XIV
A su alrededor solo había oscuridad, una negrura envolvente y asfixiante, helada y ardiente a un tiempo. El silencio retumbaba en su cerebro como un tambor de guerra y de entre su redoble atronador creía discernir palabras. Le eran familiares, pero huían en cuanto intentaba asirlas.
Unos ojos azules la miraban, unos ojos que brillaban como estrellas. Mirándolos se sentía a salvo, pero cuando pestañeaban volvía a caer en las tinieblas. Aún creía oír voces y trató de aferrarse a ellas, pero eran demasiado confusas. Entonces sintió que la cogían de la mano y de algún modo frenaban su deambular errático por la antesala del mundo de las sombras.
Abrió los ojos lentamente, aunque los cerró enseguida, herida por la luz. Le daba la impresión de que todo daba vueltas a su alrededor y no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel estado. Volvió a abrir los ojos y distinguió formas borrosas a su lado. Estaba en su habitación, echada sobre su cama. Pedro estaba junto a ella y tenía su mano entre las suyas. Cuando vio que empezaba a recuperar el conocimiento, se volvió y murmuró algo. Enseguida apareció Julia, que se inclinó también a su lado.
—Hola, preciosa —le susurró el príncipe.
Isabel trató de moverse y un rayo de sol que entraba por la ventana la cegó. Pedro advirtió el gesto de molestia e hizo ademán de levantarse para correr la cortina, pero la infanta agarró su mano con más fuerza en un acto reflejo. El joven se quedó quieto y fue Julia, atenta, quien se ocupó de la ventana.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien —musitó.
Tenía la boca seca y se sentía muy débil y algo aturdida. Su doncella regresó y volvió a inclinarse junto al lecho; acarició la frente de Isabel y sonrió.
—Le ha bajado la fiebre.
Pedro suspiró y besó la mano de su hermana.
—Me has dado un susto de muerte.
Parecía muy preocupado, aunque se esforzaba por sonreírle. Entonces se puso serio y tomó aire.
—¿Por qué no me lo dijiste?
A Isabel se le encogió el corazón y evitó mirarlo a la cara, sin saber qué responder. Poco a poco, empezaba a recordar lo que había ocurrido en la casa de la curandera. Imágenes, voces. Julia llorando, la mujer maldiciendo. Dolor.
—Julia —murmuró la princesa—, algo fue mal.
La doncella negó con la cabeza y Pedro tragó saliva, entristecido.
—¡Algo fue mal! —insistió Isabel, mirándolos a los dos.
—Os recuperaréis, mi señora. Eso es lo único que importa.
—¿Qué pasa? Pedro...
Él la miró con gravedad.
—Te habían hecho demasiado daño —le dijo con voz trémula.
Isabel pestañeó y abrió la boca como si fuera a decir algo, aunque solo tomó aire tratando de asimilar la noticia. Volvió el rostro hacia el lado contrario y cerró los ojos. De repente la imagen de su madre volvía a presentársele nítida y definida, llena de reproche; le había fallado de todas las maneras que podía fallarse como hija y como princesa. Sorbió las lágrimas y se llevó las manos al vientre vacío y yermo.
—No te preocupes. Ya se nos ocurrirá algo —trató de tranquilizarla el príncipe.
No podía estar seguro de que su hermana lo escuchara, se había vuelto de espaldas a él y le había soltado la mano. Con los dientes apretados, Pedro apoyó la barbilla sobre los nudillos de la mano izquierda y colocó la derecha en la cintura de Isabel, acariciando un pliegue del vestido. Casi sin darse cuenta, empezó a retorcerlo con rabia contenida.
—Dime quién te ha hecho esto.
Isabel se encogió más sobre sí misma en lugar de contestar. Él chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Por amor de Dios, Isabel, dime quién ha sido —imploró.
Había ira en su voz, un tono que nunca le había oído. No contestarle iba en contra de su instinto, pero aún así no dijo nada. Era lo mejor para todos, incluso para él. Sin embargo, Pedro no opinaba lo mismo. Le echó una mirada dolida que la atravesó aunque estuviera dándole la espalda. Cuando volvió a hablarle lo hizo en tono inexpresivo.
—Descansa.
Apartó la mano de su cintura, dejando un frío vacío allá donde la había apoyado y salió de la habitación, dejando a Isabel desolada y sin fuerzas para pedirle que se quedara.
