XII

A lo largo de su vida, Gabriel había visitado Palencia en pocas ocasiones y, desgraciadamente, nunca por placer. Conocía a uno de los caudillos locales, un hombre astuto de ideas claras, aunque su relación siempre había sido por carta y jamás se habían visto. Por esa razón observó con curiosidad el rostro del corpulento burgués que fue a su encuentro, ataviado ricamente al estilo de la alta caballería. Sin decirse nada en la calle, donde podían ser oídos por extraños, pasaron a una salita donde le ofrecieron comida y bebida.

—Don Gabriel de Albuquerque, supongo —aventuró el burgués. Tenía una voz profunda y rasposa, como el gruñido de algunos animales.

—¿Y vos sois?

—Germán Alvarado.

—Celebro que al fin nos encontremos.

—Tenéis proposiciones interesantes —afirmó. Y dirigiéndose a los demás añadió—. Caballeros, ya estamos todos. Si sois tan amables, pasaremos a la sala contigua, algo más grande y más privada.

Los presentes, representantes de las ciudades más importantes del reino, siguieron a Germán. El anciano Gabriel se irguió en toda su estatura y de dispuso a hacer lo mismo en último lugar, pero en ese instante fue retenido.

—¿Podría hablar con vos, mi señor, tan solo un instante? —inquirió la voz de Yom Eber Atias.

El valido se volvió sorprendido, pues no se había percatado de la presencia del judío. Los dos hombres se sostuvieron la mirada.

—Ahora no es el momento.

—Yo creo que sí.

La voz del judío era fría e inexpresiva, hasta el punto de resultar peligrosa. Eran los únicos que quedaban fuera de la sala, aunque los demás todavía estaban tomando asiento y hablando de esto y aquello sin haber notado su demora,

—No tuve nada que ver con la batida de la Orden de Santiago, mi buen amigo —afirmó Gabriel—. Espero que no lo dudéis.

—No lo dudo. Solo me gustaría saber qué estáis haciendo para solucionarlo.

—Tengo las manos atadas, no tengo autoridad sobre los asuntos de la Iglesia. Además, López de Ayala es un pesquisidor tenaz.

—La orden de Santiago no solo ha tomado documentos. También ha tomado prisioneros.

—Ya lo sé.

—Uno de ellos es hijo mío, consejero. ¿Sabíais eso? Lleva prendido un mes.

Gabriel apretó los labios. Seguían hablando en susurros y casi sin pestañear.

—No puedo hacer nada.

—Más os vale poder. Si esos incompetentes eruditos vuestros acaban por descifrar los papeles de mi gente será el fin para vos. Y si mi hijo muere, también.

Germán les llamó la atención y tanto Atias como Gabriel tuvieron que entrar en la sala, como si nada hubiera ocurrido, salvo un amistoso intercambio de saludos entre viejos conocidos. Los demás ya se habían sentado en torno a una mesa de madera iluminada con candelabros.

—Dado el secreto de esta reunión, es necesario que todo lo que aquí se diga aquí se quede. Al menos hasta que hayamos llegado a un acuerdo —comenzó Germán.

El valido asintió y se sentó en una de las sillas dispuestas alrededor de la mesa.

—Me gustaría agradecer a todo el mundo su presencia —apuntó Gabriel.

—Nuestros intereses son comunes, mi señor —siseó el judío Atias, con voz desmayada—. Aunque a algunos nos pese, seguís siendo la persona con quién hablar.

Mientras hablaba, miraba al valido con cierto aire dolido, pero Gabriel ni se planteó el hacer referencia al respecto.

—Yo sólo busco el bien de Castilla, estimados señores. Mientras las dos metas vayan unidas, nuestras negociaciones avanzarán.

Los caudillos se miraron con cautela, conscientes de que el valido estaba marcando las distancias. Atias sonrió, como dándose por aludido, pero se mostró dispuesto a seguir escuchando.

