VI
GABRIEL levantó la vista cuando se presentó en su despacho un hombre de aspecto desaliñado, de estatura mediana, complexión fuerte y piel bronceada y curtida. Sobre ella destacaban unos ojos irisados y astutos y un cabello leonado y espeso. Vestía ropas de viaje e iba cubierto con una capa algo polvorienta, prendida con un broche de plata en forma de halcón. Su apariencia, sin embargo no sorprendió a Gabriel, ni el hecho de que se moviera y hablara con la cadencia de un gato. Ni siquiera que no hubiera entrado por la puerta, sino desde detrás de un tapiz con el escudo real, haciendo uso de uno de los pasadizos secretos de la fortaleza.
—Guillermo —lo saludó.
El recién llegado inclinó la cabeza.
—¿Qué traéis?
Guillermo sacó un pliego arrugado de debajo de la capa y lo dejó en la mesa del valido, que lo cogió y hojeó en silencio.
—Todos dependen en mayor o menor medida del barón de Mendoza —explicó, mientras los ojos el valido saltaban de renglón en renglón.
Como había supuesto, la larga y detallada lista no era nada tranquilizadora. El tejido de influencias de Rodrigo alcanzaba más de lo que hubiera podido imaginar.
—¿Qué habéis averiguado del conde de Lemos...? —inquirió Gabriel, pasando una página. Su rostro se llenó de extrañeza— ¿Don Diego de Zúñiga?
—El señor de Zúñiga se endeudó hace siete años con un prestamista de Valladolid y estuvo a punto de perder su palacio. El conde de Lemos se hizo cargo de la deuda.
Gabriel hizo un gesto de entendimiento y se tomó un momento para reflexionar.
—¿Sabéis el nombre del prestamista?
—Yom Eber Atias, judío.
—Descubrid qué más prestamistas tienen o han tenido tratos con alguno de los nombres de la lista que os di —ordenó el valido— y el estado de sus deudas. Y traedme a Yom Eber Atias.
Guillermo asintió sin preguntas. Gabriel dejó el informe sobre la mesa.
—¿Qué hay de la mujer? ¿La encontrasteis?
El aludido bajó la mirada y pareció disgustado.
—Lo lamento, señor. Nuestras informaciones eran erróneas. La mujer y su hijo tenían la edad indicada, pero no era Leonor Guzmán.
—¿Estáis seguro?
—Sí, señor.
El valido chasqueó la lengua, no menos disgustado que su interlocutor.
—¿Así pues, no hay nada nuevo?
—Nada, la pista se pierde en Guadalajara. Puede que haya muerto, o que se la haya tragado la tierra.
—De un modo u otro quiero que la encontréis, ¿entendido?
—Sí, señor —respondió Guillermo, con voz ronca.
—Podéis retiraros.
—Sí, señor.
El hombre de la insignia del halcón inclinó la cabeza de nuevo y dio media vuelta para desaparecer por el lugar por donde había venido, pero Gabriel lo retuvo un momento.
—Buen trabajo, Guillermo.
Este asintió y se escabulló como si nunca hubiera estado allí. Cuando desapareció, el valido dejó escapar un suspiro, pero de nuevo se puso en tensión al oír que alguien empujaba las puertas del despacho. Era la reina María, que entró en la sala con una expresión extraña.
—Mi señora, en qué... ¿en qué puedo ayudaros? —preguntó, sorprendido por la irrupción.
Pero María se limitó a dirigirle una mirada tensa y después paseó por la habitación escudriñando los rincones con el ceño ligeramente fruncido. Al poco se quedó parada, observando el tapiz del escudo real a la izquierda de la mesa de Gabriel. Entonces se volvió hacia el anciano, que no pudo evitar que una gota de sudor le resbalara desde la frente.
—¿Quién es Leonor Guzmán?
