XXXVII

CÓMO que no está? —rugió Alfonso— ¡Repite eso!

La rolliza criada se encogió y miró al suelo. El valido real estaba encolerizado y sus ojos, ya afilados de por sí, parecían capaces de cortar el aire.

—No...no está —tartamudeó— Nadie la ha visto en todo el día...a su Alteza...no está en el castillo.

—¡Pero alguien tiene que haberla visto! Quizá haya ido a Almendrera.

Por una vez, Alfonso no podía controlar su enfado y gritaba a la doncella sin ningún reparo.

—¡Habla! ¿No la ha visto nadie?

Nada de lo que la mujer dijera podría aplacar al valido, y ante esa certeza, la doncella no pudo más que encogerse de hombros y esperar que pasara el aguacero. Sin embargo, eso no mejoró en nada la situación. Alfonso se enfureció todavía más y se le acercó; estaba segura de que iba a golpearla, así que empezó a hablar atropelladamente.

—Yo...no, mi señor, nadie la ha visto. Yo busqué a Julia, a su doncella, señor, la busqué porque a lo mejor ella sabía dónde estaba la princesa. Pero no encontré ni a una ni a otra y pregunté, mi señor, pero nadie las había visto. Nadie las ha visto.

Alfonso se había quedado parado a un par de metros de ella y atendía a sus palabras como si se las estuviera bebiendo. Se quedó un momento callado y rígido. Entonces, de repente, salió de la estancia como una exhalación, sin dirigirle la palabra a la aterrorizada criada, que aún lo esperó durante un rato, dudosa de tener permiso para retirarse.

Con paso rápido y decidido, Alfonso recorrió el castillo sin dudar en un solo corredor y sin que la pobre iluminación le hiciera tropezar con obstáculo alguno, como cofres, escudos, alacenas o sorprendidos pajes que se apartaban de su camino tan rápido como podían. Salió al patio y se encaminó hacia las caballerizas, donde se había formado un corrillo de mozos de cuadra que se susurraban los unos a los otros con nerviosismo. Al verlo callaron inmediatamente y lo miraron como animales acorralados.

—Señor... —murmuró el más osado, cuando creyó que la distancia era suficiente para ser oído. Pero bastó un gesto fugaz del valido para que cerrara la boca.

—¿Faltan caballos, verdad?

Ellos se miraron con inquietud. Otro de los mozos se adelantó.

—Tres, mi señor.

—¿Desde cuándo?

—No estamos seguros. Estaban anoche, pero al salir el sol había desaparecido.

—¿Por qué no he sido informado antes? —sugirió en tono glacial.

Ninguno de los mozos acertó a dar una respuesta razonable, así que el valido soltó un gruñido y se alejó a grandes zancadas de regreso al castillo. Cuando llegó a su despacho, el corazón le latía a toda velocidad así que intentó calmarse. Antes de conseguirlo, al menos en parte, golpeó la mesa de madera con furia. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Cómo había creído ni por un instante que aquella criatura recalcitrante que era Isabel le haría caso? Porque no había que ser un genio para adivinar que había aprovechado al oscuridad para salir en dirección a Granada. Y Julia la acompañaba —¿quién sería el tercero?—, otra muchacha cuya estupidez era comparable solo a la de su princesa.

No sabían dónde se metían. La práctica totalidad del sur estaba en manos de Enrique de Trastámara y el condestable Velasco controlaba con mano de hierro la región. Aparte, en cuanto se extendiera la noticia de su desaparición, sus enemigos empezarían a buscarla como perros hambrientos. Por si fuera poco, llegaban noticias de que Toledo no aguantaría la embestida de García de Padilla más de dos días y pronto atacarían Talavera. Desguarnecer el Alcázar para enviar a la guardia real en busca de Isabel los condenaría a todos y además no haría más que guiar a los hombres de Velasco, mucho más numerosos, tras ella. No había vuelta de hoja, Pedro caería pronto e Isabel no llegaría viva a Granada. Y era mejor así.

—Maldita sea —farfulló—. Maldita seas.

Su corazón había vuelvo a dispararse con la sola idea de la muerte de Isabel. Chasqueó la lengua y se frotó el entrecejo, pensativo. Debía hacer algo. Al fin y al cabo, se dijo, cabía la posibilidad remota de que Pedro volviera y si no había tratado de recuperar a su hermana no le cabía duda de que lo haría ejecutar. Algo más dueño de sí mismo hizo llamar a uno de sus secretarios, que se presentó bastante preocupado por el humor del valido.

