LVI
DURANTE toda la mañana un reducido contingente militar acompañó al rey Pedro y a Eduardo de Gales a pasar revista a las defensas del señorío de Vizcaya. Cabalgaron hasta el linde norte, donde acampaban unos mil hombres. Después comprobaron el estado de las torres de vigilancia que, a pocos kilómetros las unas de las otras, atalayaban la distancia. En la lejanía, la reluciente masa azul del Cantábrico se movía armónicamente y se oía el rumor apagado de las olas rompiendo en los acantilados. El aroma penetrante del agua salada impregnaba el viento y atrajo la atención de Pedro, enamorado del color del océano desde la primera vez que lo vio. Eduardo también sintió la llamada, aunque en su corazón resonaba más calmada, un eco familiar en alguien acostumbrado a la costa.
Con los caballos al trote, los dos jóvenes subieron a una elevación desde donde divisar el mar, mientras su séquito permanecía al pie de la pequeña colina. Una vez arriba, contemplaron la vasta extensión que se fundía con el cielo en el horizonte. Pedro suspiró y se volvió para comprobar, una vez más, la distancia entre las atalayas y la posición elevada de la fortaleza a algunos kilómetros de allí. Eduardo se hizo cargo de su nerviosismo.
—Mi barco zarpa mañana por la mañana —le dijo el príncipe de Gales—. Pronto estaré de vuelta con refuerzos. La guardia inglesa guardará Butrón.
—Os lo agradezco, Eduardo. Si he de seros sincero, temo por su seguridad.
El inglés asintió y retorció las riendas de su montura. Llevaba días queriendo hablarle a Pedro de algo y había llegado el momento de hacerlo.
—Precisamente, he estado pensando en eso, mi buen amigo, y hay algo que me gustaría pediros.
—Adelante.
—Por desgracia, no sabemos cuánto durará el enfrentamiento y tampoco cuál será su desenlace. Por eso creo que sería mejor que vuestra hermana...que la princesa de Castilla se trasladara a Inglaterra.
Pedro entornó los ojos.
—¿A Inglaterra?
—Majestad, creo que debéis sacarla de aquí.
Eduardo se interrumpió al darse cuenta de que el monarca había dejado de mirarlo y tenía la vista fija en los arreos del caballo. Quizá no había sido el mejor momento para sacar el tema, pero estaba decidido a llegar hasta el final.
—No puede volver a pasar por esto, Pedro. Ya visteis lo que le sucedió la otra noche.
—Subestimáis a Isabel —objetó el rey con sequedad.
—Pero corre peligro. Vuestro reino dejará de ser seguro para ella si a vos os sucediera algo. Y eso podría ocurrir, Majestad, pese a todos nosotros.
El rey levantó la vista y la posó en su interlocutor, sin atisbo de hostilidad. Sonrió ligeramente.
—En eso tenéis razón.
—En cambio, pasara lo que pasara aquí ningún mal podría alcanzarla en Londres, bajo la protección directa de mi padre.
—¿El rey Eduardo le ofrece protección?
—Así es. Y en cualquier caso, nadie osaría atentar contra ella sí...
Tragó saliva y tomó aire, pero la expresión amable de Pedro lo animó a continuar.
—Si se convirtiera en la princesa de Gales. Os estoy pidiendo la mano de vuestra hermana, Majestad.
Pedro no pareció sorprendido, aunque se inclinó para acariciar el cuello de su caballo y guardó silencio un momento. Cuando dejó de palmear el espeso pelaje de la bestia, desmontó y se alejó un par de metros. También Eduardo bajó del caballo. Entonces Pedro se volvió hacia él.
—Queréis casaros con Isabel.
—Así es. Quiero que sea mi reina. Algún día, la reina de Inglaterra.
—Es un gran honor, Alteza. ¿Pero creéis que es un buen momento?
—Sinceramente sí, mi señor. Creo que es el mejor momento. Y vuestra madre está de acuerdo.
El rey arqueó las cejas y no pudo reprimir una mueca amarga.
—Sí, por supuesto que lo está.
Eduardo miró al suelo y después al mar.
—Sea como sea, sabed que esto no es una condición para el apoyo de mi reino contra Trastámara. Como os prometí, lucharé a vuestro lado hasta el final, independientemente de vuestra respuesta.
Pedro suavizó la tensión de los pómulos y aceptó la mano que Eduardo le tendía. Entonces se la apretó con afecto.
