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HABÍA llegado el invierno y la nieve había cubierto los campos y los jardines con su manto. Desde la vuelta del rey, la vida había transcurrido tranquila en el castillo, pero Pedro se veía cada vez más absorbido por las tareas administrativas que le encomendaba el valido real. Gabriel era consciente de que era viejo y de que su salud se resentiría pronto, de manera que se había propuesto instruir al futuro rey cuanto antes posible. A menudo, el príncipe trabajaba codo con codo con Alfonso, el hijo del primer consejero. Gabriel, que aspiraba a que su hijo lo sucediera en el cargo, opinaba que los dos jóvenes debían acostumbrarse a colaborar en el gobierno.

Aquella mañana el aire estaba seco y eléctrico y la respiración de personas y animales se convertía en vapor en cuanto entraba en contacto con el ambiente. Pedro había conseguido librarse un rato de sus obligaciones y vagaba por el patio con el caballo de las riendas, buscando a Isabel. Creyó verla a lo lejos, sentada en un banco de piedra, y se acercó, pero enseguida se percató de su error. La chica no difería mucho en edad con su hermana, pero tenía el cabello pelirrojo y rizado. Era de rasgos regulares y finos y unos brillantes ojos grises lo observaban con curiosidad.

—¿Deseabais algo?

Su voz reflejaba la misma seguridad en ella misma que el resto de su apariencia. Pedro se sintió inesperadamente desconcertado, pero sonrió con cortesía.

—Disculpadme, os había confundido con otra persona.

—Entonces lamento haberos desilusionado —concluyó ella.

El príncipe ladeó un poco la cabeza, sorprendido e intrigado por la muchacha.

—En absoluto, mi señora. No os había visto antes por aquí.

—Mi padre se está entrevistando con el rey en estos momentos y me ha permitido acompañarlo.

La mirada de Pedro se desvió un instante hacia el castillo. Según creía, su padre estaba reunido con el señor Gonzalo de Padilla para mediar entre el noble ganadero y los agricultores colindantes. Gabriel se había pasado tres días preparando el encuentro.

—Entonces, vos debéis ser...

—Soy María, la hija menor del señor de Padilla.

—Encantado —repuso él, inclinándose para besarle la mano.

—¿Y bien?

—¿Cómo decís?

—Vuestro nombre, caballero.

El príncipe levantó las cejas y la miró aún más desconcertado. Entonces soltó una suave carcajada y se encogió de hombros.

—Por Dios, perdonadme. Qué torpe soy —se disculpó con humildad—. Me llamo Pedro. Pedro Alfónsez de Borgoña.

A María se le desencajó el rostro un instante y bajó la mirada hacia el blanco suelo con rapidez.

—Perdonad mi mala educación, Alteza.

Él parecía cualquier cosa menos ofendido.

—Por favor, no os disculpéis.

—Mi padre siempre dice que debo moderar mi vehemencia.

—No importa. Miradme, os lo ruego. Tenéis unos ojos realmente mágicos.

María no se inmutó. Conocía bien la fama de Pedro: había podido confirmar que era bastante atractivo y se decía que solía embaucar a las doncellas con palabras zalameras. No obstante, pasado el apuro de no haberlo reconocido, lo único que veía en él era un joven presuntuoso y no tenía por qué seguirle la corriente.

—Se los debo a mi abuela.

—Tendré que agradecérselo entonces.

Pedro le pidió permiso para sentarse a su lado y ella tuvo que aceptar.

—¿No os aburrís de estar aquí sentada? Puede que vuestro padre se demore aún un rato.

—Sois muy amable —respondió ella—, pero seguramente acabe pronto.

—Si no me equivoco, vivís en...

—Montalbán.

—Eso. No tengo el placer de conocerlo, pero he oído que es un lugar impresionante.

Era amable, sí. Y ciertamente dulce. Había algo en su voz que la atrapaba. La muchacha reunió fuerzas para apartar la mirada y Pedro se humedeció los labios.

—¿Os apetecería dar un paseo conmigo, mi señora? —preguntó con una sonrisa insinuadora— Creo que la espera se os haría más corta.

María cambió de opinión: era un presumido sin remedio. Buscó una excusa para negarse y la encontró cuando una criada salió de una portezuela y fue a su encuentro, para anunciarle que su padre la esperaba en el patio delantero. María se levantó pausadamente y se volvió hacia Pedro con toda la intención.

—Lo siento, mi señor. Tendremos que aplazar ese paseo.