—Exijo explicaciones sobre la desaparición de tres caballos. Haz venir al jefe de cuadras Guillermo de Roya.

—Ahora mismo, mi señor.

******

Los tres fugitivos cabalgaron sin pausa durante toda la noche y al día siguiente se tomaron solo el tiempo imprescindible para comer algo antes de continuar. Debían alejarse del Alcázar lo máximo posible y cuanto antes, para que, en caso que los persiguieran, los hombres de la guardia real no pudieran seguir su rastro. Al mismo tiempo, tenían que permanecer alejados de los caminos principales para no llamar la atención. En pocos días abandonarían la zona que aún permanecía bajo control de Pedro de Borgoña para internarse en los dominios de su hermano bastardo, con lo que la expedición tomaría un cariz de serio peligro. Y aún les quedaría más de una semana por delante antes de alcanzar la frontera con Granada. Eso si lo lograban.

Hablaban poco, poco durante los breves descansos que se concedían y aún menos mientras cabalgaban. José, que parecía tener buena mano en la tarea, guiaba a sus dos compañeras con seguridad por los caminos de la Meseta. Isabel lo seguía y Julia cerraba la marcha. A su alrededor, la inmensidad de los campos se desplegaba plácidamente. Nada parecía ir mal, nada rompía aquella paz, salvo el trino de los pájaros.

El hechizo se rompió al pasar por las primeras aldeas cercanas a la línea divisoria entre ambos bandos. Estaban devastadas. La mayoría de las casas habían ardido y el resto casi no se sostenían en pie. El tercer día divisaron una patrulla de la guardia real, salieron del camino a toda prisa y se ocultaron en una de las casas desvencijadas hasta que pasaron de largo. Al volver a salir de la cabaña se encontraron con algunos campesinos, que huyeron despavoridos nada más verlos. Isabel pareció muy afectada por el miedo que se respiraba, sacó unas monedas y las dejó en la cabaña que acababan de ocupar.

—Vayámonos de aquí —les dijo en voz baja.

En adelante, no tuvieron oportunidad de ver a mucha gente, ya que procuraron mantenerse a distancia de las aldeas y los pocos villanos que se cruzaron en su camino corrían a esconderse en cuanto les veían. Así que cada vez que se acercaban a alguna población, trataban de acelerar la marcha, tanto para evitar aterrorizar a aquellas gentes como para ahorrarse ellos mismos el dolor de ver toda aquella desolación. Acampaban lejos de las zonas de paso y compartían las provisiones que llevaban. Era en aquellos momentos, alrededor de alguna pequeña hoguera, cuando el Ratón de Talavera hacía lo posible por aliviar la tensión, cantando alguna canción o contando alguna historia. Julia solía escuchar con una media sonrisa pensativa, mientras se acurrucaba en un rincón e intervenía esporádicamente. Isabel se mantenía al margen, aunque respondía afable siempre que alguno de los dos se dirigía a ella, o cuando su doncella la miraba con preocupación o se sentaba a su lado.

El segundo día que se internaban en el territorio del condestable Velasco, las provisiones empezaron a escasear. Aquella noche, cuando se detuvieron para descansar, Julia les llamó la atención sobre el hecho.

—Tienes razón —admitió José—. Tendremos que ir a alguna aldea.

Y miró a Isabel, que se mordía el labio inferior y negaba con la cabeza.

—Si vamos a alguna aldea pronto se correrá la voz de que hay tres forasteros por la zona.

—¿Qué proponéis?

—Una ciudad, pasaremos más desapercibidos. No estamos lejos de Ciudad Real.

—Pero Ciudad Real está tomada por la orden de Alcántara —murmuró Julia—. Está llena de soldados, ¿no será exponernos mucho?

La princesa se encogió de hombros.

—No creo que nos reconozcan. Además, solo nos quedaremos el tiempo necesario para comprar algo de comida.

.—Ciudad Real está a un día de camino —intervino José—. Nos desviaremos un poco pero podemos recuperarlo.

Isabel asintió, pero Julia, que jugaba con una brizna de hierba, no estaba muy convencida.

—Me asusta que puedan descubrirnos —musitó—. Llevamos días tratando de escondernos de la gente y ahora vamos directos a la boca del lobo.

Los otros corroboraron ese sentimiento con su silencio. José inspiró.

—Todo irá bien. Ni siquiera es preciso que vosotras os expongáis. Si me esperáis a las afueras me reuniré con vosotras cuando haya conseguido provisiones.

