XL
LA reunión había perdido todo concierto hacía ya rato y Alfonso había renunciado a poner orden. Sentado a la cabecera de la mesa del consejo real, el valido estaba sumido en sus pensamientos, pero al mismo tiempo no perdía palabra de todo lo que decían los demás consejeros. Como venía siendo habitual, uno de los más rabiosos era Valerio de Mora, que le guardaba aún más antipatía tras haberse convertido en el sucesor de Gabriel. Por supuesto, a Alfonso le era completamente indiferente, pero en aquellos días parte importante de su autocontrol se había ido al garete con la desaparición de la infanta Isabel y tenía que echar mano de toda su concentración para no ponerse a dar voces.
—¿Que no se sabe dónde está? —se escandalizaba Valerio— El rey está a punto de ser derrotado, nosotros pronto estaremos sitiados...¿Y qué estamos haciendo? ¡Nada!
—Quizá deberíamos obedecer las órdenes del rey y refugiarnos en Portugal —intervino otro valido.
—No podemos irnos sin la infanta —lo contradijo Pascual, con calma.
—¿Y qué se está haciendo para encontrarla? Nuestro estimado primer valido real ni siquiera ha enviado soldados en su busca —replicó Valerio.
Si las miradas matasen, el consejero habría caído fulminado allí mismo cuando Alfonso le respondió.
—Si la infanta se ha internado en el sur, como creemos, estará rodeada de enemigos. Enviar a un escuadrón tras ella sería inútil para traerla de vuelta con vida y además sería la manera más rápida de descubrir su posición a tropas hostiles.
—Esa es vuestra opinión, Alfonso.
—Cierto, pero da la casualidad de que el rey Pedro me dejó a mí al cargo, mi señor.
Pascual decidió intervenir antes de que a Valerio, que estaba colorado como un tomate, le diera un ataque y saltara sobre Alfonso.
—¿Podemos saber qué medidas habéis tomado, Alfonso?
—He tomado las medidas que he considerado oportunas dentro de nuestras posibilidades actuales —respondió este, sin dejar de mirar a Valerio fijamente—. Por ahora no puedo deciros más.
—Si esperamos mucho más —volvió a la carga Valerio—, ya no podremos abandonar Talavera. ¿Puedo saber por qué ha huido la infanta? Lo más probable es que se haya unido al enemigo y estemos perdiendo el tiempo tratando de recuperarla.
—¿Por qué iba a pasarse al enemigo? —preguntó Miguel de la Ría.
—¿Por qué? Porque no es tonta. Esta guerra está prácticamente perdida y ha decidido poner de parte de Enrique de Trastámara.
Alfonso disimuló una mueca de hastío ante tanto despropósito junto, mientras Pascual se dirigía a Valerio.
—Así pues, creéis que la infanta se ha puesto del lado de nuestros enemigos y, en consecuencia, proponéis que sigamos las órdenes del rey y abandonemos Talavera sin ella —glosó—. Pero ¿cómo creéis que el rey Pedro se tomaría esa decisión?
—El rey es un hombre sensato que se está batiendo a muerte con un ejército enemigo más numeroso que el suyo. Estamos en guerra. Si Dios nos asiste y salimos de esta, el rey comprenderá que tomamos la única decisión posible.
—¿De verdad pensáis eso? —se burló Alfonso.
Valerio lo miró con rabia, pero Pascual se abrió paso a través de la tensión.
—Señores, mantengamos la calma. Alfonso, no sé exactamente qué estáis haciendo para encontrar a la infanta, pero tenéis razón en algo: hay tantas posibilidades de que se haya pasado al enemigo como de que el rey perdonara el que nos marcháramos sin ella.
La mayoría de los restantes asintió. El consejero prosiguió.
—Esta situación no puede alargarse mucho más. Os damos una semana para encontrar a la infanta Isabel o al menos tener noticias que darnos. Si no, tendremos que tomar una decisión.
Alfonso tuvo que aceptar el plazo y se quedó en la sala malhumorado cuando se disolvió el consejo. Allí aguardó un rato, hasta que oyó que alguien entraba en la sala.
