XXII

EL monarca entró en la sala del consejo con la corona puesta. Se sentó en la butaca principal y Gabriel tomó asiento a su derecha. El resto del consejo se sentó a su vez, alrededor de la mesa oval. Pascual tomó la palabra.

—Majestad, permitid que os dé la bienvenida en nombre de todos. Nos alegramos mucho de vuestro regreso.

—Gracias, yo también me alegro de haber regresado.

—¿De qué queríais hablarnos, mi señor? —preguntó Gabriel.

Pedro comprendió que todos compartían la impaciencia nerviosa de Gabriel.

—He estado dándole muchas vueltas y creo que ha llegado el momento de hacer algunos cambios.

Los presentes guardaron un silencio prudente.

—¿Qué clase de cambios? —quiso saber Pascual.

—Apenas tenemos industria. Tenemos que abrirnos al comercio. Nos estamos quedando atrás en Europa y es hora de recuperar el tiempo perdido con tantas guerras.

Ayala negó con la cabeza para sí; el rostro de Gabriel reflejaba gravedad.

—¿Creéis que eso sería viable en la situación en que nos encontramos? —dijo este último pausadamente.

—Lo es en otros países que tienen menos recursos que nosotros. He hecho los cálculos. Contamos con más de cincuenta mil cabezas de oveja, merina y churra, de las que se obtienen miles de toneladas de lana de gran calidad al año. Si empezamos a exportar una parte de ella obtendríamos beneficios en pocos años. El conde de Flandes nos ofrece un buen trato por ella. Con las arcas llenas podríamos iniciar nuestra propia industria textil.

—Pero Majestad —intervino el joven Miguel de la Ría—, ¿no sería lo que proponéis una inversión excesiva?

—Habría que reformar los puertos para que admitan más tráfico y construir buques mercantes. Es una inversión, pero la Corona no se haría cargo sola. Con una carta de privilegio, los mercaderes de las ciudades se asociarán y se abrirán al comercio de la lana. Ellos tienen barcos, hombres y experiencia.

—¿Habéis pactado con los mercaderes? —preguntó López de Ayala, con las cejas a punto de salírsele de la cara.

—No, todavía no —admitió, pero mirando a Gabriel un instante, continuó—. Pero me consta que durante el reinado de mi padre hubo acercamientos.

El primer valido real no correspondió a las muestras de complicidad. Estaba muy pálido. En lugar de este, fue Valerio el que habló y su voz representó la cuestión que a todos les rondaba por la cabeza.

—Mi señor, la Corona solo posee unas cinco mil ovejas.

Pedro inspiró.

—En efecto. La reforma pasa por centralizar los rebaños de la Mesta.

Los consejeros no daban crédito a sus oídos. Durante unos segundos, ninguno de ellos acertó a articular palabra. Expropiar los rebaños de la Mesta era como querer arrebatarle la mitra al Papa. A medida que remitió la estupefacción, llegaron las reacciones, manifiestamente en contra. Pese a todo, Pedro no se arredró.

—Majestad, eso es un atentado frontal contra los señores —observó Lucas de Béjar.

—Se les compensará.

—No podéis hacer eso. Con o sin compensación.

—Claro que puedo.

—Señor...

—Majestad, ¿no es algo precipitado? —apuntó Pascual.

—Puede, pero es necesario. Sabéis que hablo en interés de Castilla, es lo único que me importa.

El monarca había esperado hallar resistencia, así que se esforzó al máximo para que esta no lo desmoralizara, porque estaba convencido de que al final se darían cuenta de que tenía razón y lo apoyarían. No obstante, a su lado, Gabriel seguía en silencio y era ese silencio precisamente lo que más minaba el ánimo del joven. La voz de López de Ayala se alzó.

—Majestad, el consejo os ruega que recapacitéis.

—¿Esa es vuestra última palabra?

Pascual asintió y algunos lo imitaron. Los demás se adhirieron a ellos sin palabras. Pedro asintió, algo abatido, pero se resignó.

—Agradezco vuestra opinión y la tendré en cuenta. El mes que viene hay convocadas Cortes en Valladolid. Allí os comunicaré mi decisión. Podéis retiraros.

