IV

CASTILLA tenía heredero al trono. Las plegarias de la reina habían sido respondidas al fin: había nacido el príncipe Pedro. Se decía que parecía un ángel, con el pelo muy claro y unos grandes ojos que con el pasar de los meses se tornaron del color del oro. Poco más de un año después, María dio a luz una hermosa niña, que llamó Isabel. Su nacimiento estuvo a punto de costarle la vida a la reina y, aunque sobrevivió, durante un tiempo estuvo muy delicada de salud. Isabel era el polo opuesto de su hermano, de cabello negro oscurísimo y perennes ojos azules, tan intensos como el color del cielo. Alfonso, sin embargo, apenas conocía a sus hijos. Recibió la noticia del nacimiento de su segunda hija en el frente, pues las batallas en el estrecho llevaban años convulsionando Castilla y durante casi una década, apenas se ocupó de otra cosa que no fuera la guerra.

Aquella tarde de octubre de 1340, Alfonso volvió grupas al oír los gritos y miró al oeste donde ondeaban los estandartes de su aliado, el rey de Portugal, que había roto las líneas del sultán Abu-al-Hassan y puesto en retirada a sus milicias.

—¡Victoria! —rugió.

El barón de Mendoza sonrió al monarca desde debajo del yelmo, pero no era momento de andarse con celebraciones. La facción enemiga que comandaba el rey Yusuf aún no se había dado por vencida y guerreaba con tesón. Rodrigo descargó con fuerza su espada sobre un desventurado andalusí y ordenó avanzar las líneas de infantes. Mientras, encabezó una acometida de la caballería real para alcanzar la retaguardia donde se pertrechaba el rey rebelde.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba.

Sus hombres enarbolaron los aceros y trataron de abrirse paso hasta la posición de Yusuf, pero su guardia cerró filas en torno del rey nazarí. Enseguida, un escuadrón de arqueros montados arremetió contra la avanzadilla de Alfonso con una lluvia de flechas. El rey se replegó fuera del alcance de los proyectiles y reconstruyó el frente. Su aliado, el condestable Velasco guardó su retirada y después se puso a su lado.

—Traed a vuestros ballesteros —le ordenó Alfonso—. Quiero a ese escuadrón mordiendo el polvo.

Velasco soltó un gruñido de asentimiento y se alejó para cumplir las instrucciones del rey. Mientras, Alfonso levantó la espada para guiar a la caballería real en un ataque contra los piqueros que guardaban el ala derecha de Yusuf, al tiempo que ordenaba al noble Simón de Pimentel que asaeteara ese flanco con todos sus efectivos hasta que entraran en contacto. Decenas de piqueros moriscos cayeron bajo las flechas y los que quedaron fueron insuficientes para frenar la embestida de Alfonso. Desde su posición, Yusuf apretó los dientes y maldijo el día en que el belicoso sultán Abu-al-Hassan había atravesado el Estrecho y había conjurado a los reyes cristianos contra él.

—La noche que era tranquila se ha tornado inquieta...—murmuró.

Con una sola orden, reorganizó a su infantería y la lanzó contra el flanco derecho del monarca castellano, que había quedado desprotegido. Durante unos minutos, cundió el caos en las filas cristianas de aquella división, que habían perdido a su capitán nada más empezar la batalla. Rodrigo en persona acudió para reordenarlas y lanzó a sus milicias para frenar el ataque. Los capitanes de las tropas aragonesas aprovecharon el hueco para diezmar a las divisiones granadinas más adelantadas. A lo lejos Yusuf apretó las riendas: había sido un intento desesperado, el último que podía hacer. El Salado estaba teñido de sangre, la noche se avecinaba. La batalla había acabado.

Cuando Alfonso XI y su guardia preparaban una nueva carga para atacar a Yusuf desde otro lado, el conde de Lemos apareció al galope en dirección al rey. Al verlo, Rodrigo azuzó su montura y llegó junto a Alfonso justo en el momento en que lo hacía Juan. Los caballos de los dos nobles se encabritaron y el conde Juan soltó una maldición y volteó su espada, pero al reconocer a Rodrigo se detuvo en seco.

—Rodrigo, ¿nunca os han dicho que sois algo temerario? —preguntó con sorna.

—Y vos un poco impresionable —repuso el barón—. ¿Qué nuevas traéis?

—Al-Hassan se retira. Ha abandonado el cerco: Tarifa es nuestra.

Alfonso soltó una carcajada y miró la silueta de la ciudad a lo lejos, sometida a sangriento asedio desde hacía meses. En ese momento, se oyeron cuernos de retirada en las filas de Yusuf, que no tuvo más remedio que seguir a su aliado en la huida.