—Llegas tarde —le reprochó el valido.
Guillermo de Roya hizo oídos sordos al tono gélido de Alfonso.
—Lo siento, quise asegurarme de que no quedaba nadie más en la habitación.
Alfonso moderó su enfado y logró que su semblante se volviera tan opaco como de costumbre.
—¿Qué tienes para mí?
—Como pensabais, la princesa se ha dirigido al sur. La acompañan dos personas, su doncella y un hombre.
—¿Se dirigen a Granada?
—Sí, hace algunos días se les vio en Ciudad Real, donde pasaron una noche. Ahora mismo, si mis cálculos son correctos deben de estar a dos o tres jornadas de la frontera.
—Dos o tres jornadas —murmuró Alfonso.
Era sorprendente que hubieran llegado tan lejos. Aunque por otro lado, en ningún momento había esperado menos de Isabel.
—Uno de mis hombres les sigue de cerca desde que atravesaron el río Jabalón —continuó Guillermo—. Espera órdenes.
El valido se acercó a la ventana, sin responder.
—Señor —insistió Guillermo—, ¿queréis que los detenga?
—No creo que pudiera detenerlos. ¿Los hombres de Enrique de Trastámara les siguen la pista?
—El rumor de que la infanta ha desaparecido y está por la zona es imparable. Velasco ha puesto a todos sus hombres en alerta y hay guarniciones batiendo los caminos principales.
Alfonso se acarició la barbilla, sopesando la información, mientras su espía aguardaba pacientemente a que tomara una decisión. Al final, el valido carraspeó y volvió a dirigirse a él.
—En tu opinión, ¿podrá llegar hasta Granada antes de ser alcanzada por los soldados del condestable?
—No estoy seguro, pero creo que se le echarán encima muy pronto.
—Entiendo —dijo en voz baja. Tosió y miró a Guillermo a los ojos—. En estos momentos el lugar más seguro para ella es Granada. Deben llegar hasta Granada. Avisa a tu hombre y que se ocupe de que atraviesen la frontera sanos y salvos.
—¿Son esas vuestras instrucciones?
—Esas son.
—Como ordenéis.
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Simón de Pimentel se adelantó con algunos de sus hombres a caballo para recibir el cortejo del rey Pedro, a la entrada de Arévalo. Ya en la distancia, era difícil no percibir la expresión de orgullo del guerrero, bien esculpida en sus rasgos toscos y castigados por la fatiga del finalizado asedio. La atención de Pedro osciló entre la poderosa silueta de su aliado al acercarse y la muralla de la ciudad que, rendida tras el cerco, quedaba abierta a su espalda. Cuando los dos grupos se reunieron, los nobles se saludaron calurosamente.
—Me alegro de veros, mi señor de Pimentel —le dijo el rey—. Compruebo que, como siempre, habéis hecho un trabajo excelente.
Simón sonrió y agradeció sus palabras, satisfecho de que Pedro reconociera el mérito de su triunfo, pero contuvo la lengua para no pasar por fanfarrón. Saludó a continuación al príncipe Eduardo y al conde de Lemos, que cabalgaban junto al monarca y después dedicó una inclinación de cabeza a Cristóbal, algo más atrás. Tras los saludos trotaron juntos hacia la muralla, en cuya superficie era aún bien visible la marca de los ataques en la piedra. Como explicó Simón, el sitio no había sido excesivamente prolongado, pero sí brutal, pues los rebeldes se defendieron con saña saeteando sin piedad a los soldados que se apretaban a llenar el foso para que los ingenios de asedio avanzaran sobre el muro. Abierta al fin la brecha, el condestable de la plaza no había querido darse por vencido y se hizo fuerte en el interior del castillo junto con sus allegados, durante varios días.
—Su cabeza traidora cuelga ahora de la torre —comentó con una nota de crueldad—. Tanto que se empeñó en no abandonarla, justo era que permaneciera allí y de paso sirviera de advertencia.