Muchos no querían retirarse, sin duda tenían más que decir, pero cuando los primeros se levantaron y se dirigieron murmurando hacia el pasillo, el resto los fueron siguiendo poco a poco. Pedro también se levantó, pero permaneció en la sala; Gabriel no había movido ni un músculo. El monarca esperó a que los dos se quedaran solos y se volvió hacia él.

—Gabriel...

—¿Qué pretendéis?

—¿Cómo?

—¿Por qué no me consultasteis?

—Creí que estaríais de acuerdo.

—No de este modo. ¡No así!

—¿Por qué no? —Pedro se arrodillo ante la butaca del valido y lo miró con intensidad— ¿Por qué no de una vez por todas?

—Mi señor, no sé que concepto tenéis de vuestro país —exclamó Gabriel—. ¡Pero no podéis desafiar directamente a hombres más poderosos que vos sin que haya consecuencias!

Pedro sacudió la cabeza enérgicamente.

—¿Qué me decís de Palencia? Vos mismo compartíais la misma iniciativa que yo cuando os reunisteis allí, lo sé.

—¡Y casi la mitad de la asamblea fue asesinada en espacio dos semanas!

El rey se interrumpió para asimilar las palabras del consejero. Frunció el ceño y golpeó la mesa.

—¡No permitiré que se intimide a mi pueblo!

Gabriel se levantó de la butaca y Pedro se incorporó delante de él. La estatura del joven contrastaba con la del anciano encorvado.

—No lo entendéis, Majestad. Se trata de una partida, una larga partida que llevamos jugado todos desde antes de que vos nacierais. Una partida con sus reglas, sus tira y afloja, sus logros y sus sacrificios.

Pedro tragó saliva y señaló a Gabriel con el dedo mientras hablaba.

—Pues yo no voy a seguir ese juego.

—Sois joven e impulsivo. Yo os eduqué para que fuerais prudente.

—Y también fuerte, Gabriel. Haré que la Corona recupere el poder que le corresponde por derecho. Esta partida vuestra dura ya demasiado.

Gabriel no podría creerlo, era como una terrible pesadilla. De repente se sentía muy viejo y muy cansado.

—Os suplico, mi rey, que recapacitéis —imploró con voz entrecortada—. Tened paciencia y os prometo que juntos lograremos que poco a poco vuestro sueño se haga realidad.

El rey parecía afectado, pero lleno de determinación.

—Buscaba vuestro consejo y ya me lo habéis dado, pero no necesito vuestra aprobación.

Gabriel emitió un sonido gutural, como un gruñido, y asintió con la cabeza hundida en los hombros.

******

Pese a la cantidad de tierras y fortalezas que Eduardo de Castro había heredado a la muerte de su padre, había instalado su residencia y la de su familia en la región leonesa de Ponferrada de manera estable. Era un hermoso paraje agreste, que el noble de ojos verdes solía recorrer a caballo en soledad. Poco amigo de las multitudes, su pasatiempo favorito era afinar su prodigiosa destreza con el arco. Precisamente, estaba practicando sobre un árbol a decenas de metros de distancia cuando llegó un jinete con el escudo de Mendoza en la ropa. Uno de los criados del conde fue a recibirlo y al poco los dos se acercaron a Eduardo. El jinete había traído un mensaje para él.

El conde de Lemos leyó la escueta nota que el barón de Mendoza le había hecho llegar. Le rogaba que acudiera inmediatamente al castillo de Montalbán, residencia del muy noble Gonzalo de Padilla. No especificaba más detalles. Se acarició la corta y cuidada barba en ademán pensativo. No veía a Rodrigo desde la boda de su hermana con Román de Salcedo, que el propio barón había visto a bien arreglar. De eso hacía solo unas pocas semanas, debía de haber pasado algo.

—¿Debéis llevar una respuesta a vuestro señor? —le preguntó al mensajero.

—Tengo orden de acompañaros.

—¿Cómo os llamáis, caballero?

—Carlos, mi señor.

—Descansad hasta la noche, Carlos. Partiremos entonces.

