LIX

ALGO terrible había sucedido en el castillo, de eso todos estaban seguros aunque nadie pudiera afirmar qué había sido. Los gritos del caballero mutilado y recluido en las mazmorras habían resonado hasta en el alma de los más valientes soldados. Su crimen había sido horrible —secuestrar a la hermana del rey— y el castigo, ejemplar. Sin embargo, no era aquello lo peor, ni lo más desazonador para el ánimo de la corte. Aunque nadie osara mentarlo, el llanto de la infanta de Castilla se había oído casi con más fuerza que el alarido del noble Tello o quizá los había impresionado más. El rey se había encerrado en su despacho, andaba de boca en boca que había perdido la razón; la muchacha no había salido de su alcoba en los últimos días, se decía que no se lo permitían. Al parecer yacía sobre la cama, como muerta, y se negaba a probar bocado.

Ahora el suelo que pisaban ya no era firme y en cualquier momento las paredes podían desplomarse sobre ellos. El tiempo andaba revuelto y reinaba un ambiente extraño, los criados correteaban inquietos desempeñando sus quehaceres; los soldados escudriñaban las sombras con desconfianza. Todos murmuraban quedamente, pero nadie se pronunciaba. Desde hacía unas cuantas jornadas, llegaban mensajeros casi a diario con misivas para Pedro, pero nunca marchaban con una respuesta. Por si fuera poco, las tropas del rey estaban en guardia, preparadas para una ofensiva inminente.

Tampoco Julia sabía lo que sucedía a su alrededor. Cada día, acudía a la habitación de la princesa para llevarle comida y cada día retiraba la bandeja intacta. Isabel no rehusaba hablar con ella, pero sus palabras eran huecas; verla en aquel estado la entristecía tanto que a menudo abandonaba la habitación con los ojos llenos de lágrimas. Aquel día recorrió de nuevo el pasillo, con la esperanza de que fuera diferente, si bien como las demás veces la sola visión de los dos soldados armados que guardaban la entrada la desmoralizó.

Encontró a Isabel desmadejada sobre el lecho, de espaldas a la puerta y a la luz de la ventana, con los ojos entreabiertos y aquella expresión serena y límpida de lágrimas que desde hacía días le ponía la carne de gallina. Julia dejó la bandeja en una mesa y se sentó en la cama junto a la infanta.

—Mi señora, os he traído algo de comer.

—Gracias.

—Deberías tomar algo, aunque solo fuera un poco.

—Quizá luego.

La doncella asintió desalentada, mientras acariciaba con cariño el pelo de la infanta.

—Dicen que pronto vuestro hermano volverá a dirigir el ejército en batalla. Pretende liberar Talavera antes del verano y ha llamado a filas a todos los hombres.

La princesa no contestó.

—Ellos lo seguirán, lo seguirán adonde los lleve, pero son tan pocos...Y aunque llegan enviados del conde de Trastámara, el rey se niega a negociar.

Solo silencio. Julia agachó la cabeza.

—Os lo ruego, reaccionad. Tenéis que detener esto. Reaccionad, mi señora, os necesitamos.

Isabel pestañeó y repuso con voz apagada.

—Yo no puedo impedir que Pedro vaya a la guerra.

Julia se sorprendió de recibir respuesta y negó apasionadamente.

—¡Claro que podéis! Sois la única capaz de convencerlo.

—No. Pedro no me escuchará. De hecho soy la última persona a la que escucharía ahora.

—Pero no puede teneros aquí, así, encerrada...

—Ya no estoy encerrada. Solo es que Pedro quiere saber en todo momento dónde estoy. No piensa cruzarse conmigo, no quiere volver a verme hasta que parta a Inglaterra.

—¿Pero qué ha pasado? Por amor de Dios, ¿qué ha ocurrido? ¡Hablad conmigo!

