XVI
LA noticia de la muerte del rey Alfonso XI se extendió de norte a sur en poco tiempo y durante los primeros días la situación fue caótica. Pedro vivía prácticamente confinado en sus aposentos, entre emisarios y audiencias. En el consejo real las discusiones se sucedían día y noche y Gabriel tenía que hacer uso de toda su mano izquierda para que no cundiera el pánico. Valerio de Mora, uno de los más exaltados, repetía sin cesar:
—¡El príncipe es demasiado joven! ¡Es incapaz de gobernar!
López de Ayala era de la misma opinión, aunque apuntaba que más que sobrarle juventud le faltaba preparación y culpaba de ello a su tutor.
—El rey ha muerto —contraatacaba Gabriel—. Joven o no, Pedro deberá gobernar.
—Pero sin vos, Gabriel —ladraba Valerio—. Lleváis demasiado tiempo haciendo y deshaciendo a placer.
—Que el príncipe no esté preparado es la prueba de que vos habéis dejado de estarlo —afirmó Ayala.
Como político era relativamente hábil, de los que normalmente no hacía mucho ruido en las reuniones pero lograba imponer sus criterios poco a poco una vez terminaban estas. De este modo, aliado con la postura de Valerio, había logrado atraer al indeciso Miguel de la Ría, el más joven e inexperto del consejo. Sin embargo, dos de los consejeros de más peso y experiencia, Lucas y Pascual, se alinearon con el primer valido. Furioso, Valerio arremetió contra el hijo de Gabriel, que llevaba días asumiendo varias de las tareas de su padre al frente de la administración.
—La presidencia del consejo no es hereditaria, mi señor. ¿Creéis que no nos damos cuenta de lo que pretendéis?
—Decidme vos lo que pretendo.
—¡Vos no reináis en Castilla!
Gabriel entornó los ojos con acritud.
—No, pero la conozco mejor que vos, así que seré yo quién decida cómo ayudar a Pedro a reinar.
—No podréis —objetó Ayala.
El primer valido y él cruzaron una mirada.
—Yo también le he visto crecer y os aviso: habéis fracasado —afirmó con gravedad—. Pero eso ya lo sabéis, ¿verdad?
Gabriel inspiró, con las aletas de la nariz dilatadas.
—López, basta —intervino Lucas—. Esa no es la cuestión.
Ayala agachó la cabeza; Gabriel apretaba los dientes. Los demás se sometieron a la voz reprobadora de Lucas.
—Debemos permanecer unidos, señores. O los buitres se echarán sobre nosotros.
Gabriel asintió débilmente. La muerte de Alfonso lo había dejado todo en suspenso y hasta los nobles habrían detenido sus conjuras. Pero la sorpresa no los contendría mucho tiempo. Nada lograba contener mucho tiempo a Rodrigo de Mendoza.
—Si creéis que ya no estoy capacitado dimitiré —afirmó—. Pero decidlo ahora, pues hay cosas más importantes en las que pensar.
A regañadientes, Valerio no osó alzar la voz. López también permaneció callado.
—Bien, entonces hablemos de los funerales del rey Alfonso. Eso sí que corre prisa.
Tras larga deliberación, se decidió que Alfonso XI sería enterrado en Sevilla. Asimismo, se envió noticia a la reina María, convertida en regente hasta que Pedro Alfónsez de Borgoña fuera coronado rey de Castilla a los quince años.
******
Enrique llegó a la cabaña a todo correr y encontró a su madre fuera, partiendo leña sobre un tocón. Al verlo aparecer, la mujer frunció el ceño y asió con fuerza el mango de la vieja hacha, antes de descargarla con fuerza encima del leño. Este se partió en dos con un chasquido. Las astillas volaron por los aires. Enrique se detuvo y se dobló por la mitad, con las manos apoyadas en las rodillas para recuperar el aliento.
—¡Madre! ¿Madre, te has enterado?
Leonor colocó otro leño en el tocón sin prestarle demasiada atención.
—¿No me habías dicho que partirías la leña hoy? Siempre tengo que hacerlo yo todo...
Enrique tosió un par de veces para normalizar su respiración del todo. Estaba demasiado excitado como para tomarse a mal el reproche de su madre.