—Os tomo la palabra.

Le hizo una reverencia y siguió presurosa a la criada, no sin antes pasear una última vez sus ojos perla por los dorados de Pedro. Él le sonrió, y no dejó de hacerlo mientras se alejaba, mientras jugueteaba con el pie en la nieve.

******

—Gabriel, ¿qué queréis decir?

Isabel no daba crédito a sus oídos.

—Solo digo que quizá sería mejor que pasarais un tiempo fuera. Medina es un lugar precioso.

—¿Por qué iba a querer irme de aquí?

—Alteza, ya sois una mujer. ¿No os aburrís de ver siempre lo mismo?

Cabalgar, tocar el arpa, pasear...Isabel llevaba una vida más o menos ociosa y liviana. No es que eso le agradara o le desagradara, pero al fin y al cabo no había mucho más que hacer: vivía al margen de la mayoría de asuntos, no por falta de interés, sino simplemente porque no le correspondían y nadie la informaba de ellos. En cualquier caso no quería irse. Le gustaba Talavera. Cruzada de brazos ante el valido se negó en redondo a seguir escuchándolo. Gabriel suspiró derrotado.

—¿Qué ha sido de la niña que hacía caso a todo lo que le decía? —se lamentó.

—Oh, Gabriel. Sigue aquí. Solo que ha crecido.

El valido no tenía ninguna duda. Todo el que la veía pasar solía estar de acuerdo: la princesa había nacido con la elegancia de su madre y mirarla a ella era evocar a la reina, pero mucho más bella.

—¿Gabriel, qué sucede? —preguntó el rey.

Isabel se volvió hacia la puerta.

—¡Padre! No os había oído entrar.

El valido hizo una reverencia.

—¿Disfrutasteis de la cacería? —se interesó.

—Entretenida —resumió el rey.

Miró a su hija de hito en hito y esta le sonrió tímidamente.

—Anda, haz feliz a tu padre y tráeme algo de beber —mandó, haciendo un gesto con la mano.

Isabel asintió decorosa y salió de la habitación. Gabriel se dispuso a seguirla.

—Qué era eso de Medina.

El valido le quitó importancia.

—Solo era una idea que había pensado.

—No pienses tanto, Gabriel. La vida es demasiado corta.

Aquella noche, Isabel fue llamada a los aposentos reales. Algo inquieta, se apresuró a acudir. No había nadie guardando la puerta y eso la extrañó. Cuando entró en la habitación de su padre lo encontró sentado en una mullida butaca cerca del fuego. Llevaba una copa de vino en la mano y sobre la mesa había una redoma de vidrio casi vacía. Las armas que guardaba en la habitación estaban esparcidas por el suelo, como si las hubiera estado utilizando. Era algo que hacía a veces desde que había vuelto —corría ya el rumor de que el rey había perdido la cabeza en la última campaña—, cuando estaba ebrio trataba de ponerse la armadura y blandía su espada farfullando órdenes como si estuviera en el campo de batalla.

—¿Queríais verme, Majestad? —musitó.

Al encontrarse su mirada con la de Isabel, esta se arredró. Algo iba mal, su padre estaba como ido. Ni siquiera parecía que la hubiera oído. Sus ojos relucían de un modo indefinido y cuando le habló parecía que no era con ella con quién hablaba, incluso que hablaba más consigo mismo.

—Estás muy hermosa, querida.

La princesa se miró un momento. Llevaba un vestido crudo sencillo, con mangas de encaje.

—Gracias, mi señor —respondió.

—Acércate.

Ella titubeó y se volvió un momento hacia la puerta, que había dejado cerrada a su espalda. Su corazón latía apresuradamente mientras obedecía y sintió una sacudida cuando el rey se levantó y quedó en pie frente a ella.

—¿Qué deseáis...?

Alfonso la mandó callar y ella se quedó inmóvil. El rey empezó a caminar en torno a ella, atravesándola con los ojos a medida que avanzaba. Isabel se estremeció, pero no dijo nada, se quedó en pie, casi conteniendo la respiración hasta que volvió a situarse frente a ella.

—¿Qué hacéis, padre?