******
La torre del homenaje de Monforte coronaba el valle y con sus treinta metros de altura era visible desde mucha distancia. Como fortaleza, Monforte reflejaba la riqueza y poder de sus habitantes, con su enorme muralla, jalonada por torres y puertas, y rematada con almenas y matacanes. Juan de Castro esperaba junto a la escalinata de la puerta principal, apoyado en un bastón cincelado. Sus cabellos rubios habían encanecido significativamente y su rostro estaba surcado de arrugas. Por la puerta acababa de pasar una suntuosa carroza y de ella descendió el barón Rodrigo. Enseguida, se acercó a su amigo y lo abrazó cordialmente. Después, el señor de Mendoza se fijó en Eduardo, que acababa de salir del castillo. Los años no habían cambiado en nada su expresión ni sus intensos ojos verdes. Llevaba una barba corta, su piel tenía un hermoso tono dorado y, como su padre, vestía de manera elegante. Detrás de él, aunque sin llegar a salir al exterior, se dejó ver una dama de aspecto frágil y mirada tímida. A su lado, una nodriza sostenía amorosamente una criatura de pocos meses que estaba dormida.
—Eduardo, qué alegría. Celebro veros después de tanto tiempo.
El hijo del conde de Lemos aceptó la mano que el barón le tendía.
—Sois muy amable, mi señor Rodrigo. Sed bienvenido.
—Doña Inés, vuestra presencia me es igual de grata.
La mujer, que se había mantenido un par de pasos por detrás de su marido, esbozó una sonrisa reservada e inclinó la cabeza como saludo. Rodrigo miró de soslayo a su propia esposa, que descendía de la carroza del brazo de Juan. Doña Margarita se acercó a Inés de inmediato, cantando las alabanzas del tercero de sus hijos. Hechos los saludos de rigor, todos pasaron al interior del castillo. En ese momento apareció la hija menor de Juan. Aún casadera, de anchas caderas y mejillas sonrosadas saludó al barón y a su esposa y se dispuso a cumplir con su papel de anfitriona ya que la señora del castillo llevaba difunta varios años. Ordenó que sirvieran bebidas y también que trajeran algunos tentempiés. Después, las mujeres se retiraron, ya que la hermana de Eduardo insistió en enseñarle la vista desde la torre a la esposa del barón.
El conde de Lemos se acomodó en una butaca, tras invitar a Rodrigo a hacer lo mismo. De repente tuvo un acceso de tos y su hijo, que permanecía de pie, no pudo disimular la preocupación. La enfermedad lo consumía por dentro y ya poco podía hacerse por disimular. El barón le tendió una copa de vino y esperó educadamente a que se repusiera. Cuando lo logró, carraspeó y tomó la palabra, sin querer darle importancia al incidente.
—Querido Rodrigo, espero que no os moleste que mi hijo asista a esta reunión. Ha venido a pasar unos días aquí para que conociera a mi nieto y me ha parecido conveniente que nos acompañe.
—En absoluto —repuso el barón complaciente, juntando las palmas de las manos—. Decidme, Eduardo, ¿cómo va todo por Ponferrada?
—Bien, mi señor. Los pastos son buenos.
—He oído que tuvisteis que sofocar una pequeña revuelta hace un par de meses. Nada serio, espero.
—Algunas reses se descarriaron y arruinaron parte de la cosecha de primavera.
Rodrigo asintió en muestra de comprensión. Mientras tanto, una criada había entrado con una bandeja de entremeses.
—Campesinos levantándose—murmuró Juan con resignación— A dónde vamos a ir a parar —y dirigiéndose a la joven que les servía, añadió en voz queda—. Avisa a Martín.
Ella se retiró y el conde carraspeó de nuevo.
—En fin, Rodrigo, os he llamado porque he recibido noticias inquietantes.
—¿Qué clase de noticias?
—Parece que Gabriel vuelve a la carga.
El rostro del barón se contrajo. Eduardo también prestó atención.
—¿Qué ha hecho nuestro buen valido? —quiso saber el barón.
Justo cuando pronunciaba esas palabras, entró en la sala un caballero de tez morena y espaldas poderosas, semicubiertas por una larga capa granate. Tenía una pequeña cicatriz en la ceja, pero la disimulaba llevando el flequillo hacia delante. Era de aire adusto, por culpa de sus ojos pequeños y estrechos, pero cuando entró se mostró acobardado por la presencia de Rodrigo de Mendoza y se acercó instintivamente a su señor.
