XXXII

ISABEL se detuvo y jadeó como si la hubieran golpeado. Lo único que oía era cómo el aire entraba en sus pulmones, como un pitido que le atenazaba la garganta; lo único que veía era a Enrique. Él se había quedado paralizado y la miraba con el rostro demudado. Si no hubiera estado apoyado en el pozo se habría caído, los labios se le movían sin articular palabras. Ahogó un sollozo ronco, casi un sonido de dolor, la miró a los ojos y se le acercó al tiempo que ella también avanzaba.

—Dios mío —balbuceó.

Se detuvieron antes de tocarse, pero mucho después de haber podido verse con claridad. Se habrían reconocido con los ojos cerrados, acostumbrados a verse siempre en la oscuridad, pero ahora el temor atávico a las sombras los anclaba y los hacía desconfiar de sí mismos. Los segundos se sucedieron uno tras otro, eternamente dilatados, mientras no hacían más que observarse. Al rato, Enrique alzó la mano hacia ella e Isabel se quedó quieta, como si la hipnotizara un reptil. Al reconocer el contacto de su piel sobre su cuerpo gimió internamente y sintió una sacudida a lo largo de la columna. Antes de que pudieran siquiera plantearse lo que estaba ocurriendo, los dos se habían fundido en un abrazo irreal. No fue que no vieran el significado de encontrarse en aquel claustro, sino que todo, incluido el claustro, había dejado de existir excepto ellos.

En el este, el cielo estaba empezando a adquirir la tonalidad rojiza del amanecer, pero sobre sus cabezas aún brillaban las estrellas. Isabel suspiró y le tomó la cara entre las manos para empaparse de ella.

—Dime que no es verdad —sollozó—. Dime que esto es un sueño.

Algo se rompió en la expresión de Enrique y su rostro se oscureció. Isabel cerró los ojos intentando aferrar las volutas de aquel instante que de eterno se tornaba en fugaz, pero era tarde. El joven la soltó lentamente y retrocedió para contemplarla de cuerpo entero: su linaje se hacía patente en cada ápice de ella, las ropas, las joyas, la blancura de su rostro y la suavidad de su piel. Dolido, le dio la espalda.

«¿Cómo no lo vi?»

—Enrique, ¿qué está pasando? —musitó ella con voz ahogada.

Enrique se mordió el labio inferior y no respondió. Para él rendirse a la evidencia había sido más sencillo, pues Isabel había sido un misterio desde el primer momento en que la vio.

—Enrique, por favor, háblame —insistió ella—. ¿Dónde está el conde de Trastámara?

—Lo tienes delante.

Isabel negó con la cabeza.

—No es posible.

Enrique alzó los brazos y dio una vuelta sobre sí mismo como para mostrarse ante ella y asintió con los músculos en tensión.

—Ha hablado la hermana del rey —replicó acusador.

Isabel tragó saliva, absolutamente transtornada. Las ideas se embrollaban en su mente, enredadas con sensaciones, remembranzas y remordimientos.

—Fui a decírtelo...pero no estabas —musitó confusa.

El joven bufó, algo parecido a una carcajada, y se llevó las manos a la cabeza, presionándose con los dedos la sien.

—Esperaste demasiado, Isabel —sonrió con amargura—. Supongo que lo comprendo, no querías estropearte la diversión.

—No fue así.

—¡Fue exactamente así! —gritó Enrique— ¡Me mentiste desde el principio!

—¡Y tú también!

Fue como si al joven le clavaran una lanza. Ahora, los ojos le ardían con la visión del fuego. Se apartó de ella fuera de sí.

—Yo no sabía quién era, pero tú sí —la acusó—. ¡Tú me utilizaste!

—No, yo te quería.

—Y ahora sigues mintiendo.

—No...

Enrique chasqueó la lengua y se cruzó de brazos, en un vano intento por serenarse y dejar de temblar.

—Supongo que ya no importa —se encogió de hombros—. No has venido aquí por mí, sino por él.

