LXI

MEN RODRÍGUEZ distribuyó a los hombres del rey por la fortaleza en un despliegue similar al que había adoptado la guardia de Enrique, de manera que diez de los hombres con el emblema de Pedro se apostaron por parejas cerca de los diez efectivos enemigos que vigilaban los corredores. Los cinco restantes, incluido él, permanecieron en el rellano, colocados en abanico frente a las escaleras que guardaban los soldados del señor de Trastámara, y cerca del corredor de salida. Bertrand du Guesclin también se había quedado, justo en el nacimiento de los peldaños, pero hacía caso omiso a las miradas de animadversión que le lanzaban los hombres de Pedro. Consciente de la precariedad de la situación, Men Rodríguez ordenó a los suyos que mantuvieran la sangre fría.

En una de las esquinas del ala oeste, dos de los soldados enviados por el capitán Men Rodríguez se apostaban con la mano cerca de las armas. A escasos metros de ellos una pareja de guardias enemigos vigilaba el tramo largo de un recodo del corredor. Ni unos ni otros pronunciaron palabra, aunque la situación se hizo muy tensa en cuánto cruzaron miradas, de manera que los últimos en llegar se colocaron en el tramo opuesto del pasillo, desde dónde podían ver el extremo de las casacas de los otros y controlar sus movimientos sin que hubiera contacto visual.

Llevaban ya un buen rato en esa posición y la quietud era total. Uno de los soldados, el mayor, se acarició la barba y paseó por el corredor un breve trecho. El sonido de aquel corto deambular sonó como una estampida sobre la piedra y arrancó un gruñido a su compañero, así que aquel accedió de mala gana a quedarse quieto. Pasaron algunos minutos más y el más joven no pudo evitar que el mayor volviera a pasear su nerviosismo. Sabía que en aquellas situaciones se mostraba irritable en extremo y prefirió no insistir; comprobó que los otros dos soldados no se habían movido y se apoyó contra la pared concentrado en captar la menor señal de peligro.

Al poco lo recorrió una sensación de alarma, no por algo que hubiera oído, sino por lo que había dejado de oír. Miró a ambos lados y no vio a su compañero por ninguna parte; el corazón se le aceleró, no sabía desde cuándo no percibía sus movimientos. Miró en la dirección de sus enemigos: al parecer no se habían movido, así que hizo un esfuerzo supremo para dominarse, ya que por encima de todo no debían percatarse de que se había quedado solo. Tragó saliva y esperó unos segundos para asegurarse de que, efectivamente, había perdido el rastro del soldado que lo acompañaba. Entonces, echó a andar lentamente pasillo abajo, volviéndose de tanto en tanto, hasta que perdió la esquina de vista.

Cuando llegó al punto donde el corredor torcía de nuevo se detuvo, porque era imposible que su compañero se hubiera alejado tanto. Volvió sobre sus pasos, pero dudó, dio media vuelta y se paró de nuevo. Debía dar la alarma, avisar a Men Rodríguez o quizá a los hombres del calvero; no, era a Men Rodríguez al primero que debía alertar. Tenían que sacar al rey del castillo. Trató de pensar con perspectiva, no quería precipitarse, pero no estaba acostumbrado a tener que hacerlo: no era cobarde pero había sido entrenado para obedecer órdenes, no para tomar la iniciativa.

Notó por el rabillo del ojo que algo se movía a su espalda y se volvió de un salto. Allí no había nadie, solo las teas en sus soportes de piedra. Sin embargo estaba seguro que haber visto algo y contuvo la respiración. Sí, oía un pequeño crujido en alguna parte y notaba una leve corriente de aire, aunque allí no había ventanas. Le pareció volver a detectar un movimiento a la derecha y giró la cabeza de inmediato, para encontrarse frente a un tapiz deslavazado, iluminado solo en parte por las antorchas. Lo palpó con precaución y la pared tras este cedió. Espantado, retiró la mano enseguida, retrocedió y desenvainó la espada. Entonces tomó aire y con la otra mano agarró el tapiz y estiró con fuerza para desprenderlo de sus asideros.