—¡El rey ha muerto! ¡Se ha descalabrado en el castillo!
A Leonor le temblaron las manos al descargar el hacha sobre el siguiente leño y el tronco salió volando apenas mellado. La hoja se clavó en la madera que hacía de soporte y ella soltó el mango, con la muñeca dolorida. Enrique se adelantó, desclavó el hacha y se la pasó de mano a mano mirando expectante a su madre, que se había quedado blanca.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó con voz tensa.
Enrique chasqueó la lengua, decepcionado de que su gran noticia tuviera tan poco efecto a sus ojos. Agarró un leño nuevo de la pila y lo colocó en el tocón mientras exclamaba:
—¡Se comenta por todos lados! ¡Te habrías enterado si no vivieras encerrada en este maldito bosque!
Y al tiempo que pronunciaba las últimas palabras partió la madera con todas sus fuerzas. Leonor se alejó unos pasos, retorciéndose las manos.
—Alfonso ha muerto...¿descalabrado, dices?
—Eso parece —repuso Enrique malhumorado—. Dicen que se abrió la cabeza una noche, mientras andaba borracho. Ya ves —soltó una risita—. Y ahora la gente se pasa el rato mirando al cielo como si esperasen que se desplomara sobre sus cabezas.
—La gente cree toda clase de sandeces —contestó su madre, como distraída— Para ellos el rey representa el orden. Un reino sin corona se sume en el caos.
—El príncipe es muy joven. Es menor que yo, ¿no? Me gustaría verlo. Dicen que...
—¿Se puede saber qué hacías tú en el pueblo? —lo interrumpió su madre, entrando en cólera de súbito— ¿Con quién has hablado? ¿Qué te importa a ti cómo sea el príncipe o cómo...?
—¡Madre, basta! —gritó Enrique.
Soltó el hacha y paseó con los brazos en jarras.
—Te he dicho muchas veces que...
—¡No soy un perro al que puedas tener atado a la pata de la mesa! —protestó, pateando una piedra.
Leonor frunció el ceño, levantó la barbilla y fulminó a su hijo con la mirada.
—Nunca he dicho que lo fueras.
—El rey ha muerto...ya sé que eso no va cambiar nuestras vidas —señaló hacia la espesura, en dirección a la aldea—, ¡pero ahí fuera es algo importante! ¡En el mundo real es un momento histórico! ¿Y lo único que se te ocurre decirme es que por qué he ido al pueblo?
Leonor despegó los labios, temblando de ira y nerviosismo.
—En el pueblo no hay nada para ti.
—¡Eso no lo sabes!
Su madre abrió mucho los ojos, adoptando aquella mueca de enfado que le helaba la sangre. Avanzó hacia su hijo y lo cogió de los hombros. Él apartó la mirada con los puños apretados.
—Claro, ¿qué va a saber tu vieja madre? —siseó— Sin duda tú sabes mucho más. Dime, sabelotodo, ¿qué hay de tan maravilloso ahí fuera que no tengas ya? ¿Qué tienes que echarme en cara que no te haya dado todo este tiempo?
Enrique resopló y se apartó de la delgada mujer, cuyas manos semejaban tenazas de hierro. Odiaba cuando le hacía eso.
—Madre, por Dios, sabes que no quiero decir eso. Nunca has dejado que me falte de nada, ¿crees que no te lo agradezco?
—¿Entonces qué te pasa?
Enrique se llevó las manos a las sienes, agotado de la discusión.
—Que tú y yo no somos las únicas personas de este mundo. Que ahí fuera hay más gente. Y a veces desearía...solo desearía...
Calló, incapaz de discutir con el mudo enfado de su madre. No podía entenderlo, por mucho que se lo explicara. ¿Cómo hablarle de Isabel? Se pondría hecha una furia. Por esa razón, dejó que una Leonor aplacada por su silencio le pasara la mano por el pelo y tomó aire para calmar sus propios ánimos.
—Paciencia, amor mío —susurró Leonor—. Confía en mí.
Lo abrazó brevemente y le palmeó la espalda.
—Tengo que salir un rato —le dijo, besándolo en la mejilla.