Partieron con la caída del sol, pese a la insistencia de Inés para que lo hicieran al alba. Los tres jinetes, Carlos, Eduardo y un paje de este, cabalgaron embozados en sus gruesas capas. Montalbán estaba a algunos días de viaje, pero por fortuna el enviado del barón conocía bien los caminos. Viajaron toda la noche y descansaron un poco al amanecer, antes de continuar. Su intención era cenar en una posada y volver a cabalgar de noche. Sin embargo, el cielo estuvo nublado durante toda la jornada y al anochecer estalló una violenta tormenta que los retuvo durante un día y medio. La tarde del segundo día, reemprendieron la marcha.

******

La tierra todavía rezumaba fragante, cuando Pedro, Alfonso y un secretario del rey realizaron una salida a caballo por los alrededores, para comprobar los daños que había ocasionado la tormenta. Se les unieron un par de soldados y juntos los cinco jinetes exploraron las granjas, molinos y aldeas cercanas. A media mañana se detuvieron en la cima de una colina, desde donde se divisaba una gran extensión del feudo.

—¿Qué pensáis? —preguntó Pedro, dirigiéndose a Alfonso.

—Los edificios no han sufrido muchos daños, pero las cosechas se verán afectadas.

—¿Cuántas pérdidas?

—Las granjas de la parte norte se han arruinado por completo, Majestad —intervino el secretario—, pero al oeste quizá se pueda salvar una buena parte.

—¿Qué existencias quedan en los graneros reales?

—Suficientes para pasar el invierno, mi señor.

—Será mejor que adelantemos la cosecha, a ver qué se puede salvar —opinó Alfonso.

Pedro asintió y el secretario se apresuró a rasgar el pergamino con la pluma. El pobre hombre no había cabalgado salvo en contadas ocasiones, le tenia pánico a los caballos y se mantenían sobre el lomo del suyo en equilibrio precario, de tanto esforzarse por rozar lo menos posible la piel del animal. Muy a su pesar, siguieron cabalgando hasta los lindes occidentales de las tierras, atravesando Almendrera y en dirección al bosque, para comprobar el molino del río. Se encargaba de él un hombre bajito y patizambo, tan aburrido de su tarea que no dudaba en salir a conversar con cualquiera que se acercara. Cual no fue su sorpresa cuando oyó acercarse cascos de caballos y al salir se topó con el rey en persona.

—Oh, Majestad, Majestad —lo saludó haciendo repetidas reverencias, mientras espiaba a los soldados armados por el rabillo del ojo—. Que honor que hayáis venido.

—Buen día, molinero —respondió Pedro—. Decidme, ¿habéis pasado bien la tormenta? ¿Habéis sufrido daños en el molino?

El hombre se mordió la lengua, considerando seriamente la posibilidad de achacar a la lluvia los desperfectos que el tiempo y la desidia por su parte llevaban años infligiendo al molino del rey. Pero lo hizo desistir una mirada helada del secretario, que pluma en ristre le hacía notar que conocía perfectamente el estado del edificio antes del aguacero. Eso y un nuevo vistazo a las espadas de la guardia real.

—Bueno, mi señor —respondió tímidamente—. No muchos, es un edificio sólido...buena sillería si me permitís. Aunque la crecida ha afectado un poco al rodezno, creo que el eje se ha roto.

Pedro ordenó al secretario y a los soldados que echaran un vistazo y el molinero observó como se alejaban con una mezcla de alivio y desconfianza.

—Una señora tormenta, si me permitís —comentó, deseoso de romper el silencio.

El rey hizo un gesto de asentimiento. Para Alfonso, fue como oír una mosca.

—Pero bueno, ya se sabe que en esta época llueve a menudo...¿Cómo dicen? “En abril, aguas mil”, ¿no es eso? La lluvia es buena, sí señor, la lluvia es una buena cosa.

Pedro sonrió por educación, mientras el hijo de Gabriel comprobaba impaciente que el secretario tomaba notas aún y más notas en su pergamino.

—Imaginaos, Majestad, qué tragedia si no hubiera sido por la lluvia. ¡Se habría quemado medio bosque!

—¿Qué decís? —se interesó el monarca.

—El incendio, mi señor —respondió el molinero con énfasis—. No llega a llover y nos arrasa. Lástima que no pudiera salvar la cabaña de, ya sabe, esa mujer. Calcinada, quedó, negra como el carbón.