Eduardo de Castro levantó la vista hacia la silueta de la robusta torre del homenaje del castillo de Arévalo, que atalayaba la ciudad. Allá, como un punto poco definido distinguió lo que quedaba del cráneo cercenado del condestable, colgado de la cornisa de arquillos y cercada de rapaces. Las cuencas de los ojos estaban vacías, la carne de los carrillos picoteada y desgarrada a modo de reflejo macabro de los destrozos en las murallas. Cerco por cerco, dos veces vencido. Volvió la cabeza y vio que Pedro contemplaba también los restos, con el ceño ligeramente fruncido. Aunque no censuró a Simón, sí sugirió que a buen seguro la advertencia ya habría sido entendida y puesto que poco quedaba más que huesos, piel y algunos cabellos, dispuso que la cabeza fuera bajada ese mismo día.
Una vez en el interior de la ciudad, aminoraron el paso de los caballos para recorrer las calles. Allá por donde pasaban, hombres, mujeres y niños se apartaban de delante y los espiaban con aprensión desde los flancos. También había muchos soldados, que patrullaban el camino y escuadrones que guiaban con mano dura largas hileras de hombres encadenados.
—¿Cuántos prisioneros? —quiso saber el príncipe de Gales.
Simón de Pimentel hizo un cálculo rápido.
—Unos seiscientos —repuso.
—¿Y cuántos pueden aún empuñar un arma? —intervino Valcarce.
Simón echó una mirada fugaz a la ristra de prisioneros que había atraído la atención del noble y, como este, se fijó en un par de hombres que cojeaban y otro con un muñón por brazo. Bufó.
—No menos de la mitad —estimó—. Una vez curadas sus heridas, probablemente tres de cada cuatro.
Pedro les prestó atención a su vez fijándose no solo en sus cuerpos sino también en sus rostros exprimidos por la derrota. La mayoría no osó mirarlo a la cara, pero los hubo que le sostuvieron la mirada con petulancia durante largos segundos antes de comprender que no sería su conquistador el que la bajara primero. La hilera desapareció lentamente por la retaguardia. El rey suspiró.
—Trasladadlos al campamento y dejadlos a cargo de Fadrique. Que reciban los cuidados pertinentes. No vamos sobrados de hombres, así que si luchan bajo mi estandarte vivirán.
Aunque no dijo lo que pasaría si no lo hacían, nadie tuvo necesidad de preguntarlo. Simón conversó brevemente con el soldado que cabalgaba a su lado y este se alejó, presto a comunicar las órdenes. Más allá de Arévalo, el ejército de Pedro se extendía a través de campos, ciudades y aldeas sometidas casi hasta las mismas puertas de Valladolid, donde los heridos más graves y los más veteranos habían quedado atrás bajo la protección de Atias. Mientras, su plana mayor se alojaría en la ciudad recién conquistada unos días para recuperar fuerzas.
—Espero que os encontréis cómodo —comentó Simón, dirigiéndose al rey—. Me encargué de dejar claro al servicio quién era el amo ahora.
—Seguro que sí —respondió Pedro.
Las puertas del castillo aparecieron al final de la avenida. Los soldados apostados a los lados y en los adarves de los altos muros depusieron las armas como saludo a Pedro y a los demás. El rey les dedicó un gesto con la mano y ellos correspondieron con vítores entusiastas, mientras aquel penetraba en la fortaleza junto a sus aliados. Nada más entrar, distinguió a dos mujeres en el patio —una que debía rondar los treinta y otra no mayor de quince—, vigiladas de cerca por soldados. Pedro desmontó y enseguida, ellas pegaron la frente al suelo en señal de sumisión. Desde la otra punta, algunos de los hombres de Simón silbaron y aplaudieron entre risitas. Pedro soltó una carcajada suave para disimular su desconcierto y miró a Simón interrogativo.
—Os presento a la muy noble Antonia, señora del condestable Ricardo de Arévalo y Medina —respondió este—. Y a su preciosa hija, aunque algo seca: Marcela.
