XLI

LA noche había refrescado y hacía un poco de viento, de manera que las nubes surcaban el firmamento con ritmo pausado. En las callejuelas de la destartalada aldea no se veía ni un alma, salvo algún que otro perro escuálido o alguna rata huidiza. Se hallaban en zona fronteriza, a pocas jornadas de tierras musulmanas, donde habían tenido lugar incursiones militares de uno u otro bando durante siglos. La guerra civil no había conseguido sino agravar la miseria de estas tierras de nadie, por lo que sus gentes desconfiaban de los forasteros y protegían sus escasas pertenencias con celo. Aunque José el Ratón no acertaba a ver a nadie, se sentía observado por más de un par de ojos que espiaban desde las sombras. Trataba de deslizarse entre las barracas discretamente, pero había optado por no intentar permanecer oculto, para no llamar aún más la atención. Julia e Isabel se habían quedado a las afueras, ocultas en el bosque, mientras él se acercaba al poblacho para conseguir provisiones. Pensó en ellas, con la esperanza de que no hubieran sufrido ningún contratiempo; aunque no le hacía gracia dejarlas solas, se alegraba de no haberlas traído a aquella aldea fantasmagórica.

Llevaba unos diez minutos vagando por la aldea cuando empezó a ver señales de vida: un hombre delgaducho salió de una de las casas y al topar con José, que doblaba la esquina, gruñó algo ininteligible antes de pasar de largo. José no le prestó atención: sobre el marco de la puerta de la que el hombre había salido colgaba un sucio letrero con una jarra de cerveza dibujada. El interior no era mucho más acogedor, olía rancio y las escasas lámparas apenas lograban clarear un poco la asfixiante penumbra. El suelo estaba sucio, las paredes, las mesas y las sillas carcomidas y ocupadas por hombres y mujeres poco menos que harapientos.

Había poca gente; José echó una mirada circular, sin esquivar las caras intrigadas de los presentes, pero sin detenerse en ninguna. La mayoría eran cristianos, aunque había algunos de rasgos mestizos y un par de parroquianos definidamente moriscos. Se dirigió al mostrador que había al otro extremo. Tras él solo había una anciana escurrida sentada en un cajón, que se retorcía y frotaba las manos rezongando palabras inaudibles. Le faltaban casi todos los dientes y tenía la piel arrugada como el papel viejo. Parecía estar un poco ida, pero sus ojillos hundidos y vigilantes era de lo más sagaces. José puso toda su voluntad en disimular la repulsión que le inspiraba antes de dirigirse a ella.

—Buenas noches, buena mujer. Querría comprar algo de comida.

—¡No hay comida! ¡No hay comida! —respondió presta, con una vocecilla chillona.

—Puedo pagarla.

—¡No hay comida! —repitió agitando todo su cuerpecillo— ¿Qué iba a hacer con vuestro dinero? ¿Comérmelo?

Algunos rostros se giraron curiosos hacia la anciana para ver lo que pasaba y José empezó a perder la paciencia. Con el rabillo del ojo, le pareció que un hombre encapuchado levantaba la vista y la fijaba en la escena. El rostro le era ligeramente familiar, pero no podía identificarlo. La anciana repetía su retahíla con tanta obstinación que llamó la atención de los que trabajaban en el interior de la casa. De la puerta que había al otro lado del mostrador salió un hombre corpulento y, nada más verlo, la anciana se calló.

—¿Qué ocurre? ¿Qué queréis señor?

—Vengo a comprar algo de comida.

—¡No hay comida! —volvió a comenzar la anciana, pero el recién llegado la hizo guardar silencio con un gesto brusco de la mano. De la vieja solo volvió a oírse un quejido lastimero.

—Así es —confirmó el mesonero—. No tenemos comida. No nos sobra comida por aquí. Vendemos cerveza.

—No necesito mucho, estoy de paso. Os pagaré por ello.

—Mi madre ya os ha dicho que el dinero no nos sirve. En estos tiempos ni siquiera vale la pena agacharse por una moneda.

—No traigo dinero.

José le pasó un pequeño saquito negro y el mesonero lo tomó con cierto reparo, consciente por la actitud de José que era mejor no exhibirlo. Puso el saquito tras el mostrador y lo abrió. Los ojos se le iluminaron y eso hizo que la anciana se acercara para mirar. El brillo de las joyas llenó su rostro de codicia y empezó a tirarle del brazo a su hijo con las arrugadas manos.

—¡Cógelas! ¡Cógelas! —graznaba.

El hombre tardó más en reaccionar y todavía sostenía perplejo las joyas en la mano cuando José le insistió:

—Aunque ahora el dinero no valga mucho, conseguiréis un buen trato por esto.

—¿Qué sois, una especie de ladrón?

—La guerra ha llegado a todas partes, compadre. El castillo donde servía fue saqueado y muchos como yo solo tuvimos tiempo de reunir algunas joyas antes de huir.

El mesonero asintió: era creíble y el trato resultaba de lo más apetecible.

—¿Qué queréis por esto?

—Me conformaré con un poco de pan y carne seca, si os parece.

