II

LA opinión había sido unánime desde todos los sectores: aquel matrimonio nunca prosperaría. Pese a todo, la princesa María de Portugal había sido prometida con Alfonso XI por mediación del primer valido real, Gabriel de Albuquerque, y el rey del país vecino. Desde muy joven, María tenía el orgulloso porte de una reina. No era hermosa, pero le era innegable un cierto atractivo y una gran elegancia. De busto esbelto, facciones anguladas y mirada severa, tenía el cabello muy largo, negro y ondulado y lo llevaba recogido siempre de manera inmaculada.

La boda congregó a toda la nobleza y esta le rindió pleitesía sin excepción, aunque ya durante la celebración, a la nueva reina le bastó una mirada para mesurar la verdadera fidelidad que aquellos hombres guardaban o no a la corona. Las altas familias observaron con recelo la intrusión de un nuevo personaje en el panorama; al mismo tiempo, el consejero Gabriel la juzgó una buena aliada para poner sensatez en el gobierno del reino. Desde el primer momento discreta y siempre en su lugar, sin intervenir en el gobierno, mas sin desentenderse, la reina se interesaba por el pueblo y visitaba a menudo las zonas más deprimidas, ofrecía caridad e intercedía ante el rey en nombre de sus súbditos. Ahora bien, nadie habría sido capaz de adivinar si tales menesteres le interesaban realmente o se limitaba a realizarlos, porque se suponía que era su papel.

María y Alfonso formaban una pareja grotesca. A ella, él le repugnaba: lo consideraba un guerrero bárbaro, buen militar, quizá, pero con pocas luces y cuyas maneras eran contrarias a la educación que ella había recibido. En cuanto lo vio se había sentido ultrajada por verse unida a un hombre así, pero se había tragado la afrenta y se había propuesto cumplir su deber de esposa con dignidad. Aún así, siempre que estaban juntos saltaban chispas, porque sus personalidades eran demasiado fuertes y antagónicas. Solo la acción continuada de Gabriel, que trataba por todos los medios que reinara cierto grado de armonía, había logrado mantenerlos juntos y en paz durante los años que llevaban de matrimonio. El anciano era inteligente y sabía que cualquier signo de debilidad sería aprovechado por las aves rapaces hambrientas de poder. María también lo comprendía y solía ceder.

Era una noche hermosa, de paisaje plateado y aire fragante. María de Portugal estaba en su alcoba con dos de sus damas personales, preparándose para acostarse. La reina vestía solo una túnica fina, que le dejaba los hombros al descubierto, y tarareaba entre dientes mientras le cepillaban el pelo. De repente, la puerta se abrió sin previo aviso y las tres mujeres se sobresaltaron. El rey Alfonso entró con paso decidido y María disimuló una mueca de disgusto. Había evitado asistir a uno de los banquetes que se marido solía ofrecer a sus amigos de caza, porque la grosería que los presidía le desagradaba profundamente. Al parecer Alfonso, colorado y con los ojos vidriosos, había tenido la gran idea de continuar la fiesta en sus aposentos.

—Retiraos.

Las doncellas salieron con la cabeza gacha tras la orden serena de su ama y Alfonso cerró la puerta tras ellas. María se levantó.

—¿Qué queréis?

—Te he echado de menos a mi lado esta noche.

—Tan concurrido como estaba el comedor, no creo que os hayáis percatado de mi ausencia.

—¿Por qué no has asistido?

—Me sentía indispuesta.

—Cuánto lo siento.

Alfonso empezó a acercarse a ella y María no trató de retroceder. Disimulando el asco como otras veces permitió que el rey, al cuál sacaba media cabeza, le acariciara los hombros y los pechos por debajo de la túnica.

—Estáis ebrio, mi señor, y ya os he dicho que no me encuentro bien —repitió al cabo de unos segundos.

Se apartó de las manos húmedas y la barba sucia de su esposo lentamente, pero con firmeza. Al rey le relampaguearon los ojos.

—Me trae sin cuidado, María —la informó con voz ronca.

—Majestad, lo lamento, pero...

Alfonso, cuya irascibilidad y deseo se acrecentaba por el vino, no la dejó proseguir y montó súbitamente en cólera. Agarró a su mujer de los hombros y la lanzó sobre la cama; después se colocó sobre ella y le sujetó los brazos.

