I

EL sol blanquecino asomaba entre las nubes, iluminando el valle húmedo. La hierba se hundía rítmicamente bajo las pezuñas de un hermoso ciervo que corría a gran velocidad. A cada salto que daba, los músculos de su cuerpo esbelto se tensaban bajo la piel empapada en sudor y el miedo era perceptible en la desesperación de su carrera.

A pocos metros de él corría una jauría de perros, cuyos ladridos resonaban a centenares de metros, entremezclándose con el galope de más de una docena de caballos. La partida de caza había cercado al ciervo tras perseguirlo durante casi una hora. Aunque los caballos eran de buena casta y los jinetes expertos, el animal había hecho gala de una gran fortaleza física y de su mejor adaptación al terreno. Ahora, sin embargo, empezaba a dar muestras de cansancio.

—¡Rápido, Majestad! Esa condenada bestia colgará de la sala real esta misma tarde.

El rey soltó una carcajada ronca.

—Será un buen adorno.

Varios de los hombres que montaban sacaron sus arcos y empezaron a disparar, pero su puntería se mostró unánimemente desviada.

—¡Disparad, señor! ¡Intentadlo!

—¡No escapará, Majestad! ¡Abatidlo!

Los nobles alentaban a su soberano a alardear de su habilidad. Envalentonado por sus palabras de aliento, el rey sacó su arco y disparó al ciervo diversas veces, sin éxito. No era bueno en cuestiones de puntería, al menos no como con la espada o en un combate cuerpo a cuerpo. Aun así, su séquito mantenía el entusiasmo y el rey siguió colocando flecha tras flecha en la cuerda.

Un centenar de metros más allá, oculto entre los árboles y la maleza, un hombre se hallaba apostado. Vestía ropas oscuras y botas de montar; era joven, de facciones finas apenas ensombrecidas por una barba incipiente. Su mirada, tan aguda que resultaba casi cortante, estaba fija y tensaba un arco.

De repente una flecha silbó en el aire y alcanzó el flanco derecho del ciervo, que emitió un bramido y cayó aparatosamente. Aquello fue el fin de su desafortunada huida; segundos después los perros se abalanzaban sobre él. No obstante, bien adiestrados, ni tan siquiera rozaron a la presa, sino que se limitaron a rodearla y a ladrar violentamente. Al poco llegaron los jinetes, desmontaron y observaron satisfechos el resultado de su pasatiempo otoñal. El rey también estaba entre ellos y fue de los primeros en acercarse. Vestía una elegante cota de caballería y una sobrevesta color teja, pero su aspecto era tosco. Corpulento, de anchos hombros, tenía las cejas tan espesas como la barba. Sus ojos eran pequeños y claros y el cabello negro le caía desordenadamente sobre las orejas. Esbozó una sonrisa de orgullo ante el cuerpo agonizante del animal.

—Bravo, Majestad. Una vez más, nos habéis dado una lección de caza —lo felicitó uno de sus acompañantes, que vestía con suntuosidad.

—Es cuestión de puntería, Rodrigo. Esta pieza estaba destinada a adornar la sala del trono.

—Aún así, mi señor, la puntería por sí sola no es suficiente.

—Estoy de acuerdo con el barón —afirmó otro de los nobles, de labios finos y sonrisa fría—. El buen ojo y la astucia son necesarios para alcanzar un ejemplar tan valioso.

—Vuestras palabras son amables. Aunque no debería decirlo, no resultó muy difícil alcanzarlo.

El corrillo de cortesanos reunidos para felicitar al monarca rió, complaciente, mientras los pajes y mozos se ocupaban de los caballos. Uno de ellos se acercó al animal caído; sus bramidos de angustia se habían convertido en un mugido ronco y pesado, respiraba con dificultad y tenía las pupilas completamente dilatadas. El muchacho aprovechó un descuido para asestarle un golpe de puñal definitivo. Después se alejó y a un silbido corto los perros lo siguieron mansamente.

Nadie advirtió que un joven de ojos verdes, todavía arco en mano, se incorporaba a la partida, tras salir a caballo del bosque. Cuando desmontó se quedó al margen de la excitación del ambiente. El caballero que había felicitado al rey en segundo lugar se separó del grupo, se le acercó y tras darle una palmada en el hombro felicitó escuetamente su buena puntería.

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Cuando fue noche cerrada sobre Talavera ya solo quedaban restos de la lluvia matinal en forma de nubes desgajadas que ocultaban la luna de forma intermitente. En el Alcázar, el ocaso había traído una gran fiesta para celebrar el éxito de la cacería y el rey ordenó servir el ciervo, junto con otras piezas menores. El vino era fuerte y aromático y corría con abundancia. Una gran mesa angular ocupaba el centro de la estancia, iluminada por la luz de los candelabros, y las paredes de piedra estaban adornadas con otros trofeos de caza de ojos vítreos que observaban acusadores a los comensales.