—Como gustéis —bufó, mirándolo de reojo y enviando a la anciana adentro.

Poco después reapareció la vieja y le tendió, no si cierta reticencia, un fardo oscuro. José lo cogió con una sonrisa cortés, o más bien triunfante, ya que no había podido resistir la tentación de mortificar un poco a la desagradable anciana. Después, le pareció que el hombre encapuchado del rincón levantaba la vista cuando él salía, pero no podía asegurar que lo hubiera mirado a él, ya que el gesto había parecido totalmente casual. Abandonó el establecimiento algo inquieto y en cuanto salió de los límites de la aldea aceleró el paso y se adentró entre los árboles, aunque en lugar de dirigirse a donde se encontraban Julia e Isabel dio un enorme rodeo: se desvió hacia el oeste y después retrocedió de nuevo hacia la aldea por un camino diferente. Mientras lo hacía iba borrando su rastro y cualquier otro rastro que le pareciera encontrar. De nuevo sobre el punto de partida —y con un desagradable presentimiento— recorrió en zigzag el trayecto que había de llevarlo hasta ellas. A un par de kilómetros de donde se encontraba había una pared rocosa, la falda de una pequeña colina arbolada. Se dirigió allá, se detuvo y volvió a dar un rodeo para aparecer desde el otro lado de la elevación. Ahora sí, puso todo su empeño en no hacer ruido y como empezaba a soplar bastante viento, no le resultó difícil disimular su presencia. Paso a paso, pegado al nacimiento de la roca, avanzó por el bosque como un depredador para llegar a la cara este de la colina, donde las dos jóvenes debían estar, arrebujadas en sus capas. Sin embargo, poco antes de llegar algo lo hizo detenerse: el vello de la nuca se le erizó y contuvo la respiración al oír un leve crujido a su espalda.

Sin pensarlo dos veces echó a correr hacia el lado contrario de donde estaban Julia e Isabel. Aún no estaba seguro de si lo perseguían o no, pero el corazón le iba a toda velocidad mientras salvaba los arbustos y se internaba más y más entre los árboles. Finalmente se detuvo, la espalda contra el ancho tronco de una encina, y la respiración desbocada. Trató de recuperar el aliento y poder oír mejor los sonidos del bosque, pero lo único que percibía en el aire era olor a retama y anuncio de tormenta. Espero un rato, aunque no pudo evitar que la desazón de dejar a las muchachas solas tanto tiempo diera al traste con su paciencia. Así no solucionaría la situación, así que se separó de la encina y tomó el camino de regreso para reaparecer en el claro de las muchachas desde los árboles, por el extremo opuesto a donde habían amarrado los caballos. Desde allí, se les acercaría con cuidado, pensó. De repente alguien lo agarró por detrás. José dio un salto y se revolvió para liberarse, pero lo tenían cogido con fuerza.

—Maldición...

Gritó y dio un tirón para hacer caer a su atacante, pero este le tapó la boca con la mano. José la mordió y esta vez fue el otro quién gritó y lo soltó. Al verse libre, José trató de escapar hacia las jóvenes, pero su perseguidor se lanzó sobre él y lo tiró al suelo.

******

En las afueras de la aldea, agazapadas al abrigo de la pared rocosa, Isabel y Julia esperaban a José. Este les había dicho que no encendieran fuego, de manera que apenas veían nada. Por suerte, no hacía demasiado frío y les bastaba con las capas que llevaban encima para soportar los rigores de la noche. Aún así, la tierra áspera resultaba de lo más incómoda y el cansancio acumulado de las últimas jornadas las tenía bastante anquilosadas. Desde su rincón, apoyada en una roca, Isabel contemplaba como Julia iba y venía empeñada en hacer aquel lugar ingrato algo más confortable. A pesar del dolor que por fuerza tenía que tenerla entumecida y de que todavía estaba un poco débil tras su convalecencia, la joven no paró hasta considerar que su pequeño campamento estaba más habitable.

—Espero que José vuelva pronto, porque estoy muerta de hambre —comentó.

Isabel intentó sonreír, pero la oscuridad ocultó si lo consiguió o no. Julia tampoco esperaba que contestara. Desde que salieron de Ciudad Real estaba más bien silenciosa y distante. La inquietaba no saber lo que le pasaba por la cabeza y ella no parecía dispuesta a decírselo. Por esa razón, el tono de su voz la sorprendió.

—¿Sabes? Tengo miedo. Tengo mucho miedo de haberme equivocado.

—¿Equivocaros en qué?

—No sé si ir a Granada ha sido una buena idea. No tengo ninguna garantía de que el rey de Granada nos ayude, ni siquiera de que nos reciba. A decir verdad, ni tan solo puedo asegurarte que sus hombres no nos corten el cuello antes de que podamos implorar clemencia.

—No penséis más en eso. Hicisteis lo que creísteis mejor.

Isabel soltó una carcajada.

—No sé si es lo que creí mejor o fue lo único que se me ocurrió —confesó.