Pedro reprendió a Simón con una mirada silenciosa, pero este estaba feliz como unas castañuelas y no se dio por aludido.
—Levantaos —les pidió a las damas.
Ellas no se movieron, salvo la mayor, que levantó la cabeza levemente y recitó con voz monocorde.
—Majestad, sed bienvenido. Es un honor para la casa de Arévalo y Medina recibir al rey y como vuestras prisioneras suplicamos perdón por la ruin oposición de mi esposo a vuestra noble causa —la voz le tembló—. Que su alma arda en el infierno por ello y sufra tormento por toda la eternidad.
Los soldados del patio amenazaron con estallar en palmas de nuevo, pero Pedro alzó la mano para contenerlos.
—Levantaos —insistió.
Esta vez sí, las mujeres del condestable obedecieron, aunque permanecieron con la mirada baja. Eduardo de Castro, que había desmontado a su vez cruzó una mirada con el señor de Pimentel.
—Lleváoslas ahora —ordenó este con un gesto—. El rey está cansado. Señoras, os veremos en la cena.
La dama observó al noble con rencor. Tampoco pudo ocultarlo del todo al mirar fugazmente el joven rostro del rey, mientras se las llevaban al interior de la fortaleza.
—Ah, disculpad, se me había olvidado —dijo de repente Simón—. Esta noche tendremos más compañía.
—¿A qué os referís?
—Don Diego de Zúñiga envió noticia al saber de vuestros planes y llegará a la ciudad al atardecer.
Pedro enarcó las cejas y miró a Eduardo de Castro de soslayo. Este le devolvió la mirada sin decir nada, con una expresión tan críptica como silenciosa su boca.
Antes de la cena, Pedro tuvo al fin la oportunidad de bañarse y asearse sin prisas, por primera vez en mucho tiempo. Fuera, el bullicio de decenas de caballeros derramándose a placer por los corredores de la fortaleza y por las calles del la ciudad lo llenaba todo. Oyó sus gritos con indulgencia: como a cualquier soldado raso, la victoria y la perspectiva de una noche de celebración los exaltaba, tanto más a los que, tras tantas jornadas a cielo abierto, tenían la oportunidad de hacerlo con un sólido y regio techo sobre sus cabezas. Poco antes de dirigirse al comedor fue informado de que Diego de Zúñiga había llegado y ordenó que se dispusiera un lugar para él en la mesa.
Al anochecer, la cena estaba servida. Pedro tomó asiento en la cabecera, Eduardo de Gales tomó asiento a su derecha y, para honrar a Simón de Pimentel, se dispuso que este ocupara el lugar a su izquierda. El primer brindis fue por él y el éxito de su campaña y todos lo secundaron sin reservas. A continuación, los nobles empezaron a dar buena cuenta de las viandas y el vino, como si no hubieran comido en meses. Por el rabillo del ojo, el rey localizó a Marcela y a su madre, ocupadas en escanciar bebida como simples sirvientas y, aunque no intervino, se aseguró de echarles un ojo de tanto en tanto para que sus hombres no se propasaran con ellas. Diego de Zúñiga en particular, un caballero calvo de mediana altura, constitución robusta y poblada barba castaña, tampoco le quitaba la vista de encima a Antonia y no hacía más que vaciar la copa para que la dama se le acercara y poder comérsela con los ojos. Al poco, eran más de la mitad los que habían empezado perder la vergüenza con las doncellas y Pedro tuvo que llamarlos al orden. Al ver que tenía poco efecto, atendió a la discreta recomendación del príncipe de Gales y ordenó que las mujeres se retiraran tras dejar bien llenas las jarras. Antonia y Marcela titubearon y miraron ora a Simón ora al suelo. El noble les hizo un gesto con la mano para que se acercaran y ellas obedecieron, la mayor empujando a la más joven delante para obligarla a avanzar.
—Majestad, dejad que se queden —pidió el noble sonriendo de oreja a oreja—. Pues me consta que su mayor deseo es serviros y me dolería contravenir la voluntad de tan hermosas mujeres.
