LVIII

EN cuanto el posadero abrió la puerta ante él, el caballero echó un vistazo rápido a la habitación: modesta y limpia, seca pero algo oscura. Le bastaron un par de segundos para saber si respondía a sus necesidades y, como quiera que la respuesta era afirmativa, colocó un par de monedas de oro en la mano del orondo propietario.

—¿Deseáis más velas, señor? —preguntó este tímidamente.

El misterioso caballero apenas había pronunciado dos frases desde que había franqueado la puerta de su establecimiento, aunque pagaba generosamente. El caballo con el que había llegado estaba sucio y exhausto; sus ropas, polvorientas del camino, pero eso sí, de excelente calidad. Debía de ser extranjero, si bien conocía bien el idioma de la Corona. E iba armado: aunque no era muy evidente, bajo la capa, cerca de la bolsa de cuero de la que surgía una fortuna cada vez que metía la mano, había entrevisto el brillo acerado de la empuñadura de una espada. Cuando aquel rostro medio oculto por la penumbra de la habitación se volvió hacia él, notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Y cuando rechazó el ofrecimiento, sacudiendo la cabeza, se alegró sobremanera por no tener que volver a subir al cuartucho. Esbozando una torpe reverencia al tiempo que caminaba hacia atrás, estuvo a punto de tropezar y caer al suelo.

—Bienvenido a Barcelona —musitó.

Cerró la puerta, dejando al caballero a solas. Este esperó unos instantes y después paseó por la habitación, observando los bastos muebles con indiferencia. El suelo de madera crujía con sus pasos. Se acercó a la ventana, sin asomarse, y peinó la calle con la mirada. La luna espectral arrojaba su luz difusa a través del velo de niebla que había caído sobre la capital catalana. Los sonidos del exterior llegaban amortiguados, se diría que entumecidos por el vaho nocturno; sin embargo aquí y allá se distinguía movimiento. Cerró los postigos, tomó asiento en una silla de aspecto recio y suspiró.

Pasaron cerca de dos horas, en las que el caballero permaneció casi inmóvil. De repente, la madera del suelo crujió, muy suavemente, justo tras la puerta cerrada y sus músculos se tensaron. Llevó la mano a la empuñadura de la espada sin prisa y dejó que reposara allí, bajo el manto de viaje. Su vista estaba fija en el pomo de la puerta y así espero. Enseguida, vio como este giraba y la puerta se abrió hacia dentro despacio, como para evitar que los goznes chirriaran. La llama de las velas se agitó, herida por la corriente, y una figura vestida de negro encapuchada se deslizó al interior.

El caballero no se movió, dejó que el recién llegado lo localizara sentado en su rincón y, al hacerlo, este inclinó la cabeza con curiosidad, miró a ambos lados de la habitación y habló.

—Saludos. Espero no haberos hecho esperar demasiado —dijo una argentada voz de mujer.

Mientras tanto se retiró la capucha con un movimiento elegante, dejando al descubierto una lustrosa cabellera rubia y ondulada que enmarcaba un rostro ovalado de pómulos bien definidos, nariz fina y ojos gatunos de color violeta. El caballero inclinó la cabeza, cortés.

—Descuidad, mi señora. Tan solo temía que pudierais haberos extraviado en la niebla. Sin duda no estáis acostumbrada a vagar de noche por estas calles.

La mujer entornó los ojos y esbozó una sonrisa burlona y más que seductora. El caballero no pudo evitar sonreír a su vez.

—En cualquier caso no estáis siendo muy amable, conde. Yo me he descubierto y vos aún no me permitís ver vuestro rostro.

Él se mostró complaciente; apartó la mano de la espada, donde ella sabía con toda seguridad que la tenía, y se tiró la capucha de la capa hacia atrás. Enseguida quedó al descubierto la espesa cabellera del noble, que pese a ser más corta, era tan rubia como la suya. Sus ojos verdes horadaron la oscuridad.

—Mi señor —repuso ella, casi en un susurro—, celebro ver que no habéis cambiado.

—Tampoco vos.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Deben de hacer casi trece años, desde la noche en que lord William...