—No —se negó la princesa—. No entrarás solo.

—Alteza, si llegaran a apresaros...

—Tiene razón, mi señora.

Pero la infanta interrumpió sus réplicas con voz segura.

—Quiero ver la ciudad. Quiero ver cómo está la gente. Es lo mínimo que puedo hacer.

José no se dio por vencido, pero optó por aplazar la discusión y les recomendó que durmieran, aunque ninguna de las dos tenía sueño. Entonces, el Ratón empezó a cantar, con su voz cómica y silbante, pero extrañamente melódica bajo las estrellas.

******

El consejo de Enrique se reunió a última hora de la tarde, con el declinar del sol. El barón de Mendoza, el señor Gonzalo de Padilla, César Manrique y el recién nombrado canciller, Pedro López de Ayala, ocupaban las sillas. A falta del capitán du Guesclin, su segundo, Hugues de Caverley, estaba en pie ante el lugar restante de la enorme mesa, dispuesta en la antesala del pabellón de su rey. Estaban todos algo nerviosos y no lo disimularon cuando el mercenario sacó una carta. La remitía Eduardo de Gales, cuya milagrosa aparición no había sino evitado que su enemigo mordiera el polvo hacía pocas semanas. Y para hacérsela llegar, sus emisarios habían entrado en contacto con los de Bertrand, a los que la larga guerra entre sus naciones había hecho ya viejos conocidos.

Hugues le tendió la misiva a Ayala, para que la entregara a Enrique, pero este hizo un gesto para que no perdiera el tiempo.

—Leedla en voz alta, mi señor. Acabaremos antes.

Rodrigo lo desaprobó en silencio y Enrique lo percibió y dedicó una mueca de cansancio al barón. No es que su mentor le hubiera inculcado mal las rutinas del protocolo, sino que tras días de duro asedio por parte de los escuadrones de Pedro destacados en las llanuras norteñas, no tenía ánimos para fingir que el barón de Mendoza no había sido el primero en leer el comunicado.

El canciller Ayala carraspeó y desdobló el grueso papel con el sello del Príncipe Negro, recitó el encabezamiento por el que el noble inglés se dirigía al noble príncipe de Trastámara y comenzó la lectura con su clara voz de orador.

Sabed que, en estos días pasados, palabra nos llegó de que nuestro querido pariente don Pedro, rey de Castilla y de León, al que cuando el rey don Alfonso murió, todos los reinos de Castilla y de León recibieron pacíficamente y tomaron por Señor, recibió noticia de que vos con gentes y fuerzas de diversas naciones entrasteis en sus reinos y se los ocupasteis. Que desde entonces os llamasteis Rey de Castilla y de León; que tomasteis sus tesoros y sus rentas y que habéis tomado y forzado a su pueblo y clamáis que lo defenderéis de él y de los que le quisieren ayudar.

Y el rey de Inglaterra, mi padre y mi señor, al recibir del rey Don Pedro petición de justicia y auxilio, mandó noticia a Guyena, donde nós nos hallábamos, con el mandato de que, con todos sus vasallos le viniésemos a ayudar según dicta la honra.

Por esta razón nos encontramos aquí. Y porque, si fuese voluntad de Dios que se pudiese evitar mayor derramamiento de sangre de cristianos como acontecería si hubiese batalla, sería para nosotros motivo de alegría. Por ello, os rogamos que si os place que mediemos entre el rey Don Pedro y vos, nos lo hagáis saber y trabajaremos para que vos podáis vivir holgadamente y gozar de vuestro estado y condición a su merced.

Pero si esto no os place y queréis que se libre la batalla, sabe Dios que nos enfrentaremos a vos hasta nuestra última gota de sangre, con toda la fuerza de nuestros reinos. Pues esa es la voluntad de nuestro padre y el sentir de nuestra conciencia.

Por la gracia de Dios. Por San Jorge.

Ayala finalizó la lectura y dejó la carta sobre la mesa, sin poder ocultar del todo el efecto que aquellas líneas le habían causado. Rodrigo se atusaba la barba sin decir nada, Gonzalo tampoco parecía dispuesto a abrir la boca y César Manrique miraba a un lado y a otro como si esperara algún tipo de señal que lo guiara en su reacción. Hugues, extraordinariamente parecido a Bertrand en sus maneras —ya que no en su aspecto, significativamente más joven y brioso— tenía los ojos entrecerrados en gesto de reflexión. Enrique suspiró.