La tela cayó con un sonido sordo y se levantó una nube de polvo que le hizo dar un paso atrás. Detrás había una portezuela de madera entreabierta que se balanceaba sobre sus goznes. El soldado la miró estúpidamente, con la expresión tomada por la fatalidad. La mente le decía que corriera a avisar a su capitán, pero su cuerpo no se movería de ahí hasta que viera con sus propios ojos lo que había tras la entrada oculta. Así que cogió una de las antorchas, afianzó la espada y abrió la puerta de una patada. Y allí estaba su compañero, tendido en el suelo de piedra de un habitáculo maloliente, con la garganta rebanada y una mueca de sorpresa helada en el rostro.

Ahogó un grito y retrocedió trastabillando hasta que su espalda encontró la pared. Se separó de la piedra de un salto y giró sobre su mismo: ahora le parecía que en cada rincón había algo que se movía y no hacía más que buscar frenéticamente a sus enemigos en la oscuridad. Al final logró retomar el control y masculló una maldición mientras volvía a toda prisa a su posición inicial. Allí descubrió consternado que los soldados de Enrique habían desaparecido. Lanzó la antorcha al suelo de pura rabia y no contento con eso le dio una patada que la hizo rebotar contra el muro. Entonces echó a correr hacia el rellano donde estaban los demás. Pese a su tribulación se dio cuenta de que no veía a los soldados de Enrique por ninguna parte y poco a poco fue consciente de que tampoco veía a los compañeros que debían haber estado vigilándolos.

Sin saber muy bien por qué, aminoró el paso y los buscó de manera inconsciente. Cuándo encontró a los primeros la impresión le hizo detenerse del todo. Estaban a algunos metros el uno del otro; uno tenía la espada en la mano, el otro no había tenido tiempo de sacarla; uno tenía un hacha de batalla hundida en las costillas, el otro yacía bocabajo en un charco de sangre. El soldado gritó y las piernas le temblaron. Le pasó por la cabeza salir del castillo y avisar a las decenas de hombres armados que los esperaban fuera, pero estaba desorientado y no llegó a decidirse así que volvió a correr hacia donde creía que estaría Men Rodríguez. Por el camino encontró a más de sus compañeros —seis de ellos—, todos muertos y la mayoría con sendas expresiones de sorpresa. Algunos habían llegado a presentar batalla y tenían heridas menores además de la que les había resultado mortal. También encontró un par de cadáveres de sus agresores, con el escudo del condestable Velasco en sus ropas.

Torció a la derecha, después a la izquierda y se encontró con un corto tramo de escaleras que estaba seguro de recordar. Siguió adelante, sin prestar ya atención al ruido que hacía o a lo que había a su alrededor: otro cadáver y luego otro más. Ahora ya estaba cerca, tal vez si gritaba lo oirían. Estaba a punto de atravesar una arcada cuando un chasquido metálico lo sobresaltó y una reja de hierro se desplomó, le cerró el paso y estuvo a punto de matarlo. El soldado se abalanzó sobre ella y las aristas oxidadas le desgarraron la piel mientras hacia intentos irreflexivos y vanos de tirarla abajo. Después recapacitó y buscó a su alrededor el mecanismo de apertura, quizá detrás de alguno de aquellos tapices, pero mientras estaba enfrascado en esa tarea alguien se le acercó por detrás.

—Vaya, aquí estabas —oyó murmurar.

Y al volverse se encontró de cara con el capitán Hilario, que le hundió un puñal en el vientre.

******

Los soldados del rellano estaban nerviosos y también lo estaba su capitán. A medida que transcurrían los minutos, Men Rodríguez se sentía más inquieto, porque tenía la impresión de que algo sucedía a su alrededor y de que la máscara hierática de Bertrand ocultaba una amenaza inminente. Desde hacía rato le parecía oír ruidos en el interior del castillo, estaba seguro de haber percibido gemidos y entrechocar de espadas. No obstante, también era muy posible que su imaginación y el eco de los mil y un sonidos que se producían constantemente en una fortaleza de tales dimensiones le estuvieran jugando una mala pasada. Y el hecho es que en cuanto trataba de asir esos sonidos se desvanecían. Además, dejarse llevar por el pánico no mejoraba el ambiente ni favorecía a sus hombres.