—Ah sí, la desafortunada noche en que me quedé viuda —musitó ella con mirada soñadora—. Si no hubiera sido por vos y por el príncipe aún seguiría felizmente casada con aquel animal. O bien sería viuda y pendería de la horca.

En su voz había ira, pero enseguida la dominó. Suspiró y sonrió de nuevo.

—Tantos recuerdos...Seréis tan amable de transmitirse a Eduardo mis saludos.

—Sin duda, de vuestra parte.

—¿Vais armado?

—Por supuesto.

—Sabed que yo también.

Él asintió y permanecieron en silencio unos segundos, hasta que la mujer se humedeció los labios, se dirigió a la puerta, aún entreabierta, e invitó a entrar a una tercera persona, algo más alta, que también vestía una holgada capa oscura. El conde se levantó; la mujer cerró la puerta y se quedó junto a ella, un par de pasos por detrás del hombre con quién había llegado, atenta en todo momento a los movimientos de ambos.

—Mi señor Martín, este es el conde Eduardo de Castro —los presentó.

—Conde Eduardo —saludó el último personaje—. Encantado de veros en persona.

El conde de Lemos se inclinó ante él.

—Alteza, os agradezco que hayáis venido.

El aludido se quitó la capa: era un hombre alto y delgado, de cabello fino y oscuro y expresión perspicaz. Todos sus movimientos eran suaves, mesurados, así como el tono de su voz y la pincelada de acento catalán en sus palabras.

—Últimamente mi reino recibe mucha atención por parte del vuestro. Muchas visitas, he de decir. Aunque la mayoría de invitados ilustres los recibe mi padre y no en habitaciones de mala muerte.

—Ruego que disculpéis las inconveniencias.

—Oh, no. Ardía en deseos de conoceros. Vuestro nombre os precede, así como el número de bajas que habéis causado en el ejército de Aragón.

—Es mi deseo que no haya de causaros más pérdidas. Pero eso no depende de mí.

—Tampoco de mí.

Eduardo suspiró y se acarició la barba. La mujer, sonriente, se inclinó y susurró unas palabras al oído de Martín. La intimidad que había entre ellos era palpable.

—Mi señora Berta insiste en que sois un hombre de honor —continuó el infante aragonés—. Ha insistido mucho en que accediera a entrevistarme con vos. Deberíais agradecérselo.

—Se lo agradezco.

—Habéis venido en busca de una respuesta y una respuesta he de daros.

El noble contuvo la respiración.

—Como os he dicho, no depende de mí, pero hasta donde alcanza mi conocimiento, mi padre está dispuesto a no tomar parte en la guerra de Castilla.

Eduardo dejó escapar el aire que retenía con lentitud e inclinó la cabeza. El príncipe Martín sonrió y extrajo un rollo de pergamino.

—¿Tenéis autoridad para negociar condiciones?

Eduardo asintió. Martín desplegó el pergamino y Berta sacó pluma y tintero.

—Exigimos la devolución de las villas fronterizas conquistadas con posterioridad a la Batalla de Nájera —comenzó Martín. A cambio no violaremos esas fronteras.

El conde arrugó el ceño.

—Siempre que cese el acoso de vuestros buques en nuestros puertos. Las cartas de privilegio deberán ser respetadas.

Berta rasgó el pergamino con la pluma, anotando cada uno de los puntos a medida que los formulaban y los dos quedaban de acuerdo. Horas después, Martín estampaba su sello al final del tratado y lo alargaba a Eduardo. El conde lo guardó mientras Martín volvía a colocarse la capucha.

—Suerte, conde.

—Gracias, Alteza.

Casi como un fantasma, salió de la habitación tal como había venido; la mujer, por su parte, lanzó una postrera mirada al noble castellano mientras se cubría de nuevo la cabeza. Los ojos le relucieron, juguetones, se inclinó sobre Eduardo y lo besó en los labios, antes de seguir a su señor como la sombra exquisita y letal que era. Una vez hubieron abandonado la estancia, el conde volvió a dejarse caer en la silla e inspiró varias veces, con las manos apoyadas en las sienes. Pocos minutos después se levantaba y abandonaba el cuarto, la posada y la ciudad al galope.