—Sois un hombre honesto, primo, y estoy en deuda con vos. Estáis en lo cierto, no puedo pensar en lugar mejor para mi hermana que a vuestro lado —comenzó—. Sin embargo, hay algo que debéis saber —el joven se humedeció los labios y su voz se convirtió en poco más que un suspiro—. Prometí que no lo revelaría jamás, pero tengo que asegurarme.
—¿Aseguraros de qué?
—De que una vez casados no la repudiaréis.
Eduardo no tenía la menor idea de lo que podía estar hablando, pero estaba tan serio que se preocupó. Se repitió que nada de lo que pudiera revelarle lo haría cambiar de opinión y aguardó a que continuara.
—Mi hermana no puede concebir. Isabel nunca tendrá hijos.
El príncipe de Gales y heredero inglés palideció, como si lo acabara de alcanzar un rayo.
—¿Cómo? —farfulló.
Pedro no lo repitió; se limitó a mirar pesaroso a su compañero, cuya expresión se había desencajado por completo. Eduardo tardó unos segundos en volver a respirar y, al conseguir hacerlo, fue soltando el aire muy lentamente.
—Entenderé que retiréis vuestra oferta —dijo el monarca.
Aún no obtuvo respuesta del príncipe, que había vuelto sus ojos verdes hacia el mar, y durante largo rato, ninguno de los dos abrió la boca. En un momento dado, el rey castellano se acuclilló y acarició la hierba con la palma de la mano. Intrigado por el silencio de su amo y por lo que podría haber encontrado entre los jugosos tallos, el caballo de Pedro se le acercó y hociqueó entre las manos del joven, que inclinó la cabeza contra la crin. De repente, Eduardo habló.
—A mí no me importa que no pueda tener hijos —aseguró.
El hermano de Isabel se volvió hacia él y se incorporó.
—Sé que a vos no os importa —repuso—. Pero el futuro rey de Inglaterra sí ha de tenerlo en cuenta.
El príncipe cerró los ojos, caminó hasta su caballo y después de nuevo hasta Pedro.
—Aún así, mantengo mi petición, Pedro —concluyó al fin—. Para mí no es un matrimonio de estado.
Posó sus brillantes ojos en los de Pedro con gravedad.
—Deseo tenerla a mi lado. Deseo hacerla feliz. Juro por mi honor que si me lo permitís, haré cualquier cosa para protegerla —le dijo.
El rey le sostuvo la mirada; se diría que escrutaba el alma de su compañero para cerciorarse de la sinceridad de sus palabras. Al mismo tiempo, una sombra de melancolía se abatió sobre él. Sabía que no le mentía.
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Julia respiró profundamente y trató de recolocarse un mechón de pelo, pero la mano le temblaba tanto que no atinaba. Isabel le dio una palmada en la mano y la riñó cariñosamente.
—¿Quieres estarte quieta? Si yo estuviera en tu lugar ya habrías amenazado con atarme las manos.
La doncella soltó una risita tensa y dejó que Isabel acabara de fijarle el pelo con el pasador.
—Mi señora, no sé si vos deberíais...
—Tú llevas años haciéndolo por mí.
Julia la dejó hacer mientras paseaba la mirada por la pequeña sacristía para distraer el nerviosismo. No lo consiguió y cuando Isabel se alejó un par de pasos y le anunció que ya estaba lista, el corazón le dio un vuelco. Se volvió hacia la princesa con timidez y esta le sonrió.
—Estás espectacular.
—¿Vos creéis?
—Ya verás, Alberto se quedará sin habla.
Julia rió: los ojos le chispeaban y toda ella irradiaba una luz contagiosa, ataviada en su vestido nacarado y tocada con florecillas blancas. Dio un par de vueltas, para comprobar la caída del vestido y la cara se le iluminó como a una niña. Isabel suspiró satisfecha.
—Ojalá mi madre estuviera aquí. Ojalá pudiera verme —deseó Julia.
—Seguro que estaría orgullosa.
Julia rió de nuevo. Estaba tan contenta que se habría puesto a bailar por la habitación si no temiera que le ensuciase el primoroso vestido. Era uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre y sin duda el más valioso: lo había hecho para ella poco antes de morir.
—Gracias por ayudarme —dijo la doncella—. Y por venir. Me hacía mucha ilusión.
—No me lo habría perdido por nada del mundo.
La novia resopló y miró hacia la puerta.
—¿Creéis que debería salir ya? ¿Es tarde? ¿No se cansará de esperarme?