Julia se echó a llorar; cuando se dio cuenta de que estaba zarandeando a la infanta apartó las manos enseguida y se cubrió el rostro. Isabel se había vuelto hacia ella y se semiincorporó. Sentada en la cama, le puso la mano sobre la rodilla.

—Escucha. Parte de la guardia personal de mi hermano partirá conmigo. Haré que Alberto sea uno de ellos. O si lo prefieres yo...—tomó aire— Yo te liberaré de mis servicios y me aseguraré de que nunca te falte de nada en Castilla.

Compungida, la doncella tomó las manos de Isabel entre las suyas y las besó.

—No me separaré de vos. No me importa abandonar Castilla.

—No, quiero que me digas lo que deseas. Quiero que al menos tú seas feliz. Tú tienes que ser feliz.

Julia sollozó e Isabel la abrazó y dejó que apoyara la cabeza sobre su regazo.

—Dime qué quieres —insistió con la voz tomada por la emoción—. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero que todo sea como antes —respondió la doncella entre hipidos—. Que seáis como antes.

******

El mozo de las caballerizas se acercó con un rocín de color negro, el caballo habitual de Enrique fuera de la batalla, y le tendió las riendas al conde de Trastámara. Enrique las cogió y comprobó la cincha de la silla; después montó.

—Majestad —le dijo Tomás de Zúñiga—. ¿De verdad que no queréis que os acompañemos?

—No, mi señor —contestó Enrique, por enésima vez, aunque sin malos modos—. Me gusta ir solo.

El hijo de Diego de Zúñiga se encogió de hombros y vio como el joven de cabello negro espoleaba a su animal y atravesaba las murallas del Alcázar al galope. Después se volvió hacia García de Padilla, que estaba también bajo el techado de las caballerizas y cepillaba vigorosamente su ruano de batalla mientras mascaba un tallo de regaliz silvestre. El noble de Padilla hizo una pedorreta ante la inquietud de su compañero.

—Deberíais dejar de intentarlo, nunca permite que nadie vaya con él. Es más, aunque lo permitiera no creo que os dirigiera la palabra en todo el rato. Nos ha tocado un rey huraño.

—¿Pero se puede saber a dónde va? Desde que llegamos que sale a cabalgar cada día.

—Vivió cerca de aquí con su madre. Supongo que irá a visitar su tumba.

Tomás emitió un leve sonido que tanto podría interpretarse como de comprensión como todo lo contrario. Se acercó a García, pero permaneció a una distancia prudencial del caballo. El animal tenía un humor terrible y coceaba a cualquiera que se aproximaba, excepto a su amo, cosa que los desventurados mozos de cuadra habían experimentado en sus propias carnes. Por esa razón, García tenía la costumbre de atender él mismo las necesidades del caballo, al que mimaba como si fuera su hijo.

—¿Creéis que al final iremos a la guerra? —preguntó Tomás, aunque solo fuera por entablar conversación.

—Si fuera por mí ya haría tiempo que habríamos ido —afirmó rudamente—. La inactividad me mata. ¿Y a ti también, verdad Babieca?

El más joven gruñó y empezó a toser para disimular el ataque de risa ante el nombre del caballo y el tono amoroso que utilizaba García para dirigirse a él. Si a priori algo no parecía propio de García, era precisamente su gusto por los cantares de gesta.

—Además —continuó García, ajeno a la hilaridad de Tomás—, creo que el barón de Mendoza exagera. Si vamos a la guerra la ganaremos en un santiamén.

—Bueno —carraspeó Tomás, tomando asiento en un poyo—. Supongo que eso era lo que creíais hace un año y mirad ahora.

—Sí, pero eso fue porque ese petimetre de Pedro tuvo suerte y yo no estaba en el campo de batalla—rezongó García—. O quizá porque determinados personajes no acababan de tener claro dónde estaban sus lealtades.

Tomás apretó los dientes ante la velada alusión a su padre y no dijo nada, aunque anotó mentalmente la intención de darle un buen escarmiento a García cuando llegara el momento.