Él frunció el ceño, pero hizo caso omiso de la pregunta. La agarró del brazo y la hizo avanzar hacia un rincón. Ella caminó a trompicones, observando de pasada las armas, y tragó saliva. Su padre la colocó frente a un espejo y observó el reflejo de ambos. Parecía tan complacido por este que su boca se torció en una sonrisa. Por un momento, Isabel se relajó y creyó que el rey la dejaría marchar ahora. Sin embargo, todos sus músculos se crisparon cuando notó que empezaba a tocarla. Trató de apartarse, pero Alfonso la retuvo con una fuerza inusitada y ella se quedó helada. Hizo un par de intentos de desasirse, sin éxito. El rey estaba desatándole la ropa con una mano y paseaba la otra por su cadera.

—No...

Alfonso le tapó la boca y, de un tirón, acabó de aflojar el vestido, que empezó a resbalarle de los hombros. Isabel volvió a estremecerse, el rey estaba acabando de bajarle el vestido y ella sentía arder sus manos sobre cada parte de su cuerpo. Completamente rígida, solo podía mirar al frente: al espejo que le devolvía su rostro aterrorizado y su torso desnudo.

—Sí, es perfecto —murmuró Alfonso—. Por fin es perfecto, querida.

No sabía a qué se refería, pero al tratar de respirar fue incapaz de tragar aire. Aquella sensación que creía olvidada, el suelo que desaparecía bajo sus pies y la angustia de la caída volvía a dejarla sin aliento tras años de estar encerrada en lo más hondo de su memoria. Boqueó ruidosamente por oxígeno, mientras su padre la tiraba en el suelo y se colocaba sobre ella. No podía reaccionar y no era capaz de resistirse. La voz de su madre resonaba con demasiada fuerza.

«Nunca olvides que perteneces al rey. Es el único ante el que tienes que someterte, por penoso que te parezca. Como princesa, esa es tu obligación».

******

Era de noche cuando la Orden de Santiago se abatió sobre Valladolid: unos trescientos caballeros eclesiásticos de plata y gules armados hasta los dientes recorrieron las calles como si se hubiera desatado el fin del mundo. Divididos en escuadrones de una docena, batieron las calles sembrando el pánico. Los perros callejeros empezaron a ladrar y a aullar ruidosamente al paso de los jinetes y los precavidos atrancaron portones y contraventanas, sin dejar de poner la oreja en la pared o espiar por las rendijas con los ojos bien abiertos.

Pese a la manera violenta y amenazadora en la que habían penetrado las puertas de las murallas, los disciplinados caballeros tenían un objetivo determinado y salvo algunos sustos se guardaron bien de causar destrozo o daño alguno en su camino. Los únicos edificios en los que entraron fueron en las tiendas judías y en las viviendas de aquellos que las regentaban. También irrumpieron en las dependencias del recaudador de impuestos y en los concejos urbanos, en los que llevaron a cabo un registro tan brutal como metódico. Los cajones eran arrancados de sus guías de cuajo, los pergaminos volaban por la sala y los aterrorizados ocupantes de las viviendas gritaban al ser golpeados y arrinconados.

—En el nombre de Dios, ¿qué sucede? ¿Por qué hacéis esto? —gritaba el recaudador de impuestos, con la cara descompuesta y la camisa de dormir puesta, mientras trataba de mantener a sus hijos pequeños y a su mujer lejos de los caballeros que saqueaban la casa.

—La mano de la justicia es larga e inexorable, mi buen señor —respondió una voz desde el vano de la puerta.

El prior Nicolás entró en la sala, con los hábitos de gala de la orden y un aire de satisfacción en el rostro al echar un vistazo a su alrededor. Cuando su mirada se encontró con los ojos desencajados del recaudador, compuso una expresión beatífica y se acercó a ellos.

—Que niños más hermosos. Y sanos, en verdad —comentó, cogiendo a uno de los pequeños de la barbilla—. Me hace muy feliz que a la gente sencilla le vaya bien en la vida.

—Mi señor, Excelencia... No hemos hecho nada malo ¡El rey tendrá noticia de esto!

—Por supuesto que la tendrá —afirmó—. Y no temáis, la inocencia siempre acaba por demostrarse.

Nicolás se alejó de la familia y miró por la ventana un rato, atento a como sus hombres registraban algunas casas más en la misma calle.

—Nos lo llevamos todo —ordenó al fin, dirigiéndose a sus hombres. Y al cabo de un momento añadió—. Y a ellos también.

—¡No! ¡No! —gritó el recaudador.

La mujer chilló cuando los caballeros le pusieron la mano encima, se revolvió y recibió una bofetada. Los niños, asustados, se echaron a llorar, y cuando el recaudador trató de defenderse solo consiguió recibir un golpe y quedar inconsciente. Nicolás frunció el ceño, se acercó al caballero que sostenía a la mujer y le dio una sonora bofetada.