—¡Apártate! —gritó María— ¡No me toques!

—¡Cierra la boca!

—No te atrevas a hablarme así. No soy una cortesana cualquiera.

En un arranque de ira, la mujer reunió la fuerza suficiente para apartarlo de su lecho. Los dos se miraron desafiantes, con el corazón palpitante y la respiración entrecortada.

—Márchate de aquí, te lo advierto. Soy reina, hija de reyes, no desafíes el poder de mi padre.

—¿Me estás amenazando?

—Cumplo con mi destino y mi sagrada obligación, pero no lo haré de esta manera.

Alfonso soltó una carcajada.

—Tu obligación, amor mío, es darme un hijo sano y fuerte. Hace cuatro años que tuve la desgracia de desposarte y aún no lo has hecho, así que no pregones tu sagrado deber.

María abrió desmesuradamente los ojos y su expresión se volvió dura como la piedra.

—¿Insinúas que es culpa mía? No me hagáis reír, mi señor —replicó con la voz cargada de odio.

—Afirmo que no es culpa mía, mujer. Y yo soy quien te lo advierte.

Con un portazo, Alfonso salió de la habitación sin mirar a su esposa a la cara. Ella se quedó sentada sobre la cama, temblando. Se colocó correctamente el vestido y trató de apartarse el pelo de la cara, pero estaba demasiado nerviosa. Se llevó las manos sobre el vientre y las dejó ahí. Los médicos decían que no había anomalías, que solo era cuestión de tiempo.

Solo cuestión de tiempo. Maldito fuera el hombre que le recordaba su fracaso.

******

Aunque llevaba lloviznando desde primera hora de la mañana, la aldea estaba animada como cualquier día de mercado. El suelo empezaba a embarrarse por el agua y el paso de los carros, los animales y la gente. Olía a tierra mojada y a madera. Las gentes llenaban la plaza de una animada algarabía. Los que eran capaces de obtener excedentes de sus cosechas, tras pagar los tributos y alimentarse ellos mismos, eran muy pocos, pero exhibían sus productos con la esperanza de que alguien los adquiriera, o como mínimo ofreciera un buen trato por ellos. Los que sabían hilar hilaban y los que no, tallaban. Se compraba leña para el invierno, que estaba al caer, o piezas de tela para hacer vestidos. En las plazoletas improvisadas se oían melodías sencillas, arrancadas con más o menos gracia de las cítaras de un par de juglares de paso. En conjunto, Almendrera, que antaño no había sido más que un barrio extramuros donde se aglomeraban los siervos del rey, hervía de actividad.

—¿Pero estás segura?

Las dos muchachas se miraron con gravedad; estaban solas en un cobertizo desvencijado, al abrigo de oídos y miradas ajenas. La que había preguntado tenía el rostro desencajado y sostenía la mano de su amiga. Como esta no le contestaba, se la apretó y sacudió ligeramente, pero Leonor tenía la cabeza gacha y los labios apretados y parecía hacer grandes esfuerzos para no echarse a llorar. La primera frunció el ceño e inspiró: era una joven bonita, de cabello rizado y oscuro, formas generosas y no demasiado alta, que aparentaba más años de los que tenía en realidad. Su compañera era el polo opuesto: no parecía mayor de trece o catorce años, era espigada y de aspecto enfermizo, y una melena castaño claro le caía lacia sobre los hombros

—Leonor —la apremió—, ¿estás segura de eso? ¿Segura del todo?

La aludida asintió sin despegar los ojos del suelo.

—¡Jesús! ¡Válgame Dios! ¿Cómo es posible...? ¡Ay, Dios mío! —se alborotó la otra.

—Sssshhh —pidió Leonor, llevándose el dedo a los labios.

Su amiga miró en derredor, temiendo que en cualquier momento alguien asomara la cabeza por alguno de los ventanucos. Guardaron silencio unos segundos y después, la muchacha de pelo rizado suspiró aliviada y habló en voz baja.

—¿Y ellos lo saben?

Leonor sacudió la cabeza.

—Pero al final se enterarán —añadió en un hilo de voz.

—Eso es verdad.

Leonor ahogó un sollozo y su amiga la miró llena de preocupación.

—¿Tú te das cuenta de lo que significa esto? —le preguntó con voz tensa.