—Arrasad el campamento, —ordenó Alfonso con voz estentórea— ¡todo lo que encontréis es vuestro!

Los soldados lanzaron gritos de júbilo ante la perspectiva del saqueo y dieron muerte a los restos de las filas enemigas que aún no se habían puesto en fuga. En el campamento se hallaron grandes reservas de comida y oro y, como había prometido, Alfonso dejó a sus hombres que se lo repartieran, salvo lo que se encontrara en la tienda del rey y en la del sultán. En la primera se hallaron pequeños tesoros en joyas y libros, aunque encontró mucho más útiles los mapas con las posiciones del ejército benimerín y sus estrategias de avance que fueron encontrados en la tienda de Abu-al-Hassan. Aquella noche celebró la sonada victoria con sus aliados y amigos. A la mañana siguiente Alfonso condujo a sus ejércitos ante las puertas de Tarifa y la ciudad le abrió paso. Hombro con hombro con su tocayo y suegro, el rey de Portugal, los reyes cristianos fueron vitoreados por los ciudadanos desde calles y balcones.

—¡Salve al rey! ¡Viva Alfonso el Justiciero!—tronaban decenas de voces.

El monarca cabalgó orgulloso de la victoria y saludó a la multitud, satisfecho de la batalla que acababa de librar, un gran triunfo tras años de escaramuzas y derrotas. Aunque en el mar sus flotas eran inferiores, en tierra no tenía rival y Al-Hassan había osado desafiarlo más allá de la costa. No tendría clemencia con él ni con su familia. Entre los que habían quedado atrás, abandonados en el campamento, había dos esposas del sultán y también uno de sus hijos, que había tratado de refugiarse en el bosque. Alfonso los mandó ejecutar, como ofrenda a la ciudad, mientras vítores y más vítores se sucedían y el sobrenombre de ‘el Justiciero’ resonaba en sus oídos.

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María de Portugal leyó detenidamente el informe de Gabriel sobre las noticias que llegaban del sur, levantando la vista de tanto en tanto para compartir una mirada de entendimiento con el valido real, sentado al otro lado de la mesa. Alfonso había conquistado numerosas plazas en la frontera granadina y marchaba contra Algeciras. Cuando acabó, dejó el legajo a un lado e inspiró en ademán reflexivo.

—El rey no tardará en regresar esta vez. Unos meses, menos de un año —afirmó el anciano.

—¿Eso creéis?

—Me han informado de que Algeciras va a rendirse. Yusuf quiere ofrecer una tregua. El rey la aceptará.

Ella asintió; ni tan siquiera se le pasó por la cabeza preguntar a Gabriel acerca de sus contactos. Llevaba el cabello azabache cepillado hacia atrás y recogido en una larga trenza que le dejaba la frente completamente despejada, de manera que sus facciones parecías aún más severas. Sus finos labios se contrajeron en un rictus de concentración que Gabriel conocía bien. Como había sido su primera impresión, durante las largas ausencias del Alfonso, la reina se había revelado como una gobernante eficaz y firme y los dos se habían cobrado gran aprecio.

—¿Habéis traído los documentos? —le preguntó a Gabriel.

Este asintió y le tendió un pliego.

—Los he redactado esta noche.

Ella lo tomó y lo leyó en silencio; luego, aunque sabía de sobras que estaban solos en la estancia bajó la voz instintivamente.

—Habéis incluido las salinas de Traid —comentó—. ¿No se encuentran en tierras del barón de Mendoza?

El anciano frunció el ceño.

—Así es.

—Al barón no le hará ninguna gracia.

Gabriel se puso en tensión, como siempre que algo atañía a Rodrigo de Mendoza. Aunque la de aquellos dos hombres era una guerra de intereses tácita llevada desde la sombra, no tenía nada que envidiar a los sangrientos combates armados que asolaban el campo de batalla. Rodrigo era un hombre ambicioso y poderoso, dos cualidades que juntas lo hacían más que temible. Además, era la mano derecha del rey en combate, uno de los nobles más importantes y probablemente el que poseía el ejército mejor preparado del reino, así que también tenía el favor del rey fueran cuales fueran sus excesos y desmanes.

—Las salinas pertenecen a la corona. Si se regulan las rentas no hay lugar para excepciones, ¿no creéis, señora?

María ladeó la cabeza mirando a Gabriel a los ojos y esbozó una levísima sonrisa.

—No insinuaba lo contrario, mi querido Gabriel. Tan solo constataba una circunstancia.