Pedro no tenía ni idea de lo que estaba hablando y se volvió hacia a su acompañante en busca de respuestas. Alfonso habló sin darle demasiada importancia, aunque con la mirada estaba fulminando al villano.

—Hace semanas, Majestad, vos os encontrabais de viaje. Al parecer se declaró un incendio en la casa de una especie de ermitaña que vivía en el bosque y la consumió por completo. Antes de que se extendiera demasiado por el bosque empezó a llover y se extinguió el fuego.

—¿Por qué no he sido informado? —exigió saber, en voz baja.

—Lo siento, supongo que no le dimos importancia. No fue muy grave. Son cosas que pasan.

—¿Murió alguien?

—Sí, la mujer que vivía en la casa, creo, y su hijo.

—Oh, no, mi señor. El chico no —exclamó el molinero, encantado de participar.

Los dos se volvieron hacia él.

—¿Cómo? —preguntó Alfonso en tono monocorde.

—El chico no murió. No estaba dentro, ya veis. Se debió de librar por los pelos.

A Pedro le pareció una buena noticia y se alegró. En cambio, Alfonso apretaba las riendas con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos.

—¿Sabéis donde se encuentra ahora? —preguntó Alfonso, dominando sus nervios.

El molinero se encogió de hombros.

—Anda por ahí supongo. Lo vimos por la aldea los primeros días, creo que buscaba a alguien. Después se esfumó. Supongo que sigue en el bosque. Parecía un chico bastante huraño.

El monarca miró hacia el bosque con interés, como si esperara ver aparecer al muchacho de un momento a otro. La historia le había despertado cierta curiosidad, pero el molinero tampoco le parecía la persona más fiable del mundo. Eso y la seriedad del hijo de Gabriel lo persuadieron de que su conducta estaba siendo algo impropia.

—Gracias por la información, molinero —concluyó.

Alfonso consideró que no solo la conversación sino también la visita tenía que terminar, de manera que espoleó a su caballo hacia el otro lado del molino y le dio prisa al secretario, acariciando la idea de romperle la pluma en la cabeza si tomaba una sola nota más.

******

María de Padilla se deslizó como una sombra por los corredores del castillo de Montalbán. Se diría que era un ladrón, por lo cauteloso de sus movimientos, y en cierto modo se sentía como tal. Apartó un arcón y un tapiz y se introdujo por un oscuro y estrecho pasadizo con escaleras. Cuando llegó al fondo se arrimó a la pared de piedra; se oían voces. Aplicó la oreja contra el muro y escuchó con atención. Estaban discutiendo, todos hablaban a la vez y era difícil distinguir lo que decían o a quién pertenecían.

—¡Es intolerable!

—¡Ese crío pretende hundirnos!

—Se le han subido los humos a la corona.

—¡No podemos permitirlo!

—Ha perdido completamente la cabeza.

En la sala ardía un gran fuego que confería un ambiente acogedor. Alrededor de una mesa de madera maciza estaba sentada una nutrida representación de la alta nobleza: Rodrigo de Mendoza, Eduardo de Castro, los hermanos de Padilla, los señores de Zúñiga, Velasco y Manrique, el conde de Villena y el señor de Tovar. Este era el último que había gritado, dando un golpe sobre la mesa. Rodrigo se levantó y habló con serenidad.

—Vuestras mercedes son las que no deben perderla también.

Aunque no era el anfitrión, la autoridad del barón era indiscutible y en cuanto tomó la palabra los demás se fueron apaciguando.

—Admito que el rey me ha sorprendido, pero era de esperar que no fuera tan inepto como su padre.

—¡Cualquiera diría que lo admiráis! —bufó García de Padilla.

Como de costumbre, se había colocado a cierta distancia de su hermano Gonzalo, pero eso no impidió que este emitiera un gruñido para hacerlo callar.

—Admiro su arrojo —admitió Rodrigo, sin ofenderse por la vehemencia de su camarada—. Aunque no su insensatez. No sé cómo Gabriel no la ha refrenado.

—Quizá sea él mismo el que lo haya incitado —objetó Diego de Zúñiga—. No le queda mucho de vida y ha querido dar el último coletazo.

—Hace años que decimos que no le queda mucho de vida —rezongó García.