—Entonces, según vos ¿esta vez será diferente? —preguntó Tomás, tan complaciente como el que más.

—Por supuesto —afirmó García, escupiendo los restos de regaliz—. La península es nuestra. Salvo el conde de Lemos y Pimentel, que no podrán mantenerse por mucho tiempo y Albornoz que controla parte del sur, pero está aislado...

—Olvidáis a Velasco.

—Velasco sabe a quién se debe mejor que nadie, mi buen amigo.

Tomás se encogió de hombros de nuevo. En ese momento vio acercarse a Rodrigo de Mendoza y se levantó. El barón se dirigía a las caballerizas con paso decidido y al verlos allí inclinó la cabeza como saludo. Buscó un segundo el caballo de Enrique y después miró hacia la puerta un instante.

—¿Ha vuelto a irse? —comentó.

—Sí, mi señor —respondió Tomás.

El noble de Zúñiga iba a dar rienda suelta nuevamente a sus razonamientos sobre lo inadecuado que le parecía aquello, pero Rodrigo lo cortó.

—Ya volverá —dijo—. ¿Cómo está Babieca hoy?

—Muy bien, muy bien. Impaciente por que llegue algo de emoción —respondió García, satisfecho.

—Creo que el capitán Du Guesclin os buscaba, García. Está muy interesado en que le habléis de cómo hicisteis capitular a Toledo el año pasado.

—¿En serio? Sin duda ese routier sabe dónde buscar consejos.

—Sin duda —corroboró Rodrigo.

—Está bien, Babieca, pequeñín, te veré luego. Pórtate bien.

Rodrigo arqueó una ceja al observar al ruano y a su amo y Tomás habría jurado que por un momento el barón ponía los ojos en blanco ante la ridiculez de la situación. Después, el barón se fijó en él y bastaron unos segundos para que Tomás tomara la sabia decisión de ahorrarle buscar una excusa.

—Iré con vos, mi señor García —le dijo el noble de Zúñiga—. Yo también quiero saber cómo fue el asedio.

Tras devolver a Babieca a su establo, García y Tomás se encaminaron hacia el castillo. Rodrigo se quedó en las caballerizas, sin nadie a la vista.

—¡Mozo! ¡Eh, mozo!

El hombre que hacía un rato le había preparado el caballo a Enrique lo oyó desde el interior y se dispuso a salir, pero lo retuvo un hombre de cabello leonado, Guillermo de Roya. Él fue quien salió al encuentro de Rodrigo, en actitud sumisa, con un trapo de limpiar en una mano y unos arreos en la otra.

—En qué puedo serviros, mi señor.

—Hace mucho que trabajas aquí.

—Algunos años, mi señor.

—¿Conoces a Alfonso de Albuquerque?

—¿El valido de Pedro? Sé quién es.

—Necesito que le lleves un mensaje. Te pagaré cinco monedas de oro.

Guillermo de Roya era la viva imagen del agradecimiento y la humildad.

—Claro, mi señor. Lo que vos digáis.

Rodrigo sacó un papel lacrado, pero sin sello reconocible y se lo tendió al mozo.

—Si no lo recibe o lo recibe algún otro en su lugar, haré que te cuelguen. ¿Lo has entendido?

—Descuidad, amo. Lo recibirá.

******

Ayala partió aquella misma tarde y cabalgó casi sin descanso para cubrir el terreno que lo separaba de la fortaleza de Butrón, en Vizcaya. Como Rodrigo había previsto, al recorrer las tierras de los señores leales a Pedro fue interceptado en varias ocasiones, pero tras comprobar el sello de Trastámara en los documentos que lo acreditaban como correo, lo dejaron pasar. Nacido en Vitoria, sentía la proximidad de su hogar con más fuerza a medida que avanzaba hacia el norte. Hacía tantos años que no regresaba que casi había olvidado su paisaje.