—Este es Martín, uno de mis capataces.
El barón le echó un vistazo rápido, antes de urgir silenciosamente a Juan que continuara su relato.
—Martín estuvo la semana pasada en Palencia y tropezó con una interesante reunión.
—¿En Palencia? Entonces ese...ese Alvarado estaba al corriente.
—Germán Alvarado, en efecto. Al parecer él fue el organizador, ya que tuvo lugar en una de sus propiedades.
—Organizador de qué exactamente, padre? —preguntó Eduardo, ya que Juan no le había mencionado nada en los días que llevaba con él.
—Martín, será mejor que vuelvas a explicar lo que me has contado a mí.
El capataz, algo más relajado al comprender la razón de su presencia en la sala, refirió su relato a Rodrigo y al primogénito de Lemos. Les contó cómo había sorprendido casualmente la conversación de un grupo de personas, entre los cuales había reconocido a un comerciante de lana de Astorga. Extrañado de su presencia en la ciudad, lo había seguido hasta la casa de Germán Alvarado. Allá logró sobornar a un par de criados y ellos le contaron que un enviado del rey había acudido para entrevistarse con una representación de la flor y nata de la burguesía castellana. Al parecer, las conversaciones duraron varios días y a juzgar por los semblantes de la última velada, la reunión había resultado fructífera.
El barón escuchó todo el relato atentamente, con las piernas cruzadas y el mentón apoyado sobre el puño. Le estaba costando trabajo contener la cólera que empezaba a embargarlo. Maldito Gabriel, ¿quién si no él podía ser el enviado del rey? Desde el principio actuando como una rata, royendo poco a poco los cimientos de su poder y su legítimo dominio. Y ahora conspiraba con la gente que más odiaba: comerciantes resentidos como ese Germán Alvarado, que prefería olvidar que su sucia familia plebeya había suplicado por su libertad a su propio abuelo cuando este era señor de Mendoza.
Todos permanecieron en silencio, después incluso de que Martín acabara su testimonio. Juan le hizo una señal para que se retirara y él obedeció, con una inclinación de cabeza que solo Eduardo correspondió. Instantes después, Rodrigo compartió una mirada agria con el conde.
—Así que ya no le basta controlar a los judíos —dijo el barón.
—Los negocios judíos han sido intervenidos por la iglesia —recordó Juan—. Ahora tienen las manos atadas.
—¿Qué diablos les habrá prometido?
—Quién sabe.
—Tenemos que hacer algo.
—Aún no sabemos lo que han firmado. No debemos precipitarnos.
—Sea lo que sea no creo que nos favorezca.
—¿Por qué no negociamos por nuestra cuenta? —intervino Eduardo.
Los otros se volvieron hacia él.
—¿Negociar? —preguntó Rodrigo.
—Con las ciudades. Las que se alíen con nosotros no lo harán con el rey.
El conde de Lemos sonó tajante.
—Nosotros no negociamos, Eduardo. Y mucho menos con burgueses.
Eduardo prefirió no discutir, se cruzó de brazos y se apoyó en la pared. Desde algún punto del castillo se oía el llanto insistente de un bebé y eso lo distrajo. El barón continuó.
—Estoy seguro de que el rey no ha ordenado esto.
—Es más que probable.
—Quizá haya llegado el momento de tomar una decisión respecto a ese valido.
Juan pareció sorprendido, pero no disgustado por la determinación de su amigo.
—¿Estáis seguro?
—Si no nos deja otra opción, habrá que empezar a planteárselo. Ahora, lo más importante es acabar con lo que quiera que haya pactado con Alvarado.
El conde asintió
—Entonces, será mejor que nos reunamos en el salón. Creo que de momento no nos queda nada que discutir.
—Estoy de acuerdo.
Los dos hombres más poderosos del reino intercambiaron su pensamiento sin necesidad de palabras. A continuación, se dispusieron a salir de la estancia para dirigirse al salón principal. Mientras Rodrigo cogía del hombro a Eduardo y se interesaba por los disturbios de los que le había hablado antes, el conde de Lemos se retrasó un momento para hablar con un caballero que aguardaba junto a la puerta.
—Tengo una misión para ti.
—Ordenad, mi señor.
—Que Germán Alvarado no vea amanecer un nuevo día.