Los guardias del otro bando no parecían tan envarados. Sin duda se sentían menos vulnerables, dado que estaban en su terreno. Aún así, no por eso dejaban de estar en tensión y el menor movimiento de unos era respondido por un reajuste de las posiciones de los otros. Sólo el barón Du Guesclin se mantenía ajeno a todo aquel escenario, bloqueando con su cuerpo el acceso a la terraza como si no le diera importancia a su posición táctica. Uno de los soldados de Enrique permanecía cerca de él, pero que Men Rodríguez hubiera visto no habían cruzado ni una palabra. El francés parecía sumido en sus propios pensamientos y ello aún enrarecía más la situación.

A medida que pasaba el rato, la certeza del peligro fue creciendo en el corazón del experimentado soldado de la guardia real hasta dominar todos sus sentidos. Al principio no había sido más que una sensación; ahora ni siquiera podía convencerse de que su deber era obedecer a su rey y esperar su vuelta. Su deber era proteger su vida e iba a sacarlo de allí. Antes de que se diera cuenta había tomado la decisión y avanzó ceñudo hacia las escaleras. Sus hombres lo miraron con expectación y listos para actuar y sus enemigos también se pusieron en guardia; el soldado que estaba cerca de las escaleras se aproximó al barón francés y detuvo a Men.

—Apartad —le dijo este con decisión—. Voy a llevarme a mi señor.

Bertrand no levantó la vista y fue su lugarteniente castellano el que respondió.

—Retroceded.

Men Rodríguez lo miró un instante, pero no le hizo caso y volvió a hablar a Bertrand.

—Quitad de en medio, la reunión ha concluido. Os lo advierto.

—Y yo os advierto que retrocedáis —insistió el soldado en tono amenazador—. Ahora mismo.

Men Rodríguez tomó aire, los demás soldados contenían la respiración: el menor movimiento acabaría en un baño de sangre, de eso no había duda. Aún así permaneció ante el barón en actitud desafiante, consciente de la proximidad del soldado que lo protegía y de que la mano de este descansaba en la empuñadura de su arma.

En ese instante las paredes retumbaron momentáneamente con la reverberación de un sonido metálico distante, el de una verja que se cerraba. El corazón empezó a latirle aún con más fuerza: no había sido su imaginación, los demás habían levantado la vista un segundo porque lo habían sentido igual que él. Desenvainó y con un gesto certero apostó su arma en el cuello de Bertrand. Enseguida, el soldado de Trastámara sacó su espada y la dirigió a la garganta de Men Rodríguez. El aire se pobló del sonido sibilante de las espadas al salir de sus fundas; todos los soldados desenvainaron y dirigieron sus armas hacia sus enemigos, a la vez que eran apuntados por las de estos. Y después se quedaron quietos, en aquella especie de equilibrio armado.

—¡Bajad el arma! —gritó el hombre que amenazaba a Men Rodríguez.

—Apartad de mi camino.

—¡Retroceded y envainad!

—¡Apartad de mi camino o pasaré por encima de vos!

Ahora Bertrand, con la hoja afilada rozándole bajo el mentón, miraba a Men. Finalmente dejó oír su voz, que sonó afable en la tirantez del descansillo.

—Bajad el arma, monsieur, si queréis salir de aquí con vida.

Men Rodríguez torció el gesto y acercó aún más la espada al barón que se interponía directamente entre él y Pedro, hasta que la punta se le hundió en la piel. Inmediatamente sintió una presión parecida en su propio cuello, ejercida por la espada firme de su enemigo. Ni siquiera se preocupó de mirarlo. En cambio, habló recalcando cada una de las sílabas con la voz preñada de odio.

—Si no me dejáis pasar ahora mismo seréis vos el que pierda la vida.

—No tenéis salida, así que no cometáis ninguna imprudencia.

—Mis hombres acabarán con vosotros en combate.

—Vuestros hombres son menos.

El soldado iba a replicar, pero en ese momento la entrada de casi una docena de guardias enemigos le hizo callar. Enseguida desenvainaron y rodearon a sus hombres, que se miraron entre ellos con turbación. Men Rodríguez era un buen observador y no tardó en reconocerlos, eran los soldados que Enrique había desplegado en los puntos estratégicos del castillo. Sintió una punzada de dolor al pensar en sus propios hombres, a los que había enviado a vigilarlos. Había además un par de routiers armados que no había visto antes, pero no pudo fijarse en ellos, porque volvió a concentrarse en Bertrand, con los ojos inyectados en sangre.