En la mesa, el rey Alfonso ocupaba lugar central, rodeado por sus nobles de mayor rango. A su derecha se sentaba el barón Rodrigo de Mendoza, atento a llenar la copa de su soberano cada vez que se vaciaba. De rostro poderoso y mentón prominente, lucía una barba oscura y cuidada y ojos negros y astutos. Vestía un jubón verde oscuro, con bordados color púrpura y una capa del mismo color prendida con broches de oro. Su voz era grave y su conversación mesurada e inteligente, aunque no le costaba trabajo rebajarla a la sarta de trivialidades y halagos que marcaba la ocasión.

A la izquierda del monarca se sentaba el conde de Lemos, Juan de Castro, que poseía grandes extensiones ganaderas en tierras leonesas y gallegas. Él también iba vestido con elegancia, con ropas color perla y sobrevesta azul marino, tenía los ojos castaños, veteados de verde, y el cabello rubio oscuro. A su lado estaba su hijo Eduardo, muy parecido al conde pero de ojos definidamente verdes y cabello algo más claro. Era la primera vez que el joven asistía a una celebración real y, dado su carácter reservado, no participaba demasiado en las conversaciones. Seguramente también por esa razón, los demás apenas se atrevían a dirigirle la palabra, salvo para intercambiar saludos de cortesía. No le importaba, no necesitaba hablar: la felicitación de su padre horas atrás por abatir al ciervo tan discretamente le había bastado, así que durante gran parte de la noche se limitó a permanecer callado junto al conde.

Los adustos hermanastros Gonzalo y García de Padilla también estaban presentes, finalmente reconciliados tras enfrentarse a sangre y fuego durante los años que siguieron a la muerte de su padre. Aunque ahora su relación era cortés y llevaban una vida acomodada, en cuanto los vapores del vino subían solían enzarzarse en viejas rencillas, así que tenían el buen juicio de ocupar asientos en extremos opuestos de la mesa. Se habían congregado además muchos otros nobles terratenientes y ganaderos, cuya riqueza sumada era casi imposible de imaginar. Se sentaban a la mesa Felipe de Villena, con señoríos cerca de Valladolid, Simón de Pimentel, con plazas fuertes en las cercanías de Ávila, Diego de Zúñiga, con tierras al oeste o el condestable Antonio de Velasco, hombre de peso en el sudeste. Alfonso podría haber pasado desapercibido entre ellos, de no ser por la corona amarillenta que ceñía su frente en las ocasiones especiales.

La tertulia era animada y durante los primeros instantes algunos prestaban atención a los malabaristas y bufones que habían acudido para amenizar la velada. Sin embargo, pronto el propio rey se cansó de cabriolas y se concentró en la comida, el vino y las doncellas con escotados trajes parduzcos que iban y venían escanciando bebida y sirviendo bandejas grasientas. En un momento dado, Rodrigo de Mendoza alzó su copa.

—¡Un brindis por su Majestad y por este excelente banquete!

Todos los presentes lo imitaron y profirieron hurras por Alfonso XI. El rey trató de levantarse para agradecer el brindis, pero se tambaleó y volvió a caer sobre la silla. Con una risotada, palmeó con rudeza la espalda de Rodrigo y este correspondió al amistoso gesto con más vino.

Al fondo de la estancia había un hombre de aspecto anciano, enjuto y con el cabello blanco, que vestía de riguroso negro. Su mirada y la del barón se cruzaron un instante y aquel frunció el ceño, mientras Rodrigo sonreía abiertamente y dirigía la copa hacia él en un saludo no correspondido.

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Eduardo de Castro sacudió la cabeza para despabilarse y echó un vistazo a su alrededor. Hacía calor, el ambiente del comedor estaba cargado por el penetrante aroma de la carne, el vino rancio y la resina de las teas y había una docena o más de caballeros desplomados sobre las sillas, la mesa e incluso el suelo, durmiendo la borrachera y roncando ruidosamente. Se le revolvió el estómago, pues él también se había quedado transpuesto y ahora estaba mareado, aunque no era la primera vez que bebía y habría jurado que su copa no había sido llenada demasiado a menudo durante la cena. O quizá sí, en algún momento dejaba de recordarlo.

Su padre no estaba en la sala y el joven resopló y se maldijo por haberse quedado dormido. Le pareció que faltaban algunos caballeros más, pero no podría asegurar cuáles, ya que no podía distinguir el rostro de varios de los presentes bajo las cabelleras y las capas revueltas. Al parecer, el rey sí se había marchado, así que algunos se habrían retirado al mismo tiempo. Aparte, solo algunos criados se movían de un lado a otro, como si fueran sombras. Tratando de no hacer demasiado ruido, Eduardo se levantó y abandonó el comedor, con la intención difusa de encontrar al conde de Lemos.