******
Isabel se recuperó al cabo de un par de días y quiso levantarse y hacer vida normal, aunque no estuviera muy segura de lo que eso significaba. Aún no había asimilado del todo lo que había pasado y aunque saber que el rey no estaba en el castillo la confortaba, no sabía cómo comportarse con su hermano. Pedro la había visitado a diario, pero no había vuelto a preguntarle nada. Eso debería haberla alegrado, pero no era así. La manera en que la miraba sin mirarla era aún peor que su insistencia en remover sus fantasmas. Isabel creía que estaba enfadado con ella y en el fondo de su corazón creía que se lo merecía.
Cuando el monarca y Gabriel volvieron no quiso salir de la habitación durante todo el día, esperando que en cualquier momento el valido o su padre irrumpiera en su habitación hecho una furia. Sin embargo, Pedro no les contó nada a ninguno de los dos. Cuando trató de hablar con él para agradecérselo, él no quiso ni mencionar el tema y zanjó la conversación con unas pocas palabras.
Durante la semana siguiente apenas se vieron y cuando se veían evitaban hablarse demasiado. Isabel ya no podía soportarlo. Una noche, los dos príncipes cenaron a solas por primera vez en varios días, ya que el rey había cenado solo en sus aposentos y Gabriel, que a veces compartía mesa con sus pupilos, había salido precipitadamente al recibir una noticia que debía de ser muy inquietante. Sentados en extremos opuestos de la mesa, Isabel se armó de valor y le dijo:
—Pedro, lo siento. Entiendo que me odies.
El príncipe se detuvo justo antes de meterse un pedazo de pan en la boca y frunció el ceño. Ella bajó la vista.
—No digas tonterías —respondió—. ¿Cómo iba a odiarte?
—No me hablas. Ni siquiera me miras...
Pedro dejó el pan a un lado y se pasó la mano por la frente. Isabel, se retorcía las manos sobre el regazo y lo miraba con los labios apretados.
—Perdóname a mí —murmuró él—. Tendría que haberme dado cuenta de que algo te pasaba.
—No dejé que lo hicieras.
—Ahora es solo que no sé qué decirte. No sé cómo ayudarte si no confías en mí.
—No tienes que hacerlo.
El joven no estaba conforme, pero tampoco replicó, y siguió comiendo con los ojos fijos en el plato. Al cabo de un rato, trató de sonreír.
—Alfonso me ha dicho que has vuelto a tomar clases de arpa —comentó, intentando sonar despreocupado.
—Sí...No hay mucho más que hacer por aquí.
—Si Gabriel te oyera. No sé cómo consigue encontrarme trabajo a todas horas.
La princesa sonrió. Sabía que bromeaba solo por complacerla.
—Y mi querido hermano desearía emplear su tiempo en otros menesteres, ¿no es así?
—¿A qué te refieres?
—A cabalgar, por supuesto. ¿Has cabalgado mucho últimamente?
Ahora sí, Pedro dejó entrever una sonrisa más relajada.
—No mucho. ¿Y qué tiene de malo cabalgar?
—Nada, sobre todo en compañía de una dama pelirroja.
El príncipe le lanzó un trozo de pan y eso todavía la hizo reír más. Ella siguió metiéndose con él y él la dejó hacer, fingiéndose ofendido de tanto en tanto: siempre le había gustado oírla reír.
Estaban a punto de terminar de cenar cuando entró una doncella que, tras hacer una leve reverencia, se fue derecha hacia Isabel y le comunicó un breve mensaje en voz baja. Ella hizo un gesto afirmativo a la doncella, dando a entender que había comprendido el mensaje y, esquivando la mirada preocupada de su hermano, se levantó.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Isabel.
Ella forzó una sonrisa tranquilizadora.
—Nuestro padre quiere verme —explicó, encogiéndose de hombros—. No he hablado con él desde que regresó. Supongo que querrá saber cómo estoy.
Sin esperar a saber si Pedro la creía o no, le hizo un gesto de despedida con la mano.
—Hasta luego.
Salió del comedor con el rostro sereno, pero nada más llegar al pasillo la máscara se le rompió en pedazos. Ahora no, ahora no podía hacerlo: el rey sabría lo que había hecho y entonces...no podía ni imaginar lo que ocurriría. Se dirigió a los aposentos de Alfonso entre sacudidas de puro terror: todo su cuerpo palpitaba y cuando empuñó el pomo de la puerta de su padre, estaba a punto de estallar. Inspiró profundamente y la abrió.
Una oleada de aire caliente la golpeó al entrar y apartó la cara un instante.
—Has tardado.