—Aún no, falta algo.
—¿El qué? —exclamó la joven.
Isabel sacó un broche de oro. En el borde había grabadas unas cadenas, que enmarcaban la figura de una mujer de finas facciones y ojos de esmeraldas. Julia negó con la cabeza y retrocedió cuando la princesa avanzó para colocárselo en el vestido.
—No tenéis que darme nada —protestó—. No puedo aceptarlo.
—Claro que puedes.
—¡Pero es demasiado para mí!
Isabel frunció el ceño y miró a su amiga a los ojos.
—Después de todo lo que hemos pasado, nada es demasiado para ti.
Emocionada, Julia no impidió que Isabel le prendiera el broche del vestido y cuando acabó de hacerlo las dos se abrazaron.
—Te quiero —susurró la princesa—. Te quiero muchísimo.
—Y yo a vos.
Cuando se separaron las dos tenían lágrimas en los ojos. Isabel carraspeó y fingió ponerse seria.
—Vamos, ya basta de sensiblerías. Alberto te espera.
La cogió de la mano y salieron juntas de la sacristía. En el exterior de la pequeña iglesia de Butrón había agolpada una pequeña multitud esperando para asistir a la boda: muchos eran criados de la corte y también había varios miembros de la guardia real, flamantes con sus uniformes recién cepillados. Todos estaban del mejor humor y aplaudieron a la novia cuando hizo su aparición. Alberto estaba entre ellos: guapísimo y azorado como nunca antes por las continuas bromas de sus compañeros de armas. Eso sí, nada más verse, tanto él como Julia se relajaron y se sonrieron. Isabel liberó la mano de su doncella; a su vez, Marcos dio un empujón a Alberto. Los dos vieron como sus amigos se acercaban el uno al otro para entrar con juntos en la Iglesia. Isabel los siguió algo más retrasada y enseguida notó que dos miembros de la guardia la escoltaban. Uno de ellos era Men Rodríguez, que le hizo una inclinación de cabeza; el otro era el soldado Francisco, el cual insinuó una reverencia antes caminar tras ella hacia el interior.
Desde su posición, a la derecha del altar, Isabel observó sonriente a Julia y a Alberto, enamorados y unidos al fin tras tanto tiempo y sufrimiento. El sacerdote los bendijo y enlazó sus manos mientras oraba en latín pidiendo al Señor que protegiera a los esposos. Probablemente nadie en aquella iglesia entendía sus palabras, pero eso era lo de menos. Isabel bajó la vista, embargada por los recuerdos: de repente las columnatas de la iglesia se habían convertido en árboles y los frescos en estrellas. Todo el cuerpo le cosquilleó y las piernas le flaquearon. Vio a Enrique claramente a su lado colocándole el anillo de sabina en el dedo y se miró en sus ojos.
—No lloréis, es un día feliz.
Isabel tragó saliva: eran los amables ojos de Men Rodríguez los que la miraban. Asintió y sorbió las lágrimas.
—Sí. Sí que lo es.
Tras la ceremonia, la celebración se trasladó a la plaza mayor, que bullía de expectación como pocas veces, ya que sin lugar a dudas la boda de un soldado de la guardia real con la primera dama de la infanta de Castilla era todo un acontecimiento, especialmente si esta última asistía. Desde que había convencido a Pedro para abrir los graneros, el pueblo se había rendido a sus pies y aunque se mantenían a una respetuosa distancia de ella, la espiaban con reverencia. Aquel día, también Julia sería objeto de su admiración: debía de ser muy importante si la mismísima Isabel asistía al casamiento. Por suerte para ambas, a medida que transcurrían las horas y la comida y el vino pasaban de mano en mano la gente se distendió y dejó que someterlas a examen. Todos parecían divertirse e incluso Isabel logró distraer sus pensamientos con el sonido de la música. Con una timidez encantadora, Alberto osó pedirle un baile y la sorprendida Isabel se encontró con la mirada divertida de Julia, que debía de llevar un buen rato convenciendo a su marido para que se atreviera. Isabel aceptó y disfrutó de lo lindo girando al son de la música, de la mano del soldado. Roto el hielo, algunos más se le acercaron. Al principio no sabía muy bien cómo bailar con ellos: sus modales eran más toscos y los pasos de baile menos envarados que a los que estaba acostumbrada. Pero poco a poco se dejó llevar por la frescura de aquella gente, deseosa de aceptarla entre ellos.