******

Daniel Atias abrió los ojos lentamente pero no vio más que oscuridad. Apenas sentía su cuerpo, como si fuera otra persona la que se hallaba tirada, desnuda y lacerada, en el suelo helado del maloliente calabozo. Trató de moverse, pero sus músculos no respondieron. Quizá era mejor así, seguramente su mente había abandonado su cuerpo para evitar el dolor. Pero una mente sin cuerpo no era nada: ahora vagaba por la habitación chocando con las paredes como una mosca atrapada.

¿Cuántas horas llevaba allí? Es más, ¿dónde era allí? Había perdido la noción del tiempo y del espacio y a duras penas conservaba la propia identidad. Empezaba a ser capaz de distinguir las piedras de la pared de enfrente, pues al parecer sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz y barrían dilatados cada recoveco. La piedra se movió. ¿Era una alucinación? No la oía moverse. A decir verdad no oía absolutamente nada, salvo el repiqueteo incesante del agua en algún rincón. Seguramente alguna gotera se filtraba por las paredes o el techo. ¿Y si se ahogaba? ¿Llegarían las gotas a llenar el calabozo? La piedra volvió a moverse. No, no era la piedra: era una cucaracha que andaba muy ajetreada por encima. Enseguida empezó a notar que aquel cuerpo que no sentía suyo le cosquilleaba. ¿Estaría cubierto de cucarachas? A lo mejor se lo comían. Al fin y al cabo parecía lógico: ese era su mundo, la piedra, la gota, la cucaracha. No había nada más.

Cerró los ojos. No había mucha diferencia entre tenerlos abiertos o cerrados, o entre estar despierto o dormido. Los volvió a abrir, ¿cuántas horas habían pasado? Oía voces y no veía su piedra, porque había algo en medio. Maldita oscuridad. Sí, era una bota, había alguien más en la celda. Una masa oscura se cernió sobre él y alguien le puso los dedos en la garganta. Atias notó el latido de su propio corazón al mismo tiempo que el visitante lo comprobaba y con él los acontecimientos de las últimas semanas regresaron de golpe. Recordó el dolor y soltó un gemido ronco. ¿Ya era de día? Se estremeció, sin fuerzas siquiera para encogerse sobre sí mismo, y esperó la mordedura del agua, que desvanecería el valioso entumecimiento de la semiinconsciencia.

En lugar de agua, el visitante lo envolvió con una capa y lo incorporó. El dolor fue tan intenso que Daniel se quedó sin aire y abrió la boca para gritar con todo el que pudiera reunir. Pero el visitante le tapó la boca con la mano rápidamente.

—Guardad silencio —le susurró.

Daniel sollozó y apretó los dientes. El visitante se lo cargó a la espalda; debía de ser un hombre fuerte. Mareado por el trajín, el prisionero sintió arcadas y resbaló, pero una tercera persona impidió que se golpeara con el empedrado y frenó la caída, justo antes de que Daniel vomitara sobre el suelo. Después, el primer hombre volvió a cargárselo a hombros sin pronunciar palabra y le pasó un manojo de llaves al otro. Este hizo una inclinación de cabeza y desapareció por el corredor opuesto.

—Aguantad —pidió el portador de Atias en voz baja—. Pronto saldremos de aquí.

Daniel se agarró a él con todas sus fuerzas y asintió como un niño obediente. El visitante caminaba a paso rápido y el hombro se le clavaba en el estómago. Al cabo de un rato le pareció que subían escaleras. En ese momento se detuvo y se oyeron exclamaciones. Alertado, Daniel entreabrió los ojos a tiempo de ver a un caballero de Santiago enarbolar su espada contra ellos. Su porteador sacó otra y la blandió con una sola mano, pero antes de que tuviera que enfrentarse con él apareció otro hombre por detrás y acabó con el soldado. También esos dos compartieron un saludo silencioso. Daniel se preguntó quiénes serían y cuántos; quiso hablarles pero empezaba a perder el sentido. El hombre que lo llevaba echó a correr de nuevo, ascendiendo, siempre ascendiendo, hasta que creyó sentir el aire fresco del exterior en la piel.