—Se acabó —dijo el soldado que permanecía junto al barón francés con una mueca triunfal.

Men Rodríguez hubiera querido hundirle la espada en la cara para borrar aquella sonrisa, pero tenía la boca seca y ni siquiera pudo responderle. La expresión de Bertrand, en cambio, era serena, incluso habría jurado que no estaba disfrutando con aquello. Aunque probablemente fuera porque, a pesar de todo, seguía estando a merced de la espada del capitán de la guardia rojiverde y porque sabía que antes de caer, este se lo llevaría por delante. Fuera como fuese, Men Rodríguez todavía no estaba dispuesto a darlo todo por perdido.

—Aún podemos tomar el castillo. Con uno solo de nosotros que llegara a dar la alarma treinta jinetes irrumpirían en la fortaleza y acabarían con toda alma viviente.

—Vuestros hombres están muertos.

—¡Mentís!

El barón tomó aire y preguntó algo en francés a uno de los mercenarios recién llegados. Este fue lacónico en su respuesta. Bertrand le preguntó algo más y de nuevo su interlocutor lo confirmó con voz queda. El soldado de Pedro temblaba de frustración a sabiendas de lo que Bertrand iba a decir cuando volvió a fijar su atención en él.

—Vuestros hombres están muertos —repitió.

Y el soldado le creyó, le creyó por la falta de arrogancia con que se lo dijo y también porque era consciente de que un hombre como Bertrand no habría dejado ningún cabo suelto en aquella emboscada. Entonces, por alguna razón que ni él mismo alcanzaba a comprender, sintió la necesidad de ver el rostro del routier con quién había hablado, el hombre que había traído la confirmación de sus temores más aciagos. Para ello, se volvió un poco y miró a su espalda. De inmediato, se quedó helado ante la visión de sus hombres: cuatro más aparte de él, completamente rodeados de enemigos, cada uno con dos o tres espadas apuntándoles a los centros vitales, pero aún así sin bajar las suyas. En su interior palpitó el mismo miedo que los embargaba a ellos. Se había acabado.

Durante los escasos segundos en que el soldado desvió su atención, Bertrand du Guesclin desenvainó su acero y le apuntó al cuello. Men Rodríguez se volvió de nuevo sobresaltado y sorprendido por la agilidad de su adversario, que debía de contar con unos diez años más que él.

—Sois un hombre valeroso, no deseo vuestra muerte —afirmó Bertrand.

—Venderé cara mi vida.

—Eso os honra. Pero ¿vais a entregar también las vidas de vuestros hombres?

Men Rodríguez frunció el ceño.

—Pensadlo bien, monsieur. Ya se ha derramado demasiada sangre esta noche, no es necesaria la de cinco hombres más.

El soldado de Pedro titubeó. Tenía en sus manos la vida de cuatro soldados y quizá no debía dejar que se hicieran matar por una causa perdida. Se volvió hacia ellos una vez más, sin cuidado alguno porque su enemigo pudiera atravesarle con la guardia baja: dos de sus hombres eran bastante jóvenes y temblaban mientras sostenían sus armas; otro era algo mayor y parecía más sereno, aunque el tono macilento de rostro y los labios fruncidos exteriorizaban su tensión.

El cuarto era de la edad de Men Rodríguez y eran amigos. Habían librado innumerables batallas juntos, ya bajo la bandera del rey Alfonso antes que la de su hijo. Del grupo de jóvenes soldados que décadas atrás habían hecho la instrucción juntos en Talavera, solo quedaban con vida ellos dos. El capitán de la guardia se dio cuenta de que estaba a punto de quitarle la vida también a él y le abandonó toda determinación. Pero cuando sus miradas se cruzaron y ambos se comunicaron en silencio como tantas otras veces, supo lo que tenía que hacer.

Sin previo aviso, Men Rodríguez gritó y aprovechando el efecto sorpresa descargó su espada sobre du Guesclin, al tiempo que su compañero se desasía del acoso de un adversario con un empujón y atacaba a otro con la espada. No obstante, a Bertrand no le había pasado por alto el intercambio de miradas entre los dos soldados y cuando Men Rodríguez le atacó estaba preparado y evitó el golpe. A partir de ese momento, el capitán de la guardia real perdió de vista al mercenario: la batalla se había desencadenado y a duras penas podía rechazar las acometidas de los soldados enemigos que los doblaban en número y caían sobre él desde todas direcciones.