Se echó un chal por encima de los hombros.
—¿A dónde vas?
—Como has dicho, el rey ha muerto. La gente tiene supersticiones que hay que tranquilizar.
—¿Puedo ir contigo?
Leonor se volvió hacia su hijo.
—Esta vez no, Enrique. Obedece. Obedece solo un poco más —suspiró—. Y cuándo vuelva, espero ver la leña cortada.
******
Día y noche, los cantos de las dedicadas comparsas de dolientes que poblaban los rincones del Alcázar llenaron sueño y vigilia, impidiendo el uno y atormentando la otra. Dentro o fuera de los muros, la diferencia no era mucha: la música se había prohibido, las risas eran castigadas con severidad. Incluso el cielo permanecía encapotado y gris. El sol debía de lucir ahora en otros lugares, en donde la desgracia no hubiera sobrevenido.
Isabel paseó sin rumbo por los jardines de la fortaleza, de un humor extraño. Vestida de riguroso negro, como exigía su pena, durante los últimos días había evitado llamar demasiado la atención y transitaba por el castillo enlutado aliviada por la negligente desatención de todos los que, a la caída del monarca, tenían cosas mejores que hacer que preocuparse del estado de su hija menor. Tras el velo, observaba las caras aprensivas de los criados, que esperaban que toda clase de infortunios se sucedieran durante el periodo de luto, en que la tierra era huérfana e indigna de la gracia de Dios. Ella no creía en aquellas cosas, pero el temor de la gente sencilla era contagioso y sentirse responsable de él la hacía sentir en la obligación de mitigarlo.
Suspiró al oír que alguien se acercaba y se volvió para encontrarse con Julia. Su doncella también iba de negro y con el pelo suelto. Desde la noche de su muerte, ni una ni otra había vuelto a hacer mención a Alfonso, pero indirectamente estaba en todas sus conversaciones. No había sido necesario pedirle que guardara silencio, pero exigir que olvidara lo que sabía o renunciara a lo que creía era algo a lo que no tenía derecho. Si hacía aquello era sobre todo por ella.
Las dos jóvenes se dirigieron a los establos en silencio. Un mozo se dispuso a ensillarles un caballo, pero sin prestarle mucha atención, Isabel enjaezó el suyo ella misma de manera mecánica. Los caballerizos no les hablaron y tampoco los guardias de la puerta les preguntaron a dónde iban, aunque entre la mayoría su destino era un secreto a voces que pasaba de mirada en mirada y no era reprochado ni por el menor bisbiseo.
Iniciaron un trote suave mientras abandonaba el castillo, atravesando las adoquinadas calles de Talavera espiadas de tanto en tanto por los ojos brillantes de algún gato en la oscuridad. Las puertas de las casas estaban cerradas, como para espantar a los malos espíritus, pero la presencia de sus habitantes se adivinaba en el interior como se intuye la de los animales escondidos entre la maleza del bosque.
La infanta se llegó hasta la aldea de Almendrera y moderó su paso al cabalgar entre las casas. Estaba anocheciendo, pero en todas las casuchas de adobe y madera ardían antorchas. Poco a poco, personas de todas las edades empezaron a salir a las calles. Iban vestidas de negro, como ella, y portaban antorchas para alumbrar el camino. Muchas llevaban también ramilletes de ajenjo y todas se apartaban de delante rápidamente y la observaban con mayor o menor disimulo. Isabel inspiró muy lentamente, observando al azar algunas de las caras desde debajo del velo. Normalmente no entraba en el pueblo, ya que aquellas miradas la violentaban. No le gustaba tener la impresión de que la comparaban con su madre a cada momento y la juzgaban en consecuencia. El pueblo consideraba a María una extranjera y era difícil que la aceptara tras haber abandonado el reino, pero eso no significaba que la hubiera olvidado. Por desgracia, pensó, no eran los únicos que no habían olvidado a la reina.