******
Gabriel siguió a María por los pasillos con el corazón en un puño, sin haber sido capaz de retenerla, de hacerla recapacitar. La mujer iba tan rápido que el valido tenía que ir casi corriendo para no perderla. Sin vacilar un solo instante, la reina se dirigió hacia los aposentos de Alfonso, haciendo a un lado a todo el que se interpusiera en su camino. Cuando llegó ante la puerta, Gabriel hizo un último intento y se atrevió a tocarla, a agarrarla del brazo y a suplicarle.
—Majestad...por favor.
María se zafó de él y empujó las puertas con decisión. Entraron en una sala espaciosa cuyas paredes de piedra estaban casi desnudas, salvo por un imponente escudo que coronaba el cabezal de la cama y los soportes de las antorchas. Había además una mesa, con una jarra de vino y copas, y varios baúles. Las armas favoritas del rey y su armadura estaban colocadas en un soporte y el suelo estaba cubierto con una enorme piel de lobo. Alfonso no estaba solo, un ayudante de cámara estaba con él y le colocaba el cinto.
—Fuera —se apresuró a ordenar Gabriel, ya que Alfonso estaba demasiado sorprendido por la irrupción de su esposa y se diría que la reina ni tan siquiera había reparado en el sirviente.
El criado se había quedado con la boca abierta y miraba estúpidamente a María, pero la voz de Gabriel lo hizo reaccionar y tras farfullar algo que debía de ser “sí, mi señor” hizo una torpe reverencia y se marchó. Por su parte, Alfonso se acercó a la mesa y se sirvió vino.
—Vaya, me alegro de verte, querida. ¿A qué debo el honor? —preguntó con fingida indiferencia.
María le dirigió una mirada gélida, fulminante como los rayos de una tormenta, pero no de una tormenta cualquiera, sino una de esas que arrasan los campos, destruyen cosechas y hacen tambalear los reinos. Sin mediar palabra, dio un par de pasos hacia él, con expresión amenazadora. Toda su elegancia, toda su determinación y realeza llenaban la sala, como si estuviera dispuesta a hacer saltar todo por los aires con un destello definitivo. Gabriel sintió un escalofrío de inquietud que le recorrió todo el cuerpo. Era consciente de que en esa ocasión no podía hacer nada para salvar la situación —los ojos de María se lo habían dejado bien claro—, así que lo único que acertó a hacer fue salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí.
Alfonso se acomodó en una butaca y la miró displicente. Ella se había detenido a dos metros de él.
—¿Es cierto?
—¿Es cierto qué?
—Que tienes un bastardo.
El rey abrió unos ojos como platos, mientras trataba de asimilar la pregunta directa de María.
—¿De qué diablos estás hablando?
—De Leonor Guzmán.
Alfonso se atragantó con el vino y empezó a toser. Cuando recobró la capacidad del habla su voz sonó turbada.
—¿Cómo sabes eso?
María parecía a punto de estallar, todo su cuerpo temblaba de ira.
—Desgraciado...—balbuceó.
El rey apretó los dientes; un oportuno o inoportuno acceso de orgullo ante la mujer que lo despreciaba empezaba a apoderarse de él.
—De todas maneras —le espetó—, no creo que te importe.
—¿Cómo puedes ser tan irresponsable?
—¿Irresponsable? —exclamó—. Querida, supongo que no ignorarás que he compartido lecho con muchas mujeres menos frígidas que tú. No es asunto tuyo.
—¡Lo es, bárbaro estúpido, en tanto que pone en peligro el reinado de mi hijo!
—¡Eso no es cierto!
—¡Ese niño es mayor que Pedro y podría exigir el trono!
—¡No tienes derecho a hablarme así!
—¡Exijo que los encuentres y acabes con ellos inmediatamente!
Ambos gritaban. Alfonso, que se había levantado, volvió a tomar asiento con la respiración entrecortada. Leonor le importaba un comino y de repente su posible hijo también le traía sin cuidado: aquello era una guerra entre María y él.
—Pues no pienso hacerlo.
María tragó saliva.
—Siempre he sabido que eras un inútil incapaz de gobernar. Pero al menos esperaba que no dificultaras las cosas hasta este extremo.