Mientras los mantenía a raya como podía. Men Rodríguez trató de localizar a sus soldados, pero era incapaz de ver nada en el caos de acero, piedra y sangre. Hirió a un adversario, o quizá lo mató, porque cayó al suelo y no se levantó enseguida, pero en cualquier caso no podría asegurarlo. De repente sintió un dolor agudo en el hombro y retrocedió para alejarse del atacante que lo había alcanzado, fuera quién fuera, pero por detrás volvieron a hundirle otra espada entre los omoplatos y gimió. Golpeó a uno de sus agresores e intentó alcanzar la seguridad de la pared: aunque eso lo acorralaría, al menos no podrían atacarlo desde todas direcciones. Además, por un momento parecía que nadie le prestaba atención; miró a su alrededor como en un sueño y se dio cuenta de que los sonidos le llegaban amortiguados; tenía sangre en la cara —¿cuándo le habían herido en la cabeza?—; las piernas le flaquearon; dos de sus hombres habían caído y los otros dos estaban rodeados de alimañas; la vista empezó a nublársele. Y entonces vio las escaleras, junto a él, desprotegidas y tuvo una visión de sí mismo subiéndolas y alcanzando la puerta de madera y a su señor. Sabía que no podría sacarlo consigo, pero al menos usaría su último aliento para atravesar al bastardo con su acero. Y después interpondría su cuerpo entre Pedro y lo que quiera que saliera por la puerta. Aquella idea le dio fuerzas para deslizarse cojeando hacia los peldaños —tampoco recordaba cuándo lo habían herido en la pierna— y empezó a subirlos sin mirar atrás. Tropezó y dio de bruces contra la piedra, pero no hizo caso del dolor y se arrastró hacia arriba.

En más de un momento se sintió desfallecer, pero al tomar el segundo tramo divisó la puerta de madera al final de la escalera, reunió todo el valor que le quedaba y logró ponerse en pie apoyándose en la espada. Toda su atención y su fuerza vital estaban puestas en aquel horizonte y en darse prisa en alcanzarlo. Dejó que la rabia lo calentara y que el dolor alimentara esa rabia: a cinco peldaños de su objetivo, tenía las mejillas empapadas de lágrimas. No obstante, a cinco peldaños de su objetivo, un golpe seco lo hizo caer de nuevo al suelo. Se percató de que no oía el eco de la batalla, todo se había vuelto irreal. Hizo un torpe intento de levantarse, pero se lo estaban impidiendo, así que, sin fuerzas para oponerse, trató de reptar mirando siempre hacia arriba. Entonces, su agresor le dio la vuelta, y se encontró cara a cara con Bertrand du Guesclin.

—Maldito seas —escupió Men Rodríguez—. Sucio mercenario extranjero, ¿quién eres tú para decidir quién ha de reinar en Castilla?

El aludido dejó escapar un suspiro, pero no era de piedad: no sentía pena por aquel que había elegido su propia muerte. Levantó la espada con las dos manos para clavársela al soldado en el pecho y musitó:

—Ni quito ni pongo rey. Sólo ayudo a mi señor.

******

Enrique retrocedió ante las palabras de su hermanastro como si en lugar de hablar le hubiera amenazado con una maza de combate.

—¿Abdicaríais y os marcharíais? —repitió incrédulo.

—Así es.

A su pesar le creía, pero las implicaciones de creerlo eran demasiado terribles, porque no podía comprender que alguien que no hubiera dudado en asesinar a traición en el pasado para satisfacer su ambición, renunciara al poder ahora con tanta facilidad. La única explicación que se le ocurría era que lo hacía por cobardía, pero tenía la extraña seguridad de que el hombre que había ante él no era cobarde. La voluntad le flaqueó y, como siempre que eso ocurría, la imagen de Isabel se le apareció nítida en el pensamiento. Su expresión dolida, su voz resuelta al separarse. Quiso seguirla cuando desapareció del claustro?deseó no haberla dejado marchar en la espesura desde el principio? y sus músculos se tensaron para correr en su búsqueda. También a ella la había creído; pero después Tello había muerto. Ya sólo Pedro estaba con él, asistiendo a su debate interno en respetuoso silencio.