Isabel notó un hormigueo al darse cuenta del sentido de sus palabras. Casi había olvidado del conde de Trastámara, hasta ese momento un concepto odiado más que cualquier otra cosa. Sí, había pensado en usar aquella daga, aún sin saber si habría sido capaz, para proteger a Pedro igual que él la había protegido siempre a ella. En algún lugar, la Fortuna debía de estar regocijándose de aquella jugada e, incapaz de maldecir a Enrique, Isabel la odió a ella sobre todo lo demás. Pero de nada le servía a ninguno de ellos odiar algo inasible.

—Enrique, por favor —comenzó—. No sigas adelante con esto; no ataques a Pedro.

—¿Por qué lo defiendes?

—Tú no lo conoces.

—¿Y tú sí?

Avanzó hacia ella la cogió de los hombros y la empujó contra una columna.

—Mi madre era una mujer sencilla y durante meses el rey Alfonso la violó a placer. Y cuando se quedó embarazada tuvo que huir para salvar la vida. ¡Para salvar mi vida!

La princesa se removió incómoda ante sus palabras, pues no le costaba imaginarlas reales. Además, Enrique le estaba haciendo daño.

—Accedió a vivir en la miseria, pese a ser la madre del primogénito real y lo hizo por mí. Y cuando el rey Alfonso murió y ella trató de reclamar mis derechos el buen rey Pedro ordenó que nos asesinaran a traición.

—Eso no es cierto.

—Aún ahora me cuesta dormir por las noches. Te aseguro que no hay nada tan grotesco como ver arder tu casa con tu madre dentro.

—¡Basta! Pedro no...

Enrique se separó, con los ojos relucientes.

—Todo el mundo es capaz de matar —la interrumpió, leyendo sus pensamientos.

Isabel trató de serenarse, pero la imagen de su padre sobre el cuerpo indefenso de una joven era demasiado intensa y por un instante la sensación de ser ella la persona atrapada bajo el rey Alfonso la cegó. Y luego vio a Pedro, en la ventana, bajo la luz de la luna. Los ojos vacíos, sangre en las ropas.

—Por favor, escúchame —masculló Isabel—. Una vez me dijiste que me fuera contigo, ¿te acuerdas? Vuelve a pedírmelo y lo haré. Iré contigo a dónde quieras.

Enrique ahogó un respingo, una oleada de calor lo recorría por dentro y notó que se desestabilizaba. Se mordió el labio para obligarse a reaccionar. El chillido del fuego lo ensordeció una vez más, como en sus peores pesadillas. La voz le salió desde el fondo de la garganta.

—¿Acaso Pedro el Cruel es tan ruin que envía a su hermana para seducir a su enemigo?

Isabel no daba crédito a sus oídos y tampoco a sus ojos, fijos en un completo desconocido bajo cuyas facciones familiares sentía latir un odio tan intenso como doloroso.

—¿También fue él quién te envió al bosque la primera vez? ¿Te preñó para que me encontraras...?

Avanzó hacia él bruscamente y lo abofeteó. El conde de Trastámara permaneció con la cabeza ladeada y una expresión indefinida en el rostro.

—¿Qué es lo que quieres? —le gritó Isabel— ¿Quieres poder? ¿Riquezas? ¡Yo puedo dártelas!

—¡Quiero venganza!

Isabel le sostuvo la mirada con firmeza.

—Lo que tú interpretas como venganza es una farsa. Te utilizan para destronar a Pedro porque su política no les conviene.

—Te equivocas.

—Y si vas en su contra, vas en contra de Castilla y en la mía.

—Entonces mi guerra tiene dos objetivos: acabar con ese asesino y hacer que te des cuenta de tu error.

—Mi guerra solo pretende salvar a mi pueblo.

—¿Cómo Andrómeda?

Isabel cerró los ojos, apesadumbrada, recordando por un momento aquella noche lejana en que yacían juntos con las manos unidas y el firmamento entero para los dos.

—Es de día —musitó—. Ya no hay estrellas.

Enrique miró al cielo, iluminado por el resplandor del alba. Isabel estaba ante él, tan triste y a la vez tan serena que parecía esculpida en mármol. Más bella que nunca. Él habló con dificultad.

—Solo...solo dime una cosa. ¿Qué era yo para ti?

Isabel levantó la cabeza con las mejillas surcadas de lágrimas. Alzó lentamente la mano y se la mostró a Enrique. En el dedo llevaba su anillo de sabina.