La aludida asintió entre hipidos y segundos después estaba deshecha en llanto.

—¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer, Rosa? —gimió.

Rosa la abrazó y trató de consolarla como pudo, mientras pensaba en alguna solución. Al cabo de unos minutos agarró a Leonor de los hombros con firmeza, le enjugó las lágrimas y la miró a la cara.

—Tienes que irte de aquí. Y tienes que irte ya.

La muchacha negó con la cabeza, y ocultó el rostro entre las manos, pero Rosa volvió a la carga.

—Esta noche, Leonor. Es lo único que puedes hacer. Tienes que irte muy lejos para que no te encuentren. ¡Te matarían!

—¡No! ¡No me...!

—Claro que sí, ¿o crees que van a permitir algo así?

Leonor reprimió los hipidos y se enjugó las lágrimas una vez más, mientras Rosa la miraba significativamente. Finalmente, Leonor tuvo que admitir la verdad de sus palabras.

—¿Y a dónde voy a ir?

—No lo sé. ¿No tienes familia? ¿Algún sitio adonde ir fuera de aquí?

—Tengo...creo que tengo una prima en una aldea de Atienza.

—Entonces ves allá. Y si no, sigue adelante, a cualquier parte, ¿me entiendes? Ahora vete a casa y coge algunas cosas, comida, ropa, pero no lleves mucho peso. A medianoche, ves a la puerta norte.

—Las puertas estarán vigiladas.

—Conozco al guardia de la puerta, no te preocupes.

La joven asintió, pero estaba asustada. Rosa la abrazó con fuerza.

—Toda saldrá bien —la tranquilizó—. Ya verás.

—Te echaré de menos.

—Y yo a ti.

A medianoche, Leonor recorrió furtivamente las callejuelas tortuosas de la aldea, sobresaltándose a cada sonido que rompía la quietud. Llevaba un pequeño fardo bajo la ropa, con unas pocas tiras de carne seca, queso, pan y las escasas monedas que había podido reunir. Por suerte para ella, las calles de tierra de Almendrera quedaban desiertas al poco de ponerse el sol. Evitando pasar frente a las casuchas en las que titilaba algún tipo de luz, Leonor llegó hasta la muralla nueva, que se cerraba sobre cuatro pequeños núcleos campesinos adyacentes a Talavera.

Se acercó despacio, oteando a su alrededor, pero no vio a nadie. La puerta estaba abierta y al parecer no había ningún guardia cerca. Aún recelosa, observó la garita de madera en donde los soldados solían guarecerse en caso de lluvia. Se oía algo en su interior, así que se aproximó muy lentamente. De repente se dio cuenta de que no eran voces, sino más bien gemidos, y distinguió claramente a un hombre y a una mujer.

—Adiós, Rosa —musitó para sí.

Y franqueó la puerta con apremio, dispuesta a cubrir el mayor terreno posible antes de que amaneciera. Sin embargo, antes se volvió una última vez y contempló con rencor la silueta del Alcázar entre la niebla. Instantes más tarde, algo sombrío y profundamente triste animaba sus decididos ojos, mientras se alejaba del lugar.

Caminó sin descanso durante toda la noche; al principio iba casi corriendo, como si temiera que fueran a salir en su persecución en cualquier momento. Al cabo de las horas se dio cuenta de que era más inteligente tratar de reservar las fuerzas. Además, apenas era capaz de distinguir nada en la negrura de aquella noche de luna menguante y no quería correr el riesgo de romperse una pierna por querer ir más deprisa. Tenía miedo, pero por suerte o por desgracia hacía demasiado frío para que pudiera concentrarse demasiado en su situación y eso impidió que le entrara el pánico.

Cuando amaneció estaba agotada. Tenía los miembros rígidos por el frío, le dolían los pies, el fardo le pesaba y le había dejado los hombros doloridos y la cabeza le zumbaba. Miró hacia atrás: si aguzaba la vista, aún podía ver la colina donde se alzaba el castillo, como un puntito en la lejanía, y esto no le hizo ninguna gracia. Se sentó en un tocón reseco para descansar unos minutos bajo el sol tibio de la mañana y tratar de reflexionar. Lo que más la preocupaba era la certeza de que por mucho que se esforzara, la distancia que pudiera recorrer podía ser cubierta a caballo en mucho menos tiempo. No le cabía duda de que irían por ella; era una sierva y los señores no dejan escapar a sus siervos cruzados de brazos. Aún recordaba vagamente al viejo Bernardo, que había escapado del feudo cuando ella tenía seis o siete años y había sido devuelto una semana después encadenado y con un aspecto lastimoso por dos jinetes hoscos que parecían disfrutar dando tirones a la cadena que sujetaba al pobre hombre por el cuello. Se había pasado cinco días en el cepo y luego nunca había vuelto a ser el mismo.