Se oyó un golpe tras la puerta y el hijo de Leonor notó la garganta seca y el sudor frío que le bañaba la frente. Cada vez que miraba a Pedro veía a su hermana, estaba perdiendo la razón. Y este le sostenía la mirada y ni siquiera se volvió cuando la puerta se abrió a su espalda y entraron tres hombres: Rodrigo de Mendoza, el condestable Velasco y Bertrand du Guesclin, que cerró la puerta tras de sí y permaneció en segundo plano con la espada envainada. Tomando aire, Enrique volvió a prestar atención a Pedro, seguro de que se encontraría con una mirada acusadora, pero no fue así.

—Saludos, Pedro de Borgoña. Después de tanto tiempo volvemos a encontrarnos —se alzó la suave y aristocrática voz del barón de Mendoza.

Enrique se estremeció al oír la voz del hombre del que dependía como de una droga, al que odiaba y necesitaba hasta extremos dolorosos.

—Eso parece, mi señor de Mendoza. Aunque hubiera preferido que fuera de otra manera —repuso Pedro.

Pedro se volvió hacia el condestable Velasco, que fue incapaz de sostenerle la mirada. Después se fijó en Bertrand, cabizbajo junto a la puerta, y finalmente en Rodrigo, al que desafió sin inmutarse durante largos segundos. Al final, Rodrigo carraspeó y desvió la vista, pero enseguida soltó una risita.

—Esta es la única manera que nos habéis dejado, mi señor.

Para horror de Enrique, no fue capaz de distinguir sorpresa alguna, ni siquiera enfado, en la expresión de su enemigo. Su hermanastro había esperado una trampa: Pedro lo sabía.

—¿Por qué? —le preguntó Enrique, con una nota de desesperación en la voz— ¿Por qué habéis venido?

El aludido tragó saliva y miró a Enrique con gravedad.

—Porque es necesario que entre nosotros haya paz.

—Y la habrá —intervino Rodrigo—, en cuánto hayáis desaparecido.

Enrique no oyó al barón, porque para él, en aquel instante sólo existían Pedro y él. Velasco y Rodrigo desenvainaron sus espadas y las dirigieron hacia su hermanastro, para impedirle cualquier movimiento o intento de fuga. Aunque Pedro no hizo amago de pretender retirarse, levantó la barbilla ligeramente al notar el tacto frío del acero en la garganta. Con gesto mecánico, Enrique desenvainó también, pero no levantó el arma para dar la estocada mortal. Al contrario, el brazo que la sostenía colgaba fláccido a un costado.

—No deberías haber venido —murmuró para sí.

Pedro sonrió con amargura. Había tantas cosas que no debería haber hecho, que pensar en ellas carecía de sentido. Bertrand levantó la cabeza con un atisbo de compasión: su señor tenía la mirada perdida y estaba pálido como el marfil. Escrutó el rostro de Rodrigo y apreció su impaciencia y disgusto. Segundos después, el propio barón rompía el silencio.

—La mano del rey es demasiado pura para mancharse con la sangre de este usurpador. Así que será un honor para mí darle muerte en su nombre.

Y dio un paso adelante con determinación.

—No —lo detuvo Enrique.

Rodrigo frunció el ceño y se detuvo de mala gana, haciendo grandes esfuerzos para mantener la calma. Si aquel condenado bastardo intentaba arruinar sus planes ahora, lo mataría a él también; y pobre del que se pusiera por delante.

—No vais a derramar sangre real, barón —prosiguió con calma—. No tenéis ningún derecho.

Una vez más, Pedro posó los ojos en Enrique, que habría de vivir con esa última expresión grabada en la retina durante el resto de sus días. Solo había algo que supiera con más seguridad que el hecho de que no quería matarlo así: que allá, rodeado por los nobles que lo habían encumbrado, tendría que hacerlo.

—¿No le harás daño, verdad? —le preguntó aquel.

Enrique contuvo la respiración.

—Iba a reunirse contigo —afirmó Pedro— Yo... yo no... Ojalá hubiera podido conocerte antes.