El anciano se relajó de inmediato y observó como la reina se quitaba el enorme anillo de oro que llevaba en el dedo y abría un cajón de la mesa para sacar una barrita de lacre. Adelantándose a sus deseos, le acercó una vela y la sostuvo mientras María fundía la cantidad necesaria y formaba una masa de color rojo brillante sobre un extremo del papel. Seguidamente estampó con fuerza el sello real. Gabriel y ella se miraron.

—Hay que ordenar al nuevo pesquisidor de Burgos —agregó María con resolución, mientras devolvía el documento al valido—. El actual es el sobrino de los señores de Villena.

—Redactaré el documento.

—Y que el concejo de la ciudad se haga cargo de la investidura. La guardia real mantendrá el orden.

El valido asintió de nuevo y se levantó para irse, tras hacer una reverencia. Realmente, era la alta nobleza la primera interesada en que la guerra finalizara y Alfonso volviera a tomar las riendas de Castilla.

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Cuando Alfonso XI regresó a Talavera, Pedro tenía nueve años e Isabel ocho. En aquel tiempo, los dos príncipes llevaban una vida ajetreada y recibían una educación muy estricta, supervisada por la reina en persona, pero pronto demostraron una inventiva notable a la hora de escapar de sus obligaciones para jugar juntos. Tan pronto uña y carne como mortalmente enfrentados, Pedro e Isabel a duras penas aguantaban más de dos días sin verse. Al principio habían sido la desesperación de sus educadores, que eran incapaces de descubrir sus escondites o desbaratar sus estratagemas. Únicamente la amenaza de que acabarían siendo enviados a castillos diferentes lograba apaciguarlos un tiempo, aunque no solía durar demasiado.

El día del regreso del rey, la niña se dejó contagiar por la excitación del ambiente desde buena mañana y estaba impaciente por ver aparecer al Justiciero que había recuperado tantas plazas importantes en tierras lejanas. Acudió a recibir al rey al atardecer, en cuanto la avanzadilla del séquito avisó de su inminente llegada. Cuando llegó Alfonso, rodeado de su guardia y de más de dos docenas de hombres, había tanta gente a su alrededor que no lograba ver nada. Vislumbró a su madre entre la concurrencia y, como siempre que la veía, le pareció la mujer más elegante del mundo. Iba vestida con un vestido de color granate oscuro con ribetes y bordados en hilo de plata y llevaba un recogido en lo alto de la cabeza que resaltaba su esbeltez, fijado con horquillas de rubí. Estaba en pie muy erguida, mirando al frente, serena como si no hubiera nada en el mundo capaz de perturbarla. Isabel se irguió a su vez sin darse cuenta, y trató de adoptar aquella misma expresión, sin demasiado éxito, hasta que una doncella se agachó y la reprendió por hacer muecas extrañas. Su hermano, que estaba unos metros más adelante, soltó una risita, e Isabel lo miró ceñuda y le sacó la lengua, de manera que la doncella la riñó de nuevo.

Estudió la imagen de su padre, imponente sobre el caballo de batalla, con su mirada altanera sobre la gente que le pertenecía. La concurrencia lo aclamaba casi como si fuera un dios y él sonreía orgulloso. Su corazón de ocho años rebosaba admiración. ¿Así que eso era ser rey? Su curiosidad se posó de nuevo en Pedro, que parecía extasiado por el desfile y esa vez fue ella la que se sonrió, imaginándolo enfundado en una armadura y regresando a caballo del frente, con la victoria dibujada en los labios.

La doncella la cogió del hombro y la instó a arrodillarse: María de Portugal se había inclinado ante su esposo y el resto de los presentes hincaban la rodilla en el suelo. Junto a su madre había un sacerdote que le presentó la mano al monarca. Este la besó rápidamente y después María se irguió de nuevo. Isabel trató de levantarse, pero la doncella seguía sosteniéndola firmemente del brazo. María acababa de levantar las palmas de las manos y las imponía sobre un Alfonso arrodillado, mientras el sacerdote recitaba una oración en latín. Se hizo un silencio solemne mientras la oración fluía sobre las cabezas de todos y ataba sus miradas al suelo, en actitud de respeto.

En adelante, aquella imagen de su madre y las dos reprimendas serían lo que quedarían grabadas en la memoria de la infanta de Castilla. En lo que se refiere al rey, apenas prestó atención a ninguno de sus hijos ni aquel día ni en los días que siguieron, para felicidad de su esposa. En cambio sí retomó sus pasatiempos y en los meses siguientes los banquetes reales y las cacerías volvieron al castillo.