XXXI
LA habitación se oscurecía por momentos a medida que el sol se ocultaba en el horizonte. Claude encendió unos velones y un par de lámparas de aceite y la estancia se llenó de una luz dorada. Con uno de los velones, se dirigió al extremo opuesto de la sala, la mejor habitación del castillo de Burgos, y se acercó a una mesa que hacía las veces de escritorio, bajo una ventana desde la cual se divisaban las luces de la ciudad. Sentado ante el escritorio había otra persona, un joven de cuerpo atlético, rasgos finos, cabello azabache y ojos azules grandes y profundos. Era Enrique Guzmán, o mejor dicho Enrique de Trastámara. Estaba leyendo y cuando su instructor le acercó la lumbre le dirigió un gesto de agradecimiento.
—Gracias, Claude.
—De nada, Majestad.
Enrique se sintió extraño. Podía llegar a acostumbrarse a las nobles vestimentas, a la corte francesa, a los lujos de la realeza, pero no lograba hacerse a la idea del trato honorífico que se le dispensaba. Aún resonaban en sus oídos los vítores de la gente al ser coronado en una improvisada plaza de festivales en el centro de Burgos, aunque no por eso dejaba de oír el eco de los gritos de la lucha previa por la toma de la ciudad. Y sobre todo, la proximidad y a la vez la lejanía de su tierra lo hacía sentir intranquilo. Aquí la imagen de Isabel se hacía más luminosa en su mente: ni siquiera el tacto de la corona en su frente había debilitado lo más mínimo esas sensaciones.
—¿Os parece bien, monsieur?
Claude se refería a la declaración formal de guerra que acababa de redactar el escribano y que estaba leyendo el joven.
—¿Ya la ha visto el barón Rodrigo?
—Sí, mi señor. Solo queda que vos la firméis.
El muchacho asintió y se quitó el anillo de Trastámara que llevaba en la mano derecha. Claude fundió algo de lacre con la llama de la vela y Enrique se quedó un rato ensimismado mirando la llama. La imagen del fuego iba unida a la de Leonor, a la noche fatídica en que ardió todo hasta los cimientos. A veces necesitaba recordarlo para saber por qué hacía lo que hacía. Estampó su sello en la declaración y dejó escapar un suspiro; Claude tomó la hoja y la sostuvo en el aire para que el lacre se secara.
—La enviaremos a Talavera dentro de un par de días —le dijo el francés.
—Y ya no habrá vuelta atrás —murmuró Enrique.
No bien había pronunciado esas palabras, llamaron a la puerta y entró Rodrigo. El barón saludó a Enrique con deferencia y se fijó en el documento que agitaba Claude.
—¿Ya está? —preguntó.
—Sí, barón. Mi hermanastro no tendrá más remedio que aceptar mis condiciones o aceptar la guerra.
—Perfecto. Me gustaría ver a ese cobarde enfundado en una armadura.
Rió abiertamente mientras Claude consideraba que el lacre ya estaba seco y dejaba la declaración sobre la mesa. Enrique la cogió, la dobló y se la guardó en un bolsillo. Él no se reía, pero había relajado un poco los músculos.
—Así pues, ¿creéis que estamos en el buen camino?
—Por supuesto, Majestad. No debéis estar inquieto.
—No estoy inquieto.
—Pues me alegro. Ahora bajad conmigo: hay una fiesta ahí fuera y la gente reclama vuestra presencia.
—Preferiría quedarme aquí esta noche.
—Ni hablar, esta noche debéis dejaros ver. Hay varias personas que desean conoceros.
Enrique accedió, sin ánimos de discutir y mucho menos con Rodrigo. En la planta baja había un gran alboroto de música, doncellas, comida y vino en grandes cantidades. En una mesa del jardín reconoció a Bertrand, que charlaba con una dama emperifollada. A esas alturas, Enrique ya sabía que detrás de su tosco aspecto se escondía una mente brillante tanto en política como en el campo de batalla. El barón Rodrigo y él se habían compenetrado a la perfección desde el momento en que se conocieron. Enrique dejó que lo arrastraran hasta la mesa del capitán francés y se sentó allí.
—No conocía esta faceta vuestra, señor Du Guesclin —bromeó Rodrigo—. Cualquiera que os viera creería que sois un galán experto.