—¿Es esta tu vida? —se preguntó mirando a Julia, que charlaba con algunas de sus criadas un poco más allá. Alberto estaba con ella, con Marcos colgando del hombro— No parece una mala vida.
Al rato se escabulló del centro de la improvisada pista, agotada de tanto bailar, y se apartó a un rincón. Una niña pequeña que mascaba una mazorca de maíz se la quedó mirando con curiosidad. Segundos después se le acercó y le tiró del vestido.
—Hola —le dijo.
Isabel miró hacia abajo.
—Hola.
—¿Tú vives en el “castiyo” de ahí?
—Sí.
—Yo vivo por allá, detrás de la iglesia.
—Vaya —le sonrió la princesa.
—Llevas un vestido muy bonito.
—Gracias.
—¿Quieres? —preguntó la niña, tendiéndole la mazorca.
Isabel le acarició el pelo.
—No, cométela toda. Tiene buena pinta.
La niña asintió filosófica y dio por terminada la conversación: algo en la otra punta de la plaza le había llamado la atención y se alejó brincando. Isabel rió al verla marchar, miró el “castiyo” y suspiró.
—¿Alteza? —sonó una voz a su espalda.
Alguien la cogió del brazo y la princesa dio un salto. Junto a ella había un hombre joven y atractivo al que no creía conocer. Debía de ser otro aldeano que se atrevía a abordarla. Sin embargo ni vestía como un villano ni miraba como tal.
—¿Qué queréis?
—Os suplico que vengáis conmigo un instante. He de hablaros.
—¿De qué?
—Traigo un mensaje de Enrique.
—¿Cómo decís?
—Vengo de parte de Enrique. De Enrique Guzmán.
La princesa contuvo el aire y buscó a Francisco y a Men con la mirada. Los dos estaban cerca, pero se les veía enfrascados en el baile, ya que Julia y Alberto habían vuelto a tomar la iniciativa y ahora tocaban un ritmo diferente.
—Marchaos de aquí ahora mismo o alertaré a la guardia —murmuró entre dientes.
—Debo insistir.
—¿Y quién sois vos para insistir?
—Me llamo Tello. Tello de Tovar.
Isabel se volvió hacia él con el rostro descompuesto. ¿El Tello de Enrique? ¿Realmente era él?
—No os creo —afirmó con voz tirante.
—Dadme la mano.
Antes de poder negarse, el joven le había tomado la mano y deslizaba algo en su interior. Isabel se puso rígida y lo reconoció sin necesidad de mirarlo.
—Marchaos —balbuceó—. Esperadme en el cobertizo...junto al pajar.
Tello asintió y se alejó en silencio mientras Isabel trataba de serenarse. Abrió la mano y se quedó mirando el mechón de pelo negro unos instantes, pálida como la cera. Nadie de los presentes parecía haber reparado en lo que había pasado; nadie la miraba en ese momento. Inspiró un par de veces y dio un paso atrás, después otro y otro. Entonces, en un golpe de decisión, se volvió y se alejó de la plaza a paso rápido.
Como había supuesto, los alrededores del pajar estaban desiertos, ya que casi todo el pueblo estaba reunido en la plaza y el pajar quedaba algo apartado. Al abrir la puerta del cobertizo su silueta se recortó en la pared opuesta, delineada por la única mancha de luz del habitáculo sin ventanas.
—¿Tello?
—Estoy aquí.
El noble se dejó ver y se inclinó ante Isabel. Ella entró en el cobertizo espiando la oscuridad con cierta aprensión y se mantuvo cerca de la puerta, a cierta distancia de Tello.
—Enrique... —musitó la princesa— ¿Está bien?
Miró al suelo, sorprendida de sí misma al oírse preguntar eso antes que nada. También Tello se había quedado sin habla. Tenía que confesar que en un primer momento, había creído que Enrique había perdido completamente la razón cuando le habló de la infanta real de Castilla, la misma infanta real que había atravesado medio reino en guerra para decantar la balanza en Nájera. Y contra todo pronóstico allí estaba, frente a él, espléndida y cautivadora como se cantaba de norte a sur y aparentemente angustiada por el estado de su enemigo.
—Está...Él está... —trató de contestar. A decir verdad, era una respuesta complicada— No está bien, mi señora. Por eso estoy aquí.