******

En uno de los despachos del alcázar de Valladolid, el monje de la Orden de Santiago repasaba uno a uno la montaña de papeles que habían requisado y cubrían la mesa y el suelo. A la luz de las velas, el experto llevaba toda la noche buscando algo que le sirviera para incriminar al valido real; esas habían sido sus instrucciones y sabía que estaba quedándose sin tiempo. Allí había de todo, recibos de entrega, listados, tratos comerciales, transacciones, todo registrado con la pulcra eficacia de las comunidades hebreas, pero ninguna definitiva para relacionar a Gabriel con la mastodóntica estafa. Tan solo un nombre que aparecía aquí y allá: “Othniel”. El monje se desesperaba cada vez que lo encontraba: estaba seguro de que se refería a Gabriel, pero no podría demostrarlo a menos que en algún lugar se estableciera la equivalencia.

—Ni siquiera se han preocupado de disimularlo —refunfuñó, al caer en la cuenta de que incluso los dos nombres significaban lo mismo—. Pero esta vez “la fuerza de Dios” estará con nosotros, aunque me deje las pestañas en ello.

Las horas pasaron, las velas se consumieron y la paciencia empezó a flaquear, pero el monje era un hombre concienzudo. Sus colegas de la orden no habían hallado nada, pero él era el último escalón, un documentalista experto. Si allí había algo lo iba a encontrar. Y Nicolás aseguraba que lo había. Mientras andaba enfrascado en la tarea le pareció que olía a humo y dio un salto en la silla. Echó un vistazo a todos los candelabros, uno a uno, temeroso de que por accidente prendiera alguno de los preciados legajos. Ninguno se veía en peligro, pero aún así se levantó para apartar una de las teas de una mesita rinconera para asegurarse de que no se produciría ninguna desgracia. Al hacerlo echó un vistazo distraído a los papeles que había apilados en ella, papeles que ya había revisado al principio de la noche. Se frotó los ojos y agarró uno de ellos hecho un manojo de nervios.

—Pero ¿cómo...?—murmuró— ¿Cómo no lo he visto antes?

Lo acercó a la lumbre con tanta vehemencia que casi tira la mesa y lo repasó una y otra vez.

—Lo tengo —se dijo— ¡Lo tengo!

Soltó una carcajada y esta resonó en la habitación recordándole que estaba solo. Presa de la excitación, pensó en llamar a alguien a gritos. Dejó el papel en la mesa y se dirigió a la puerta. Después se lo pensó dos veces y volvió por el documento para llevarlo consigo. Cuando lo cogió estuvo a punto de besarlo.

—Al parecer la fuerza de Dios ha guiado mi mano. Gabriel, no eres tan infalible como creías...

Se volvió hacia la puerta, pero algo captó su atención. Seguía oliendo a humo, ¿de dónde diablos venía? Miró el papel y por alguna razón le tembló en las manos. Después de dirigió a la puerta y llevó la mano al pomo: estaba ardiendo. Se apartó con un respingo y retrocedió.

—No puede ser...

Las hojas de madera crujieron como toda respuesta: por debajo empezaban ya a colarse volutas de humo negro y la temperatura aumentaba por momentos. El monje se santiguó: sabía de sobras que tras la puerta, las hambrientas llamas se deslizaban en busca de alimento y lo hacían con una celeridad implacable.

******

En palacio, Pedro y Alfonso de Albuquerque trabajaban en uno de los despachos de Gabriel en el ala oeste. El hijo del valido ordenaba y redactaba documentos con rapidez y eficacia. A sus veintidós años no habían cambiado su carácter serio ni su inalterabilidad; era alto y bien proporcionado, llevaba el pelo cortado a la altura del mentón y la barba castaña rasurada, salvo el contorno de la barbilla, una delgada línea sobre el labio superior y un poco bajo el inferior. Trabajaban en silencio: tenían una relación cortés, pero Alfonso no era una persona que se tomara muchas confianzas con nadie, así que al margen de los asuntos de estado no solían conversar demasiado.