Isabel sacudió la cabeza para apartar el recuerdo amargo de la visión del cadáver del rey despanzurrado en el suelo. Se obligó a mirar a los aldeanos y se debatió entre lo amenazada que se sentía por ellos y la curiosidad que le despertaban. Sabía que en el fondo de su corazón buscaba encontrarse con Enrique y aquel tipo de deseo era nuevo para ella. Ni siquiera lo conocía y sin embargo se sintió algo decepcionada al no dar con él. Había sido una insensatez: al fin y al cabo, de haberse encontrado, él habría descubierto su identidad. Y la verdad, no quería desvelarla.
«Todo lo que eres es un nombre...»
Al menos, ese nombre serviría esa noche para devolver la paz a las calles. No, María de Portugal nunca habría accedido a esto.
El silencioso cortejo abandonó la aldea y emprendió el camino del río. A lo lejos, en un recodo de la corriente dónde los árboles se retorcían como dedos sarmentosos, brillaban otras tantas antorchas. Isabel y Julia se dirigieron al paso hacia los puntos de luz, seguidas del rumor de decenas de pasos. Un jinete de la guardia que recorría el camino real se cruzó con ellas, agachó la cabeza y siguió adelante sin decir esta boca es mía.
Desmontaron frente una tosca construcción de madera, paja y barro seco, en forma de cono. En el suelo había clavadas cuatro estacas impregnadas de brea, una en cada una de las imaginarias esquinas que delimitaban el recinto. Los aldeanos se detuvieron y miraron en derredor con cierta superstición, agarrando —los que disponían de ellas— sus ramitas de ajenjo. Frente a la entrada de la cabaña había tres mujeres. A dos no les veía la cara, pues también llevaban velo. La tercera, que ocupaba el lugar central, era alta y delgada, de largo cabello gris pero de facciones intemporales. Isabel se estremeció cuando se vio reflejada en sus ojos negros como el carbón. Julia pegó los ojos al suelo y se quedó inmóvil como una estatua.
—Adelante, mi señora —le dijo la mujer con voz cascada, invitándola a pasar.
Isabel tomó aire y la siguió. El interior de la casucha estaba casi tan oscuro como el exterior, pues solo había dos velas encendidas. El aire olía a hierbas, mezcladas sus esencias de tal manera que Isabel era incapaz de distinguirlas. La mujer del pelo gris se puso delante de ella y le sonrió un instante para tranquilizarla. Las otras dos mujeres cogieron una vela cada una y se pusieron a los lados.
—Arrodillaos —pidió.
Isabel obedeció, vagamente mareada por el penetrante aroma de la tierra ribereña sobre la que estaba postrada y el aire cargado que respiraba. La mujer se sentó ante la princesa con las piernas cruzadas y extendió las manos con las palmas hacia arriba. Isabel la imitó, colocando las manos sobre las de ella. Las otras dos mujeres también se habían arrodillado. La primera habló con voz solemne.
—Espíritu de la tierra, espíritu del aire, espíritu del agua, espíritu del fuego. Tú que eres múltiple, tú que eres único.
Las dos mujeres repitieron la salmodia, mientras ella apretaba las manos de Isabel entre las suyas.
—Dios de todas las cosas, atiende a nuestro llanto por el padre caído. Bajo su mano y Tu sabia guía la tierra dio fruto, y del cielo llovió vida. Ahora caminamos a oscuras.
Isabel miró de reojo las temblorosas llamitas de las velas, como si esperara que se apagaran de un momento a otro. En ese instante se lo ocurrió que si la ceremonia hubiera tenido lugar a la vista de los aldeanos, alguien se habría ocupado de que así fuera.
—Señor indivisible, apiádate de tus huérfanos y envíanos pronto a un nuevo padre que aplaque los demonios que asolan esta buena tierra. Hasta entonces acepta esta ofrenda. Sangre de su sangre, la madre se presenta ante ti.
Las dos mujeres arrodilladas sacaron un cuchillo y practicaron sendos cortes en las palmas de Isabel, que se mordió la lengua para no retirar las manos. La mujer de cabello gris se las hizo voltear y la obligó a hundirlas en la tierra húmeda.
—Hasta que llegue el alba, que sea la luz del ocaso. Hasta que el rey se siente en su trono, que la reina lo guarde. Que la lluvia no falte, ni se agosten las cosechas. Que se alejen la peste y todas las epidemias. Que la tierra impura se redima y los demonios se ahuyenten.