Al quinto día, divisó el castillo de Butrón en el horizonte y azuzó a su montura para pasar rápidamente entre las casas de las aldeas vecinas. Unos cincuenta metros antes de llegar ante las puertas de la fortaleza, dos jinetes armados le salieron al paso. Aminoró el trote de su caballo y se enderezó en la silla.

—Soy un correo diplomático. Traigo un mensaje del rey Enrique de Trastámara, para Pedro de Borgoña —manifestó con voz firme, en cuanto los guardias llegaron a su altura.

Mientras tanto, extrajo el documento lacrado que llevaba, con el sello de su señor. Uno de los soldados lo examinó, sin llegar a tomarlo de las manos de su portador, pues nadie más que el correo podía tocar un mensaje oficial destinado al monarca. El otro tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y vigilaba al recién llegado. Los soldados intercambiaron una mirada y el primero emprendió el galope hacia el castillo. El segundo desenvainó la espada, pero no describió ningún movimiento amenazador, sino que se limitó a mantenerla junto al costado, mientras exhortaba a Ayala a avanzar al paso. El jinete dirigió así a su montura hacia el castillo, sin dirigirle la palabra al guardia. Aunque no se hubiera presentado, sabía que lo habían reconocido, pues si bien en todos aquellos meses había cambiado bastante —estaba más viejo y casi calvo—, mantenía gran parte del vigor severo que lo había caracterizado mientras fue consejero de Pedro. Al poco rato, el consejero López de Ayala estaba en pie ante el rey y ante Alfonso.

—Dadme una sola razón para que no os haga ejecutar por traición —murmuró el rey.

Ayala tragó saliva. Alfonso le regaló una mueca afectada.

—Traigo un mensaje del rey Enrique.

—De esos tengo muchos, la mayoría escritos por vuestra mano.

—Y seguís sin responderlos.

—Cierto.

Tomó el sobre lacrado que López de Ayala acababa de dejar sobre la mesa y se lo pasó a Alfonso.

—Leedlo —le dijo.

—Lamenta los últimos incidentes e insiste en entrevistarse con vos, os invita al castillo de Montiel y asegura que no se atentará contra vuestra persona. No os exige la rendición, pero os exhorta a conversar para poner fin al conflicto —sintetizó el valido.

—Hay que reconocer que vuestro señor es pertinaz —le dijo Pedro a Ayala como toda contestación.

El valido le tendió la carta a Pedro, pero su señor no le hizo caso, así que acabó dejándola a un lado. López de Ayala fue testigo de todo aquel intercambio con una mueca de tensión en el rostro.

—Majestad, no podéis hacer eso —le dijo—. Tenéis que actuar de manera responsable.

—¿Como actuó de manera responsable mi medio hermano cuando el príncipe de Gales quiso negociar?

—¿Y acaso queréis que todo aquello se repita? El rey Enrique os tiende la mano y vos...

—Una de dos, mi querido señor de Ayala. O dejáis de llamarme Majestad o dejáis de llamar rey a Enrique.

Alfonso estuvo a punto de sonreír, mientras que López emitía un gruñido poco inteligible.

—Decidme, señor —continuó Pedro—. ¿Os han enviado a vos con la esperanza de que la relación que nos unía en el pasado fuera a ablandarme?

—No, quiero suponer que me envían a mí porque confían en que sea capaz de haceros ver que cometéis un error.

—¿Qué error es ese? ¿Aceptar un guante que no he lanzado yo?

Su ex-preceptor suspiró.

—¿Qué os ha pasado, Pedro? Antes no erais así.

—Antes, ¿antes cuando me abandonasteis?

—Dejad de fingir que ese es el centro de nuestra discusión. Porque no lo es.

Alfonso frunció el ceño; Pedro no le replicó, pero tampoco tenía aspecto de dar su brazo a torcer. El consejero de cabello entrecano continuó.

—Antes, vuestra visión del mundo y la mía no coincidían. Pero al menos teníais una visión del mundo.

—¿Qué queréis decir?

—Que ahora lo único que os importa es destruir a Enrique de Trastámara.