—El príncipe de Inglaterra se expresa con sensatez y corrección —afirmó. Después se encogió ligeramente de hombros—. Veo que sus palabras os han impresionado.

Rodrigo bufó desdeñoso y se sirvió un poco de vino.

—Las palabras no ganan batallas —tomó la carta y releyó algunas líneas en tono cáustico—. “para que vos podáis vivir holgadamente y gozar de vuestro estado y condición a su merced”. “si esto no os place y queréis que se libre la batalla, sabe Dios que nos enfrentaremos a vos”... Tan noble caballero no encuentra otro modo de mediar que espantar al primogénito de un rey con amenazas y tentarlo después con las sobras, como si fuera un perro. No, mi señor, su sensatez y corrección no nos engañan.

Y al pronunciar las últimas palabras subió el tono, para dar muestra de que hablaba en nombre del consejo. Interpretándolo como la señal que esperaba, César Manrique se puso en pie y se golpeó el peto con el puño.

—El barón está en lo cierto, Majestad. El ejército del usurpador agoniza, la ayuda de Inglaterra no servirá salvo para retrasar sus últimos coletazos. Puede que San Jorge esté de su parte, pero por mi alma que el Apóstol Santiago está de la nuestra.

Enrique escuchó mohíno la perorata de su aliado, demasiado inflamada de pasión como para tomársela en serio, pero al mismo tiempo reconfortante. También él apuró su copa de vino y después se llevó las yemas de los dedos a las sienes, tratando de concentrarse. Al levantar la vista se dirigió a Ayala directamente.

—¿Cuántos hombres han venido con el príncipe Eduardo?

—De Guyena trajo dos mil lanzas, caballeros y escuderos. Aunque es posible que traiga más.

—¿Son buenos?

—Los mejores hombres de armas de toda la cristiandad —respondió Hugues en su lugar.

Enrique suspiró.

—Si los enfrentamos, ¿venceremos?

—Sin duda alguna —afirmó Manrique.

—Pero morirán muchos —intervino Ayala, casi para sí.

—Esto es una guerra —replicó Manrique—. La gente muere.

Hugues interrumpió la discusión sin pretenderlo, al mover la silla para tomar asiento. Gonzalo, que estaba a su lado, le acercó la jarra de vino maquinalmente, pero el mercenario la rechazó. Entonces se dio cuenta que, alertados por el movimiento y el ruido, todos miraban hacia él y tosió algo nervioso.

—¿Qué opináis vos, mi señor? —le preguntó Gonzalo.

César fue a replicar, pero el señor de Padilla se adelantó a sus objeciones.

—El señor de Caverley es el segundo al mando de las Compañías Blancas. Creo que su opinión merece ser tenida en consideración.

El aludido maldijo en su fuero interno la ausencia de Bertrand, pero no pudo negarse, ya que el mismo Enrique esperaba que respondiera a la pregunta.

—El príncipe Eduardo nunca habla por hablar. Si aceptáis su mediación, se asegurará de que quedéis satisfecho. Si no, no ahorrará esfuerzos para derrotarnos. Y os aseguro, Majestad, como Bertrand os diría en este mismo momento, que son pocos los que se atreven a oponerse al Príncipe Negro.

Ayala se estremeció, contrito ante la previsión de miles de bajas de castellanos contra castellanos, y se frotó las arrugadas manos con pesar. Enrique frunció los labios con la cabeza gacha.

—Ah, pero yo no creo que Bertrand dijera tal cosa, mi buen amigo —disintió Rodrigo, sin levantar la voz—. Aunque entiendo que la digáis vos. Al fin y al cabo, vos sois inglés y es de vuestro príncipe de quién habláis.

Hugues sintió que enrojecía y apretó los puños.

—Mi lealtad hacía las Compañías no ha sido puesta en duda jamás.

—Ahora tampoco —lo apaciguó Rodrigo—. Pero ha sido muy desconsiderado por nuestra parte preguntar...

Indignado, Hugues se levantó de la mesa maldiciendo en inglés e hizo ademán de llevarse la mano a la espada. Gonzalo se puso en pie en seguida para detenerlo, así como César, que desenvainó. Ayala se acercó a Enrique, que miraba a Rodrigo con enfado.

—Sentaos todos —les ordenó. Y lo repitió una vez más, hasta que le obedecieron—. Disculpad al barón de Mendoza, mi señor Hugues. Sus palabras, así como su don de la oportunidad, son a menudo malinterpretadas en momentos tensos.

