III

HABÍA pasado más de un mes y llevaba días nevando intermitentemente, de manera que el mundo se había teñido de blanco hasta donde alcanzaba la vista. El sol debía de estar próximo a su punto más alto, aunque un tupido velo plomizo encapotaba el cielo y cubría su resplandor. Apenas se veían un alma por las calles de Jadraque y eran pocos los rastros que la nieve no había vuelto a ocultar. Por eso, cuando una figura pálida ataviada con un deteriorado sayo de color oliváceo se deslizó como un fantasma por la calle principal de la aldea, varios pares de ojos la escrutaron desde los vanos de puertas y ventanas. Los cabellos castaños le caían sueltos sobre los hombros, blancos y huesudos; tenía el rostro demacrado, los ojos hundidos y su cuerpo, ya de por sí de constitución frágil, parecía incapaz de sostener su propio peso un solo instante más.

Leonor no hacía caso de las miradas; en cambio sí observaba los edificios y cuando puso su atención en el castillo que coronaba la aldea, imponente sobre un cerro perfecto tan blanco como el resto, su expresión ausente se endureció un poco. Empezaba a nevar de nuevo, pero la muchacha permaneció impasible mientras los copos le caían sobre el cabello y sobre la cara, donde se fundían y se deslizaban por la piel como si fueran lágrimas. Al ver a dos soldados armados que bajaban al galope del castillo y se acercaban a su posición bajó la vista y se ocultó tras una esquina. Después, su mirada se encontró con la de una anciana, más arrugada que una pasa, que la observaba con suspicacia desde la puerta de su casa, pero fue esta la que finalmente apartó los ojos con un bufido.

Siguió caminando hasta la plaza del mercado, más concurrida que las demás calles, donde trajinaban varias personas pese al frío y la nieve. Allí, se acercó a una mujer que acarreaba un haz de leña con más trabajo del que le hubiera costado si no se hundiera casi diez centímetros a cada paso. La mujer resopló cuando se dio cuenta de su presencia.

—Perdón, estoy buscando a Pilar Guzmán. ¿Puede ayudarme?

La mujer negó enérgicamente con la cabeza y reanudó su camino. Leonor se apartó para dejarla pasar y se acercó a otro de los aldeanos con el mismo paso maquinal que la había llevado hasta allí. Pero tampoco obtuvo éxito, ni con este ni con los siguientes a los que preguntó. Además, la nieve empezaba a arreciar y se había levantado ventisca, así que poco a poco, la plaza quedó desierta. Algunos de los aldeanos se refugiaron en sus casas, pero otros entraron en una pequeña cervecería que había en la esquina. Leonor los imitó.

El local no era muy grande, pero habían logrado meter seis o siete mesas y bancos de madera donde en ese momento bebían una docena de parroquianos. El olor a cerveza estaba adherido a cada ápice del lugar y reinaba un murmullo constante de charlas que luchaba por imponerse al ulular del viento en el exterior. Al fondo había un mostrador desde el cual el tabernero, un hombre de cabello negro hirsuto y poblado bigote, no perdía detalle de todo el que entraba en su establecimiento. En un rincón había un fuego encendido, aunque si nadie añadía leña pronto dejaría de arder. Como si acabara de darse cuenta de ello, el tabernero gruñó algo ininteligible y al poco apareció un niño, no mayor de siete años, con el pelo muy parecido al del hombre que lo había llamado. Enfurruñado, atizó el fuego y, a un nuevo grito del tabernero, se escabulló detrás del mostrador y desapareció por una portezuela.

Varias cabezas se volvieron cuando la mujer forastera entró y se oyeron algunos murmullos quedos, mientras ella paseaba la mirada por las mesas. La joven titubeó, incómoda a pocos pasos de la puerta, y finalmente fue directa hacia el tabernero. Este la vio venir, se tomó la libertad de repasarla de arriba a bajo y arrugó la nariz ante su desarrapado aspecto, convencido de que no iba a hacer negocio con ella y que, por lo tanto, tampoco tenía que perder el tiempo siendo amable. Cuando Leonor llegó al mostrador, algunos de los presentes ya habían dejado de darle importancia y estaban enfrascados de nuevo en sus bebidas y conversaciones, aunque la mayoría seguía espiando sus movimientos y se moría de ganas por escuchar lo que se decían.