El hijo de Leonor emitió un sonido ronco al tomar aire. Alzó la espada y se la clavó en el pecho.

Los nobles dieron un paso atrás sobresaltados por lo súbito del ataque, ya que habían creído que Enrique no sería capaz de decidirse. Pedro gimió y sus manos se crisparon sobre el brazo de su agresor en un acto reflejo, aunque en el preciso instante en que el acero se hundió en su carne fue Enrique el que aulló de dolor y de rabia. Durante unos instantes, Pedro de Borgoña sostuvo la mirada de su hermanastro, apretándole el brazo para mantener el equilibrio, pero al poco le faltaron las fuerzas y se tambaleó. Pronto, las piernas le fallaron y se desplomó hacia delante. El conde de Trastámara lo sostuvo con la mano libre y, temblando como una hoja, le hundió la espada aún más, hasta atravesarlo.

Ambos cayeron de rodillas y la cabeza de Pedro quedó apoyada en el hombro de Enrique. Aunque no podía verle el rostro, notaba su respiración entrecortada al no llegarle el aliento. Aquella era una agonía que recordaba demasiado bien: le volvió a la mente con total claridad el dolor implacable y, sobre todo, el terror que había sentido al ser herido en el campo de batalla. Soltó la espada y, con los ojos anegados en lágrimas, abrazó el cuerpo de Pedro mientras duraron los espasmos.

«Volveremos a vernos, hermano»

Y lo estrechó con fuerza hasta que sus músculos se relajaron y dejó de respirar.

Rodrigo, Velasco y Bertrand permanecieron en silencio unos instantes. El barón de Mendoza, que fue el primero en reponerse de la impresión, tomó la palabra.

—Majestad, debemos partir.

Enrique no se movió. Velasco, siguiendo una muda indicación del barón se acercó al cuerpo inerte de Pedro y lo zarandeó.

—Ya está muerto.

—¡No le toquéis! —gritó Enrique.

Fuera de sí, extrajo la espada del cadáver de su hermanastro y se encaró con el condestable.

—Pero, Majestad... —interpuso este.

—¡No!

Antes de que pudiera decir nada más le abrió la garganta con una estocada certera. La cara agrietada de Velasco se contrajo y la sangre salpicó a su alrededor mientras se desplomaba. Rodrigo llevó la mano a la empuñadura de la espada y contuvo la respiración, mientras el joven se volvía también contra él. Sin embargo fue Bertrand el que, surgido de la nada, cruzó la espada con Enrique. Aunque la acometida del joven llevaba mucha fuerza, aprovechó su precipitación para rechazarlo.

—Se acabó, votre Majesté.

El joven no se revolvió contra el francés, tan solo se lo quedó mirando unos segundos con los dientes apretados. Después se volvió hacia Pedro, que yacía en el suelo encogido sobre sí mismo. La espada se le cayó de la mano y se limpió torpemente la sangre de la cara que teñía el mundo de rojo, pero no sirvió de nada: Pedro también estaba cubierto de rojo y él era a lo único que podía mirar. Bertrand lo agarró de los hombros y fue vagamente consciente de que las piernas le temblaban y había estado a punto de perder el equilibrio. Estaba mareado, pero no dejó que lo sostuvieran. Sin pronunciar palabra, se encaminó a la puerta; Bertrand la abrió para dejarlo pasar y mantuvo la vista baja, excepto un instante, para mirar a Rodrigo de manera incendiaria antes de seguir a Enrique. El barón los vio desaparecer por las escaleras en silencio y después dirigió su atención al cadáver de su aliado y al de su enemigo, que yacían boca abajo en el suelo de la terraza, bañados por la luz de la luna.

˜™

Despertó de golpe con el sonido del trueno y abrió la boca en busca de aire. Después se quedó sentada en la cama un buen rato, confusa por la oscuridad y el eco de la tormenta, con la cabeza apoyada en las rodillas. Alguna pesadilla la había despertado, pero no la recordaba. Solo sabía que le había dejado una sensación de vértigo en el estómago que amenazaba con transformarse en náuseas. Se arrebujó entre las mantas de nuevo y respiró profundamente, arrullada por la lluvia, pero el corazón le latía demasiado deprisa como para poder dormir.