El rey Pedro ladeó la cabeza, con expresión impenetrable.

—¿Eso creéis?

—Es lo que veo, mi señor.

—Ya habéis entregado vuestro mensaje, Ayala, ahora marchad en paz.

El antiguo consejero frunció los labios y quiso negarse, pero Alfonso ya había abierto la puerta y lo conminaba a marchar.

—No os reconozco...Alteza —murmuró, antes de salir.

Alfonso cerró la puerta tras él, con más fuerza de lo que había previsto. Pedro y él volvían a estar solos. Desde hacía días, el rey estudiaba un pliego de mapas ininterrumpidamente, parando lo imprescindible para tomar un tentempié o dormir unas horas. Alfonso apenas se había separado de él y se encargaba de leer los continuados mensajes de Enrique, ya que Pedro los ignoraba casi por completo.

—¿Ha contestado el rey de Navarra?

—Sí, Majestad, enviará 300 lanceros.

Pedro chasqueó la lengua —no era suficiente—, se apartó de los mapas con un resoplido y se acercó a la ventana. A lo lejos, tras las montañas del sur, se encontraba el campamento. Imaginó las múltiples tiendas de campaña de tela basta, los pendones y el trajín de hombres y caballos.

—¿Se sabe algo de Aragón? ¿Ha regresado el conde Eduardo?

El valido negó con la cabeza y observó como el joven luchaba contra la tensión y volvía a tomar asiento. Las ojeras se le insinuaban bajo los ojos, enrojecidos, y el ceño fruncido se había vuelto parte de su semblante. Alfonso no estaba acostumbrado a verlo así, siempre había conocido a un Pedro que mantenía más o menos la calma, por muy nervioso que se sintiera, y se había habituado a predecir mejor sus reacciones de esa manera. Mentiría si dijera que no lo impresionaba verlo perder el control; ahora se conducía con más cautela.

Pensativo, el rey fijó la vista de nuevo en los mapas, pero era evidente que no les prestaba atención.

—¿Deseáis que os traiga algo, señor? Algo de comida. ¿Vino, tal vez?

Él lo rechazó y Alfonso guardó silencio. Al rato, el valido volvió a coger la carta de Enrique y la releyó distraídamente. Cuando levantó la vista, Pedro lo estaba mirando.

—La Estrella está en las tierras de Velasco, ¿no es cierto?

—Así es.

—Velasco no se ha retractado de su juramento de lealtad. ¿Tenéis motivos para creer que siga siendo un traidor?

El valido tardó un poco en contestar, se cruzó de brazos y entornó los ojos.

—No, mi señor.

—¿Qué me aconsejáis, Alfonso?

La pregunta lo cogió desprevenido, pero era sincera. Se tomó un tiempo para reflexionar.

—Son más —concluyó.

—¿Qué haríais vos?

—Lo mismo que vos.

Pedro apretó los labios y volvió a mirar los mapas de la región, que prácticamente había memorizado, bosque a bosque, loma a loma, punto estratégico a punto estratégico.

—Dejadme solo, Alfonso.

—¿Majestad?

—Dejadme.

Alfonso inclinó la cabeza y accedió a regañadientes. Ahora también él estaba nervioso, pese a sí mismo; todos sus planes pendían de un hilo sobre el cual había perdido todo control.

Pedro paseó solo un rato, con el caballo de las riendas, pero sin decidirse a montar. Notaba que la gente lo miraba; al menor gesto por su parte acudirían, pero él se aisló de todo lo que lo rodeaba, apoyó el brazo en su montura y se concentró en el paso rítmico del animal. El caballo piafó, intrigado por la súbita presión con que su amo lo acariciaba y posó sus negros ojos en él. El joven le susurró algo y el animal piafó de nuevo y trató de hociquear el rostro conocido, arrancando en él una sonrisa. Pedro agarró la enorme cabeza del caballo y la apoyó contra la suya. Entonces montó y, sin necesidad de órdenes, el animal se echó al galope. El rey permitía que el propio animal dictara el rumbo y dejaba que el paisaje se deslizara ante sus ojos, como si más que contemplarlo descansara la vista en él. Se dio cuenta de que dos soldados lo seguían, se detuvo y los mandó de vuelta. Quería estar solo, sólo una vez, aunque no fuera para pensar. Ya no podía pensar.