—¿Qué quieres? —inquirió el propietario.

—A lo mejor puede ayudarme...

—¿Quieres beber algo?

La muchacha tragó saliva: por supuesto que le gustaría beber algo, pero no necesitaba comprobar el saquito que ocultaba bajo la ropa para saber que estaba vacío. Él adivinó sus pensamientos y se puso a secar un vaso con obstinación.

—Entonces no puedo ayudarte —concluyó.

Leonor tomó aire y echó un vistazo circular a su alrededor: todos los que estaban pendientes de ella se apresuraron a evitar el contacto visual. Los únicos en no disimular su atención fueron un trío de curtidores, sentados en un rincón apenas iluminado. Uno de ellos, ancho de espaldas y con una fea cicatriz en el rostro, insinuó una sonrisa que dejó al descubierto un hueco entre sus dientes amarillentos. Ella apartó la mirada y para cuando volvió a ponerla en el impaciente tabernero, estaba llena de determinación. Su voz sonó tan tensa que su interlocutor fue incapaz de ningunearla.

—Solo quiero hacerle una pregunta.

—¿Una pregunta? ¿Qué pregunta? —replicó evasivamente.

—¿Conoce a Pilar Guzmán?

—Guzmán...

—Vive en esta aldea, según tengo entendido. ¿La conoce?

El tabernero se lo pensó unos momentos, mientras seguía secando el mismo vaso con movimientos rítmicos. Finalmente chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—No, no la conozco. Lo siento.

Leonor agachó la cabeza sin poder disimular la desilusión, pero enseguida se obligó a sobreponerse y asintió levemente.

—Gracias —musitó.

—Ahora, si no vas a tomar nada, márchate.

Fuera seguía nevando, pero la joven ni siquiera pestañeó cuando se volvió y echó a andar lentamente hacia la puerta.

—¡Eh! Eh, jovencita...

La voz provenía de una mesa pequeña a su izquierda, donde había sentado un hombre delgado y fibroso, de cabello cano y la piel de las manos muy arrugada. A juzgar por el delantal, parecía tratarse de un abatanador. Leonor se detuvo y el hombre le hizo una seña para que se acercara, pero ella dudó.

—Ven —insistió—, quizá yo pueda ayudarte. Herminio, una cerveza para esta joven.

El tabernero refunfuñó al ver cómo desaparecía la posibilidad de que la forastera sin dinero se largara de su cervecería, pero obedeció. Justo en el momento en que Leonor tomaba asiento frente al anciano, el niño que había atizado el fuego había reaparecido como por arte de magia y se acercaba rezongando con una jarrita de cerveza en la mano. El abatanador depositó una moneda en la mesa y el pequeño la recogió al instante y se alejó a grandes zancadas.

—¿Conoce a Pilar Guzmán?

El hombre bebió un trago de su cerveza y observó a Leonor con curiosidad.

—Pero bebe, chiquilla, lo mejor es cuando aún tiene espuma.

Ella miró la espumeante cerveza, que le recordó a la nieve del exterior, y bebió un sorbo.

—¿Sabe dónde está Pilar Guzmán? —preguntó de nuevo.

—¿Quién quiere saberlo?

La joven frunció el ceño y respondió con voz ronca.

—Es mi prima.

—¿Tu prima? No sabía que tuviera primas...

—Vivo lejos.

—¿Y qué te trae por aquí?

No respondió enseguida, las manos le temblaban y estaba tan exhausta que hubiera deseado poder echarse allí mismo.

—Busco...busco trabajo —repuso.

—¿Qué tipo de trabajo?

—¿Conoce a mi prima o no?

El abatanador se mostró ofendido y para demostrarlo bebió un trago significativamente prolongado de cerveza, sin ablandarse por la angustia expectante de Leonor. Cuando acabó, se limpió la boca con la manga y se encogió de hombros.

—Sí, conocía a Pilar Guzmán.