Du Guesclin esbozó una sonrisa en la comisura de los labios.
—No me importa inspirar el interés de las damas, mientras mis enemigos me teman.
Las doncellas más agraciadas ya se habían encargado de agasajar a Enrique con los mejores manjares y este se dejó complacer. En algún punto alguien alzó su copa y gritó:
—¡Por el rey don Enrique!
Y su exclamación se vio acompañada de inmediato por la respuesta entusiasta del resto.
******
Enrique notó que alguien lo zarandeaba, pero le costó despertarse. Era como si estuviera clavado al lecho, todo le pesaba y estaba confuso, pero insistieron y al final, una de las sacudidas lo sacó de golpe del amodorramiento.
—¿Qué pasa...?
Estaba en su habitación, en el castillo de Burgos, y aún era de noche. Claude estaba a su lado, era quién lo había despertado, y una criada menuda, castaña y de ojos marrones —Joséphine, creía que se llamaba— estaba preparando sus ropas.
—Levantaos, Majestad —le dijo Claude—. Hay noticias.
—¿Qué noticias? —masculló, mientras se incorporaba y la muchacha empezaba a revolotear a su alrededor para ajustarle la coraza y la sobrevesta.
—Ha llegado una delegación del alcázar de Talavera —respondió sucintamente.
El conde de Trastámara hundió la cara en una jofaina de agua que le había acercado Joséphine y contuvo la respiración unos segundos. El agua fría le hizo bien, pero el corazón le había empezado a latir con fuerza. Se enjugó con una toalla y siguió a Claude hacia el patio del castillo. Allí, había varios soldados sosteniendo antorchas en alto, y a la luz de estas varias personas conferenciaban en voz baja: el obispo Gregorio hablaba con dos hombres, uno bajo y de pelo cano y otro más alto, con una cruz en gules en la sobrevesta; unos metros más allá, Rodrigo de Mendoza estaba con el conde Felipe de Villena y César Manrique. Bertrand du Guesclin estaba cerca, pero con quien hablaba era con su segundo, el routier inglés Hugues de Caverley, que iba asintiendo a todas sus palabras. Bertrand fue el primero en ver a Enrique y le dedicó una breve inclinación de cabeza, antes de hacer notar a Rodrigo que el joven se acercaba a grandes zancadas.
—Majestad —lo saludó el barón.
—¿Es él?
—No, es la infanta Isabel.
Enrique le dio una patada a una piedra.
—Tranquilizaos, mi señor —lo aplacó Rodrigo, en un tono no exento de advertencia—. No podíamos esperar que Pedro viniera en persona, pero os puedo asegurar que el hecho de que haya enviado a su hermana es la mejor prueba de que os toma en serio.
—¿Quiénes son esos?
—López de Ayala, del consejo de vuestro hermanastro y Pelayo de Ildea, caballero de Calatrava.
Gregorio dejó a Ayala y a Pelayo y se acercó al grupo de Enrique.
—La infanta Isabel propone entrevistarse con el rey en la Iglesia de San Juan Bautista, en Castrojeriz —los informó.
—¿Dónde está eso? —preguntó Bertrand.
—A poco más de una hora de camino —contestó el conde de Villena—. Es un buen lugar.
—¿Por qué ahí? —quiso saber Rodrigo.
—Exigen que el encuentro se produzca en suelo sagrado y bajo mi protección. Les he dado mi palabra de que ni la princesa ni sus hombres sufrirán daño alguno y de que partirán en paz.
—Oh —soltó Rodrigo, con una ceja levantada.
Enrique chasqueó la lengua, estaba harto de hablar.
—No me importa dónde quieran hacerlo. Vamos de una vez.
—Hay otra cosa —dijo Gregorio—. La infanta solo se entrevistará con vos si es a solas.
El señor de Manrique sacudió la cabeza en señal de negativa y Rodrigo tampoco parecía muy conforme, pero Enrique no le vio ningún problema.
—Bien, si la princesa así lo quiere —afirmó, en tono ácido.
Algo más lejos, Ayala y Pelayo aguardaban y el muchacho echó a andar hacia ellos. Inmediatamente, el águila de dos cabezas se puso a la altura de su señor y dos mercenarios los flanquearon.