El valle era verdaderamente hermoso, con la hierba alta balanceándose al viento. Las montañas nevadas que despuntaban al sur se veían perfectamente nítidas, el azul del cielo resplandecía como pocos. Pese a los tambores marciales que lo atormentaban aquella tierra respiraba paz. Trató de tomar prestada un poco de serenidad para sí, pero no pudo: la veía arrasada, cubierta de sangre y fuego. Espoleó a su caballo, que se había detenido y mordisqueaba unos tallos. También lo imaginó a él, cubierto de sudor y barro, atravesado por una lanza.

Vio arder las humildes chozas que salpicaban el paisaje, los graneros, las aldeas. Vio huir a las mujeres y a los niños —una huida inútil— y vio a centenares de hombres batirse, por sus vidas. No sería él quien las arrasara, no serían aquellas vidas las que segaría su acero. Él solo ordenaría y centenares de hombres con familia lo harían en su nombre con valles enemigos. Y el bastardo haría lo propio, hasta que acabara con él. Hasta que se mataran el uno al otro.

«Por Castilla».

******

—Gabriel, donde quiera que estés, ayúdame.

Decenas de velas arrojaban su luz cálida y rojiza sobre las paredes grises de la capilla, gruesos y austeros muros de piedra que recogían el interior para la meditación y la oración. La princesa estaba arrodillada en la pequeña nave central, ante el severo rostro del pantocrátor que coronaba el altar, profusamente bañando de luz. Miraba la figura sin emoción, Gabriel le había enseñado a no temerla; se sabía sola en aquel banco y sola hablaba, pero en su tristeza sí intentaba llamar a alguien, al viejo valido real. No tenía fe en recibir señal alguna, pero de algún modo guardaba la esperanza de algún tipo de milagro. Cerró los ojos.

—He intentado hacer lo que me enseñaste —dialogó con el anciano en silencio—. He intentado ser fiel a lo que me decía la razón y el corazón...pero mi razón se nubla y mi corazón estuvo partido desde el principio.

Abrió los ojos y los posó en la figura del Cristo entronado que la observaba acusador, envuelto en una brillante túnica azul, sosteniendo el libro de la Sabiduría con la mano izquierda y bendiciendo, mejor dicho, señalando a aquel que Lo contemplara con la derecha. Qué tranquilo parecía, con qué suficiencia la miraba. Ella nunca había seguido Sus dictados, sino los suyos propios: había amado con más intensidad de lo que permitían Sus leyes.

—Si esta es tu manera de castigarme, la acepto —pronunció en voz alta—. Pero todo lo he hecho por amor. No creo en ti. No creo que exista el infierno más que en la Tierra.

Notó una corriente de aire y las velas temblaron al tiempo, jugando con las sombras. El viento se carcajeó entre las columnas y, por un momento, pareció que el semblante pintado se torcía en una mueca sardónica, pero enseguida desapareció y quedó solo la figura plana e inexpresiva sobre la piedra pulida, tan inanimada como el resto del templo y sumida en su espeso y eterno silencio. Isabel no dejó de mirarlo, con los labios apretados, y se puso en pie. Poco a poco, sus músculos se relajaron.

—Gabriel, ayúdame. Yo sola no puedo arreglarlo —murmuró.

Pero por supuesto no obtuvo respuesta. Esbozó una sonrisa triste

—Adiós.

Agachó la cabeza y después la dirigió al altar por última vez antes de volverse. Solo entonces se dio cuenta de que había alguien más, a escasos metros de ella, cerca de la portalada. Pedro estaba allí, de pie, mirándola fijamente.