Rodrigo hizo caso omiso al retintín de los dos nobles.

—Sea como sea, ahora ya no tiene mayor importancia.

—Exacto —corroboró Antonio de Velasco—. Lo único importante es que no podemos dejar que se salga con la suya.

—¿Qué proponéis?

—Impedirle que lleve a cabo sus planes, por cualquier medio.

—¿Habláis de guerra, mi señor? —habló el robusto César Manrique.

El corazón de María dio un vuelco, oculta en el pasadizo de piedra.

—No debemos descartar posibilidades.

—Una guerra es larga y costosa, señores —dijo Gonzalo de Padilla.

—Un accidente sería más rápido —apuntó el conde Felipe de Villena.

Rodrigo se volvió hacia Eduardo que había permanecido silencioso hasta el momento.

—¿Qué opináis vos, amigo Eduardo?

Mientras todas las miradas convergían en él, el conde se tomó un momento y después manifestó:

—Que aún no sabemos si la decisión del rey es firme y no lo sabremos hasta que no la anuncie en Cortes. Una vez allá podemos vetarla, no dudo que tendremos mayoría y la Iglesia estará de nuestro lado.

Rodrigo esbozó una sonrisa.

—Como siempre, el conde de Lemos habla con razón —afirmó, y Eduardo supo que no se refería específicamente a él sino que aludía a su difunto padre.

—Sin embargo no podemos quedarnos sentados a esperar —protestó García.

—¡Por supuesto que no! —corroboró Manuel de Tovar.

—No tenemos que sentarnos a esperar —los tranquilizó Rodrigo—. Si de esas Cortes depende el futuro de este reino no conviene improvisar.

******

Tras días de aguaceros el sol se atrevió a asomar la cara entre las nubes una tarde entera. Harta de merodear por el interior del castillo, Isabel salió al jardín con sus doncellas y se sentaron en una glorieta para contemplar cómo los jóvenes que aspiraban a formar parte de la guardia real eran adiestrados en el uso de la espada. Todos los soldados iban vestidos igual, con jubones rojos y verdes ceñidos a la cintura con cintos de cuero. Se acometían entre ellos con movimientos acompasados, bajo el estricto control de un instructor: un capitán experimentado paciente con los deslices pero severo con toda falta deliberada de atención. La única música de tan particular baile era el propio entrechocar de las espadas. La esgrima siempre había agradado a Isabel, que observaba las estocadas como si quisiera memorizarlas. Mientras tanto, las damas reían entre ellas y coqueteaban con los soldados, de manera que más de uno se ganó un rapapolvo del instructor, hasta que la propia Isabel, también entre risas, las llamó al orden.

De entre las doncellas, Julia estaba aquella tarde especialmente radiante. Sentada junto a su señora, no se perdía un solo movimiento de uno de los soldados: el caballero Alberto, un joven de cabello y ojos castaños, rostro aniñado y tez tostada. Alberto se defendía con bastante destreza y, aunque disimulaba mejor que sus compañeros, tampoco le quitaba los ojos de encima a la chica. Isabel observaba el intercambio de miradas con una media sonrisa, que acabó tornándose amplia ante la expresión encandilada de su amiga. Esta se dio cuenta y se ruborizó hasta las cejas.

—Hoy están muy inspirados, señora —comentó con indiferencia—. Se nota que quieren impresionaros.

Un par de muchachas se cubrieron la boca con la mano para no estallar en carcajadas, seguramente respecto a la dudosa imparcialidad de Julia. Isabel fingió no hacerles caso.

—Pues lo consiguen. Comunicaré a su capitán que estoy muy orgullosa de sus habilidades.

Y las damas dieron muestras de conformidad, especialmente Julia, que le dirigió una mirada furtiva de gratitud antes de volver a concentrarse en los ejercicios. Cuando finalizaron, la princesa se acercó y conversó con el instructor unos minutos, interesándose por el estado de sus soldados. El fornido caballero le agradeció su presencia y sus ánimos. Como había prometido, Isabel los felicitó y, en su honor, los más diestros ejecutaron una serie de combates breves de exhibición. Mientras los presenciaba, se dio cuenta de que Alberto y Julia se las arreglaban para ponerse cerca cada vez que el joven abandonaba la liza y sonrió al verlos vencer la timidez y conversar al fin.