La voz del rey rasgó el aire como una flecha y la infanta le dirigió su atención. Alfonso estaba sentado en un diván, en el otro extremo de la habitación, y a su vera ardía el fuego del hogar. Se levantó y avanzó un paso. Isabel retrocedió. Él sonrió burlón, aunque un reflejo de alarma fugaz enturbió sus pequeños ojos claros. Se aproximó a su hija y fue a cogerla por los hombros, pero ella se apartó con un gesto nervioso que la dejó arrinconada contra la pared.
—No, mi señor
—Yo diré cuándo sí y cuándo no —la amenazó.
—No —manifestó ella, sin ceder un ápice de terreno—. Esta noche no.
La respiración de Alfonso se aceleró y se le dilataron las venas, como si fuera a explotar de un instante a otro. Tenía a aquella criatura a escasos centímetros, aparentemente impasible y con una fría mirada de advertencia. Se alejó de ella unos pasos, sin apartar los ojos de su cuerpo, de los brazos, las manos, las piernas, el cuello, el rostro...Cada una de las partes de su cuerpo le dolían y le quemaban. De improviso, la agarró y la zarandeó como si se hubiera vuelto loco.
—¡Maldita seas! ¡Por Dios que no volverás a rechazarme! —bramó.
Isabel se asustó mucho y se encogió ante la expectativa del dolor. Acabó proyectada contra el suelo, tras recibir golpe que casi la dejó sin aire.
—¡Pero si jamás os he rechazado! —protestó— ¡Yo no soy María! ¡No soy mi madre!
Ni siquiera había previsto decirle eso. Tampoco sabía por qué había acudido a su mente, pero el caso es que sus palabras dejaron helado al rey en mitad de la nueva carga que preparaba y lo obligaron a mirar a la cara a la adolescente que yacía con el vestido desgarrado sobre los hombros y el rostro desencajado. Fue como si la viera por primera vez a ella, en lugar de ver a su esposa. Durante un instante, Isabel creyó que recapacitaría, pero el miedo se apoderó de ella cuando el rey compuso una mueca de placer. Tenía razón, aquella niña no era su esposa; aquella niña tenía miedo. Aquella niña no sería tan fuerte.
—¿Osas enfrentarte a mí?
La hizo levantar.
—¿Y a dónde vas a ir? Puedo hacer lo que quiera contigo y a nadie le importará jamás. Todo lo que eres es un nombre. Y eso, querida, te lo he dado yo.
Isabel sacudió la cabeza. Su determinación se desvanecía en el aire, al igual que sus fuerzas. Ni siquiera opuso resistencia cuando la tendió sobre la cama y quedó con la mirada perdida en el techo, que se agitaba arriba y abajo con las dolorosas embestidas.
«Mírame, madre, ya he hecho lo que tú querías...ya soy como tú»
De improviso el rey dejó de moverse encima de ella y sus jadeos remitieron. Isabel miró abajo; Alfonso tenía una expresión asqueada.
—¿Pero qué diablos te has hecho, desgraciada?
La princesa cerró los puños sobre las faldas y tiró de ellas para cubrirse, pero el rey pesaba mucho y no fue capaz de sacárselo de encima. Alfonso la agarró del cuello para que se estuviera quieta; tenía las manos húmedas.
—Es que ya ni para esto sirves... ¿Crees que así te librarás de mí?
Isabel pataleó, sin poder respirar. La estaba ahogando.
—Mejor me lo pones, ahora ya ni te podré casar. Serás mía para siempre.
La joven gritó y le clavó las uñas para que la soltara. Por un segundo, Alfonso aflojó la mano con una mueca de dolor y ella aprovechó para desasirse. Empujó a Alfonso y se arrastró hasta el suelo de la habitación. Allí quedó acurrucada, tosiendo para recuperar el aliento, pero reaccionó violentamente cuando el rey volvió a cogerla del brazo y lo rechazó. Logró llegar hasta la puerta y salió dando tumbos. Lo último que oyó dentro fue la risa del rey, persiguiéndola por los oscuros pasillos. Solo pensaba en huir hacia cualquier parte, donde fuera, lejos de Alfonso. No se dio cuenta de que estuvo a punto de chocar con un par de criados en su camino a los establos. Allí, buscó a su níveo Janto y, sin pensarlo dos veces, cabalgó vertiginosamente hacia la inmensidad de la noche de luna llena, sin más rumbo que el que su montura quisiera tomar.