La mujer miró a Isabel a los ojos y le pidió que repitiera con ella.
—El rey ha caído. El rey llega. El ciclo se renueva sobre la tierra que es una. Para que la transición sea segura, me ofrezco como prenda.
Isabel pronunció las palabras en voz queda. La mujer sonrió y soltó las manos de la princesa. Una de las ayudantes estaba prendiendo velas por todo el habitáculo. La otra le acercó a Isabel una jofaina de agua de lluvia y le hijo un gesto para que se enjuagara las manos, manchadas de barro y sangre.
—Que así sea —concluyó la primera.
Entonces le levantó el velo negro a Isabel. La súbita claridad de decenas de velas le encogió las pupilas y sus ojos, más azules que nunca, se quedaron fijos en los de la mujer de cabello gris. Junto a esta, la mujer que sostenía la jofaina titubeó.
—¿Ya está?
La anciana asintió.
—La tierra está en paz.
Isabel sonrió un instante. Dudaba que la tierra la necesitara a ella para estar en paz y no al revés. Pero según todas las leyes humanas y divinas, ¿quién si no ella había roto su equilibrio? Aquello había sido lo mínimo que podía hacer.
Al salir, decenas de rostros aliviados la recibieron con veneración. Ella evitó sus miradas, tan vulnerable ante ellas como cuando era niña. Poco a poco, la multitud se fue disgregando en silencio, como había llegado, y el suelo quedó repleto de ramilletes de ajenjo, que iban dejando caer al marchar. Isabel no levantó la vista hasta que notó que solo una persona se había quedado. Julia caminó hacia ella sonriendo y la estrechó entre sus brazos con fuerza.
—Gracias —le susurró la doncella al oído— Vamos a casa.
Isabel trató de contener la emoción, pero no pudo evitar que la voz le saliera rota.
—¿Te importa volver sola? Hay algo...algo que yo...
—Está bien. Trataré de cubriros.
La princesa sonrió agradecida.
—Volveré antes del amanecer. Lo prometo.
Julia asintió. Sin decirse nada más, montaron a caballo y se despidieron, antes de salir al trote en direcciones distintas.
En el interior de la cabaña, la mujer del cabello gris volvió a sentarse en el suelo. La más regordeta de sus ayudantes había acabado de encender las velas y se acercó con un manojo de tomillo y una ristra de ajos. La más espigada aún sostenía la jofaina y parecía descompuesta.
—Leonor, ¿qué te pasa? Aún hay cosas que hacer.
La aludida miró a la mujer de pelo gris y se mordió el labio inferior.
—Sí, señora.
Se sentó y dejó la jofaina en el suelo. Mientras canturreaba, la mujer del pelo gris empezó a añadir los ingredientes al agua del ritual, para finalizar el conjuro que protegería los campos en el oscuro periodo de interludio entre reyes en el que muchos creían que fallaba la protección divina. Las otras dos se retiraron el velo. Leonor dejó al descubierto sus duras facciones y una mirada que, pese a la concentración, aún reflejaba un hondo desconcierto al haber reconocido a la infanta Isabel.
******
La primera vez estaba tan asustada que apenas guardaba recuerdos del lugar. Ahora, deambulaba por los alrededores de la cabaña indecisa, estudiando los detalles como si quisiera memorizar cada una de las rendijas. Dentro había luz. Seguramente Enrique no estaba solo y lo que debería hacer ella era marcharse. En lugar de eso, sus pasos la llevaron hasta uno de los ventanucos. Titubeó, temerosa de lo que pudiera recordar al mirar adentro. Durante un rato, se quedó apoyada en la pared junto a la ventana, contemplando el cielo. En el firmamento habían aparecido algunas estrellas. Al parecer las nubes empezaban a despejarse. Se observó las palmas de las manos, en donde el corte aún se veía reciente.