—Somos soldados de Dios —le recordó fríamente—. Haced el favor de no comportaros como vulgares salvajes.

Los prisioneros, en total casi una treintena, fueron trasladados maniatados en medio de la noche hasta el alcázar de la ciudad, tras las murallas interiores, fuertemente custodiado por la Orden. Nicolás paseó por las abarrotadas mazmorras con parsimonia, atendiendo a los interrogatorios. En un par de ocasiones contuvo a sus hombres que excitados por la visión de la sangre iban demasiado lejos en sus métodos inquisitivos. Otras veces, él mismo ordenó tensar más la cuerda o volver a aplicar el hierro candente, sobre todo cuando tenía la corazonada de que el desventurado cautivo sabía más de lo que decía.

Pronto amanecería. Tras una noche tan intensa como aquella —y tan diferente de las que solía pasar en su aburrida celda de Vilar de Donas— todos estaban tan cansados que ni tan siquiera los torturados soltaban un solo gemido. Había cinco especialistas revisando documentos requisados sin parar y ya había sido informado de que era un buen material. Pero no bastaba, su hermano estaría inmensamente complacido si lograra algo más.

Entró decididamente en una de las celdas, donde un hombre joven colgaba de los brazos de una argolla en el techo, herido y al borde de la inconsciencia.

—Trae agua —ordenó al soldado de la puerta—. Y la fusta.

El caballero obedeció y enseguida estuvo de vuelta con lo que le había pedido. Ni corto ni perezoso, Nicolás le lanzó el agua al prisionero para despejarlo; el hombre recibió el baño con un gemido de dolor y empezó a toser.

—Os advierto que yo también estoy cansado y mi paciencia tiene un límite —le dijo el prior.

—Ya os he dicho todo lo que sé...—sollozó el prisionero.

Nicolás le asestó un golpe de fusta y el hombre gritó y se retorció de dolor, con lágrimas en los ojos.

—¿Dónde está tu padre?

—Yo no...

—¿Dónde está tu padre?

—Ya os lo he dicho...

De nuevo un golpe.

—¿Dónde está tu padre?

—Tuvo que viajar unos días al sur para ocuparse de sus negocios...no sé dónde exactamente.

—¿Qué negocios?

—Mi padre es comerciante, ya...

—¿Vas a decirme que tu padre es un simple comerciante?

—Sí, él no es más que...

El tercer latigazo le arrancó un gemido gutural y por un momento quedó inerte, balanceándose en el aire, con la sangre chorreando por la espalda.

—Malditos perros usureros —rezongó Nicolás, mientras le echaba agua por encima de nuevo.

El hombre abrió los ojos pesadamente. El prior sabía que no podría ir mucho más lejos.

—Solo quiero saber algo. Solo una cosa. Si eres capaz de contestármela, te dejaré marchar.

El hombre sollozó y negó con la cabeza.

—No sé nada, mi señor...

—Escúchame, escúchame bien. Tu padre, el honrado comerciante, conoce a mucha gente, ¿verdad?

—Su...supongo que sí.

—Quiero que me digas si se ha reunido alguna vez con un tal Gabriel de Albuquerque.

—No sé quién es...

Nicolás entró en cólera y lo golpeó una y otra vez.

—¿Quieres que me crea que un judío como tú no conoce a Gabriel de Albuquerque? ¿Me tomas por imbécil? —escupió.

El hombre gritó hasta desgañitarse. Cuando el prior se separó de él, estaba casi muerto.

—Dame una sola prueba de que tu padre y Gabriel están juntos en esto —siseó Nicolás, colorado y con los ojos encendidos—. Dámela y se acabará este tormento.

Pero el hombre no podía ni hablar, tenía los ojos en blanco y la boca entre abierta con espuma en las comisuras de los labios. Justo cuando Nicolás iba a hacer uso del agua una vez más, apareció un caballero en la puerta, se le acercó y le susurró al oído.

—Mi señor, tengo que comunicaros que nuestro estimado Maestre ha fallecido. Requieren vuestra presencia en la Casa Principal.

—Oh —exclamó Nicolás, como toda respuesta.

Dejó el cubo de agua en el suelo y le pasó la fusta al guardián del prisionero.

—Me temo que tengo que irme. Bajad al señor Atias de ahí. Y aseguraos de que hable o tendréis noticias mías.