—¿Dónde está? ¿Podría decírmelo?

—Murió, toda su familia, la primavera pasada. La peste.

Leonor sintió un leve mareo, como si el suelo se moviera, y se agarró del borde de la mesa. El abatanador seguía hablando despreocupadamente de los estragos que había causado la epidemia, sin darse cuenta, al parecer, del efecto que lo dicho había tenido en la muchacha. Estaba muy pálida, como si la muerta fuera ella y se había quedado helada, inmóvil con los ojos clavados en la cerveza. El único signo de vida era el leve temblor de los labios. De repente, una lágrima se derramó sobre la mesa. El hombre se rascó la rala cabellera y, por primera vez desde la revelación, la miró a la cara.

—Vaya, lo siento. No te lo tomes así, estas cosas pasan. Nunca te había visto por aquí... ¿no estaríais muy unidas?

Sin embargo, no obtuvo respuesta. La joven ocultó el rostro entre las manos y rompió a llorar en silencio. El abatanador miró a su alrededor y le pidió en voz baja que dejara de llorar, pero Leonor no le escuchaba. Entonces, trató de consolarla con palabras torpes, sin éxito, hasta que, cada vez más nervioso fue a darle unas palmaditas en la espalda. Como nada funcionaba y la situación era de lo más embarazosa, acabó levantándose y tras murmurar un pésame apresurado salió de la cervecería pies para qué os quiero.

Durante horas, Leonor permaneció tal como la había dejado, sentada frente a una jarra de cerveza sin tocar, sin abrir la boca. No recordaba la última vez que había permanecido sentada a cubierto tanto tiempo en las últimas semanas y, en cualquier caso ya no importaba. Si había logrado llegar hasta allí había sido con la sola esperanza de encontrar a su pariente; aquella había sido la única idea fija en su mente mientras atravesaba campos y bosques, mientras dormía al raso o cuando soportaba el hambre. Ahora esa esperanza se había esfumado y se había quedado sin fuerzas. A decir verdad, se habría quedado allí sentada de buen grado hasta el fin de sus días. Y le daba igual.

No obstante, cuando al anochecer el tabernero se le acercó y le dijo en tono paternalista que tenía que irse, no se resistió. Notaba como la miraba, seguramente creía que estaba loca, incluso que era una loca peligrosa a juzgar por la firmeza con la que la puso de patitas en la calle. Pedirle alojamiento no habría servido de nada. Probablemente a esas alturas todos los aldeanos creían que era una demente. Eso tampoco le importaba lo más mínimo.

Al menos ahora no nevaba, aunque probablemente no hubiera notado mucha diferencia si granizaba o lucía el sol. Se ajustó la capa sobre los hombros y se dirigió cansinamente hacia la salida de Jadraque sin mirar atrás. Después siguió el camino nevado que llevaba al bosque para dejarse caer en algún rincón de la espesura, lejos de la silueta vigilante del castillo que dejaba a su espalda. En su estado, no se percató de que alguien la seguía y cuando quiso darse cuenta, un hombre de cabello largo y con la boca torcida le había cerrado el paso.

Al principio no reaccionó, miró al hombre sin verlo y se desvió para seguir su rumbo, como si lo que se hubiera interpuesto en su camino fuera un árbol o una roca. Pero el hombre volvió a cortarle el paso y entonces ella retrocedió. A su espalda le vino un olor a cerveza rancia, justo en el momento en que alguien la agarraba por detrás. El primer hombre se rió y entonces apareció un tercero, al que sí reconoció: era el curtidor de la cicatriz.

—¿Adónde ibas? —preguntó este

—¡Soltadme!

—No deberías andar sola por el bosque, podría atacarte un lobo.

—¡Soltadme! ¡Soltadme!

El primer hombre seguía riendo con expresión bobalicona y el que la retenía apretó con más fuerza y empezó a lamerle el cuello; cuando ella se resistió, el hombre de la cicatriz lo ayudó a inmovilizarla y entre los dos la tumbaron en el suelo mientras la joven gritaba y pataleaba.

—¡Estate quieta! —la amenazó.