—Decidle a vuestra princesa que acepto sus condiciones. Antes del amanecer, en Castrojeriz.
López de Ayala asintió e hizo una reverencia, mientras Pelayo permanecía atento a los movimientos de los soldados franceses.
—Id pues —los despidió Enrique.
Y los emisarios de la infanta volvieron a montar en sus caballos y abandonaron el patio sin que nadie se lo impidiera, aunque sin poder evitar mirar a sus espaldas.
******
Isabel y sus hombres esperaban cerca de Castrojeriz y en cuanto recibieron la noticia de que el conde de Trastámara aceptaba, Isabel ordenó que se pusieran en marcha y cabalgaron a buen ritmo hacia la iglesia de San Juan, donde llegaron un poco antes del amanecer. Pronto se dieron cuenta de que había más gente en la zona, exploradores y vigías que los observaban. El bastardo había llegado antes y sus hombres habían tomado los alrededores del templo. A medida que se acercaban a la iglesia, tanto unos como otros dejaron de disimular su presencia e hicieron alarde de ella y de sus armas como advertencia.
Al fin llegaron al templo, una iglesia fortificada con doble sistema de contrafuertes y una robusta torre cuadrada coronada con pináculos. Frente a la puerta estaban los señores de Mendoza y Manrique, con el obispo Gregorio, Bertrand y un grupo mixto de soldados, entre mercenarios y vasallos de Rodrigo. El grupo de Isabel desmontó a cierta distancia y la guardia real rodeó a su señora mientras se aproximaba a los nobles rebeldes.
—Alteza —la saludó Rodrigo—. Me alegro de ver que seguís tan hermosa como siempre.
Isabel entornó los ojos.
—Lamento comprobar que vos tampoco habéis cambiado nada.
El noble se sonrió sin perder un ápice de cortesía, pero Isabel no estaba dispuesta a enzarzarse en un intercambio de banalidades con doblez.
—¿Vuestro señor está dentro?
—Sí, Alteza, os espera en el claustro.
—¿Está solo?
—Según lo pactado, señora.
Men Rodríguez ordenó a uno de sus hombres que lo comprobara y este dejó sus armas para entrar en la iglesia. Los presentes permanecieron en silencio hasta que volvió a salir. El soldado asintió.
La princesa dio un paso hacia la entrada pero Bertrand se interpuso. Los hombres de Men se pusieron en guardia; Pelayo también aprestó su espada y López de Ayala miró la cara perruna del obispo, que hacía un gesto conciliador con la mano.
—Caballeros, caballeros, nadie sufrirá daño alguno en la casa de Dios, os di mi palabra. Pero, mi señora, comprenderéis que deben asegurarse de que vos tampoco vais armada.
Isabel miró a Bertrand sin pestañear. Lentamente, alzó los brazos y se quedó quieta para permitir que el bretón la cacheara. Lo hizo a conciencia, pero sin brusquedad. De entre sus ropas extrajo una daga. Entornó los ojos.
—¿Acaso pensabais utilizarla, Alteza? —preguntó Rodrigo.
—Eso supongo que nunca lo sabremos, barón.
El francés se guardó la daga y continuó registrándola. Cuando estuvo satisfecho, Bertrand se hizo a un lado e Isabel entró en la iglesia. Tras ella, los soldados cerraron el portón. La princesa se encontró bajo un arco sostenido por dos enormes columnas blancas y frente a ella dos hileras paralelas de cinco columnas cada una que conducían hasta el altar y sostenían el artesonado. La nave central estaba vacía, iluminada tenuemente por algunos candelabros, y sus pasos resonaban por toda la bóveda, magnificados y lúgubres. Avanzó hasta encontrarse a la altura de las primeras columnas y miró a su alrededor: la puerta que conducía al claustro, un portalón de doble hoja, estaba a su derecha. Se dirigió a ella con paso firme y la empujó. Estaba abierta.
Fue a parar al aire libre, un claustro cuadrangular bajo el cielo estrellado, con sus galerías, sus columnas y su patio ajardinado. En el centro había un pozo de piedra y junto a él un hombre, de espaldas a ella. La princesa tomó aire y avanzó hacia el hombre despacio, en silencio, como un espectro de la noche. Y entonces él habló:
—Al fin llegáis, Alteza.
Y se dio la vuelta.