Isabel se quedó apoyada en la pared, poco segura de poder mantenerse en pie sin ella. Sabía que no debería estar ahí, a merced de un noble enemigo; pero también sabía que no podía estar en ninguna otra parte. Además, aquel no era un enemigo cualquiera, sino el mejor amigo de Enrique. Él lo había enviado para hablar con ella. Él no estaba bien.
—¿Está herido?
Tello negó con la cabeza.
—¿Qué le pasa? —insistió ella.
El noble carraspeó, pero no pudo evitar que la voz le saliera rota.
—Él...os necesita. Vos no lo habéis visto, pero si sigue así se morirá.
Precisamente allí, lejos de los mil ojos del barón de Mendoza y de las lágrimas de Joséphine las palabras le salieron a borbotones y, solo en ese momento, Tello se dio cuenta de que tenía la desoladora certeza de que eran verdad. Pugnando por no desmoronarse delante de aquella desconocida de mirada dulce prosiguió:
—Enrique nunca debió llegar a esto. Nunca quiso llegar a esto. Lo está destrozando. Pero debéis entenderlo, le conozco de toda la vida: su madre lo era todo para él. Absolutamente todo.
Isabel tragó saliva, transtornada por el estado del noble y sus palabras.
—Él no es como ellos, vos debéis saberlo. Ellos son buitres que lo devoran—gruñó con rabia contenida—. Pero si quisierais, él lo dejaría todo. Haría lo que debió hacer desde el principio.
—Señor de Tovar, no acabo de entender lo que me estáis pidiendo. Han pasado casi cuatro años.
—Lo sé, lo que ya ha sucedido no tiene remedio. Pero Enrique está dispuesto a desaparecer si acudierais a su lado. Sin él ya no habrá guerra, Alteza; todo se habrá acabado. Ese es su mayor deseo, vivir con vos allá donde os plazca. No le importan ya ni la victoria, ni los títulos ni el trono. Solo vos.
Huir juntos. No más guerra. Isabel escuchaba confusa aquellas palabras sin atreverse a creérselas. Tello la miró con intensidad y dio un paso hacia ella.
—¿Todavía le amáis? ¿Aunque sea solo un poco?
Isabel cerró los ojos, con la impresión de que el mundo había empezado a girar demasiado deprisa. ¿Que si todavía lo amaba? Ni siquiera tenía sentido hacerse aquella pregunta. Era como preguntarse si el fuego quemaba. La verdad es que le había odiado todo aquel tiempo, salvo cuando pensaba en él.
Cuando no respondió, Tello se frotó el entrecejo y sonrió con tristeza. El resto de emociones se le habían agotado.
—Si aún le amáis, reuníos aquí conmigo esta noche. Tenemos que partir antes del alba.
La princesa le sostuvo la mirada un momento y después la desvió hacia la puerta.
—No puedo prometéroslo.
—Lo entiendo.
—Debo irme, me estarán buscando.
Al salir la luz del sol acudió presurosa a recordarle que era de día y el aire trajo los acordes lejanos de la fiesta. Aún aturdida, desanduvo el camino lentamente guiada por la música y las voces. Poco antes de llegar a la plaza, Francisco le salió al encuentro muy apurado.
—¡Alteza! —exclamó— Os estábamos buscando.
—Lo siento —respondió—, he dado una vuelta. Debería haberos avisado.
El soldado no la reprendió, pero en verdad se veía que había pasado un mal trago y la joven se sintió mal por él. Dócilmente, se dejó acompañar de regreso al baile. A esas alturas, los invitados se habían repartido entre la plaza y las callejuelas anexas y cada uno seguía la fiesta a su manera; algunos bebían, otros aún bailaban, los había que improvisaban canciones con la complicidad de los músicos y otros habían traído cachivaches donde sentarse y conversaban o coqueteaban. Alberto y Julia seguían el uno junto al otro: el joven se había sentado en una de las mesas y se las veía y se las deseaba para evitar que volvieran a sacarlo a bailar. Julia hablaba con una de las doncellas de cocina y le mostraba el broche ruborizada. Al ver a la princesa le sonrió desde la distancia y la saludó con la mano.
Contempló a Pedro un rato desde el umbral de la puerta del despacho, hasta que él notó su presencia y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. Ella hizo caso y paseó por el despacho distraídamente, observando los rollos y cachivaches almacenados, mientras el rey proseguía con su trabajo.
—¿Qué tal la boda? —se interesó este.
—Bien —repuso ella—. Julia estaba preciosa.
—Apuesto a que sí.