Rodeó la cintura de la mayor y la atrajo hacia sí con brusquedad mientras alzaba la copa con la otra mano y gruñía.
—Más vino.
La mujer, de rasgos nobles bajo las arrugas, le rellenó la copa sin rechistar, aunque su expresión exteriorizaba que se sentía precisamente honrada al hacerlo. Enseguida, la menor —de fino cabello rubio y facciones relativamente agraciadas para su temprana edad— sirvió con torpeza la copa del rey y cuando este levantó la vista hacia ella trató de forzar una sonrisa. Los demás alzaron sus copas y rieron, pero Pedro, con la quinta o sexta copa de vino llena en la mano sin haberlo pedido, no supo como reaccionar. Ni Simón ni los otros debían de ver nada deshonroso en aquella pantomima, dado que eran las mujeres de un traidor que había desoído todas las ofertas para rendir sus plazas y por ello les había causado un buen número de bajas. En cambio él, carraspeó incómodo.
—Mi buen amigo —murmuró—, esto no es necesario.
—Oh —protestó Simón decepcionado—, pero si les encanta. ¿No es verdad?
La esposa del condestable hizo ademán de alejarse del noble cuando este le palmeó el trasero, pero en el último momento apretó los labios y soportó el trato conteniendo el aliento. Un par de asientos más allá, el señor de Zúñiga observaba la escena con hosquedad.
—Simón, basta —le advirtió Pedro, seguro de que si no paraba aquello, de algún modo acabaría en pelea.
—Descuidad, Majestad —intervino la dama con un hilo de voz—. Mi señor está en lo cierto, es un honor para nosotras serviros.
Se inclinó con humildad y enseguida su hija la imitó. El rey suspiró y les habló directamente.
—Señoras, sois mis prisioneras, no mis esclavas. Podéis retiraros. Simón, haced que las acompañen a sus aposentos, por favor.
El noble se encogió de hombros y obedeció, de modo que las dos mujeres abandonaron el comedor escoltadas, entre silbidos y abucheos. Enseguida, los nobles y caballeros habían olvidado el episodio y retomaban sus charlas. Simón tampoco se tomó el desprecio del rey como un desplante, demasiado entretenido en explicar los pormenores de la campaña ahora que, entre otras inhibiciones, había perdido la modestia. Y Pedro optó por no darle más vueltas aquella noche, aunque mentalmente apuntaba la necesidad de hablar seriamente con el señor de Pimentel cuando estuviera sereno. Entretanto hizo un gesto con la mano a don Diego, lo invitó a acercarse y le hizo un sitio entre Eduardo de Gales y él. El conde de Lemos, sentado al lado del príncipe inglés, recibió al noble con una sonrisa fría.
—Don Diego, cuánto tiempo —lo saludó Pedro—. Me alegro de veros. Dejad que os presente a su alteza Eduardo, príncipe de Gales. Y ya conocéis al conde de Lemos.
El caballero inclinó la despoblada cabeza y entornó respetuoso unos ojillos marrones menos enturbiados de lo que su anterior coqueteo con la dama Antonia, a base de jarras y más jarras, habría dado a pensar. Los saludó; pese a su aspecto adusto, tenía un tono de voz algo afectado. Eduardo de Castro resopló internamente, pues aquel tono aristocrático siempre le recordaba a Rodrigo y a su propio padre. En verdad era un milagro que él no hablara del mismo modo. El príncipe correspondió al saludo con toda su cortesía. Eduardo lo hizo con algo más de tirantez. Pedro recondujo la conversación, antes de que querer evitar una rencilla le llevara a otra.
—Qué noticias traéis del sur—le preguntó—. Por una vez será agradable conocerlas de primera mano.
Diego les explicó complaciente una buena cantidad de detalles sobre sus plazas occidentales y también les informó que Albornoz trataba de abrirse paso hacia el norte, pero los hombres de Velasco pronto le impedirían avanzar.