Espió por la ventana. Al principio no vio a nadie, pero entonces cambió de lado: Enrique estaba dentro. Con el corazón palpitante lo observó, sentado en una silla que hacía balancear sobre dos patas, mientras tallaba distraídamente un pedazo de madera a la luz del hogar. Concentrado en la tarea, mantenía la cabeza gacha y los ojos le quedaban ocultos bajo los finos mechones que le caían sobre la frente. El movimiento de la silla los hacía bailar de un modo tan hipnótico que Isabel era incapaz de apartar la vista de ellos. En un momento dado, el joven sacudió la cabeza para retirarse parte del flequillo que le molestaba. Isabel creyó que iba a volverse, así que dio un paso atrás de golpe. Al hacerlo tropezó con una pila de leños cortados que había junto a la ventana.
—¿Quién anda ahí?
Enrique dejó la talla sobre la mesa y salió al exterior.
—¿Madre? —aventuró.
Como nadie le contestaba, rodeó la cabaña buscando el origen del ruido. Al girar la esquina, vio a alguien arrodillado apilando apresuradamente los leños caídos.
—¿Qué...?
Isabel levantó la vista, echa un manojo de nervios. Enrique movió los labios sin decir nada. Inmediatamente, se agachó y trató de ayudarla con los troncos —en realidad, impedirle que siguiera colocándolos ella—, pero cuando sus manos se acercaron, ella retiró la suya de inmediato y se alzó. Enrique la imitó lentamente, aún con un leño en la mano.
—Lo siento...no quería —barboteó ella—. Les di un golpe y...
Enrique pestañeó y tomó aire. Solo entonces se dio cuenta de que agarraba un pedazo de madera y lo dejó caer con torpeza.
—Eh...no. No importa. ¿Qué...? —frunció el ceño— ¿Qué haces aquí?
Isabel no supo cómo responder. Había ido a buscarlo, pero no estaba segura de por qué. Dudosa, sacó un pañuelo de entre sus ropas y estiró el brazo para dárselo.
—Tenía que devolvértelo —musitó.
Enrique lo cogió y se quedó mirándolo un instante. Después la miró a ella con los ojos brillantes.
—¿Por qué no pasas? Aquí hace frío.
El joven la condujo al caldeado interior, donde la invitó a sentarse. Enseguida le ofreció comida, pero aunque la infanta la rechazó educadamente, él rebuscó nervioso entre las alacenas algo que darle. Un poco de pan y queso, algo de fruta...lo cogió todo y lo puso en la mesa delante de ella. Después se sentó en la otra silla, pellizcando un pedazo de pan y sin dejar de mirarla.
—Perdona que me haya presentado de improviso.
—No importa. Quería verte.
Isabel había cogido la talla de madera que había en la mesa casi sin pensar y al oír a Enrique levantó la vista.
—Yo también.
El cuerpo entero le hormigueaba por el anhelo de inclinarse para tocarlo y estaba claro que a él le ocurría otro tanto. Sin embargo, saber eso no la hacía sentir mejor. Su deseo era una sensación nueva e inesperada, pero el de él la atemorizaba. Se puso rígida cuando Enrique hizo ademán de acercarse en su silla.
—Tú madre...¿no está?
—Dijo que seguramente no volvería hasta mañana —respondió— La necesitaban en la aldea.
Isabel desvió la mirada y asintió débilmente. Se levantó y anduvo hacia el hogar.
—Quería agradecerte lo que hiciste por mí —le dijo a Enrique en voz baja.
Este negó con la cabeza.
—No hice nada.
Se levantó y fue junto a ella, aunque moderó su paso al notar que ella se rodeaba con los brazos.
—¿Todavía me tienes miedo? —preguntó.
Isabel sintió un escalofrío, pero las mejillas se le encendieron.
—No...—mintió.
—Sí que tienes —repuso él con sencillez—. No importa.
Se sentó en el suelo, frente al hogar. Ella se había quedado en pie, segura de haberlo ofendido. Sin embargo, él pronto le hizo un gesto para que se sentara a su lado.
—¿Te gusta? No es gran cosa.
Isabel siguió su mirada y vio que aún tenía la talla empezada en la mano.
—¿Qué es?
Él soltó una risa grave.
—Obviamente, un pedazo de madera tallado con muy poca gracia.
Ella rió también. Una risa franca, breve y musical.
—No digas eso —objetó—. Acabas de empezarla.