Entretenida como estaba, no se percató de que Gabriel se había abierto paso hasta la glorieta hasta que la llamó para captar su atención. Enseguida, ella acudió.

—Buenas tardes, mi señora.

—Buenas tardes, Gabriel.

—Me alegra ver que vuestra presencia infunde tanto ánimo a los soldados jóvenes.

—No será tanto —aseguró ella—. ¿Os encontráis bien?

Desde hacía varios días, el valido estaba pálido y ojeroso.

—Sí, Alteza, es solo la edad.

—¡No digáis eso!

—Es la verdad...Pero decidme, ¿sabéis dónde está vuestro hermano? Hace horas que lo busco.

—¿No estaba con vos?

—No, señora.

Ella frunció el entrecejo. Ciertamente no había visto a Pedro en todo el día y eso que lo había buscado. Sin embargo, había creído que el valido lo tendría recluido con algún tipo de papeleo.

—Debe de andar por ahí, habrá salido a comprobar que el molino del río ha sido reparado.

—Preferiría que no saliera solo —lamentó Gabriel.

—No os preocupéis tanto.

—¿Y qué me queda sino preocuparme?

La infanta lo miró con afecto. A su mente había acudido su agitada infancia, siempre dispuesta a dar esquinazo a sus guardianes para hacer travesuras con Pedro. Gabriel era de los pocos a los que nunca habían desobedecido: en aquella época lo veían como un ser atento pero misterioso, que tenía las respuestas a todo lo que querían llegar a saber algún día. Ahora, Isabel ya no veía al anciano como algo sobrenatural, pero aún le tenía más respeto y cariño que antes.

—¿Querríais pasear con un pobre viejo?

El tono de su voz preocupó a Isabel, que accedió sin pensárselo dos veces. Caminaron cogidos del brazo, sin rumbo fijo, hasta detenerse al final del jardín.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, al creer que Gabriel se decidía a hablar.

—¿Estáis al corriente de la reforma que el rey pretende llevar a cabo?

Isabel asintió.

—¿Sabéis que confirmará su decisión en Cortes, enfrente de la nobleza y de la Iglesia?

—Eso he oído.

—Debo pediros algo.

—Lo que sea.

—Convencedlo de que no lo haga.

La princesa no estaba segura de haber entendido al valido y este volvió a cogerla del brazo y se alejaron un poco más.

—Alteza, confiad en mí.

—Confió en vos, pero ¿no es lo que quiere hacer algo bueno?

El valido asintió apesadumbrado y la cogió por los hombros. Por un momento Isabel creyó que iba a zarandearla: los ojos del anciano estaban llenos de consternación.

—¡Sí lo es! —exclamó quejumbroso— ¡Pero aún no es el momento! La Mesta no se quedará de brazos cruzados. Es peligroso, muy peligroso.

La estaba asustando, pero si asustarla era lo que tenía que hacer, entonces lo haría. Cuando trató de hablarle, ella lo hizo callar con un gesto de la mano, intentando concentrarse.

—El rey no recapacitará, Gabriel. Aún menos por su propia seguridad.

—Precisamente por eso somos nosotros quienes debemos velar por ella.

—¿Qué dice la reina?

—Es con vos con quién estoy hablando. Vos podríais hacer que recapacite.

Isabel puso en duda que eso fuera posible. Además, Pedro y ella no cruzaban palabra desde la celebración de su cumpleaños. Pese a todo, el valido notó que Isabel perdía parte de su aplomo y adivinó el debate que tenía lugar en su interior. No podía hacer nada más por convencerla, tan solo esperar a que tomara una decisión, y tenía la impresión de que sabía cuál sería. Apretó los dientes y apartó las manos de los delicados hombros de la joven. Entonces sacó un pliego de papel enrollado en un trozo de cuero atado con un cordel rojo y se lo dio.

—¿Qué es esto?

—Lo necesitará si sigue adelante, aunque daría un brazo por que no lo hiciera.

La princesa se encontró con el rollo en las manos y tuvo la impresión de que pesaba tanto como si estuviera hecho de plomo.

—Alteza, os lo ruego, ahora está en vuestras manos.