—Disculpado está. En cuanto a mí, ya he expresado mi opinión —murmuró el soldado, aún con la voz tomada—. Así pues, os ruego que me excuséis, pues hay asuntos que debo tratar con mis hombres.

Enrique accedió y lo excusó, así que el mercenario abandonó el pabellón a grandes zancadas. Al menos así se evitarían más altercados a lo largo de la noche. Tras asegurarse de que los nobles habían recuperado la calma retomó la palabra, dando a entender que estaba harto de hablar.

—Así pues, vuestra recomendación es que desoiga las palabras del Príncipe Negro y no me avenga a negociar.

—Si dudáis ahora, Majestad, Castilla entera os creerá débil. Los hombres son seres caprichosos y desagradecidos. Si os ven débil, os abandonarán —contestó Rodrigo.

Enrique miró intensamente a su mentor, preguntándose si con aquellas palabras se refería también a sí mismo. Un escalofrío le recorrió la espalda: no le cabía la menor duda.

—Sea pues. Mi señor de Ayala, haced el favor de redactar mi respuesta al príncipe. Decidle que ha sido mal informado, pues no he ocupado sino recuperado Castilla, y que mientras yo viva, Pedro no volverá a reinar. Así que mejor haría en retirar a sus hombres y no meterse en asuntos ajenos.

******

El cielo se había vuelto gris y opaco y lloviznaba a ratos, aunque el agua no constituyó un problema real a lo largo de las jornadas siguientes. Los tres jinetes, Isabel, Julia y José, tomaron rumbo a Ciudad Real y no hicieron más que un breve alto en todo el día. Al caer la noche se desencadenó una tormenta primaveral que los obligó a buscar refugio en un cobertizo abandonado, una especie de refugio de caza. El agua se filtraba por el techo de madera y paja y el viento frío entraba por las ventanas y las rendijas de las paredes. Por suerte, pudieron encontrar algunos leños no demasiado húmedos para encender fuego y secarse las ropas. Al amanecer volvía a llover, aunque con menor intensidad, y José salió de la cabaña para comprobar el estado de los caballos. Los había dejado atados en la parte posterior de la cabaña, bajo un pequeño tejadillo. Allí seguían, inquietos todavía por el sonido lejano de los truenos; se les acercó mientras tarareaba una antigua canción sobre la lluvia y las cosechas. Los animales lo reconocieron y se mostraron dóciles ante sus caricias.

Las murallas de Ciudad Real se veían a poca distancia, un muro impresionante de más de cuatro kilómetros y hasta ciento treinta torres. Tan solo estaban a medio día de camino, así que si salían enseguida podría estar de vuelta en la cabaña poco después de medianoche. No convenía retrasarse más. Conocía Ciudad Real, de modo que no tenía que costarle mucho hacerse con algunas provisiones. Un movimiento a su espalda interrumpió sus pensamientos y lo hizo volverse. Isabel había salido de la cabaña y se le acercaba.

—¿Os he despertado?

—Algo le pasa a Julia. No está bien.

José siguió a Isabel al interior de la cabaña. Julia estaba encogida sobre sí misma, envuelta en una capa y tiritando. Isabel se arrodilló junto a ella, mientras José apartaba la capa y le palpaba los brazos.

—Dios mío, pero si estás helada, princesa.

Acabó de quitarle la capa, le pasó el brazo por debajo del cuello y la incorporó.

—Tiene la ropa húmeda. Se le viene secando encima, desde anoche —gruñó José.

—Tenemos que sacarla de aquí. Tiene fiebre.

José acarició con cariño el rostro de la doncella y renegó entre dientes.

—¿Se pondrá bien, verdad?

—Claro que sí, Alteza —respondió aparentando seguridad—. Estamos todos cansados, solo es eso. Tendremos que hacer alto en Ciudad Real, al menos un par de días. Es peligroso, pero es lo único que se me ocurre.

—Está bien. Salgamos enseguida.

El Ratón asintió, pero era evidente que la idea de llevar a las dos jóvenes a la ciudad enemiga seguía sin satisfacerlo. Isabel adivinó estos pensamientos.

—Haremos lo que tú digas —musitó, en tono conciliador.

Y él sonrió, con algo de resignación, se levantó y comenzó a recoger las cosas.

—Alteza, estarán buscando a tres personas, o al menos a dos mujeres jóvenes. No deberíamos entrar juntos.