******

—¿Majestad? El señor de Tovar ha llegado.

Enrique apartó la vista de la lectura, sobresaltado por la irrupción del criado en la sala.

—¿Qué has dicho?

—El señor de Tovar está aquí. El barón de Mendoza me envió a buscaros.

Enrique arrugó el ceño sin entender. ¿Tello había vuelto? ¿Pero por qué se presentaba ante Rodrigo? Se levantó algo titubeante y despidió al criado.

—Gracias, ahora voy.

Cuando se quedó solo se guardó la carta de Leonor, de la que, con el tiempo, había memorizado cada inflexión de los trazos, sílaba a sílaba. Se acodó en la ventana con la cabeza hundida sobre los hombros y se tomó un instante para regresar: leer las palabras de su madre solían sumirlo en una suerte de trance y al haber sido interrumpido tan abruptamente seguía algo aturdido. Palpó el papel arrugado bajo las ropas y apretó los labios con determinación.

Al entrar en el despacho de Rodrigo no vio a Tello: tan solo al barón, a Bertrand y a un hombre alto que le daba la espalda.

—Majestad —lo saludó Rodrigo—. Siento haberme visto obligado a moles...

El hombre se dio la vuelta y Enrique se encontró cara a cara con Manuel de Tovar, el padre de Tello. Nada más verlo, años y años de sumisión al señor de Berlanga cayeron sobre sus hombros a plomo y Enrique, cogido a contrapié, inclinó la cabeza inconscientemente.

—Mi señor —murmuró el joven respetuosamente.

Tras un momento de duda, el noble se arrodilló delante de Enrique y Rodrigo celebró mentalmente que lo hubiera hecho antes de que a su rey se le hubiera ocurrido hincar la rodilla él mismo.

—Os he hecho llamar porque hay noticias —continuó el barón—. Y me temo que no son buenas.

Enrique ignoró a Rodrigo; los tres hombres lo acorralaban con la mirada y se negaba a reconocer el terror que le causaba el tono del barón, la circunspección de Bertrand y la presencia de Manuel de Tovar. Se quedó rígido, observando embobado a este último mientras permanecía postrado ante él con la expresión tomada por la ira y el dolor.

—Mi hijo...—balbució— Mi pobre hijo

—¿Qué ha pasado? —preguntó Enrique.

Bertrand hizo ademán de acercarse a su rey, pero Enrique impidió que le pusiera la mano encima.

—¿Dónde está Tello?

Manuel se levantó y dio un paso hacia Enrique, pero este retrocedió de nuevo.

—¿Dónde está?

—Está en casa, mi señor Enrique —contestó, con los dientes apretados—. Me lo trajeron a casa... para que enterrara lo que quedaba de él.

Enrique negó con la cabeza.

—No...

—Pedro lo prendió en Butrón, por alta traición —informó Rodrigo—. Lo torturó y lo hizo ejecutar hace una semana...

—Le habían cortado la lengua —lamentó Manuel—. Le habían...

—¡Basta! —rugió Enrique— ¡Callad o juro que os cuelgo!

Manuel calló, pero la amenaza de su antiguo siervo en tales circunstancias lo encendió y avanzó sobre él como si fuera a zarandearlo. Bertrand se interpuso y Rodrigo tomó al noble de los hombros para apartarlo de Enrique.

—Ha sido una verdadera desgracia —lo aplacó el barón—. Tello era un bravo guerrero. Pero fue una imprudencia ir allí solo. Quién sabe por qué correría ese riesgo...

—¡Mi hijo no era un traidor! —aseguró Manuel, furibundo.

Enrique sacudió la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Una vez más, rechazó el apoyo de Bertrand, aunque el bretón lo veía tan pálido que temía que se desplomara de un momento a otro.

—Mi señor... —comenzó el capitán routier.