—Vuestra posición es de las más firmes —apuntó el conde de Lemos—. Ya que de momento vuestras tierras no están amenazadas, quizá deberíais apoyar a Albornoz contra Velasco.
El señor de Zúñiga miró a Eduardo con fijeza.
—Si su Majestad así lo requiere.
Eduardo de Gales le sirvió vino a su tocayo y amigo.
—Tendremos tiempo de pensar en eso —intervino—. No tiene que ser esta noche.
Pedro dejó que le sirviera también a él. En una de los rincones del comedor, algunos caballeros habían empezado a jugar a los dados y sus risotadas dejaron la conversación en suspenso algunos segundos.
—¿Qué sabéis de García de Padilla? —continuó Pedro— ¿Sigue en Madrid?
Diego apuró su copa y se mesó la barba. Respondió afirmativamente, pero añadió que sus informadores apuntaban a que planeara marchar al oeste en cuanto aseguraran la ciudad, hacia Ávila. Si lograba ocuparla, la franja central de la meseta caería por completo en manos de Enrique de Trastámara y Talavera sería sitiada. Pedro chasqueó la lengua, consciente de que había muchas posibilidades de que la guerra siguiera ese rumbo y pocas de que pudiera oponerse a ello. Al menos, la corte habría abandonado el Alcázar y estaría ya a salvo junto a su abuelo. Diego de Zúñiga frunció el ceño cuando Pedro lo comentó.
—La corte sigue en el Alcázar —desmintió— Una de las razones por las que quería veros era para comunicároslo...
—¿Cómo que siguen en Talavera? —lo interrumpió Pedro—. No es posible, os mandé orden de que se trasladaran hace semanas.
El príncipe de Gales se volvió hacia el conde de Lemos con inquietud. El señor de Zúñiga apretó los labios un instante al captar el cruce de miradas, adivinando que el plan del traslado no había sido precisamente de su agrado. Sintió miedo, recordando aún las amenazas poco veladas de la carta que le había hecho llegar el condenado vástago de Juan de Castro. Sin embargo, pese al desprecio, se sabía en ese momento depositario de toda la atención del rey y continuó con voz firme.
—Siguen allá, no se han movido —repitió.
—¿Y por qué se han desobedecido mis órdenes? —exclamó Pedro golpeando la mesa con el puño.
Los nobles que andaban cerca guardaron silencio, sobresaltados por el ruido. Diego de Zúñiga miró en derredor incómodo. Simón de Pimentel, junto a su amigo Cristóbal Valcarce, les prestaron atención. Sin importarle el revuelo, Pedro agarró del brazo a Diego para que lo mirara a él.
—Digo que por qué siguen allá.
—Majestad, yo...
—Hablad.
—Solo son rumores.
—¿Qué rumores?
Eduardo de Castro apretó los puños y le lanzó una mirada de advertencia. Si bien no sabía qué iba a decir, tenía la impresión de que no le agradaría. Diego de Zúñiga lo ignoró, pues en ese momento le preocupaba más su propio pellejo.
—Al parecer...dicen que...la infanta Isabel ha desaparecido —farfulló.
Pedro se quedó rígido, pero no dijo nada. Eduardo de Gales se incorporó.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó el inglés, visiblemente trastornado— ¿Qué quiere decir que ha desaparecido?
—Es lo que he oído —arguyó Diego—. Que se esfumó una noche, nadie sabe a dónde. Creo que la buscan por el sur.
—Eso es...—comenzó el príncipe indignado. Buscó la mirada de Pedro y después la de Eduardo— Cómo va a...
—Puede que solo sean rumores —concluyó Diego.