De repente se abrió la puerta y entró el consejero López de Ayala. Pareció extrañarse de la presencia de los jóvenes, aunque enseguida le hizo una reverencia a su antiguo alumno y este inclinó la cabeza. Al parecer, esperaba encontrar la sala vacía.

—¿Dónde está tu padre, chico?

—Marchó a Astudillo hasta el mes que viene.

—¿Y qué está haciendo allí?

—Está con el rey, bien lo sabéis.

López de Ayala no ocultó su enojo. En efecto, sabía que Gabriel había acompañado al rey a Alfonso a las tierras del señor de Valcarce, porque este había invitado al monarca para que presidiera los esponsales de su hija menor. Sin embargo, tenía la seguridad de que solo lo había hecho para darle esquinazo y maquinar a sus espaldas.

—Tengo que hablar con él.

—Se lo diré en cuanto regrese. Si yo puedo ayudaros...

—Con vuestro permiso, Alteza, siguiendo la misión que me fue encomendada por el obispo Gregorio, me veo en la obligación de registrar este despacho.

A Pedro, al que Ayala se había dirigido al margen de Alfonso, no se le ocurrió qué decir. Le hubiera gustado negarse, por lealtad hacia su tutor, pero no tenía autoridad para hacerlo. Entretanto, el hijo del valido tenía el ceño fruncido y no se le veía muy conforme con la idea de levantarse del escritorio y dejar al consejero trastear a su antojo. Si no hacía o decía algo, la situación podía hacerse todavía más tensa.

—¿Realmente es necesario hacerlo ahora que Gabriel no está presente? —preguntó Pedro, forzando un tono neutral—. Si buscáis algo en concreto, puede que Alfonso sepa donde encontrarlo. Si no, quizá pudierais aguardar a la vuelta de su padre.

López de Ayala observó al príncipe lleno de incredulidad. Segundos después la afrenta substituía a la sorpresa. Y un instante más tarde, sus años de política entraron en juego.

—Por desgracia, sí me parece necesario, Alteza, aunque entiendo vuestra postura. Si lo deseáis, escribiré al rey para que dirima nuestro inofensivo desacuerdo.

Pedro suspiró y miró a Alfonso de reojo. Este negaba con la cabeza.

—No creo que sea necesario importunar al rey por algo como esto —accedió Pedro de mala gana.

Ayala se mostró plenamente de acuerdo.

—Sin embargo, espero que no os moleste si permanecemos en la sala mientras buscáis vuestros documentos. Así podremos seros de ayuda en cualquier momento.

El consejero tuvo que aceptar la condición, aunque solo fuera para atajar aquel pulso dialéctico. No podía negar que el joven príncipe era capaz, si bien de haber permanecido bajo su tutela más años, seguro que no se habría vuelto tan impertinente.

El registro dio comienzo, bajo la atenta mirada de Alfonso y Pedro: Ayala vació cajones, estanterías y armarios, desenrolló pergaminos y examinó documentos lacrados. De vez en cuando, aunque solo fuera por no moverse, el hijo del primer valido real le obstaculizaba el paso. En esas ocasiones, Ayala resoplaba y se detenía, hasta que Alfonso, muy lentamente, se apartaba. Quizá por la presencia del príncipe o, seguramente, por que no estaba en su naturaleza, el registro no fue violento ni impetuoso. No hubo papeles volando ni muebles volcados: Ayala buscaba, cogía, examinaba y volvía a dejar cada papel de manera metódica, sin mover un solo legajo de su lugar. Durante una hora, el consejero deambuló de un lado a otro del despacho sin que ninguno de los tres abriera la boca. Y a final, cuando tuvo que detenerse con aire de derrota, fue Alfonso quién rompió el silencio.