—Mi esposo.

Él suavizó el gesto, emocionado. Pese a sí mismo, la creía.

—Entonces quédate conmigo...Juntos, tú y yo, Castilla será nuestra.

Isabel se enjugó los ojos, con la barbilla temblando, mientras el joven se acercaba a ella con intención de rodearla con sus brazos. No se lo impidió, ni tampoco que la besara con todo el ardor de la añoranza y el miedo a perderla. Le devolvió el beso y después se retiró y lo miró a la cara. No podía creer que aquello estuviera sucediendo.

—¿Cuáles son vuestras condiciones, conde? —le preguntó.

El joven frunció el ceño y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Isabel...

—Perdonadme —rogó ella, con los ojos anegados en lágrimas—. Sé que debí presentarme antes. Soy la infanta de Castilla.

Enrique la soltó, más lentamente de lo que habría querido y dio un paso atrás. Palpó la capa y extrajo un documento algo arrugado.

—Esta es la declaración de guerra a Pedro de Borgoña —manifestó con voz trémula.

—En su nombre, debo pediros que retiréis vuestros ejércitos del reino y desistáis.

—Me temo que no puede ser.

—Bien, entonces yo le haré llegar al rey vuestra declaración.

Alargó la mano y cogió el documento de manos de Enrique. Sus dedos se rozaron solo un momento, mientras lo hacía.

—Adiós.

Enrique miró al suelo y no tuvo el valor de despedirse, pero Isabel no era capaz de quedarse allí por más tiempo, así que se secó las lágrimas una última vez y abandonó el claustro por donde había venido.

En cuanto salió al exterior, Cristóbal de Valcarce y Pelayo de Ildea fueron hacia ella. La sorprendió su solicitud y su expresión preocupada. No estaba segura de cuánto tiempo había pasado allí dentro, ni del aspecto que presentaría su rostro.

—Alteza, ¿estáis bien?

El grupo de Enrique también estaba muy atento a sus reacciones y miraba hacia el interior de la iglesia con cierta inquietud.

—Barón, me temo que vuestro señor y yo no hemos llegado a ningún acuerdo.

Rodrigo suspiró.

—Es una pena, mi señora.

—Sin embargo me ha entregado su declaración y sus condiciones. Yo misma se la entregaré al rey. Hasta entonces.

Men Rodríguez había traído a Janto de las riendas, mientras sus hombres vigilaban que los aliados del conde de Trastámara no hicieran ningún movimiento extraño, especialmente Bertrand. No hubo ningún problema; le sujetaron las bridas y el estribo para que subiera y ella lo hizo con gesto señorial. Después, el resto montó de un salto. Todos menos López de Ayala, que permanecía cabizbajo junto a la puerta de la iglesia.

—Mi señor de Ayala —lo llamó el señor de Valcarce—. Debemos irnos, subid a vuestro caballo.

Pero el consejero no obedeció, ni siquiera despegó los ojos del suelo mientras se retorcía las manos. Men Rodríguez lo miró con desprecio, igual que Cristóbal.

—Id en paz, señores —les recomendó el obispo Gregorio, mientras le sonreía a López.

El capitán de la guardia real deseó que Isabel le diera la orden de degollar al traidor, pero esta no hizo nada parecido. Tan solo se dirigió al consejero con frialdad.

—Si este es vuestro deseo —le dijo—. Vámonos.

Fue la primera en echarse a cabalgar y su grupo la siguió. Cuando estuvieron lejos, López de Ayala se acercó al obispo en actitud contrita, se arrodilló y le besó la mano.

—Vamos, vamos, hijo mío —lo consoló Gregorio, dándole unas palmaditas—. Has hecho lo correcto.

Mientras el señor de Manrique y varios de los soldados observaban la escena algo sorprendidos por el repentino cambio de bando, Rodrigo se dirigió a la puerta de la iglesia. Sin embargo, Bertrand lo retuvo un instante.

—Yo iré, monsieur —se ofreció en voz baja.

—Como deseéis —accedió el barón.