El conde de Lemos le puso la mano en el hombro al príncipe de Gales para tranquilizarlo. A Pedro se le había ido el color de la cara y tenía la mirada fija en algún punto indeterminado de la sala, aunque sus ojos vibraban al ritmo acelerado de sus pensamientos. Eduardo de Castro casi podía leerlos: Talavera estaba a solo un par de jornadas de camino, podía cabalgar hasta allí y hacer rodar cabezas en un santiamén; si Isabel estaba en peligro, la buscaría aunque tuviera que internarse en territorio enemigo armado solo con una espada... El corazón de Eduardo dio un vuelco cuando el rey se levantó sin previo aviso, derramando su copa. Simón y Cristóbal también se alzaron y se llevaron la mano a la espada; como no habían llegado a oír la conversación supusieron que Diego había ofendido de algún modo a Pedro. El conde de Lemos negó con la cabeza y trató de que Pedro le atendiera.
—Majestad...
El muchacho no dio muestra de oírlo, sino que salió del comedor como una exhalación. El conde de Lemos fue hacia Simón, le refirió algunas palabras apresuradas —las imprescindibles para convencerlo de que no ocurría nada— y siguió a Pedro por el corredor.
—¡Majestad! —lo llamó.
Corrió para alcanzarlo, ya que el joven andaba muy rápido y él no quería levantar la voz.
—¡Majestad! —repitió— ¿A dónde vais?
—Eduardo, dejadme —espetó él—. Tengo que...
—¿Que qué? —lo tomó del hombro y lo hizo volverse. Pedro lo retiró de un manotazo, pero se detuvo—. ¿Que qué, mi señor?
Los dos hombres se sostuvieron la mirada: la del mayor, muy seria; la del menor, de todo menos serena. Durante varios segundos, se quedaron callados. Finalmente, Pedro bajó la vista y contempló los muros con los puños apretados. Eduardo suavizó el tono y habló con amabilidad.
—Miradme a la cara, Majestad, y decidme lo que tenéis que hacer —sonrió un instante, con algo de tristeza—. Pues lo sabéis vos mejor que nadie.
El rey cerró los párpados, se frotó el entrecejo e inspiró profundamente. Aún estaba rígido y tan macilento que daba la impresión de que aunque se le pinchara no sangraría. Habló con voz hueca.
—Enviar aviso a Talavera en demanda de explicaciones. Disponer que Simón parta a Ávila de inmediato y se haga fuerte contra García de Padilla para que no perdamos la meseta. Respecto a Zúñiga, que regrese a sus tierras y cubra Talavera desde suroeste. Su presencia disuadirá a Velasco a replegarse al norte a medida que el condestable Albornoz avance.
Abrió los ojos y los volvió a posar en su aliado.
—Y nosotros, esperar unos días hasta haber recuperado a los heridos que puedan continuar y volver al norte para enfrentar a Enrique —finalizó.
En momentos como ese, Eduardo se sentía orgulloso del joven a quién había entregado su lealtad, pero también culpable de algo que no llegaba a formular. Por suerte, hacía años que le resultaba relativamente sencillo dejar a un lado sus sentimientos. Asintió, mientras Pedro resoplaba imperceptiblemente y se apartaba el pelo de la cara.
—Y dormir —completó el conde.
Pedro miró al suelo y después a un lado.
—Dormir —musitó con un deje de amargura.
Sacudió la cabeza, giró sobre sus talones y desapareció por el pasillo en dirección a sus aposentos. Eduardo suspiró, dio media vuelta a su vez y regresó al comedor.
Los guardias que vigilaban la entrada de la habitación del rey interrumpieron sus cuchicheos al verlo aparecer por el pasillo y se apartaron para franquearle el paso. Pedro los saludó con una inclinación de cabeza al pasar y se encerró dentro. Creyéndose solo, maldijo entre dientes y apoyó la mano en la pared con la cabeza gacha. Por dos veces, golpeó el muro con la frente. Sin embargo, enseguida notó que había alguien más en la habitación y se volvió como para rechazar un ataque. Junto a una silla de madera, en un rincón, se hallaba Marcela.
—Perdonadme —balbuceó la joven—. No quería asustaros.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Pedro— ¿Cómo habéis...?
Recordó entonces las sonrisas veladas de los soldados de guardaban su puerta y negó para sí. Observó a la joven, aún más aterrada de lo que lo había estado en el comedor y en el fondo de su corazón se compadeció de ella.