Sin embargo, el joven no daba muestras de oírlo, seguía negando levemente con la cabeza sin parar y las manos le temblaban un poco. Por lo demás, se diría que se había transformado en un bloque de piedra. Rodrigo tomó la iniciativa y palmeó la espada de Manuel para ordenarle sutilmente que saliera de la habitación. Poco conforme, el señor de Berlanga bufó, apretó el puño derecho y se golpeó la palma de la mano izquierda.

—Mi hijo no era un traidor —repitió lenta y peligrosamente.

—Por supuesto que no lo era —confirmó Rodrigo—. Vuestro hijo servía al rey de Castilla y su muerte no caerá en el olvido.

—¡Pero yo exijo venganza! —insistió Manuel.

—La tendréis —respondió Enrique.

El joven miró a Manuel fijamente y habló con voz hueca.

—Yo envié a Tello a Butrón. Si queréis disponer de mi vida, hacedlo.

Manuel se quedó sin aire y el tono de su piel viró a violeta. Por un momento sus dedos se crisparon sobre la espada, pero Bertrand hizo lo mismo y Rodrigo le lanzó una significativa mirada de advertencia. Con un gruñido, dio un paso atrás.

—La vida de mi hijo, como la mía, os pertenecen a vos —masculló.

Inclinó la cabeza y se golpeó la coraza con el puño. Después pasó al lado de Enrique sin mirarlo y abandonó la habitación. Bertrand se relajó y apartó la mano de la empuñadura de su acero, aunque al observar a Enrique y a Rodrigo sintió un escalofrío contra su voluntad. Lentamente, el hijo de Leonor caminaba hacia el barón con la cabeza gacha y la mirada vacía. Este levantó la mano y la colocó en el hombro del joven.

—Lo siento mucho, Majestad —le dijo.

Enrique cerró los ojos y Rodrigo le llevó la otra mano a la nuca en gesto de consuelo. El joven no lo rechazó.

—Voy a matar a Pedro —afirmó glacial.

Bertrand tomó aire; Rodrigo se limitó a arquear levemente una ceja, sin apartar los ojos de Enrique.

—No será fácil alcanzarlo en batalla —repuso.

—Pues tendedle una trampa. Dijisteis que sabríais cómo hacerlo.

Ahora sus ojos brillaban, pero estaba lívido.

—Será difícil atraerlo.

—Ofrecedle lo que tengáis que ofrecerle, pero haced que estemos cara a cara.

—Así se hará, Majestad.

Enrique dio media vuelta y él también se dirigió a la puerta. Antes de salir, quedó un momento apoyado en el marco, pero cuando abandonó la estancia lo hizo con paso firme. Rodrigo insinuó una sonrisa y sacudió la cabeza.

—Así pues, nuestro arisco rey ha vuelto al redil —comentó.

Chasqueó la lengua y sus ojos encontraron los del capitán de las Compañías Blancas. La mirada de este era neutra, más bien indefinida, pero Rodrigo se la sostuvo durante casi un minuto, hasta que Bertrand apartó la vista para ponerla en las estrellas que, a través de la ventana, se contaban ya por decenas en el firmamento.

******

Cuando Enrique llegó a su habitación, Joséphine estaba dentro, sentada sobre la cama. Al verlo entrar se sobresaltó, se levantó de golpe y ocultó los ojos enrojecidos por el llanto.

—¿Es cierto? —preguntó desolada—¿Que el señor Tello ha muerto?

Enrique echó la cabeza hacia atrás, como si buscara aire o fuera a echarse a reír. Joséphine rompió a llorar de nuevo.

—Mais, ¿comme est-il...?

Él avanzó hacia la cama y la joven se asustó, porque estaba segura que Enrique enloquecería de un momento a otro, pero al tratar de retroceder quedó sentada en el borde. Enrique llegó hasta ella sin despegar los ojos del suelo y cayó de rodillas. Joséphine levantó la mano para acariciarle el pelo, pero la retiró cuando él habló.

—Yo confiaba en ella...

La doncella negó con la cabeza sin comprender y se estremeció cuando Enrique se le abrazó de la cintura y hundió la cara en su regazo. Confusa, lo rodeó con sus brazos para confortarlo.

—Lo siento —musitó Enrique—. Perdóname.