Isabel sonrió y se acercó a la mesa de su hermano, en la que se sentó y curioseó los papeles que garabateaba.
—¿Te interesa mucho la explotación maderera de los monasterios? —preguntó burlón, levantando los ojos de la hoja.
Su hermana hizo una mueca y jugueteó con otra de las plumas.
—Prefiero un buen cantar —bromeó.
—Claro...en cuanto encuentre un poco de tiempo te compondré uno.
Isabel le dio un empujón y él protestó y se frotó exageradamente el brazo magullado.
—¡Qué carácter! —suspiró con dramatismo.
—Eres un flojo.
—Ya lo sé, pero que no se enteren los soldados o se darán media vuelta en el campo de batalla.
Su hermana se desinfló un poco; no estaba segura de cómo tomarse aquel comentario, dicho medio en guasa medio en serio. Tras la noche del consejo, Pedro no había vuelto a excluirla de los acontecimientos que tenían lugar y de cómo avanzaba el conflicto, pero a cambio ponía todo su empeño en hablar del tema como si no le diera importancia. Solo en momentos como ese, precisamente cuando se relajaba, Pedro bajaba la guardia y era fácil vislumbrar las heridas sin cicatrizar.
—No digas tonterías —murmuró, rozándole la mejilla un instante con el dorso de la mano.
Se colocó detrás de su hermano, como si quisiera leer lo que escribía por encima de su hombro. Pedro ladeó un poco la cabeza, para ver dónde estaba.
—Había pensado en regalarles unas tierras a Alberto y Julia —comentó, cambiando de tema—. Como presente de bodas.
—Estaría bien —opinó ella.
Isabel le puso las manos sobre los hombros y tragó saliva mientras le acariciaba el nacimiento del cabello con el pulgar. Cerró los ojos y respiró profundamente, luchando con el impulso de abrazarse de él y llorar en su hombro la decisión más dura de toda su vida. Pedro no lo entendería, pero no tardaría en rodearla con sus brazos. Y si hacía eso...Si lo hacía, sería incapaz.
Al menos, se dijo, podía tener esto. Un momento casual como tantos a lo largo de los años, en los que a lo sumo él frunciría un instante el ceño o insinuaría una sonrisa sin hacerle preguntas.
—Ah, antes de que se me olvide...tengo algo para ti.
—¿Para mí? —se extrañó Isabel, saliendo de golpe de su ensueño.
—Ven —le dijo.
El rey se levantó y la cogió de la mano. Isabel se sorprendió, pero se dejó llevar. El joven la guió hasta uno de los establos, le hizo un gesto para que guardara silencio y empujó por la cintura, para que entrara primero. En el centro del pesebre había una hermosa yegua castaña durmiendo plácidamente y entre sus patas un potrillo recién nacido se removía inquieto. Cuando los muchachos llegaron abrió mucho los ojos, negros y brillantes como escarabajos. Sus patitas delgaduchas no paraban quietas y resoplaba como si se riera.
—Ooh...—exclamó Isabel al verlo.
Y parecía incapaz de decir nada más.
—Nació esta tarde —dijo él—, ¿te gusta?
—Hacía tiempo que no veía uno tan pequeño.
—Es tuyo.
—¿Mío...?
El rey le sonrió con cariño.
—Sé que no puede sustituir a Janto. Pero algo es algo.
Le dio un ligero empujón para que se acercara al animal, aunque la joven tardó un poco en decidirse a avanzar. Al final se arrodilló junto a él y jugueteó tratando de no despertar a los demás caballos. El potrillo no sólo no se asustó, sino que aceptó sus caricias. Isabel lo abrazó con ternura, notando su calidez entre sus brazos y junto a su pecho. Entonces se volvió hacia su hermano con una sonrisa alborozada en el rostro.
—Gracias.
Pedro negó con la cabeza.
—Es una pena que no vaya a tener tiempo de verlo cabalgar antes de marchar al sur —comentó, encogiéndose de hombros.
De nuevo aquel tono que le helaba el corazón; Isabel agachó la cabeza, estremecida contra su voluntad.
—Tengo que reunirme con Alfonso y los demás. Te veo luego —se despidió Pedro, con un gesto de la mano.
Isabel quiso despedirse, pero las palabras se le quedaron en los labios y se limitó a verlo marchar, con la vista clavada en su espalda. Aunque tardó mucho en tomar la decisión, en cuanto lo hizo no le cupo ninguna duda. En cierta manera, también era lo mejor para su hermano.