreta. Un roce furtivo. Un baile. De la mano de Alfonso de Albuquerque, Isabel los observó también y le dio la impresión de que su intimidad era tan evidente que habría que estar ciego para no adivinarla.
Tras las columnas de piedra, Gabriel seguía atento la evolución de la ceremonia. En los últimos días había soportado más tensión que nunca e incluso ahora seguía vigilando cada movimiento del rey. Las palabras del consejo aún resonaban en su cabeza, pero no quería dejar que lo preocuparan. Si hubiera podido elegir, también hubiera esperado aún algunos años antes de poner el peso de Castilla sobre los hombros de Pedro. Pero no había podido, así que ahora lo único que podía hacer era seguir velando por la estabilidad, ya que no dudaba que pronto se vería amenazada por aquellos mismos bailarines enfundados en sus lujosas pieles de cordero. Ayala no tenía razón, Pedro estaba listo: lo veía en la manera en que había caminado hacia su corona, en su manera de bailar y en la manera en la que recibía los saludos de sus invitados. Observó a su pupilo rodeado de delegaciones extranjeras, que le rendían homenaje y le entregaban presentes, escogiendo bien aquellas con las que había que hablar más y con las que menos. La delegación aragonesa, antiguos aliados de su padre; el enviado de su abuelo, rey de Portugal; Luís de Mâle, conde de Flandes, cuyas riquezas empezaba a ser motivo de conversación a lo largo y ancho de Europa...
—Mi señor —susurró el valido al oído del rey—. Deberíais salir al balcón.
Pedro asintió y se disculpó con el conde Luís, con el que había entablado una animada conversación. María de Portugal se levantó y aceptó el brazo de su hijo para salir con él a la balconada. Abajo, el patio del Alcázar había abierto las puertas y estaba repleto de gente de los alrededores, congregados para jalear al rey. Expectantes, los villanos empezaron a gritar nada más moverse las cortinas del salón y la excitación se tornó en locura cuando lo vieron aparecer al fin. Pedro los saludó como si hubiera nacido haciéndolo y Gabriel, algo retrasado, se llenó de satisfacción. Ayala no sabía cuánto se equivocaba.
De repente, Gabriel notó que el viejo corazón le daba un vuelco. Alguna cosa le había llamado la atención entre la gente del patio, pero la vista había sido más rápida que la mente y no estaba seguro de qué era. La buscó hasta dar con ella: al fondo de todo, quieta, sombría, había una figura que le era conocida. Solo con verla notó que lo invadía un sudor frío. Su fino cabello castaño, su cuerpo pálido y frágil...había pasado el tiempo y este había hecho mella en ella, pero sus rasgos estaban demasiado grabados en su recuerdo y en las peores pesadillas de los últimos años. Con el corazón en vilo abandonó el balcón y el salón de baile discretamente y bajó al patio. La mujer lo vio venir, pero siguió con la mirada fija en el balcón.
—El fiel perro faldero —murmuró, cuando el anciano llegó junto a ella.
—¿Qué haces aquí, Leonor?
—Mi hijo debería llevar esa corona.
Gabriel mantuvo la compostura muy a duras penas. Tras haberla buscado durante tanto tiempo, verla aparecer de repente en el mismísimo Alcázar le había cortado el resuello. Miró en derredor y bajó la voz.
—Vuestro hijo...¿está aquí?
—No, no soy tan estúpida.
—¿Y sabe que...?
—¿Que es el primogénito de Alfonso?
—¡Por Dios, señora!
—No lo sabe, ¿esperabais que le dijera que vive en la miseria cuando debería reinar?
—Cuidado con lo que decís.
Leonor frunció el ceño en señal de desafío y manifestó con voz ronca:
—Ya no os tengo miedo. Como viva yo no tiene importancia, soy una sirvienta. Pero os juro que removeré cielo y tierra hasta que mi hijo esté donde le corresponde.
—¿Y qué creéis que vais a hacer?
—Sé cosas...—lo retó ella— Cosas que harían que se revolviera el infierno.
Gabriel la agarró del brazo con una fuerza inusitada y ella jadeó.
—¿Has perdido la razón? La única razón de que sigas con vida es que desconocíamos vuestro paradero. Créeme, no quiero tener que haceros daño. Os voy a dar una única oportunidad. Marchaos de aquí, volved a donde quiera que hayáis estado hasta ahora y cejad en vuestro empeño antes de que te oiga alguien o...
Ella insinuó una sonrisa burlona, que acabó deformada en una mueca. Se liberó de Gabriel con un tirón y contestó, rabiosa.
—Si tan leal a Castilla os consideráis, deberíais luchar por que el rey legítimo subiera al trono.
Dicho esto le dio la espalda y volvió a confundirse entre la gente. El valido se enjugó la frente y lanzó una inquieta mirada circular. Al parecer nadie los había oído, nadie se había enterado: abajo, la gente estaba extasiada con el rey; arriba, las damas y los caballeros estarían bailando distraídamente o hablando en corrillos. Sonrisas, miradas, críticas veladas y chismes por las esquinas, alguna que otra conspiración que no llegaría a término, nada extraordinario.
Sin embargo, alguien los había visto. El anciano lo supo en cuanto sus ojos se encontraron con los de la reina. Los de ella tenían una expresión tan fría tras el velo negro como el día antes de su partida.