—Lamento que no hayáis encontrado lo que buscabais, mi señor. Mi padre os habría sido de más ayuda. Me consta que está muy comprometido con la investigación que lleváis a cabo y os ha hecho llegar cualquier documento que le habéis pedido.

Ayala tenía un rictus nervioso en el rostro: el hijo del valido le daba escalofríos, sabía que Gabriel le ocultaba algo y su investigación no avanzaba. Se acercó a Alfonso y le puso la mano en el hombro.

—¿Sabíais que hace dos noches se declaró un incendio en el alcázar de Valladolid?

—No tenía noticia.

—Una desgracia: se originó en uno de los despachos que contenían documentación requisada y se extendió hasta los sótanos. Cuando los sagrados caballeros de Santiago lograron extinguirlo no quedaba nada digno de investigar.

—En verdad, una desgracia.

—Te aseguro que si alguna vez descubro quién fue el responsable tendrá que sufrir todo el peso de la justicia —concluyó secamente.

Alfonso sonrió un momento, para darle la razón.

—Que Dios se apiade de su alma —le respondió.

Ayala repitió la reverencia hacia Pedro y se marchó, bastante enfadado. Alfonso volvió inmediatamente a sus quehaceres como si no hubiera existido interrupción alguna. Al cabo de un rato, notó la mirada de Pedro fija en él y levantó la cabeza. El príncipe lo observaba con interés.

—¿Por qué ha ido a Astudillo vuestro padre, Alfonso?

—Para acompañar al rey.

Pedro sonrió, pero no apartó la vista de Alfonso. Este le sostuvo la mirada unos instantes más y después volvió a concentrarse en sus papeles. No obstante, al tiempo que escribía, siguió hablando.

—Iba a reunirse con una delegación de comerciantes en Palencia.

Pedro no esperaba eso y por un momento quedó desconcertado.

—¿Burgueses?

—Hasta ahora depender de nobles y prelados no ha hecho más que debilitarnos.

La seguridad de Alfonso sorprendió al príncipe. Gabriel nunca le hablaba con tanta claridad.

—¿Y los burgueses se avendrán a negociar?

—No hay diferencia entre negociar con un noble, un sacerdote o un burgués. Lo que importa es lo que pueden ofrecer.

—¿Qué pueden ofrecer?

—Oro. Las ciudades no poseen ejércitos ni tierras, pero son ricas. Y la monarquía necesita fondos, porque en cuestión de tierras y ejércitos no puede competir con la nobleza.

Pedro pensó en la investigación de Ayala, en los miles de florines que durante años los judíos no podrían haber desviado sin ayuda.

—¿A cambio de qué?

El hijo de Gabriel rumió un momento si responderle o no, pero al final accedió a complacerlo y le refirió el quid de la cuestión en pocas palabras: si las ciudades pasaban a depender directamente del rey se librarían del yugo de los señores que ponían cuantas trabas encontraban para frenar su crecimiento. A cambio de su apoyo económico, Alfonso XI las dejaría autogobernarse con notable libertad: en otras palabras, los caudillos urbanos que suscribieran el pacto las controlarían.

—Mi padre ha pasado mucho tiempo tratando de restarle poder a la nobleza. Ahora ha entendido que eso no basta; para la supervivencia de la Corona se necesita un verdadero cambio. Llegará un día en que no se pueda depender de la tierra o de los botines de guerra y dará igual quién posea más. El poder estará en el comercio y dado que las ciudades lo controlarán, es a los hombres libres a los que hay que ganarse.

El príncipe no hizo más preguntas, pero aún siguió observando al hijo del consejero mientras reflexionaba sobre todo lo que le había dicho. No le preguntó por el sobre que le había visto ocultar bajo la capa, salvándolo de Ayala cuando este miraba hacia otro lado. Y por supuesto, tampoco hizo comentario alguno cuando, un par de horas más tarde, lo lanzó al fuego distraídamente junto con otros papeles inservibles.