—Es cierto. El padre Fernando me enseñó cuando era niño. Pero nunca aprendí del todo.
—¿Tu padre?
—No —negó él, aunque por un instante titubeó y una sonrisa melancólica asomó a sus labios—. El padre Fernando, un sacerdote de la aldea donde nací.
Isabel acarició la talla pensativa.
—Apuesto a que es un buen hombre.
—Sí lo es, aprendí muchas cosas de él. Aunque menos de las que el pobre trató de enseñarme.
Ella soltó una risita.
—La talla, ¿qué es?
Enrique apartó la vista.
—No estaba seguro de que volviera a verte. Y no quería olvidar tu rostro.
La princesa sonrió, cómoda al calor del fuego con el joven que nunca debería haber conocido de haber sido fuerte. Sus ojos tenían algo mágico, sus manos eran preciosas. Recordaba la sensación de unos y otras acariciando su piel cuando había querido desaparecer del mundo. Sí, él había sido bueno con ella. Cuando la encontró rota, débil y sin identidad.
—Esa noche —empezó Isabel al rato—, querías que me quedara contigo.
Enrique tragó saliva.
—Me preguntaba —prosiguió, con un leve temblor en la voz— si podía hacerlo ahora. Esta noche...Quedarme contigo. Solo hasta el alba.
Enrique tomó aire muy lentamente y cerró los ojos mientras la expulsaba, al notar que ella acercaba la mano a la suya. Al principio, Isabel solo dejó que se rozaran las pieles. Al rato se relajó un poco y entrelazó los dedos con los de él. La mano de Enrique era cálida y sostenía la suya con delicadeza. Noches atrás había notado eso mismo cuando Enrique la llevaba en brazos, y aunque no recordara aquellos momentos con claridad, sí le había quedado grabada la sensación. Sí, eso era lo que había venido a encontrar.
—Sigue hablando. Me gusta oírte —le pidió a Enrique, al notar que este temblaba ligeramente pese al calor del fuego—. Cuéntame cosas del lugar dónde naciste.
El joven se apartó el pelo de la cara con la mano libre demasiado aturdido por las sensaciones que experimentaba como para poder hablar. ¿Isabel quería saber de su vida? Parecía demasiado irreal y vacía comparada con aquel mínimo momento en que había acercado su mano a la suya. Pero sus deseos eran órdenes. Si quería que hablara, hablaría y hablaría, hasta que no quedaran ya palabras en el mundo para ser dichas.
Y ella lo escuchó, perdida en cada inflexión de una vida que nada tenía que ver con la suya. Fuera, soplaba un fuerte viento. De seguir así, el cielo se despejaría pronto. Quizá sí que la hija del rey había obrado su magia. Pero aquella noche solo quería estar ella. La chica sin nombre.
******
Salieron de la cabaña en busca del caballo con los primeros rayos del amanecer e Isabel partió de vuelta al castillo, con la promesa de volver a encontrarse. El cielo había despejado durante la noche y en aquel aislado rincón del bosque el día despertaba pausado. A lomos de Janto, Isabel se deslizó entre la espesura con el nacimiento del sol, empapándose de la calma vibrante del bosque al sacudirse el rocío de encima. No oyó las cornetas hasta bastante después, al abandonar la frontera arbolada. El sonido la hizo dar un salto sobre la silla y la devolvió a la realidad.
—¿Qué es eso? —pensó.
Con el corazón acelerado hizo avanzar al caballo hacia el Alcázar, aguzando la vista. Creyó distinguir un carruaje engullido por las murallas, acompañado de una fanfarria de bienvenida. Atendió a la música con el corazón en un puño.
—Madre —murmuró.
En un segundo había vuelto a verse con ocho años en el patio principal, viéndola marchar. Ahora las cornetas anunciaban su regreso y ella estaba tan agarrotada como en aquella ocasión. Era muy pronto, no estaba preparada para eso. Sin embargo se obligó a moverse y antes de darse cuenta estaba galopando hacia el castillo a toda velocidad. Nada más entrar vio cómo los mozos estaban encargándose de los caballos y de los carruajes del cortejo de la reina. Eso quería decir que ya estaba allí. Dejó su montura al cuidado de las caballerizas y corrió hacia el interior. Alfonso la retuvo.