Julia se agachó junto a su amiga y la miró gravemente. Era la primera vez en días que hablaba tanto y bajo su expresión serena se traslucía una honda emoción.

—Escuchadme bien —le dijo la doncella—. Habláis así porque estáis cansada. Eso no quiere decir que no estéis haciendo lo correcto. Al contrario: no sé si ir a Granada fue la mejor opción o la única opción, lo único que sé es que quedarse tras los muros de Talavera o de Portugal no era ni una cosa ni otra.

Isabel apretó los labios y agachó la cabeza.

—¿De verdad crees eso?

—Sí, y vos también deberíais creerlo.

—Yo ya no sé lo que es correcto y lo que no. Todas las personas que están muriendo, aquella pobre gente de Ciudad Real, cada vez que cierro los ojos veo sus caras. ¿Lo correcto también era dejar que los mataran delante de mí?

El semblante de Julia se entristeció.

—No lo sé —repuso con sinceridad—. Pero era lo necesario.

Isabel se encogió de hombros y asintió. Al cabo de unos segundos miraba a Julia con afecto.

—No sé de dónde sacas las fuerzas para darme ánimos. Quizá esté siendo muy egoísta, pero me alegro de que estés aquí.

Julia quiso decir algo pero la voz se le quebró antes de abandonar los labios. Al otro lado del claro habían oído algo extraño. Isabel también se puso en guardia.

—¿Es José...?

La princesa se levantó y Julia, a su lado, la imitó y aguzó el oído. Isabel negó lentamente con la cabeza, escrutando la noche más allá de los límites del claro. Al otro lado, los caballos piafaban nerviosos y a un gesto de Isabel, Julia se acercó para tranquilizarlos y mantenerlos callados. Isabel también avanzó lentamente, para escuchar desde aquella parte. De repente sus ojos se abrieron como platos y agarró a Julia el brazo.

—¡Son perros! ¡Tenemos que escondernos!

Apenas había acabado de decirlo, los ladridos de los sabuesos se elevaron sobre el viento y el sonido de dos docenas de zarpas en carrera arañando la maleza les llegó definidamente. Las jóvenes trataron de retroceder en busca de algún escondite, pero no había ningún lugar donde ocultarse, salvo el propio bosque.

—Corre...—gritó Isabel— ¡Corre!

Ahora no eran solo perros, sino también voces las que irrumpían en el campamento. De todas partes salieron hombres armados y sabuesos y las rodearon vociferando órdenes y amenazas. Isabel y Julia se quedaron inmóviles en el centro, espalda contra espalda.

—¡Cogedlas! —mandó uno de los soldados.

Isabel apretó los dientes.

—¡No os acerquéis! —rugió.

Antes de que pudieran impedírselo, se abalanzó sobre el fardo que había a sus pies, sacó la cimitarra de Muhammad y la blandió con fuerza. Sorprendidos, los soldados se detuvieron en seco y dieron un paso atrás para evitar el acero.

—¡Vamos! —insistió el capitán— ¡Solo son dos mujeres!

Un soldado desenvainó y atacó a Isabel. Ella le hizo frente; la ligera hoja mora partió el aire como un rayo y detuvo la espada de su adversario con un chasquido metálico que casi le separa la piel de los huesos. Por un momento, la princesa quedó sin aire y trastabilló hacia atrás antes de poder recuperar la guardia. Recobrada, fue capaz de contener la siguiente embestida y en el contraataque alcanzó el brazo de su enemigo, que soltó su arma con un alarido.

—Será posible...—refunfuñó el capitán.

Se volvió hacia un grupo de cinco hombres y les hizo un gesto de cabeza para que acudieran en ayuda del otro. Los cinco cayeron sobre Isabel y ella agarró la empuñadura de su arma con fuerza para descargar el filo contra ellos. Durante algunos segundos logró mantenerlos a distancia, pero eran demasiados. Furiosa, los atacó e hirió a dos más, pero no pudo conservar una buena posición y recibió un violento golpe en la cabeza desde detrás. Julia chilló y su señora cayó al suelo inconsciente. El cielo tronó y un relámpago iluminó el claro. Los caballos enloquecieron y cocearon para liberarse de las cuerdas y los sabuesos aullaron.

—Por amor de dios, ¡haced callar a esos chuchos! —gritó el capitán— Y soltad a esos endiablados caballos.

Un soldado acudió a cumplir la orden, liberó a los animales y los espantó. Los caballos salieron al trote. Otros trataban de controlar a los canes, que gruñían al cielo. Mientras, los tres soldados ilesos de la batalla con Isabel se acercaron a su cuerpo inerte con cara de pocos amigos. Julia se interpuso con los brazos en cruz y los increpó con ira.

—¡No la toquéis! ¡Fuera!

La empujaron sin miramientos, pero ella les devolvió el empellón y se mantuvo firme, hasta que recibió una bofetada que la derribó. Aún de rodillas, con el labio ensangrentado, levantó los brazos y siguió interponiéndose entre la princesa y ellos. Justo cuando alzaban la espada contra ella, el capitán los detuvo.

—¡Basta! El condestable las querrá enteras.