—Quería...—comenzó ella— daros las gracias.
—¿Por qué? —se sorprendió él.
—Por bajar la cabeza de mi padre. Por descolgarla de la torre —murmuró. Seguidamente agachó humildemente la cabeza—. Os estoy muy agradecida.
—Solo hice lo que debía.
Marcela se le acercó con torpeza, debatiéndose entre mirarlo a la cara o seguir mirando al suelo. Forzó una sonrisa y se echó en sus brazos con movimientos poco seguros, como si no supiera bien qué hacer con su cuerpo.
—Pero es que yo...es que os estoy muy muy agradecida...
Pedro la tomó de los hombros y la alejó un par de pasos.
—No tenéis que hacer esto.
Marcela lo miró sin comprender. No tenía ni idea de lo que tenía que hacer si él la rechazaba. Insistió un poco más, apretándose al rey y guiando sus manos a sus caderas. Después se puso de puntillas y aplastó los labios contra los suyos.
—¿Es que no os gusto? —preguntó con voz trémula al romper el beso.
Pedro emitió un gruñido sordo, aún con la cintura de la muchacha entre los brazos. El vino de la cena, la angustia de las noticias y tantos días de tensión empezaban a nublarle el sentido. Tomar a la muchacha en aquel momento sería fácil y placentero. Al fin y al cabo todo el mundo esperaba que lo hiciera: era el rey para eso como para las demás cosas y no dudaba que Simón había reservado a la hija del condestable para él. Pero por alguna razón su cuerpo no acababa de reaccionar al calor del cuerpo tembloroso que se frotaba contra el suyo. Enfadado consigo mismo interrumpió el abrazo.
—No es eso —le dijo, aunque su voz sonó poco creíble.
Marcela retrocedió desconcertada mientras se retorcía las manos. Lejos de parecer aliviada, se la veía aún más trastornada que antes.
—Majestad, os lo suplico, yaced conmigo... —replicó ella con una nota de desesperación—. Mi madre...mi madre dijo...
Pedro compuso una mueca de incredulidad. Quizá no había sido cosa de Simón después de todo.
—¿Vuestra madre os envía?
Marcela se quedó sin habla; no debía haber dicho aquello. Pero Antonia se pondría furiosa si volvía de vacío. La fama de Pedro lo había precedido y, para congraciarse con él, Antonia enviaba a su hija a que lo sedujera, como quién envía un cordero al matadero, esperando que el rey victorioso se lanzara encima de ella sin más. No parecía...no podía ser mayor que Isabel cuando... Pedro sintió que todo el calor abandonaba su cuerpo y se sintió enfermo.
—Marchaos, señora —pidió.
—Por favor, se enfadará mucho si vuelvo como me marché —rogó ella con lágrimas en los ojos.
Rompió a llorar lastimeramente y Pedro se quedó aún más helado que antes. Podría hacerlo y acabar con todo aquello, se dijo. Se le acercó y le pasó la mano por el pelo, notando los espasmos del llanto y la muchacha, esperanzada, creyó que le daba otra oportunidad y le rodeó el cuello con los brazos. Pedro la abrazó en silencio un buen rato, mirando a la nada. Finalmente inclinó la cabeza sobre ella y hundió el rostro en su cuello. Marcela respingó cuando notó que la retenía con fuerza, le lamía la piel y después la mordía. Instantes después la soltó y se alejó de ella; Marcela se llevó la mano a la marca que le había dejado en el cuello y miró a Pedro con ojos desencajados.
—Id y decidle a vuestra madre lo que os plazca —le dijo este con voz ronca—. Ahora os creerá.
Dicho esto, Pedro le dio la espalda y se dejó caer sobre la cama con un suspiro de cansancio. Marcela se estremeció, perpleja e indecisa, mientras las lágrimas le rodaban libremente por las mejillas. Se inclinó ante el monarca y este le repitió que se marchara. Sumisa, Marcela obedeció al fin y dejó a Pedro solo sobre el lecho, con los ojos de oro abiertos en la oscuridad.