—Mi señora, ¿dónde habéis estado? Convendría que dejarais de desaparecer así o al menos que os hicierais acompañar.
Isabel se volvió con impaciencia.
—Convendría que dejarais de controlarme, señor. ¿Dónde está la reina?
El hijo de Gabriel arrugó la frente desafiante, pero sonrió.
—Está en la sala norte, con vuestro hermano —respondió.
—Bien.
Se alejó del lugar a toda prisa en dirección a la sala, pero esta vez fue Julia la que la agarró de la mano.
—Bien dicho, señora —la felicitó guiñándole el ojo—. De todas maneras, no podéis presentaros así.
La princesa tuvo que admitir que iba hecha una pena, con el vestido manchado de polvo y barro, el cabello despeinado y los ojos enrojecidos de no dormir.
—Tienes razón.
—Dadme un par de minutos, veremos qué se puede hacer.
Poco después, Isabel aún tenía las mejillas rojas, pero presentaba un recogido perfecto y llevaba el vestido bien cepillado. Por fin ante la puerta de la sala norte, agarró el pomo y la abrió enérgicamente. De inmediato, su mirada se encontró con la de María, sentada en una butaca. Estaba más elegante que nunca, como si los años no hubieran pasado por ella, ni por su rostro, ni por sus ojos negros o su perfecto cabello ondulado. Pasó un segundo eterno, hasta que María habló en tono de censura.
—Por amor de dios, ¿esa es manera de entrar en una habitación?
Isabel sintió que empequeñecía.
—Madre...
—Vas a tener que mejorar tus modales. Siéntate, Isabel.
Ruborizada, tomó asiento en la silla más cercana, lejos de la reina y se quedó quieta y callada como si quisiera fundirse con la habitación. Pedro, sentado frente a su madre, le dedicó una leve sonrisa de buenos días, pero Isabel estaba tan abochornada que no despegó los ojos de sus propios pies. La voz de su madre tampoco había cambiado: era tal como la recordaba y oírla y obedecerla eran acciones indisociables la una de la otra.
—Madre, como os decía... —continuó Pedro.
—Hijo, estoy segura de que sabes cómo funciona el ritual.
—En efecto, pero aún así creo que no tiene ningún sentido que tengáis que ir hasta Sevilla a pie.
—Es mi deber.
—Yo soy el rey, puedo cambiar eso.
—Tú no eres rey todavía, Pedro. El rey es Alfonso hasta que se te corone. Y yo soy su viuda, así que le debo ese respeto.
Isabel sintió un dolor difuso en el pecho al oírla hablar, subyugada por la corrección con la que honraba a un hombre que jamás le había importado nada. Desde la muerte de Alfonso, Pedro no había escatimado homenajes y todo se había llevado a cabo según las precisas instrucciones del consejo real. Pero ella había hecho muy poco, salvo un mundo del más simple ritual, que a buen seguro la reina madre condenaría por bárbaro.
—Madre, yo...—osó interrumpir con un hilo de voz.
Nadie la oyó. Por un momento pensó en ofrecerse a ir en su lugar. Después se imaginó peregrinando a pie a su lado y no pudo imaginar honor mayor. Sin embargo, antes de reunir el valor para hablar, Pedro se había dado por vencido y daba por finalizada la discusión.
—Así sea pues, solo quería que supierais que me opongo —accedió—. Supongo que estaréis cansada. He hecho preparar vuestra habitación.
—¿Saldremos mañana?
—Sí, Gabriel lo ha dispuesto todo. Es muy eficiente.
—Siempre lo ha sido.
Pedro asintió y la reina puso cara de complacida. Se levantó y se alisó el vestido.
—Entonces, con vuestro permiso, me retiraré. Seguiremos hablando mañana —concluyó sin más ceremonia.
Sus hijos se levantaron: Pedro le besó la mano e Isabel dio un par de tímidos pasos hacia la mujer. Esta se detuvo y, para sorpresa y alegría y la joven, la besó en la frente.
—Descansad, hijos míos. Se acercan días difíciles.