—Todos los hombres tienen amantes.
—Los reyes de verdad anteponen su reino a todo lo demás. Tú lo has puesto todo en peligro por un revolcón. ¿Crees que me importa lo más mínimo con quién te acuestes? Hubiera bastado con que esperaras un poco.
—María...
—Y solo por llevarme la contraria insistes en no poner solución al problema. Tú no eres un rey; tú no eres nada. No te mereces a una reina.
La portuguesa dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué vas a hacer?
—Me marcho, Alfonso. No aguantaré más ni tu falta de respeto ni ser el hazmerreír de la corte. Lo único que me ha mantenido a tu lado hasta ahora era mi deber de darte un heredero y eso ya lo he hecho. No es culpa mía que tú lo eches todo a perder.
El rey estaba completamente desconcertado y le dolía el pecho como si el corazón estuviera a punto de salirle por la boca. Trató de retenerla, pero María no permitió que se le acercara y cuando él hizo uso de la fuerza se revolvió en su contra con una rabia inusitada y lo apartó de un empellón. Alfonso se quedó de piedra.
—¡No puedes hacer eso! —protestó encolerizado— ¿Adónde crees que vas a ir?
—Vuelvo a Portugal. Y si te queda un poco de sentido común sabrás que no podrás impedírmelo.
******
La marcha de la reina se preparó en pocos días e Isabel fue informada la mañana de la misma. Sin tiempo para reaccionar, la niña fue ataviada con uno de sus mejores vestidos y le cepillaron el pelo con tanta vehemencia que creía que se lo iban a arrancar. Aún sin entender lo que ocurría, fue escoltada hasta el patio delantero del castillo. Allí había un cortejo de carruajes y se había congregado casi todo el servicio. La llevaron al lado de su hermano, que también estaba vestido de gala y tenía el semblante inusualmente serio, pero cuando quiso acercarse a él no le fue permitido. La gente se movía de un lado para otro, llevaban paquetes y enganchaban caballos a las carrozas, en las cuales montaban la mayoría de las doncellas personales de la reina. ¿Por qué había tanto alboroto? ¿Qué significaba que su madre se iba?
María de Portugal apareció entre el gentío acompañada de sus damas y se dirigió al carruaje principal, delante de los niños. Isabel observó cómo se acercaba: era tan hermosa...La niña la admiraba sobre todas las cosas y atesoraba en su memoria cada mínimo momento que habían compartido. ¿Qué quería decir que se marchaba? Un nudo empezó a atenazarle la garganta, porque empezaba a comprender lo que ocurría a su alrededor. Todo aquel gentío significaba un “para siempre”.
«He hecho algo mal. Se marcha por mi culpa»
La reina se detuvo ante Pedro, pero Isabel fue incapaz de mirarlos.
—Que Dios te acompañe, hijo mío —se despidió de su primogénito—. Que Él te ayude a ser un rey justo al que se sometan todos los pueblos de Castilla. Este reino se hará grande ante ti, por ti, para ti.
—Que Dios esté con vos, madre —respondió el príncipe con voz serena.
A continuación, la reina se agachó junto a Isabel.
—Que Dios te acompañe, hija mía. Para ser lo que debes ser deberás sacrificarte mucho...mucho. Deseo que tú sí tengas la fuerza suficiente —le dijo con la voz rota.
La niña la miraba con los ojos muy abiertos: su madre se estaba disculpando y no entendía por qué. Nunca se le había pasado por la cabeza que María pudiera hacer algo equivocado, así que si se iba era porque tenía que hacerlo. Y si no estaba bien, ¿por qué la abandonaba?
—No lo olvides —añadió María—. Eres una princesa. Nunca dejes que te vean llorar.
Isabel sacudió la cabeza: si eso era ser una princesa ella no deseaba serlo. Quiso imitar a Pedro y contestar con alguna fórmula, pero no pudo, así que apartó la cara y miró obstinada al suelo. María inspiró, cerrando los ojos un instante y se enderezó. Acto seguido entró en el carruaje. El cortejo se puso en marcha levantando una gran polvareda, mientras unos agitaban la mano como despedida y otros se limitaban a observar cómo se alejaba. Súbitamente, Isabel echó a correr detrás.