Pero Leonor había logrado liberar un brazo y sin previo aviso extrajo una daga de entre sus ropas y se la clavó a uno de los curtidores. El herido gritó y retrocedió sujetándose un brazo ensangrentado y la joven trató de aprovechar el desconcierto inicial para escapar, pero el hombre de la cicatriz reaccionó y la sujetó del pelo, obligándola de un tirón a permanecer en el suelo.

—¡Serás zorra! ¿Tienes dientes, eh? Tienes dientes...espera a que te los arranque.

—¡No! No...

El curtidor la abofeteó y se puso encima de ella. Pesaba demasiado, demasiado para moverse, demasiado incluso para respirar. Los otros dos se habían acercado a contemplar el espectáculo y la miraban con desprecio, especialmente aquel al que había herido. Y de repente, como en un sueño, Leonor se dio cuenta de que no estaba llorando y que había dejado de luchar. Su cuerpo no le respondía, no sentía nada.

Y también le daba igual.

—¡En nombre de Dios! ¿Qué hacéis, desgraciados?

La voz surgió de la oscuridad de repente y los curtidores se sobresaltaron.

—¡Apartad! ¡Dejadla en paz! —exigió con autoridad.

Ellos miraron asustados hacia el origen de la voz y después se miraron entre ellos. Leonor no podía ver nada; lo único que sabía es que el curtidor de la cicatriz había dejado de moverse sobre ella.

—¿No me habéis oído? ¡Arderéis en el infierno por esto! ¡Fuera de aquí!

El hombre de la cicatriz se levantó y la joven sintió como el aire le llegaba de golpe a los pulmones. El curtidor de la sonrisa bobalicona había echado a correr y los otros dos no tardaron en seguirlo. El más rezagado de ellos tropezó con una raíz y calló de bruces sobre la tierra, con un gemido de dolor, pero pronto se levantó y desapareció en pos de sus compañeros.

Leonor se quedó allí, tumbada boca arriba. La visión se le nubló y empezó a ver puntos blancos. Justo antes de perder el conocimiento, vio una cabeza que se inclinaba sobre ella, el rostro redondo de un hombre de ojos pequeños y claros y nariz ancha, que lucía una mueca de preocupación.

******

Despertó sobre un catre relativamente cómodo, en una habitación humilde, pero limpia y caldeada. Encima de su cabeza había un ventanuco por donde entraba la luz de la luna. Confusa, creyó que aún estaba en el bosque.

—Al fin despiertas. Llevas durmiendo un día entero.

Leonor se incorporó de golpe y cuando vio a un hombre al pie de su cama se apretó contra la pared como un animal acorralado.

—No te preocupes, hija. De mí no tienes que temer nada.

La joven aún no había recuperado el ritmo cardíaco normal y ahora la cabeza le daba vueltas tras haberse movido tan bruscamente. Con la mano crispada sobre la manta que la cubría y esta subida hasta la garganta, lo miró desafiante y no contestó. Entonces lo reconoció, era el mismo que había vislumbrado antes de desvanecerse, el mismo que había ahuyentado a sus atacantes. Lo que en aquel momento no había podido distinguir era que tenía la cabeza tonsurada y llevaba hábito. Él le sonrió al suponer que su aspecto era suficiente para darle confianza, pero ella no se sentía tentada de confiar en más desconocidos y no le devolvió la sonrisa.

—Espera, ¿tienes hambre?

Sin esperar respuesta, se acercó a una mesita, cogió un plato de gachas y una cuchara y lo puso ante ella.

—A lo mejor está un poco frío.

La muchacha estiró el brazo y lo cogió, sin apartar los ojos de los del sacerdote un solo instante. Al final, él bajó la vista algo turbado y Leonor experimentó una extraña sensación de triunfo: no podía engañarla con aquella expresión de santurrón, en el fondo no dejaba de mirarla, como todos. El sacerdote carraspeó y ella empezó a comer, primero poco a poco, y después más deprisa, como si se diera cuenta de repente del hambre que tenía.

—¿Cómo te llamas, hija?

—Leonor.

—Ah, yo soy Fernando —continuó, encantado de haber entablado conversación.