Ella ahogó una muda exclamación; su cuerpo se había vuelto rígido de repente y se negaba a responderle, o al menos se habría negado, si hubiera sido capaz de darle alguna orden. Cerró los ojos y volvió a abrirlos: él seguía allí. Sin embargo, la luz que entraba desde la puerta abierta la cegaba y no lograba ver bien su rostro. Necesitaba verlo y consiguió dar un paso adelante, pero el rey dio un paso atrás inmediatamente e Isabel se detuvo en seco. No, no quería que se marchara, permanecería lejos de él si así lo quería, pero no podía dejarlo marchar otra vez.

—He dispuesto tu marcha para la próxima semana —dijo—. Un barco te espera en el puerto y la guardia real inglesa ha asegurado el recorrido hasta allí. No correrás peligro.

¿Respiraba? No había recordado hacerlo y su cuerpo seguía paralizado. Inspiró y expiró lentamente. Comprendía sus palabras, las esperaba con resignación y asintió sumisa.

—He venido a despedirme —anunció él entrecortadamente.

Isabel levantó la vista del suelo con el corazón acelerado; él la había bajado.

—¿Tan pronto? —preguntó la infanta con un hilo de voz.

—Partiré mañana hacia Montiel. He accedido a negociar con Enrique.

Un escalofrío le recorrió la espalda y le cosquilleó todo el cuerpo: podía moverse. Y era extrañamente consciente del calor de sus mejillas encendidas, del aroma a cera de los cirios, de lo que le había costado a Pedro tomar aquella decisión y comunicársela en persona.

—Solo quería decírtelo. Creo que tienes derecho a saberlo—concluyó el rey—Te deseo suerte, Isabel. Espero que seas muy feliz en Inglaterra.

Después la contempló durante dilatados segundos y su semblante se dulcificó; no podía decirle nada más. Inclinó la cabeza un momento como despedida y sus ojos del color del fuego se cerraron sobre los de ella, antes de volverse hacia la puerta. Isabel reprimió un gemido de angustia y dio un par de pasos hacia él con el corazón encogido. Se reveló: aquello no podía ser el final. Tenía que hacérselo comprender antes de que se separaran, probablemente para siempre. Pedro y ella no podían acabar así.

—Yo solo quería un poco de paz —le gritó desde el fondo de la nave. Su voz resonó por el edificio— Para los tres.

El rey se había detenido y se volvió hacia ella, conteniendo a duras penas el dolor.

—Ya lo sé —respondió.

Ella negó con la cabeza y las palabras se le agolparon entre los labios.

—Ojalá hubiéramos podido encontrarla todos juntos.

Él esbozó una sonrisa trémula.

—Ojalá.

Isabel echó a andar y en esta ocasión su hermano no se retiró. Se fundieron en un abrazo —sin mirarse apenas, sin necesidad de palabras— y permanecieron así unos segundos. La sensación era cálida; el aire volvía a saber vivificante. La princesa miró el techo abovedado, a los bellos dibujos de ángeles rubios con alegres ojos azules. Ahora lo comprendía: por fin entendía por qué eran perfectos.

«Gabriel, gracias»

Pedro cerró los ojos y esbozó una sonrisa.

—Adiós.

—Adiós.

Sus labios se encontraron y se detuvieron un instante sobre los del otro. Después se separaron y Pedro se alejó hasta cruzar el umbral de la capilla y fundirse con la luz del sol.

Mientras tanto, muy lejos de allí, Eduardo de Castro cabalgaba a todo galope, con la capa negra y el cabello rubio ondeando al viento. No había parado para comer ni para dormir, tan solo un rato para dejar descansar a su caballo. Galopaba hacia Vizcaya, con un tratado que podía darle la vuelta a la guerra. Su fiel montura resollaba, empapada de sudor, pero sin flaquear; el caballero, ajeno a las ramas que de vez en cuando le arañaban el rostro, mantenía la vista obstinada al frente.