—¡Isabel! —gritó Pedro.
Las doncellas se espantaron y corrieron detrás para detenerla. En realidad Isabel no sabía por qué perseguía la carroza, pero estaba a punto de gritar y rogar que se detuvieran. No llegó a hacerlo, ya que trastabilló y se fue al suelo. Allá, sobre la tierra, notó que le faltaba el aire y el estómago se le encogió como si cayera al vacío. El corazón se le aceleró y le retumbó en los oídos como si la cabeza le fuera a estallar. ¿Iba a morirse? Abrió la boca para pedir ayuda, pero lo único que le salió fue un gemido quejumbroso en busca de oxígeno. Al poco, llegaron las doncellas. Un aya la incorporó y al darse cuenta del tono azulado de su piel se asustó y retrocedió. Se acercó entonces una de sus nodrizas chasqueando la lengua con disgusto por lo pusilánimes que eran las doncellas jóvenes.
—Solo es un acceso de nervios. No seáis bobas —se dirigió a la niña, con voz calma—. Respirad, alteza. Nada os lo impide. Todo irá bien.
La levantó en volandas, barboteando palabras de consuelo, y entre todas la llevaron al interior del Alcázar. Mientras, la carroza principal desaparecía en el horizonte, bajo la mirada atenta del rey en la parte más alta de una de las torres.
Aquella noche la pequeña apenas pegó ojo, pese a haber quedado agotada. Uno de los cirujanos de la corte la había examinado largo rato, para acabar dictaminando que una dieta a base de pan ácimo y unos días de oración templarían su espíritu. La nodriza sacudió la cabeza resignada y fue a dar la orden a las cocinas. E Isabel lloró durante horas, sin que sus ayas encontraran la manera de consolarla, ya que ni las palabras amables ni las caricias que le dispensaban lograban reconfortarla.
—Pero si ni tan siquiera la veía a menudo... ¿Cómo puede habérselo tomado tan a la tremenda? —susurraban las doncellas entre ellas en un rincón de la habitación.
—Una madre siempre es una madre —sentenciaba la más anciana en tono filosófico.
—Pobre criatura...
—Ya se le pasará. Se cansará y entonces se quedará dormida.
Sin embargo, no se le pasaba. De vez en cuando, agotada, dormitaba un rato, pero pronto se despertaba con un sobresalto. La ansiedad iba y venía y las lágrimas volvían a empapar la almohada. La situación empezó a repetirse cada noche, para desesperación de las mujeres que se ocupaban de la niña. Pensando que quizá era la oscuridad la que la inquietaba, dejaban candelas encendidas junto a la cama y velaban junto a ella durante la noche para evitar que se consumieran, pero tampoco surtió demasiado efecto. Volvieron a llamar al cirujano, que tras otro examen concienzudo decidió aplicar un tratamiento de sangrado.
—Pero, señor... —terciaron algunas mujeres— Es solo una niña.
Una niña contaminada, si no poseída, sentenció el médico. Y ellas, preocupadas como estaban, no tuvieron la voluntad ni la seguridad de oponerse al diagnóstico, ni siquiera al verlo sacar el tarro con las repelentes sanguijuelas, ni al ser testigos de cómo las depositaba una a una sobre la blanca piel de la pequeña, demasiado aterrorizada para llorar siquiera.
Desde aquel terrible día Isabel trató de dormir con todas sus fuerzas, pero se despertaba a menudo y entonces aquella extraña angustia se apoderaba de ella y la dejaba sin aire. Tenía la sensación de que el suelo desaparecía y ella temblaba sobre el vacío. En esos momentos lloraba en silencio, pero cuando oía a las doncellas murmurar por la habitación, las últimas palabras de su madre volvían a ella inexorablemente y apretaba los ojos para que la creyeran dormida.