Leonor asintió con la boca llena. Después tragó de golpe y rebanó la última cucharada del plato.

—Tenías hambre.

—Sí.

—Pediré más.

Ella le pasó el plato y el sacerdote se dio cuenta de lo flaco que tenía el brazo, y también que tenía varios moratones y todo tipo de arañazos.

—Pero, hija mía, ¿qué te ha pasado?

Ella le devolvió una mirada dura y no respondió. Hacía tiempo que había dejado de sorprenderse de las marcas de la vida a la intemperie.

—¿Dónde estoy?

Fernando miró a su alrededor.

—Es un convento, cuando te encontré en el bosque te traje aquí.

Leonor enarcó las cejas y miró a su alrededor escamada.

—¿Un convento?

—Las hermanas nos ofrecieron su hospitalidad, claro. No te preocupes. Aquí podrás recuperarte.

—Ya estoy recuperada.

—Bueno, me alegro...Al menos podrás descansar. ¿Qué hacías sola en el bosque tan tarde?

—¿Qué hacíais vos?

—Bueno, yo...—vaciló Fernando, tratando de no hacer caso de la agresividad de la muchacha— Estaba de paso, la verdad. No deberías ir por ahí sola, es peligroso.

—Puedo cuidarme sola.

—Ya...

El sacerdote asintió.

—Supongo que tu familia estará preocupada.

—No tengo familia.

—Siento oír eso —afirmó en tono sincero—. ¿Tienes trabajo...o algún sitio a dónde ir?

Leonor bajó la cabeza con amargura y al poco musitó una negativa.

—Bueno, seguro que encuentras algo. O si no, puedes quedarte aquí, a las hermanas no les importará, quizá podrías...

—¿Intentáis salvar mi alma, padre? Llegáis tarde. Además, nadie me dará trabajo.

—¿Por qué dices eso?

Ella soltó una risita triste y después lo miró con los ojos brillantes.

—Estoy embarazada.

A Fernando se le desencajó el rostro y se alejó de la cama como impulsado por un resorte.

—Pero, ¿qué dices, desventurada? ¿Cuántos años tienes?

—Os aseguro que los suficientes.

—No puede ser.

—No creo que sepáis de eso más que yo.

El sacerdote pestañeó varias veces con incredulidad, herido en su amor propio y algo disgustado por la insolencia de la joven.

—¿Y el padre?

Leonor mudó de expresión y volvió la cabeza. Arrebujada y temblorosa bajo la manta parecía una niña más que nunca. Fernando se sentó en el borde de la cama y ella trató de acurrucarse aún más en el lado opuesto.

—Entonces sí que deberías quedarte en el convento. Las hermanas...

—¡No! —se negó ella— ¡No voy a quedarme aquí!

—Sería lo mejor...

—Me escaparé, ¡juro que me escaparé!

Fernando suspiró y miró a la muchacha apesadumbrado, sin poder evitar imaginar su vientre bajo la ropa. Durante largo rato, pareció ensimismado en sus propios pensamientos y en la celda reinó el silencio. Leonor lloraba, con la cara hundida en la almohada.

—¿Cuándo tiene que nacer? —preguntó finalmente.

—¿Por qué queréis saberlo?

—Porque quizá pueda ayudarte.

Ella volvió a incorporarse, con las mejillas húmedas, y lo miró con una mezcla de prudencia y anhelo.

—Escucha —explicó Fernando—, soy el sacerdote de la villa de Berlanga, que pertenece al feudo de los señores de Tovar. En estos momentos, la señora de Tovar espera un hijo.

Leonor no entendía a dónde quería ir a parar.

—Acompáñame al castillo de Berlanga. Intentaré que te dejen quedar allí, dado que la señora pronto necesitará mujeres con hijos pequeños que puedan amamantar al suyo.

—¿Habláis en serio? ¿No me engañáis?

Fernando sacudió la cabeza y le sonrió.

—Piénsatelo hasta mañana, si quieres.

Se levantó para irse, pero Leonor lo retuvo tomándole la mano entre las suyas.

—En verano. Mi hijo tiene que nacer en verano.

Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.