Fuera del comedor hacía fresco y el muchacho se ajustó sobre los hombros la capa gris marengo que llevaba. Durante un rato, vagó por el castillo en calma y pronto se sintió más despejado. Al acercarse a una balconada le pareció oír voces, así que se detuvo por instinto, apoyó la espalda contra la pared y prestó atención. Sí, era la voz de su padre, pero no estaba solo; si su oído no lo traicionaba se hallaba en compañía del barón de Mendoza. No era de extrañar, era de dominio público que ambos nobles mantenían una relación de colaboración estrecha, ya que sus intereses políticos y económicos iban parejos. Además, Eduardo sabía que entre ellos había una buena amistad.

—Ha sido una noche provechosa, la de hoy —comentaba Juan de Castro, con cierto regocijo—. El rey me ha concedido el castillo de Ponferrada y cien hectáreas de pastos al oeste de León.

—Me alegro de oír eso. Vuestra disputa con Valcarce empezaba a resultar tediosa.

—Ha sido una suerte que Valcarce no estuviera aquí hoy.

—Y una suerte que nuestro rey estuviera de tan buen humor...

Rodrigo y Juan rieron; mientras, Eduardo seguía atentamente la conversación desde el oscuro pasillo. No es que los tejemanejes de sus mayores lo intrigaran o sorprendieran en exceso, pero pocas veces tenía la ocasión de oír hablar a su padre sin ambages.

—Sin embargo —continuó el conde—, se resiste a cedernos lo más importante. El derecho de paso del ganado por las cañadas reales. Este año he gastado una fortuna en impuestos.

—Eso es culpa de su consejero.

—Ese vejestorio resulta cada vez más molesto.

—Por desgracia es astuto. Y también incorruptible. Alfonso no tomará ninguna decisión sin consultarlo, borracho o no.

—Al final alguien va a tener que hacer algo.

—No merece la pena —disintió Rodrigo.

Juan dejó escapar un gruñido de resignación.

—¿Qué sugerís? —le preguntó al barón.

—Seguirle el juego, de momento. El rey nos va a necesitar en batalla para someter Gibraltar. Eso nos favorecerá a todos y además es probable que cueste varios años. Con suerte Gabriel habrá muerto para entonces y el rey no volverá a ser aconsejado...negativamente.

—Puede que tengáis razón —admitió su interlocutor.

Durante un par de minutos, los nobles guardaron silencio, así que Eduardo decidió que era momento de retirarse discretamente. No obstante, cuando volvió a oír la voz de Rodrigo de Mendoza, aguzó el oído.

—Por cierto, debéis estar orgulloso de vuestro hijo. Una puntería prodigiosa, aunque poco comunicativo.

Eduardo contuvo la respiración y el corazón se le aceleró.

—Habla cuando se le pide. Cuando no, calla. Basta con eso.

—Cierto. Aún así brindo por el desdichado ciervo.

—Y por el rey.

—Larga vida.

El adolescente soltó el aire que había retenido y se sintió extraño. Tenía que irse. Sin embargo, al volverse atolondradamente se encontró de cara con una joven doncella y chocó con ella en medio del corredor. Ambos cayeron al suelo y la muchacha emitió un grito ahogado.

—¿Quién anda ahí? —se oyó desde la terraza.

Eduardo tragó saliva. Por nada del mundo querría que su padre lo encontrara allí e imaginara que había estado espiando su conversación. Sin pensarlo dos veces agarró a la doncella de la muñeca, la incorporó y la arrastró lejos del sonido de pasos que se acercaba. Corrió con la joven de la mano de pasillo en pasillo y, finalmente, halló una puerta abierta, la empujó y se introdujeron en una salita oscura. Allí aguardó, con la respiración agitada tras la puerta entreabierta, hasta que al cabo de un rato estuvo seguro de que nadie lo había visto y sus músculos se relajaron. Entonces se dio cuenta de que no había soltado a la asustada muchacha y, avergonzado, lo hizo de inmediato. Ella se postró en espera de algún tipo de castigo.

—Oh, no...No, no, por favor —balbuceó él, levantándola con amabilidad.

Su cara le resultaba familiar. Sí, la había visto en el comedor, era una de las escanciadoras, aunque ahora, de cerca, le parecía aún más bonita. No parecía mucho mayor que él, era castaña, tenía la cara pequeña y ovalada, labios carnosos, nariz alargada y unos ojos almendrados color avellana arrebatadores. Estaban tan cerca que sus labios casi podían rozarse. Eduardo sintió que se sonrojaba; estaba acalorado, como si volviera a sentir los efectos del vino. Se apartó de ella con cierta torpeza y se dirigió a la puerta, pero a pesar de sí mismo se volvió. La joven permanecía en el mismo sitio, inmóvil, con la mirada fija en la suya propia y una media sonrisa en el rostro.

—Dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó.

—Lidia, mi señor.

Él le devolvió la sonrisa. Nunca había creído en el amor a primera vista. Pero para todo hay una primera vez.