Bertrand du Guesclin entró en San Juan y se dirigió al claustro en busca de Enrique. Ahora la luz del sol entraba por todos los rincones del patio cuadrangular y lo vio enseguida, sentado junto al pozo, con la frente entre las manos y expresión sombría. Todo había ido bien; pese a los reparos de Rodrigo por dejar a Enrique solo en una reunión tan importante, el joven se había mantenido firme ante la infanta real, que era lo que tenía que hacer.

Y sin embargo, el bretón jamás lo había visto tan deshecho.

******

Isabel llegó a Talavera tres días después, al caer la tarde y no cruzó palabra con ninguno de los criados que salieron a recibirlos. Al ver acercarse a Alfonso de Albuquerque se fue derecha hacia él y, quizá extrañado de esa actitud, Alfonso refrenó su paso y escrutó su rostro con precaución.

—Bienvenida a casa. Vuestro hermano se alegrará de veros.

—¿Dónde está?

—Ahora mismo está reunido, pero esperaba vuestras noticias.

—Dadle esto.

Le alargó la declaración de guerra de Enrique.

—Decidle que lo siento, que no he podido hacer nada —le pidió con voz débil— El conde de Trastámara no cejará en su empeño.

Desconcertado, el valido miró a Isabel como si quisiera atravesarla.

—¿No queréis venir conmigo y decírselo vos misma? —se extrañó.

Ella negó con la cabeza.

—Ahora no. Estoy cansada.

Se alejó de allí, dejando a Alfonso pasmado, y se introdujo en el castillo buscando el silencio. Tenía los sentidos embotados y una horrible sensación de vacío en el estómago. Llegó hasta su habitación, echó fuera a la única doncella que había en el interior, y se dejó caer sobre la cama. Se quedó así, inmóvil, durante mucho rato, con los ojos abiertos y sin lágrimas. Despacio, alzó el brazo sobre su cabeza y observó el anillo de Enrique con una calma glacial. Recordaba que le había explicado que aquellas pequeñas perlas rojas eran venenosas: seguramente ingerir más de una ocasionaría la muerte. Con gesto pausado, como si otra persona guiara su mano, se llevó el dedo a los labios y sintió el relieve del anillo. Se lo metió en la boca para sacárselo y después siguió acariciándolo con la lengua y el paladar con delicadeza. Su respiración se hizo más lenta y profunda. Era como hacerle el amor una última vez.

Fuera, el cielo se había oscurecido, pero no solo por el atardecer, sino también por las nubes. De repente estalló un relámpago que iluminó todo el valle con su luz espectral y empezó a llover con fuerza. Isabel cerró los ojos, oyendo la lluvia y aspirando el aire que le llegaba impregnado de tierra húmeda. Era una sensación agradable para dormir, pensó, y con la lengua dirigió el anillo hacia un lado, entre los dientes, para mascar las bayas.

El cielo bramó y se sucedieron los relámpagos. De repente, toda la habitación osciló con un trueno ensordecedor e Isabel abrió los ojos y se incorporó de golpe como si acabara de despertar. Se había desatado un vendaval y el aire frío la golpeó y la despejó. Los cortinajes que colgaban del dosel de la cama parecían haberse vuelto locos y se convulsionaban con el viento, así como las cortinas que separaban la sala principal de la antesala donde estaba la puerta. Estalló otro trueno y la reverberación hizo que un cepillo de pelo, cerca el borde de la mesa, cayera al suelo. Las velas se habían apagado y las contraventanas de madera se golpeaban contra la pared furiosamente, incapaces de retener a los elementos.

La muchacha se colocó frente a la ventana y asistió al espectáculo sobrecogida. Castilla rugía como una bestia salvaje y parecía más viva que nunca. Golpeada por la lluvia y con el aire de la tormenta en los pulmones, Isabel se sacó el anillo de la boca y contempló el paisaje, mientras sonaba otro estallido y el cielo quedaba iluminado por un rayo lejano. Isabel cerró los ojos y aspiró el temporal con fruición: tenía la cara tan mojada que ni ella misma estaba segura de si estaba llorando o no lo estaba.

—Aquí estoy —dijo entre dientes—. No, no te abandonaré. ¿Cómo podría?

Y lanzó el anillo a la oscuridad con todas sus fuerzas. Tan solo lo vio un instante, brillante como un rubí, cuando un relámpago congeló su vuelo inexorable hacia el valle.