La muchacha se estremeció al imaginarse lo que le habrían hecho y qué no le harían a ella. Luego se obligó a tranquilizarse, diciéndose que seguramente tendría unos pocos días de ventaja antes de que las autoridades descubrieran su desaparición, así que tenía que aprovecharlos para poner tierra de por medio. Al poco rato se puso en camino de nuevo, tras decidir que de momento no probaría las provisiones que había reunido. Al fin y al cabo y pese a las molestias, todavía le quedaban fuerzas y aquello no podía ser mucho peor que las duras jornadas de labranza al sol.

Poco a poco, paso a paso, Leonor se adentró en el páramo castellano por el que transcurría el camino real. Mirara a donde mirara se extendía la inmensidad de la planicie, salpicada aquí y allá de bosquecillos irregulares de robles y alcornoques y campos de cultivo, en los cuales los campesinos no eran más que motitas oscuras que se afanaban de un lado para otro. Al este serpenteaba un río y aún más lejos, se podían distinguir las formas irregulares de las faldas de la sierra, pero solo como una masa informe que rompía el contraste inmaculado de azul y tierra del horizonte. Durante horas no vio ningún otro signo de vida, salvo algún que otro pájaro que surcaba el cielo. El ambiente era frío y seco, pero no había viento: el cielo estaba despejado y reinaba una calma total.

Caminó sin parar durante toda la mañana y hacia el mediodía vio a un grupo de personas que se acercaban por el camino en su dirección. Se le disparó el corazón y miró a derecha e izquierda en busca de algún escondite, pero no vio nada que pudiera servirle. Lo único que se le ocurría era correr a refugiarse entre los árboles pero se dominó. Seguramente ya la habían visto y aún sería más sospechoso si huía. Al parecer se trataba de una familia, una pareja con cuatro niños pequeños, que arrastraban una carreta vieja con sus escasas pertenencias. Supuso que iban en busca de trabajo: tenían un aspecto famélico y si no lo encontraban antes del invierno era poco probable que los pequeños sobrevivieran.

—Buen día —saludó el hombre, cuando se cruzaron.

Leonor musitó un saludo como respuesta y siguió andando con la cabeza gacha. La mujer la había repasado de arriba a abajo con desconfianza y los niños le habían sacado la lengua. A lo largo del día se cruzó con tres personas más, el último un jinete que pasó velozmente por su lado en dirección sur, sin prestarle la menor atención, y estuvo a punto de arrollarla. Cuando desapareció de la vista, las piernas le temblaban y tenía un nudo en la garganta. Echó a correr, pero tropezó y cayó de bruces. Dolorida, se arrastró hasta el borde del camino y se quedó allí sentada, con la cara apoyada en las rodillas mientras gruesos lagrimones le rodaban por las mejillas. Jamás se había sentido tan sola y tan desamparada.

Agotada, comió algo de pan y queso y descansó un rato. Ahora había más pájaros y estos volaban en bandadas describiendo círculos. Pronto anochecería y llevaba muchas horas sin dormir. Decidió salir del camino real y buscar refugio en el bosque que había a poco más de un kilómetro. Para cuando llegó, el cielo del oeste ya se había teñido de púrpura y la temperatura había descendido de golpe. Aquella noche, improvisó un catre de hojarasca entre los arbustos, se arrebujó en su exigua capa y cabeceó hecha un ovillo, pero se despertaba continuamente al menor ruido. Estaba despierta cuando el sol despuntó sobre las copas de los árboles, pero no le fue fácil moverse, porque se había quedado agarrotada por el frío. Tras mascar una tira de carne e inspirar profundamente se levantó. No quería volver al camino, le parecía demasiado arriesgado, aunque vagar sola por la espesura no era mucho más halagüeño. Dando tumbos, logró llegar a un riachuelo y se dispuso a remontar el curso, para no perderse.